jueves, 8 de diciembre de 2011

LOS VALLES APURADOS (Reflexiones tras leer el ensayo de Vargas Llosa, "La utopía arcaica", sobre Arguedas y el Indigenismo)

Para Igor Ignacio, mi hijo menor.



Aunque estoy convencido del resquemor que puede causar en algunos, tengo que decir –también con convicción- que el bello ensayo La utopía arcaica, José María Arguedas y las ficciones del Indigenismo es, a la vez, una apología de la ficción y de la libertad en la literatura y un homenaje, rudo pero ecuánime, es decir justo[1], que Mario Vargas Llosa tributa al novelista de Los ríos profundos.


        Según su autor, La utopía arcaica “corona un interés por Arguedas que comenzó en los años cincuenta”. Recuerda que, al entrevistarlo para un periódico, en 1955, fue seducido por “su atormentada personalidad y su limpieza moral”, lo cual se convirtió en el estímulo que hizo brotar un particular interés por leerlo “con una curiosidad y un afecto que se han mantenido hasta ahora”. El “caso, privilegiado y patético”, de Arguedas le causó una especial inquietud, “porque en un país escindido en dos mundos, dos lenguas, dos culturas, dos tradiciones históricas, a él le fue dado conocer ambas realidades íntimamente, en sus miserias y grandezas” situación que le otorgó “una perspectiva mucho más amplia que la mía y que la de la mayor parte de escritores peruanos sobre nuestro país”. Arguedas fue para el autor de La casa verde el único escritor peruano con el que llegó a tener “una relación entrañable” y también el único al que consideró entre sus favoritos”.[2]


        Esta simpatía no impidió, sin embargo, que, así como reconocía lúcidamente sus aciertos pudiera señalar puntillosa e implacablemente sus deficiencias y defectos, y mostrar sus discrepancias. Es decir, que hiciese, como debe hacerse cuando se está en la posición del crítico, una lectura desapasionada y serena, sin sentimientos adversos pero, también, exenta de actitudes complacientes, sin que por ello buscara atentar contra la validez de las obras de Arguedas sino, como el mismo Vargas Llosa lo dice al final de su libro, conferirles “una naturaleza literaria”, realzar “lo que hay en ellas de invención” y consagrarlas en su verdadero carácter: como ficciones que son y con las cuales su autor –sentencia- definitivamente logró fue “edificar un sueño”.[3]


          Entrelazando la biografía, la historia y la crítica literaria, además de puntuales reflexiones acerca del oficio del escritor, La utopía arcaica emprende una exploración minuciosa del indigenismo a partir de la vida y obra literaria de José María Arguedas, el más entrañable de nuestros escritores, y sostiene –como se dice en la contratapa del libro- que el suicidio de nuestro escritor fue “algo así como el canto de cisne” de aquel Movimiento ya “exhausto”.

 

Alterando una frase del escritor francés André Gide, Vargas Llosa expresa que los buenos sentimientos pueden producir “religión, moral, política, filosofía, historia, periodismo”, pero no literatura, y que esta puede valerse de esas materias, pero no servirlas, o someterse a ellas, porque hacerlo implicaría vender su alma. Afirma que la verdad en la literatura “no depende de su semejanza con el mundo real, sino de su aptitud para constituir algo distinto del modelo que la inspira”. Señala que sus límites se encuentran en “la sensibilidad, el deseo y la imaginación, algo más ancho que el acotado dominio de los problemas sociales y políticos y más largo que la actualidad”. “En otras palabras, ella es una contradicción viviente, sistemática, indubitable de lo existente.” Es decir -agrego yo- un culto a la ficción y a la libertad sin estorbos de ninguna índole. 


