sábado, 22 de diciembre de 2018

UNA CARTA AMOTINADA PARA MARCO TULIO ROTONDO*


También se puede –de entrada y de sopetón-  ser desconcertante, cuando de literatura y sobre todo de poesía se trata, ¿no es cierto Marco Tulio? Nadie está obligado (y nadie puede obligar) a lo que sería algo así como “guardar la compostura” por el prurito de tratar de “quedar bien” y, digamos, no salirse de “las reglas” o del “buen escribir”. Eso –el ser rebelde, el no estar nunca conforme- es esencia del arte, de la literatura, de la poesía. Qué quiero decir: que también es válido y no reprobable (aunque haya quienes piensen lo contrario) querer épater les bourgeois incluso cuando, por ejemplo, de ponerle el título a un libro se trata.  No sé, o no estoy seguro, si este fue el propósito que tuviste al ponerle al libro que aquí se presenta este título: Terneza amotinada, pero es lo que has logrado -al menos en mí, lo cual, por cierto, no significa que yo sea parte de la burguesía-. Épater les bourgeois: ponerle de vuelta y media al lector, dejarlo atónito, patidifuso. En un principio yo quise sugerirte que el título fuese, más bien, “Ternura amotinada”, porque fonéticamente tiene más dulzor, es empalagoso y… tierno; pero rápidamente cambié de opinión y me dije: la ternura de un poemario no tiene por qué manifestarse también en su título y no es una condición que deba cumplirse eso que en derecho se conoce como principio de congruencia. Quisiste ponerle ese título a tu libro (“No pregunté tu nombre: / solo te llamé terneza”) y así ha de llamarse por el resto de sus días. A fin de cuentas, es la arbitrariedad, la libre voluntad, lo que se impone en la poesía. Por ejemplo (obviamente tú lo sabes), todo el mundo trató y sigue tratando de encontrarle una explicación razonable al significado de Trilce, título del más innovador libro de César Vallejo y, claro, casi nadie parece hacerle caso al mismo autor, que se encargó de poner los puntos sobre las íes al afirmar en una entrevista, simple y llanamente, que no significaba nada, que lo inventó solo porque no encontró “ninguna palabra con dignidad de título” y, sin más ni más –de modo arbitrario-, apareció la desconcertante palabrita. Bueno, tú no tuviste que inventar un nuevo vocablo, pero encontraste este que es muy sugerente: Terneza, que -como sabemos- es sinónimo de ternura, pero  –con la licencia que nos prodiga la poesía y haciendo un trabajo de disección, como otros han hecho con la palabra  Trilce- podríamos tal vez terminar asignándole el significado de tierna tristeza (considerando, obviamente, estos lexemas: tern-ura y trist-eza), ¿verdad? Claro, en tu libro, en tu poesía, no hay precisamente tristeza pero sí una ternura que se desborda en violenta turbulencia, en motín, libremente. Y allí está su particularidad. ¿El amor tiene que ser sinónimo solo de dulzura, de apacibilidad y acaso también de ocasional desconsuelo? Quizás (¿Quién, gracias a un amor, no ha sentido que camina sobre nubes o, por su culpa, no ha tenido la sensación de enfrentarse a cíclopes y lestrigones? Yo sí). El amor puede –en tanto no dañe a nadie- amotinarse y ser un huracán o una bola de fuego. Esto es lo que aparece dicho o insinuado en este libro: amar como las olas, en libertad. Esta, la tuya, Marco Tulio, es eso: poesía de amor, del amor erótico y del amor universal, en libertad, y es –también y sobre todo- un homenaje a la mujer (que nació “para inquietar la mar”; “para que las estrellas alumbren en la nocturnidad / y el sol abrigue esperanzas…”). ¡Bendita la mujer, pues! Merecedora de este y de muchos cantos: “¿recuerdas cuando cabalgábamos / llenos de amor / y el gozo era un acantilado / por donde navegaban nuestros deseos?”. El gozo del amor convertido en acantilado: abismo, profundidad (¡bella y terrible imagen!) que a veces pueden estar en la desventura o en la desesperanza: “… le pregunto a los sueños y a los árboles / dónde estará / y solo me responde un triste silencio”. ¿Puede, quien ama, experimentar despecho, malquerencia? Creo que sí: “… siento tu piel agrietada por el desamor / de estas manos que gozaron tu cuerpo. / Ardes en el infierno de la tristeza / fuiste mía y ya no…”, “…mientras tú desapareces entre la bruma / preguntándote / cuándo dejaste de ser la soñada”. ¿Suena a rencor, a vals de desconsuelo, tal vez? Creo que sí. Ya lo dije antes, no solo el amor erótico es merecedor de apología aquí; también aquel de la bondad, que no mira a quien, se desborda a raudales en esta poesía: “… sentir hambre por dar mi pan a un menesteroso / y frío por dar mi abrigo a un veterano de paz”. Veterano de paz, no de guerra. Un alegato contra la violencia que hiere: “…no entiendo cuando rezan a un dios para ir a la guerra”. En este libro ¿qué hay? La respuesta es obvia, hay eso que exuda cada poema a mares: humanidad. Es que, de principio a fin, eso es la poesía, pues: humanidad (expresada por el medio más bello y noble que pudo haberse creado: la palabra). ¿Terneza? Sí, ternura a mares, como un látigo contra el odio y la maldad; como “el río cuando pelea con las rocas y alimenta lagos” o la mujer que alimenta el alma y nutre la existencia. Es tu poesía, Marco Tulio, fruta fresca, pan recién salido del horno, agua clara. Terneza amotinada contra cíclopes y lestrigones. Poesía de vida y de esperanza. Espejo de los buenos sentimientos. ¡Te felicito y abrazo, sinceramente!