       Es a partir de tales consideraciones que Vargas Llosa estudia la obra narrativa de Arguedas. Y, así, encuentra que Los ríos profundos es la mejor novela de nuestro atormentado escritor. “El libro –dice- seduce por la elegancia de su estilo, su delicada sensibilidad y la gama de emociones con que recrea el mundo de los andes…” De Yawar Fiesta afirma que “no es, como lo fueron muchas novelas costumbristas, una superficial y complaciente apología de una fiesta local”, sino que “la anima un propósito desmesurado: congelar el tiempo, detener la historia” siendo, en tal sentido, “un alegato contra la modernización del pueblo andino”, en otras palabras “el rechazo de una integración percibida como un proceso de absorción destructivo de la cultura indígena por la de Occidente.” Respecto de Todas las sangres es más cáustico; es, dice, “tal vez, la peor de sus novelas”, pero la encuentra reveladora porque –reflexiona- “una novela frustrada puede ser más elocuente sobre la visión del mundo de un escritor, sus técnicas y el sentido profundo de su arte, que una lograda”. El Sexto, por su parte, presenta a la prisión como “el decorado para representar, igual que en Los ríos profundos, un drama que lo hostigó toda su vida, el de la marginalidad, y para soñar desde allí con una sociedad alternativa, mítica, de filiación andina y antiquísima historia, incontaminada de los vicios y crueldades que afean la realidad en la que vive”; no tiene “el vistoso simbolismo de Yawar Fiesta ni la fuerza poética de Los ríos profundos, desarrolla sin embargo, incluso con más precisión y coherencia que estas ficciones, aspectos centrales de la utopía arcaica: el andinismo, el pasadismo histórico, el inmovilismo social, el puritanismo y, en suma, el rechazo a la modernidad y de la sociedad industrial, sobre todo en lo que se refiere a cualquier forma de intercambio del que sea vehículo el dinero.” Y ahora, en cuanto a El zorro de arriba y el zorro de abajo afirma que “le convienen las expresiones que el propio autor le dedicó: ‘entrecortado y quejoso’, ‘lisiado y desigual”, y que leerlo es como “haber compartido una experiencia límite, uno de esos descensos al abismo que ha sido privilegio de la literatura recrear en sus momentos malditos”. Versa –lo dice Vargas Llosa- sobre aquel “mundo infernal, donde ya no es posible seguir ‘buscando un inca’; ese mundo que llegó a trastrocar la “visión homogénea, unitaria, tradicional, del mundo andino en una confusa realidad en la que lo que más admiraba [Arguedas] iba despareciendo […] y surgía una caótica sociedad que parecía representar, al mismo tiempo, la muerte de la mejor tradición andina y la modernidad en su más horrible versión”.


       Un conocido antropólogo –leal discípulo de Arguedas y quizás por ello uno de los más ardorosos cuestionadores de Vargas Llosa- declaró hace algún tiempo que La utopía arcaica trae como propuesta el sacrificio de “toda forma de nacionalismo”.[4] Yo no encuentro nada de eso. Es conocida la aversión de Vargas Llosa por el nacionalismo ya que -lo ha expresado recientemente- considera que se trata de una ideología que ha sido “el origen de las peores matanzas que ha vivido el siglo XX”.[5] Pero el libro del que aquí me ocupo no proclama tal rechazo. Como tampoco afirma “que los indígenas nada tienen que decir ni hacer en el futuro del país” (Montoya 1988: 201). Más que argumentar proposiciones, lo que hace es simple y llanamente asumir una realidad, y lo dice enfáticamente: “…lo que ha ocurrido en el Perú de los últimos años ha infligido una herida de muerte a la utopía arcaica”[6]; herida que, sin quererlo, el mismo Rodrigo Montoya (que es el científico social al que he aludido) se encarga de poner en evidencia cuando, tratando de poner en tela de juicio la obra en cuestión, reconoce que en el Perú “ninguno y ninguna […] piensa en el regreso al pasado o en el rechazo del presente, del futuro y de la modernidad”.[7] Afirmar que la “propuesta” del libro en cuestión es acabar con “toda forma de nacionalismo”, revela simplemente que su lectura no ha sido la correcta.


       Veamos, pues, algunos aspectos de esa realidad que las nuevas generaciones se encargan de ir transformando. El quechua. Es cierto que ha sobrevivido durante 500 años desde la llegada de los españoles y ha resistido el embate de la violencia subversiva y del Estado.[8] No se ha extinguido. Pero la verdad es que está en un aparentemente irrefrenable proceso de disminución. Ya Alberto Flores Galindo lo había dicho: “El número de quechuahablantes disminuye”.[9] Hasta el 2007 se registraron más de 4’000,000 de quechuahablantes en el Perú, la mayoría de los cuales se asentó en Lima. El llegar a vivir a Lima fue, según parece, el recurso más eficaz de sobrevivencia frente a los peligros del terror; Canto Grande y Manchay fueron los destinos de muchos de esos desplazados. Pero estar en Lima (salvo circunstancias muy particulares: encuentros ocasionales con paisanos, algunas reuniones familiares, etc.) ha significado prácticamente el dejar de hablar la lengua materna, por más de una razón: porque realmente en la Capital ya no les resulta práctica ni útil, porque los hijos se resisten a aprenderla y se avergüenzan, porque son objeto de burla, etc. Yo he vivido en Manchay y Canto Grande; allí, he cargado esteras, he corrido tras el “aguatero”, he participado en las asambleas populares y he bailado, a rabiar, huaynos y mulisas; pero también he visto que los jóvenes entran en trance con la música del Techno (que, además de la chicha, es lo que más les gusta) y no he visto ni escuchado que se comuniquen en quechua. Menciono esto por una razón: porque es en Lima donde está -según los estudios todavía vigentes- la mayor parte de los quechuahablantes. Mayra Castillo, periodista de El Comercio, lo expresa claramente: los migrantes “resisten la marginación ocultando su lengua materna”[10], y más crudamente, una página de Internet hace unos días publicó un reportaje en el que se dice que “el quechua muere de vergüenza”.[11] Es decir, el quechua ha sobrevivido a los temporales, pero pareciera que ahora está siendo asfixiado lentamente: un elevado número de sus hablantes está dejando de serlo y lo conservan tan solo como prisionero de la memoria. Sin duda hay valiosas y plausibles acciones de personas e instituciones (como la Academia de la Lengua Quechua, por ejemplo), pero -seamos realistas- muchos de los que procuran aprenderlo lo hacen como una preocupación de “cultura general” o como interés digamos antropológico o lingüístico y, en todo caso, no se trata sino de poquísimas personas. La cusqueña Hilaria Supa declaró el 2007: “Uno no abandona el quechua porque quiere sino porque estamos forzados”.[12] Forzados por la realidad y sus circunstancias, no por los encomenderos de otrora. Hace un año en un pueblo de la sierra ancashina, a donde fui por un encuentro de escritores, me conmoví al ver que, además de conservar y mostrar con orgullo sus costumbres y vestimentas tradicionales, las personas del lugar hablaban quechua. Curioso como soy, conversé con los niños y pregunté a los maestros de escuela y lo que encontré fue decepcionante: los infantes solo hablan castellano: ya no se les enseña, ni en la casa ni en las aulas, el idioma de sus padres. Probablemente en este caso no haya vergüenza, hablar de vergüenza tal vez sea una exageración, pero cualquiera sea la razón lo cierto es que, al dejar de transmitirse la lengua a las nuevas generaciones, el camino a su extinción es un hecho. ¿Los niños y jóvenes, hijos de migrantes quechuahablantes en Lima, hablan la lengua de sus mayores? No, “qué roche” dirán.[13] Me contaba un amigo –y esto es hasta cierto punto risible, pero dramático- que en una urbanización limeña que hasta hace algunos años tenía un nombre en quechua, debido a que fundamentalmente los jóvenes de lugar no se sentían identificados (repito, por el roche), ese nombre tuvo que ser cambiado por uno que se usa por casi todos los lugares: “Santa Rosa”.[14] El mismo Arguedas llegó a decirlo: “La tesis final es que la cultura quechua está condenada […] Los hijos de los emigrados ya no hablan quechua.”[15] Y la UNESCO lo confirmó hace poco, declarando al quechua y el aimara como lenguas en peligro de extinción.[16]


       Es que, en realidad, un idioma no nace ni desaparece por decreto -no es un asunto de gobiernos-, ni por la intervención de academias. Como me dijo un amigo poeta, una lengua permanece viva gracias al dinamismo del pueblo que la utiliza.[17] Esto nadie lo duda. Pero -continuando con el caso de los migrantes andinos- lamentablemente, el dinamismo que se pone de manifiesto se da en otros planos y preocupaciones, no en el idiomático. El aspecto económico tiene prevalencia. Me contaban que una familia quechuahablante, propietaria de una fábrica cafetalera[18], factura anualmente unos ochocientos millones de dólares, lo cual es muestra de éxito empresarial, de extraordinario éxito económico, pero además de orgullo por su lengua materna, al menos eso lo demostraron al declarar para una revista limeña hablando en quechua. Es evidente que ellos, al jalar a otros migrantes, van a hacer que estos también triunfen en los negocios y sus ganancias eventualmente lleguen a sumas elevadas. Esto no es otra cosa que una muestra contundente del denominado “poder cholo”, que se impone en los últimos tiempos, como lo son también los mercados Unicachi y, en gran medida, también Gamarra. Pero esto se inscribe en la auspiciosa asimilación o inserción al capitalismo, a la modernidad que, felizmente por ahora, no implica la total desvinculación respecto del pasado (costumbres folclóricas especialmente), debido a que la nostalgia aún está ahí y por eso es que anualmente celebran sus fiestas patronales y los aniversarios de sus centros comerciales los festejan con danzas y comidas típicas. Se da algo así como aquello de que hablaba Flores Galindo: “una utopía que sustentándose en el pasado esté abierta al futuro”.