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*Prólogo a "Terneza amotinada", poemario de Marco Tulio Rotondo.

viernes, 23 de noviembre de 2018

LITERATURA ALUCINANTE Y APASIONANTE LA DE EDUARDO BORRERO VARGAS



Podrán decirse muchas cosas y, de hecho, se dicen, pero yo creo que –básicamente- la literatura tiene un propósito: generar, digamos, una respuesta estética en el lector. Y, así, cuando comenzamos a (o terminamos de) leer un cuento, un poema, una novela, diremos: “¡qué lindo!” o “¡qué horrible!” o, quién sabe, “¡qué sublime!”; o nos quedaremos estupefactos, o sentiremos paz interior o acaso nos invada un sentimiento de dolor o  de indignación por las cosas que encontramos dichas en el texto leído. Porque, como sabemos, cuando se habla de estética no se alude únicamente a las cosas bellas. Pero, claro, es posible que el propósito del escritor no sea siempre ese, que sea –por ejemplo- hacer que su obra sea un testimonio (como creyó haberlo logrado Arguedas con su novela Todas las sangres: “Si no es un testimonio, entonces yo he vivido por gusto, he vivido en vano, o no he vivido. ¡No! Yo he mostrado lo que he vivido…”). Es que no existe –hay que saberlo- norma, ley o precepto, de ninguna índole, que disponga o mande al respecto. Nada ni nadie tiene autoridad para decirle al escritor: “tu literatura tiene que ser para esto o para lo otro”. La libertad se impone en este terreno. Y esto –estoy convencido- lo sabe Eduardo Borrero Vargas, autor del libro que aquí se presenta. Por ello es que cada una de sus producciones literarias tiene una particular característica o cualidad. Hace algún tiempo comenté un libro suyo (Del misterio y otros abismos) y dije que los textos de minificción  que lo conformaban eran desconcertantes y que, en cierto modo, tenían alguna familiaridad con lo que es la característica del teatro de Ionesco: el absurdo. Eso, el desconcierto y el absurdo, creo que podemos encontrarlo también aquí. Cada escritor –lo he insinuado ya- tiene un propósito al escribir un texto; creo que el de Borrero ha sido este: dejarnos estupefactos, y lo ha logrado creando en este libro unos personajes cuyas personalidades, paradójicamente, son tan comunes y “normales” y al mismo tiempo contrahechas y caricaturescas, como, por ejemplo, Ángel Donis (protagonista del primer texto), jefe de una banda delincuencial que ingresa en la política con “su oratoria alucinante” y -¡cómo no!- cuenta con “consejeros malhechores”, y se dispone a “empapelar todo el país” con su propaganda ocasionando “atoro de desagües” y suciedad en los ríos y el mar; hijo de padres que no fueron realmente sus padres, y que, convertido en millonario, en “mérito” a sus actividades fuera de la ley, se perfila, con muchas posibilidades, como un futuro ocupante del sillón presidencial. Personajes, como él, a quienes podemos, tal vez, identificar con los que –en la vida diaria- ya conocemos (en la política, en los centros de trabajo, en la cultura, etc.). Diría que es el absurdo -ya “normalizado” e imperante en nuestra realidad- lo que ha llamado la atención de Borrero, incitándolo a ofrecernos, en este libro, más que cuentos o relatos complacientes, una suerte de retrato descarnado y sarcástico de una realidad que, viéndola bien, es realmente dramática. Aquí no hay un Gregorio Samsa convertido, de la noche a la mañana, en un monstruoso insecto, sino, más bien, insectos convertidos en unos Gregarios Samsa con apariencias engañosas. ¿No es eso, acaso, lo que vemos en la política? Yo creo que sí. Repito, el absurdo “normalizado” (o “legitimado”). Personajes, también, como el que da título al volumen, Marlon (“…y su vida de perros”): gente que cree que para ser escritor hay que recurrir –como condición- al “malditismo”, a la “marginalidad”, sin saber que, así, lo más seguro es la conquista infeliz de la frustración y el ridículo (en otras palabras: una “vida de perros”). Eduardo Borrero Vargas nos tiene acostumbrados a lo desacostumbrado, pues: cada obra suya nos trae una desconcertante y feliz sorpresa: ficción de largo aliento (novela), minificción, poesía, cuento, y esta vez… bueno, esta vez un género que tiene mucho de relato pero al que yo me atrevería a calificarlo como apuntes o anotaciones acerca de lo que serían algo así como objetos grotescos de estudio en una sociedad que está “patas arriba”. Escritura, la de Eduardo Borrero, alucinante y apasionante, y –repito-: para quedarnos estupefactos. Buena literatura. ¡Léanla!

viernes, 19 de octubre de 2018

NO TODO SE HA PERDIDO EN ESTE MUNDO, AÚN HAY ESPERANZA. BANDERAS DE MAR, POESÍA DE HÉCTOR EFRAÍN ROJAS.


Grata y emocionante sorpresa experimenté al dirigir mi mirada a las primeras páginas de este libro que, en PDF, hace unos días me envió Héctor Efraín Rojas,  su autor, y ver que quien redactó el prólogo fue mi querido e inolvidable amigo el poeta Jorge Luis Obando, que falleció hace aproximadamente dos años. Y fue agradable, especialmente, leer estas palabras dichas en su particular, culterano y a veces medio desconcertante estilo: “Es el poeta el guardián, el portador del fuego sagrado, el cosmocrátor de ese pequeño universo caótico de su psiquis, ese rayo singular de luz en el pequeño espacio tiempo de esa comunidad aldeáica que es la humanidad”. Me gustó, porque –a la manera de Sócrates- descubrí que, en realidad, “solo sé que nada sé”. Eché mano a Google y descubrí que “cosmocrátor” es sinónimo de “arquitecto del universo”; o sea, Dios. El poeta, un dios portador del fuego sagrado: el fuego hacedor, no el fuego incinerador. Lo que no encontré en el océano virtual del Internet fue el caprichoso adjetivo “aldeáico”, inventado -obviamente- por el poeta de “Aedosmil”,  pero, claro, todos lo entendemos: nuestro mundo es una aldea, ¿o no?

Bien. A Héctor Efraín Rojas lo he conocido recién ahora y aquí. Apenas me pidió –vía Internet- que lo acompañara en esta presentación, corrí a revisar su cuenta de Facebook, a ver qué encontraba. Oh, sorpresa: encontré varios poemas suyos, de un libro (supongo que aún inédito) titulado ANTROPOESÍA/3990msnm, realmente muy buenos, que revelan no solo el talento de su autor, sino ingenio y un extraordinario manejo de la palabra, del idioma, y también, cómo no, un saludable desenfado como el que se puede advertir en estos versos escritos entre paréntesis: “(Ven pa’cá que esta mañana / nos comeremos un cevichito de caballas / o tal vez unas cachemas encebolladas)”.[1] Me sorprendió, realmente. No hay nada, creo yo, como la poesía que exuda frescor, vitalidad, optimismo.