       Sin embargo, aun siendo esto último –la asimilación empresarial a la modernidad, sin desvinculación del pasado- bacán, chévere, pulenta[19], la verdad es que en muy poco ayuda a la sobrevivencia del quechua. El dinamismo del pueblo andino ahora asentado en Lima no incluye, vuelvo a decirlo, en sus prioridades ni el uso ni mucho menos la difusión de su lengua materna, sino la movilidad del dinero, de los negocios. Una familia es una golondrina que no hace el verano. Los hijos de los emprendedores, de gran parte de ellos, han aprendido inglés, manejan dólares y euros y si aún no han comenzado pronto empezarán a estudiar chino mandarín, porque -lo han escuchado en los institutos y leído en la Internet- es la lengua del futuro.


       Pero no solo es el tema del idioma. Flores Galindo lo mostró: “Igualmente retrocede el uso de la bayeta, las tejas, los alimentos tradicionales, sustituidos por las fibras sintéticas, el aluminio y los fideos” (Flores Galindo 1994: 371). Hace algún tiempo vi en la televisión que las familias de un centro poblado de la selva –creo que los Yaguas- que llevan una vida como la de cualquier habitante “occidentalizado” hablaban su lengua y se ponían sus vestimentas típicas solo para satisfacer la curiosidad de los turistas y, obviamente, recibir las propinas. Confieso que esto me estremeció en un primer momento. ¡Solo para los turistas! Probablemente eso no esté mal, pues se trata de un recurso de sobrevivencia, un recurso artificial o, más propiamente, lo que se suele llamar “recurseo”. Pero significa incuestionablemente que la modernidad ejerce su dominio de modo irremediable. Otra cosa. Los tejidos con rasgos andinos se venden más y, sin la reticencia que había antes, son incluso usados por la gente de barrios residenciales (los “blanquiñositos” a los que se refería Elianne Karp); se baila el huayno en lugares “fichos“[20], gracias a Dina Paucar y otros artistas. Pero los tejidos ya no son artesanías propiamente dichas; son productos de una industria textil que emplea moderna tecnología y ya no usa los tintes tradicionales. La música que tanto emociona y reúne a miles de provincianos en la carretera central y otras partes y ha ganado terreno en espacios usualmente desdeñosos, no es ya aquella del “sentimiento telúrico” que era representado, entre otros, por El Picaflor de los AndesLa Pastorita HuaracinaLos Errantes de ChuquibambaLos Campesinos; ahora es algo así como la “andinización” del bolero cantinero, o como si Rómulo Varillas –resucitado- cantara huaynos de traición y desengaños.


       Así se dan las cosas. Lo que Vargas Llosa denomina “el carácter ‘arcaico’, ‘bárbaro’ de la realidad que Arguedas amaba y con lo que se sentía profundamente solidario”, va quedando en el pasado. Y esto, adverso frente a lo ancestral, no podía ser admitido de buena gana por el escritor andahuaylino, y no lo fue, al menos en los últimos años de su vida.[21] Si finalmente aceptó o trató de aceptar (es decir, asumir como un hecho) la irrefrenable imposición de la modernidad, que mataba el alma andina, lo hizo experimentando un acerbo dolor que, en gran medida, resultó letal. Testimonio –anticipado y póstumo al mismo tiempo- de esto fue El zorro de arriba y el zorro de abajo. Arguedas no solo hubiera querido que lo andino se mantuviera, sino que llegara a imponerse. Ese sueño fue parte importante de su drama y esencia de su ficción literaria. La “utopía de todas las sangres”, que resalta Montoya como “ideal para el futuro”[22] y con entusiasmo es agitada como bandera especialmente por muchas organizaciones populares, es una esperanza exultante y optimista que yo aplaudo y a la que me adhiero conmovido, pero no es algo que haya sido precisamente propuesto por Arguedas en su obre literaria, sino que nació de la lectura, es decir de la interpretación, del bello título que le dio a una novela que solo le trajo desencanto en la postrer etapa de su existencia.


       Vargas Llosa, tal vez por ser novelista, se interesó más y principalmente en la narrativa de Arguedas, por eso La utopía arcaica no puso atención, por ejemplo, en Oda al jet, un bello poema que es un homenaje, un loor, a una de las extraordinarias creaciones de la modernidad, pero también un alarido desesperado y de resignación, con que Arguedas parecería aceptar un hecho real: “Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo: no os encuentro, ya no sois…”. Dice: “ya no sois”. Es terrible esta certeza para él, que amaba lo mágico, lo ancestral. El Jet, producto de la inventiva del hombre, hizo que el cóndor y las águilas quedaran perdidos “en el aire o entre las cosas ignoradas”, invisibles “como los insectos alados”. Arguedas se alegra, porque bajo “el pecho del ‘Jet’ mis ojos se han convertido en los ojos / del águila pequeña a quien le es mostrado por primera vez el mundo.” Es interesante lo que dice casi al final del poema: “Dios Padre. Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, Dioses Montañas, / Dios Inkarrí: mi pecho arde. Vosotros sois yo, yo soy/ vosotros, en el inagotable furor de este “Jet”.[23] En buena cuenta, la conjunción de lo occidental y lo andino.[24] La modernidad y la utopía de los andes.[25]