Y eso, frescor, vitalidad, optimismo, es lo que –como lo intuía, mientras esperaba su envío- es lo que he encontrado en el libro que hoy se presenta: Banderas de mar. Esto, sin embargo, no significa que Héctor Efraín sea ajeno a las emociones propias de experiencias que, a veces, pueden ocasionar desfallecimiento, pesimismo. Es humano, pues; como todos, con fortalezas y debilidades.

Me pareció un feliz acierto de Jorge Luis Obando el haber transcrito en el prólogo –por lo significativo que es- este, el primer poema del libro: “SI EL ABISMO NO FUERA MI HERMANO / retiraría las piedras de cada atardecer / Si la abeja no zumbara entre la rosa / no tendría sentido la primavera / Y si entre la hierba / se perdieran mis cuadernos (de poesía) /  me iría lejos / en busca de una ola / allá / en el fondo del mar”; y acertado, también, que Jorge Luis reflexionara, al respecto, con estas interrogantes: “¿Y qué es el mar? ¿No es acaso el inicio de la vida misma que en oleadas sucesivas ha generado la evolución humana?”. Efectivamente, eso es. Y Héctor Efraín dice: “Si la abeja no zumbara entre la rosa / no tendría sentido la primavera”. La vida sin en el canto (sin la poesía) pierde su fecundidad, su razón de ser, y el poeta -lo revela en estos  versos- procuraría restablecerla –como al principio- desde el mar. Desfallecimiento que, gracias  a Dios, encuentra una definitiva resiliencia. Banderas de mar, que no son advertencia de peligro sino anuncio de vida.

Guisella González, en una interesante reseña insertada en el libro, señala y explica las partes del volumen; así que no voy a detenerme en ello.

En lo que sí quiero poner atención –en lo cual coincido con Guissella- es en esto: en la innegable y bella musicalidad de los poemas. No solo hay referencia respecto de la música sino, sobre todo, está presente la sensualidad sonora de los poemas, un ritmo cadencioso, una melodía de almíbar. Es que Héctor Efraín sabe de música, sabe de poesía.

Muchos asocian el lirismo, principalmente, con aquello que –como dice el Diccionario de la Lengua Española- “promueve una honda compenetración con los sentimientos manifestados por el poeta”; ser lírico, para muchos, es ser romántico y hasta  “medio tristón”. Puede ser, o es. Pero no hay que olvidar que el étimo (la raíz, el origen) de “lírico” o “lírica” es lira, que es el nombre de un instrumento musical; no es lágrima, no es llanto. Es música.

Eso es lo que hay en la poesía de Héctor Efraín Rojas. Música que, a pesar de las vicisitudes, otorga un aliento de vida, de alegría, de esperanza. Para eso es la poesía; no para hundirnos, no para destruirnos, sino para levantarnos y para ennoblecernos. Es tiempo, ya, de que el buen ánimo retorne a las letras. (Como decía el gran Alejandro Romualdo, en el poema titulado En alta voz: “Es necesario, / trinar a plena luz, echarse el alma / a la esperanza, alzarse hacia la vida. / Es necesario un vuelo de campana / doblando a sol…”; o en el poema A otra cosa: “Basta ya de agonía. No me importa / La soledad, la angustia ni la nada. / Estoy harto de escombros y de sombras. / Quiero salir al sol”). En este libro hay buen ánimo o, como dicen los muchachos, “buena onda”.

Algo –entre otras cosas- que descubrí al leer este bello libro de Héctor Efraín, fue la presencia agradable de un aire medio lorquiano que, para disgusto mío (lo digo en broma, por si acaso) ya antes lo había advertido también Guissella González y lo dice en su texto (o sea, no he sido el primero). Por ejemplo, lo siento en Valsecillo N° 33, poema –casi un romance- que comienza así: “Que te quiero y que te quiero/ que ya llegué de altamar. / Que te quiero y que te busco / que te busco y ya no estás…” ¡Lindo!

También poemas epigramáticos, como el titulado Sombra tu sombra, que son de verdad deliciosos: “Sombra tu sombra / la del sombrero / sombra mi sombra / sin mi pañuelo / si esta vida no es de tu sueño / entonces dime / quien es el dueño / sombra la vida / sombra lo ajeno…”

Como habrán podido notar, he usado un adjetivo que –estoy seguro- casi nadie se atrevería a usar en estos tiempos para hablar de poesía: “delicioso”. Lo cierto es que el arte y la poesía tienen, básicamente, ese propósito: ser agradables, causar delicia. ¿Es pecado, es reprobable decir esto, una irreverencia o acaso una insolencia? No, para nada. Que haya quienes quieran usar el poema como herramienta (para construir) o como arma (para destruir) es legítimo; que quieran, con el poema, a una llaga inyectarle ácido, también. Es la libertad del uso, la libertad de la creación. Héctor Efraín Rojas lo que ha querido es simplemente hacer poesía (que puede ser respondona, pero es –sobre todo- responsable), y lo ha logrado con creces. Con desenfado, con candor, con sinceridad, limpiamente.

Escuchen esto: “En un rincón de mí / alojé tu sonrisa / compartimos los panes / los versos / los adioses”. ¿No les recuerda, tal vez, a las hechuras provocadoras del surrealismo de Oquendo de Amat, autor de Cinco metros de poemas? Intertextualidad le llaman a esto los entendidos posmodernos. Es que –“sin querer queriendo”- todos podemos coincidir en decires y también en emociones.

“La poesía (nos dice Héctor Efraín, echando mano a una medio perturbadora paradoja) es ensuciar la vida / hacerla oscura / para sacar la luz / para sacar el alma / y convertirla en sangre / y convertirla en piedra / y convertirla en vida…”. “Convertirla en vida”. Eso es la poesía, para apostar por la vida, para no desperdiciar la vida.

Hablé de desenfado. No solo en la soltura de los poemas de Banderas de mar se pone de manifiesto tal cualidad o característica. También en el aspecto formal de la construcción del libro mismo. La primera parte contiene poemas –excepto algunos- nombrados como “Valsecillos”, a los cuales se les ha puesto un número; y curiosamente, encontramos –por ejemplo- que el primer valsecillo tiene el número 15, al segundo se le ha asignado el 11, al penúltimo, el 83, y al final, el 71. Es que no tiene (nada obliga a ello) que estar en orden digamos correlativo; esto es poesía, no es matemática. Aquí se impone la libertad, la voluntad del poeta.

Hay un poema dedicado a la ciudad -en que viví durante un año, cuando terminaba la secundaria, hace un montón de tiempo- y lleva su nombre: Trujillo. Allí leo esto: “¿Así son los otoños en tu ciudad? / ¿Así es tu mar?... o preguntabas: ¿Tiene poetas tu ciudad?”. En otro poema (Retablo por Joaquín López Antay) dice: “A este pueblo como que ya se le había acabado la ternura…” Bueno, la verdad es que, sí, esta ciudad, la de ustedes, la de nosotros, sí tiene poetas y uno de ellos es Héctor Efraín, que nació en Piura pero cuyo corazón está en el querido Ayacucho. ¿Se le acabó la ternura a esta ciudad? Hubo quienes quisieron acabarla, pero no lo pudieron lograr; ha sobrevivido y permanece, cálida, vital, fecunda; es que hay poetas, pues, hay humanidad aún, hay buenos sentimientos. La poesía contenida en el libro que esta noche se presenta tiene ternura, y eso nos hace bien, mucho bien. Léanla. Verán que no todo se ha perdido en este mundo, que aún hay esperanza. Bécquer, en una de sus rimas decía que mientras haya primavera y esperanza, habrá poesía. Yo -al contrario- digo lo siguiente: mientras haya poesía, habrá primavera, habrá esperanza.

¡Viva Piura y Ayacucho! ¡Viva la poesía!

(Huamanga, 18 de octubre del 2018)




[1] Poema “A una muchacha que se muerde las uñas”.



martes, 2 de octubre de 2018

RODOLFO DONDERO, POETA.