       ¿Pero, pregunto, existe un lugar ahora para que esa utopía (es decir, el sueño del pasado “paradisíaco”), a la que Vargas Llosa solo le puso el adjetivo de arcaica (por lo antigua, no perteneciente a esta época; lo cual no es peyorativo[26]), pueda aterrizar? Creo que no. No obstante, pareciera que hay quienes aún no entienden o no quieren admitir esta verdad. Tal vez, en gran medida, porque la lectura que se hace de la obra de José María Arguedas genera apasionamiento. Y leer apasionadamente a Arguedas no es malo, es una muestra loable de involucramiento con lo telúrico que hay en sus novelas y con su drama, y también de identificación y digamos solidaridad con lo andino y todo lo que viene de antes de la conquista española; aquello que, según se nos hizo creer desde niños, era una “sociedad homogénea y justa” y no lo que realmente fue, “un mundo en el que existieron desigualdades e imposición”[27]: el Imperio Incaico. Pero los sentimientos y las pasiones, “aunque necesarias -como escribió Flores Galindo- a veces no permiten llegar tan lejos”[28] y, más que identificación o solidaridad, pueden llegar a convertirse en conmiseración. Ya lo dije antes, cuando se emprende una lectura crítica, lo que debe guiar es la razón, es decir, la objetividad debe ser el requisito primordial; no las simpatías, ni las antipatías.


       Vargas Llosa fue objetivo en su estudio de Arguedas, pero creo que muchos no lo son cuando hablan o escriben acerca de la obra de nuestro Premio Nobel. Suelen partir –todo indica que es así- de, entre otras cosas, la reprobación al giro ideológico que experimentó después de ser admirador de la Revolución Cubana[29] y del rechazo a la terrible conclusión que suscribió tras investigar el caso Uchuraccay.[30] Y, con las premisas medio prejuiciosas que de allí nacen, más de uno considera, por ejemplo, que Lituma en los andes es una novela de revancha, que Historia de Mayta ha sido escrita con todos los demonios del rencor[31] y que La Utopía arcaica es un libro deleznable y “una lápida elegante para sepultar a José María Arguedas”.[32] Se ha dicho, también, que Vargas Llosa carece de autoridad para hablar de temas andinos porque es “un peruano de los años 50 que vivía a espaldas de los Andes”, y que conoce poco de esa realidad. Pero lo real es que Vargas Llosa no hace en su libro un estudio antropológico ni sociológico sino básicamente literario, aunque, claro, si se tratara de eso creo que tendríamos que afirmar que, por ejemplo, Mariátegui conoció menos el Ande (solo estuvo una corta temporada vacacional en la Sierra) y, sin embargo, escribió, con significativa dosis de rigor y pertinencia, “El problema del indio” y “El problema de la tierra”. Alguien incluso ha escrito, con el propósito de poner en entredicho el libro de Vargas Llosa, que no es válido hablar de “utopía arcaica” puesto que “utopía es proyección a un futuro imposible”, por lo que atribuirle eso a Arguedas “es insultarlo”.


       Averigüemos, entonces, qué cosa es utopía. Al mencionar esta palabra de inmediato nos viene a la mente el nombre de un personaje inglés que fue teólogo, político, humanista y escritor, poeta, traductor, profesor de leyes, juez de negocios civiles y abogado: Tomás Moro, autor de uno de los libros más famosos llamado precisamente Utopía, una obra de ficción que habla de una sociedad ideal, perfecta, pero que –como nos ayuda a entender Alberto Flores Galindo- “no tiene lugar ni en el espacio ni en el tiempo”.[33] Ahora, guiados por la explicación de nuestro historiador muerto tempranamente, identifiquemos la utopía andina: “Es, en primer lugar, una suerte de mitificación del pasado. Intento de ubicar la ciudad ideal, el reino imposible de la felicidad no en el futuro, tampoco fuera del marco temporal o espacial, sino en la historia misma, en una experiencia colectiva anterior que se piensa justa y recuperable –la idealización del imperio incaico.” Está constituida por el propósito de “navegar contra la corriente para doblegar tanto a la dependencia como a la fragmentación […] Encontrar en la reedificación del pasado la solución a los problemas de identidad.” “La utopía –sigo a Flores Galindo- niega la modernidad y el progreso”. “La idea de un hombre andino (como la que era presentado por Arguedas, añado yo) inalterable en el tiempo y con una totalidad armónica de rasgos comunes expresa […] la historia imaginada o deseada, pero no la realidad de un mundo demasiado fragmentado.” La historia de la utopía andina es una historia conflictiva, similar al alma de Arguedas”; “logró –continúo con Flores Galindo- condensar una fuerte carga pasional”.[34]


       Y fue la pasión lo que movió positivamente a José María Arguedas, pasión por lo andino, por lo tradicional, por esa memoria –no tan fiel- que se tenía sobre el pasado inca.[35] Hasta los años de 1950 era consciente y se mostraba entusiasmado con la posibilidad de integración, es decir el mestizaje; escribió que el indio que llega a la ciudad “no se encuentra en conflicto con ella; porque la masa indígena que allí acude o vive es autóctona en el fondo y no en lo exótico” y podrá, por ejemplo, ingresar en un restaurante “y sentarse a la mesa, cerca o al lado de un alto funcionario oficial, de un agente viajero o del propio prefecto […] sin temor que alguien blanda un látigo sobre sus cabezas”. Basado en aquella perspectiva que entonces tenía nuestro escritor y lo que ocurrió después, Nelson Manrique expresa que, “sin forzar los términos, se podría afirmar que, en este período de su producción, Arguedas era un intelectual culturalmente colonizado”, pero que el “enfoque de la cuestión de la integración nacional, vía el mestizaje, desapareció virtualmente en la producción de sus últimos años”; y tras preguntarse por las fuentes de ese radical cambio, Manrique ensaya, entre otras, esta respuesta: “las consecuencias que la difusión de la cultura occidental tenía en las áreas fuertemente indígenas que tan bien conocía.”


       Por qué me he detenido en Alberto Flores Galindo y Nelson Manrique. Porque, ya lo insinué, no comprendo por qué hay gente que no llega a entender el libro de Vargas Llosa sobre Arguedas. O, más bien, reitero, porque comprendo que ese rechazo y satanización se deben a que la literatura y el drama del autor de Todas las sangres genera apasionamiento e involucra sentimentalmente hasta convertir a sus lectores, a muchos de ellos, en incondicionales, viscerales, y a veces irreflexivos defensores del maestro, y les duele que lo toquen; como también duele que alguien descalifique la validez de la utopía andina. Aunque, claro, en esto último las miradas son menos objetivas aún, menos imparciales. Se le “da duro” a nuestro Premio Nobel –todo indica que “por reaccionario, derechista y presunto ‘agente’ del Imperialismo”- y no se pone atención o se trata de olvidar esto que acabo de reseñar: que antes de que Vargas Llosa expresara sus cuestionamientos fueron otros los que lo hicieron. Yo aprendí de José Carlos Mariátegui, como lo aprendió Alberto Flores Galindo, a quien conocí durante un seminario a principios de los años 80, y también Nelson Manrique, lúcido historiador y maestro, que es decente y justo reconocer, en los que piensan diferente políticamente, sus calidades artísticas o literarias. Nuestro Martín Adán, “reaccionario, clerical y civilista” -si Mariátegui hubiera sido un enceguecido sectario- se habría hecho merecedor de los más acres reparos del autor de los / Ensayos, y sin embargo fue el Amauta quien lo ensalzó. Antes de Vargas Llosa, quien puso en entredicho la utopía andina fue Alberto Flores Galindo y fue Nelson Manrique quien, entre otras cosas, puso en tela de juicio la objetividad de Arguedas “para acercarse a la realidad”. Y si nos vamos un poco más allá, Aníbal Quijano se comportó como uno de sus más implacables críticos en la Mesa Redonda del 23 de junio de 1965, de la que Arguedas salió prácticamente –y equivocadamente- convencido de que su libro Todas las sangres “es negativo para el país”, por lo cual sumado a otras razones sintió que nada tenía “que hacer ya en este mundo”.[36] Pero, claro, estos importantes estudiosos no firmaron el Informe Uchuraccay, no cambiaron de camiseta ideológica, no aplaudieron la economía de mercado y, por último, no ganaron el Nobel.