Hace pocas semanas, Rodolfo Dondero me obsequió –en el Campo Ferial Amazonas- el libro que esta noche se presenta. Al recibirlo, inmediatamente y sin siquiera hojear el libro me atreví a decirle lo siguiente: “Tengo, de entrada, una observación, pero no te voy a indicar cuál es, sino hasta el día de la presentación”. Lo que enseguida hicimos los dos fue echarnos a reír a mandíbula batiente. Bueno, espero que al final de esta breve exposición mía la dé a conocer a todos ustedes, a ver cómo reaccionan.


A Rodolfo lo conocí -personalmente, digo-  el 26 de agosto del 2017, en el Café Rilke. Seguramente se asombrarán por la exactitud con que señalo el día y el lugar. Pues se debe a esto: aquel día, en aquel lugar, participé en la presentación de “Horas sin nombre” de “Alexander Sandman” (alter ego o, mejor dicho, seudónimo –en ese libro- de nuestro amigo Alexander Forsyth). Después de haber dicho algunas cosas acerca de la producción literaria de Alex, recibí un saludo inesperado: “Hola, Bernardo, soy Dondero”, así, enfáticamente. Yo, por cierto, ya sabía –al escuchar el apellido- de quién se trataba; nos dimos un apretón de manos y un fuerte abrazo. Me invitó a acercarme a las actividades del “Círculo Andino de Cultura”, del que con Rolando Santa Cruz Oros y Rodolfo Sánchez Garrafa- forma parte él. Acepté, pero nunca más nos volvimos a encontrar sino hasta esa oportunidad en el Campo Ferial Amazonas. Es decir, contando con la de hoy, solo son tres las veces que nos hemos encontrado Rodolfo y yo. Ello no obstante, nuestra amistad es sólida, ¿verdad, amigo?

Esta amistad, sin embargo, no me impide ser imparcial en mis apreciaciones respecto del libro que hoy se presenta, ni me obliga a ser complaciente. Así que, ¡agárrate, Catalina! Pero, no, no voy a hacer trizas de la producción poética de Rodolfo, ni mucho menos; no porque no quiera, sino porque este trabajo carece de razones para hacerlo: es un buen trabajo, realmente.

Dije que personalmente a Rodolfo lo conocí hace apenas un año. Cierto. Pero digamos que indirectamente yo ya sabía algo de él desde hace muchísimo más tiempo. Rodolfo es agrónomo de profesión y oficio. El día que me entregó su libro, me obsequió –también- una copa de pisco. ¿Saben de dónde provenía ese exquisito licor? Pues de las viñas de Dondero; era producción suya, guardada por varios años. Este apellido –lo confieso- ya “me sonaba”, lo había escuchado o leído antes, asociado al licor bandera de nuestro país. Rodolfo me lo confirmó.

Creo que el pisco (como también el vino) es un licor con alma de poesía. Si literalmente esto no es cierto, pues diré que en el caso de Rodolfo sí lo es, y con creces. No quiero decir (porque no lo sé) que Rodolfo sea bebedor; me refiero a esa vocación que la puso de manifiesto en la producción del exquisito aguardiente destilado de uva y que ahora se ha convertido en creación poética. Por lo demás, el vino y el pisco, qué hacen: pues, darle la razón a Charles Baudelaire, quien en uno de sus más bellos poemas en prosa dijo: “Embriagaos”, “con vino, con poesía o con virtud”. El vino (el pisco) y la poesía son eso, pues: virtud. ¿O me equivoco?

Rodolfo Dondero ha publicado, hasta ahora, tres libros de poesía: Reverberaciones (2015); Los golpes del badajo (2016); Florilegio equinoccial (2018). Es decir, su primigenia producción poética es muy reciente; no proviene de su adolescencia. Bueno, la verdad es que, como ocurre con el amor, no hay edad para la poesía; decir: “has comenzado tarde” es simplemente un error, una falacia. Todo momento –para el amor y para la poesía- son horas tempranas. Y mientras haya energía, vigor, alegría y buena fe, habrá creación, habrá poesía, habrá amor.