       Concluyo. No ha sido mi propósito ser apocalíptico. Lo que he hecho es solamente exponer unas reflexiones que se basan en lo que me parece evidente, innegable, irrefrenable e irremediable: la utopía andina, aquella que –con palabras de Flores Galindo- “niega la modernidad y el progreso”[37] y con la cual de algún modo se identificaba Arguedas, cada día va perdiendo piso. El retorno al pasado y la glorificación de la sociedad inca de la cual se nos dijo que era homogénea y justa sin realmente haberlo sido, es un sueño que está ingresando en la lista de las especies en extinción. Lo que a los mayores nos provoca nostalgia y nos llama a orgullo, a las nuevas generaciones cada vez más lo que les inspira es desdén. Esto, felizmente, no se traduce en pérdida de la identidad nacional. El reconocimiento mundial de Machu Picchu, los significativos avances en el aspecto económico, el rescate y valoración de nuestra gastronomía, los triunfos del cine peruano, el Premio Nobel para nuestro novelista mayor, son, entre otras muchas cosas, factores importantes que contribuyen –o deberían contribuir- a la cohesión y al fortalecimiento de la nacionalidad. Pero eso, a lo que Mario Vargas Llosa nombró como “la utopía arcaica” (el pasado presuntamente glorioso), ya no conmueve como antes conmovía. “Pregúntenles a los muchachos”, habría dicho Juan Ramírez Ruiz, y la respuesta de ellos, áspera pero real, podría ser esta: “¿La utopía arcaica? ¡No! Qué roche”. Es que, como escribió nuestro poeta horazeriano, la verdad está en que “los nuevos valles vienen apurados”.[38] ¿Alguien querrá detenerlos?

 

Lima, 12 de noviembre del 2010.

 

 

 

 

 


[1] El adjetivo “justo” debe entenderse, naturalmente, como “ajustado, con la debida proporción”, y no con la acepción relacionada con “justicia”. 

[2] Mario Vargas Llosa: La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del Indigenismo. Fondo de Cultura Económica. México, 1996. Pág. 9. 

[3] Vargas Llosa, ibíd. pág. 335-336. 

[4] Una entrevista con Rodrigo Montoya, por Abelardo Sánchez León. Disponible en: http://w3.desco,og.pe/publicaciones. 

[5] Cf. http://abc.es/20101103/cultura-libros/vasgas-llosa 

[6] Mario Vargas Llosa, ibid. Pág. 335. 

[7] Rodrigo Montoya. Todas las sangres: ideal para el futuro. Crítica del libro La utopía arcaica, José María Arguedas y las ficciones del Indigenismo de Mario Vargas Llosa. Disponible en: http://www.andes.missouri.edu/andes/Arguedas.html 

[8] Según la Comisión de la Verdad, el 75% de las víctimas mortales de este conflicto armado correspondía a quechuahablantes.

[9] Alberto Flores Galindo. Buscando un inca. Identidad y utopía en los andes. En: Obras Completas III (I). Sur Casa de Estudios del Socialismo. Lima (s/f), pág. 371. (La primera edición de Buscando un inca es de 1988). 

[10] Mayra Castillo. En nombre del quechua. El Comercio, 31 de marzo del 2007. 

[11] Cf. http://elcomercio.pe/peru/665065/noticia-quechua-muere-verguenza-peru 

[12] Mayra Castillo, ibíd.

[13] La expresión “roche” es, en el Perú, sinónimo de “vergüenza” y es así como ha sido considerada en el DRAE. No me explico, sin embargo, por qué la Real Academia consigna, como primera acepción, un concepto que no corresponde a la realidad: “cosa notoria o visible”. 

[14] No es, pues, como equivocadamente afirma César Lévano –citando al folclorista ayacuchano Roberto Teves- que “el quechua se habla en los ómnibus, los mercados, las plazas y las calles de la capital” y que, en tal sentido, “Lima se está convirtiendo en quechuahablante” (Diario La Primera, 18 de enero 2011). 

[15] José María Arguedas. Carta del 3 de noviembre de 1967, dirigida a John Murra. 

[16] Quechua y aimara integran lista de lenguas en peligro de Unesco. En:                         https://andina.pe/agencia/noticia-quechua-y-aimara-integran-lista-lenguas-peligro-unesco-219210.aspx

[17] Tulio Mora, en diálogo a través del Facebook. 

[18] Me refiero a la cafetalera “Altomayo”.

[19] Bacán, chévere, pulenta, son adjetivos propios de la jerga juvenil que significan: Muy bueno, estupendo, excelente.

 [20] En el lenguaje juvenil popular, “ficho” es similar a “bacán” pero en referencia a un nivel socioeconómico elevado, es decir, “pituco”. 

[21] Nelson Manrique. José María Arguedas y la cuestión del mestizaje. En: Amor y fuego. José María Arguedas 25 años después. DESCO, CEPES, SUR, Lima, 1995, editado por Maruja Martínez y Nelson Manrique. 