Y Rodolfo tiene energía, vigor, alegría y buena fe. Por eso, además, participa activamente en otra cosa que es su pasión: el activismo cultural, y lo hace –como he dicho- con Rolando Santa Cruz Oros y su tocayo Rodolfo Sánchez Garrafa, en el Círculo Andino de Cultura. Y eso es realmente loable. Cultura o, mejor dicho, interés por la cultura es la que buena falta hace en nuestro medio.

Debo decir que cuando leí Florilegio Equinoccial, el libro que hoy presentamos, lo primero que me pregunté (porque soy preguntón, pues) fue qué cosa es “equinoccio”. Siempre he escuchado esta palabrita, pero nunca supe qué significaba. Creí que era algo así como decir “ártico”, es decir, que designaba a alguna región geográfica. Tuve, caballero nomás, que echar mano a eso a lo que todo el mundo recurre: “Wikipedia”. Recién pude saberlo: no es un lugar, sino un momento. Hay dos equinoccios: el 20 o 21 de marzo y el 22 o 23 de setiembre de cada año. Textual, según la enciclopedia virtual: cuando “el Sol está situado en el plano del ecuador celeste. Ese día y para un observador en el ecuador terrestre, el Sol alcanza el cenit (el punto más alto en el cielo con relación al observador, que se encuentra justo sobre su cabeza, vale decir, a 90°)”.

¿Todo claro? Sí, todo claro. Pero, saltó otra duda: ¿por qué tuvo que ponerse el adjetivo “equinoccial” al libro de poemas?, ¿tal vez porque fue escrito justo cuando el Sol alcanzó el cenit?, ¿o porque el autor quiso decirnos que la poesía es eso: el punto más elevado de la palabra, de los sentimientos? Mi respuesta es esta: porque es eso la poesía: el Sol en el cenit.

Y, la  verdad, en este poemario veo eso: ennoblecimiento de la palabra, elevación de los sentimientos. Y belleza, mucha belleza.

Como bien dice Alejandro Villagra en la primera parte del prólogo, esta poesía “es un canto, una celebración” y tiene “un  bello lenguaje de flores”. Lo que no comprendo es por qué el chileno, en otra parte, dice que “uno llora leyendo el trabajo” de Rodolfo Dondero. No, no es para llorar; esta es poesía exultante, no es poesía deprimente.

Entre otras cosas, algo que me parece digno de resaltar es la ternura que transmite la poesía de Rodolfo Dondero, imágenes de tierna dulzura como nacidas de la ingenuidad de un niño: “Avecilla de fino plumaje / acaricia y alivia  mi nostalgia”. Poesía amorosa, ajena a la rudeza a  veces perversa de la poesía de nuestros exaltados poetas actuales, los otros; poesía, la de Rodolfo, “chapada a la antigua”, pero indiscutiblemente actual. Poesía que estremece, que parece hecha a la medida de nuestras ilusiones y desilusiones por esos amores que se van pero se quedan: “Tú eras mi río y mis brazos, / el cauce por el que discurrías / te marchaste soberbia / ante la perplejidad de mi mirada / y a pesar que ya no estabas / seguiste en mi mente, fluyendo, / erosionando mi espíritu vencido”.

Pero no solo es poesía amorosa. También, en el libro de Rodolfo, hay preocupaciones de carácter escatológico (aludo a la primera acepción, naturalmente). “Ante lo inexorable”, nos dice, “la mejor respuesta es el olvido”. El buen humor, es decir, la “celebración” aludida en el prólogo, se manifiesta al menos en dos poemas: “No puede la paloma / volar batiendo alas / a ritmo de tango…” (El vuelo de la paloma); “El pájaro ateo / extiende sus alas…” (El sueño del pájaro ateo). Imágenes caprichosas en un contexto medio dramático. Hay, también, adjetivaciones insólitas que revelan el verdadero talento poético y la libertad creadora: “Tus labios pintados / de color mudo…” Y, claro, Rodolfo no es ajeno a lo injusto de la realidad humana; un poema especialmente conmovedor es aquel en que dice; “¡Qué difícil es calzar los zapatos de los pobres!”