[22] Montoya, ibid.

[23] José María Arguedas. Katatay. Arteidea Revista Cultural 4, s/f. 

[24] ] “Su apuesta por una cultura nacional, indígena, de base andina, en la que se pueda establecer el encuentro entre lo tradicional y lo moderno está claramente expresado en el poema “Llamado a algunos doctores.” (Miguel Ángel Huamán. “La poesía de José María Arguedas y la utopía andina”. Alma Máter Nº 17, Lima, UNMSM, 1999. Disponible en: http://sisbib.unmsm.edu.pe) 

[25] Me pregunto, ¿Arguedas habría mostrado similar emoción de asombro y regocijo con, por ejemplo, la cada vez más creciente utilización de los tintes artificiales que desplazan a los de origen natural en la textilería andina, o con el empleo de máscaras de “halloween” en las danzas quechuas? Es difícil asegurarlo, pero creo que no. El jet es, en rigor, sinónimo de modernidad, pero a diferencia de las máscaras y los tintes referidos, que también lo son, no entra en conflicto con lo ancestral, con aquello que conmovía a nuestro José María; es signo innegable de progreso, pero no una estocada que pueda herir o matar al folclor o al alma andina. Nuestro escritor lo sabía. 

[26] Como se verá más adelante, ya Alberto Flores Galindo, había calificado a la utopía andina (que es a la que se refiere Vargas Llosa) como la “mitificación del pasado”.

[27] Flores Galindo, ibid. Pág. 369.

[28] Flores Galindo, ibid. pág. 376. 

[29] “El cambio de casaca política que sufre Mario Vargas Llosa entre los años setenta y los tempranos ochenta y que lo lleva a escribir en 1981 un prólogo tan humano en su libro Contra viento y marea, es singularmente peculiar; no obstante, yo no lo creo inesperado como algunos críticos lo han así tildado. Ipso facto, desde un principio, Vargas Llosa ha sido camusiano, o sea, ha sido un ciudadano libre…” (Mariela A. Gutiérrez. University of Waterloo, Ontario, Canadá)

[30] Vargas Llosa presidió una Comisión que, durante el segundo Gobierno de Fernando Belaúnde Terry, se creó para investigar el doloroso caso de un grupo de periodistas asesinados en enero de 1983 en la comunidad ayacuchana de Uchuraccay. El Informe Final, inesperado y lamentable, dio pie a que la culpabilidad fuera atribuida a los campesinos, dizque porque los miembros de la Comisió “prefirieron evitar las consecuencias político-militares de inculpar a miembros de las fuerzas armadas” (Rocío Silva Santisteban: http://kolumnaokupa). Sin embargo, las conclusiones a que arribó la Comisión de la Verdad y Reconciliación, no fueron diferentes: veamos: “… los comuneros de Uchuraccay asesinaron a los periodistas Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez, Félix Gavilán, Jorge Luis Mendívil, Willy Retto, Jorge Sedano, Amador García y Octavio Infante, así como al guía Juan Argumedo García y al comunero Severino Huáscar Morales Ccente, considerando que eran miembros del PCP-SL (…) Que en los sucesos del 26 de enero de 1983 no se constata la presencia de infantes de marina ni de miembros de la entonces Guardia Civil (sinchis) como perpetradores directos de los hechos”. (¿Esta Comisión también quiso “evitar” esas “consecuencias”?). 

[31] Miguel Gutiérrez. La generación del 50: un mundo dividido, 1988, pág. 231. 

[32] Dante Castro: La Fiesta del Chivo y el Premio Nobel. 8 de octubre del 2010. En: http://cercadoajeno.blogspot.com

[33] Flores Galindo, ibíd. Pág. 369. 

[34] Flores Galindo, ibid.pág. 376-377. 

[35] “A lo largo de los escritos literarios –escribe Roland Forgues- se asiste a la edificación de un mundo ideal que se organiza alrededor de una estructura que podría calificarse de poético-mística (…) que apunta a manifestar en un primer momento la continuidad y la autenticidad de los valores del mundo quechua y, en un segundo momento, a reconstruir, sobre las bases de la comunidad india precolombina (…) el mito del paraíso o de la Edad de Oro.” 

[36] ¿He vivido en vano? Mesa redonda sobre Todas las sangres, 23 de junio de 1965. Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 1965.

[37] Flores Galindo, ibíd. Pág. 373. 

[38] Juan Ramírez Ruiz. Las armas molidas. Los muchachos (173). Arteidea editores. Lima, 1996.