A pesar de la ternura que habita en esta poesía y que es su sello o marca, no está vedada aquí, digamos, la a veces necesaria grosura, la palabra áspera que, claro, no tiene por qué estar excluida ni prohibida de la poesía. Veamos. Hay un poema (La brecha) en que se dice que al poeta todos le tratan de “usted”, pero que él procura siempre verse jovial y, así, hasta busca aprender los giros del lenguaje y suelta bromas y chanzas y, así y sin más ni más, nos advierte a boca de jarro que alaba “las tetas y el culo”.

¿Es o no bella esta poesía? ¡Lo es, señores! La belleza no es sinónimo de agua de azahar o perfume de patchuli; la palabra atrevida, incluso si es violenta, mientras no sea usada para dañar, también es bella.

En la dedicatoria que Rodolfo puso en el ejemplar que me obsequió dice: “para que te acuerdes del quehacer poético y cómo la poesía sufre en manos inexpertas”. Equivocado. Al leer este libro no es eso lo que uno puede advertir: primero, porque aquí no hay sufrimiento; segundo, porque no son inexpertas las manos de Rodolfo cuando de escribir poesía se trata. Lo que revelan las palabras que me dio como dedicatoria son esto: humildad, y eso es una forma -tal vez la más digna- de ser poeta.

Saludo y felicito a Rodolfo Dondero por esta bella entrega poética que nos hace mucho bien, realmente. Léanla, la disfrutarán.

Ah, estaba a punto de olvidarme. Hablé, al principio, de una “observación”. No es precisamente eso; se trata, más bien, de una interrogante. Un título fonéticamente parecido al del libro de Rodolfo lo leí por primera vez hace muchos años en uno de don Manuel Beltroy, y que conservo en mi biblioteca: “Florilegio occidental” se llama y es una antología –publicada en 1963- en que, por ejemplo, el autor de los Cantos pisanos es nombrado no como Ezra, sino –en una curiosa “castellanización”- como “Esdras Pound”. Bien, la pregunta es esta: ¿Por qué a su tercer poemario, Rodolfo Dondero lo ha llamado “Florilegio”? O, dicho de otro modo, ¿a  qué creen ustedes que se debe esta duda o inquietud mía? Lo dejo ahí, como tarea.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

¡HABLA, BATERÍA! (UNAS PALABRAS ACERCA DE "EL LOCO JAIME Y OTRAS HISTORIAS")




No es o, mejor dicho, no parece -al menos  ante nosotros sus amigos (que estamos metidos en estos menesteres de las letras)- una persona de la que podríamos decir que “tiene calle” o que “tiene esquina”. Siempre lo hemos visto “bien formalito”, de “buenos modales”, digamos (como se dice en tono chacotero, mejor dicho no en serio) una persona “casi decente”, es decir, sin un ápice de vulgaridad.

En las conversaciones e incluso y sobre todo –cómo no- en sus presentaciones ante un público durante algún acto cultural como este, no suele emplear voces o expresiones propias de la jerga ni menos de la replana, y mucho menos usa “palabrotas”.

En sus textos escritos, digo –concretamente- en el libro que hoy se presenta, la cosa es distinta: pareciera que otro (y no él) fuera el autor.

Creo que ustedes ya se imaginan o adivinan qué es lo que quiero decir. Efectivamente, en lo escrito por él, digo en lo que es de su autoría (y no en las citas que hace de decires ajenos –como ocurre en los diálogos en las novelas, por ejemplo) encontramos aquí –bien puestas, naturalmente- muchas expresiones propias del habla popular y familiar. Aquí, pues, otro es el Jorge Luis Roncal (poeta a quien conocí hace algo más de veinte años, en las instalaciones del diario La República a donde llegué con nuestro inolvidable Juan Ramírez Ruiz, cuando –por encargo de Arteidea Editores- estaba a punto de salir de la imprenta “Las armas molidas”, el más ambicioso libro del que fundó, con Jorge Pimentel, el Movimiento Hora Zero).

Los de este libro de Roncal son, lo digo enfáticamente, textos escritos “con calle”, en otras palabras, con desenfado y soltura, tal vez con desvergüenza; en otras palabras: como Dios manda. Es por eso, entre otras razones, que me gusta este libro, libro que -como ven- desde el título ya se muestra irreverente. “El loco Jaime”. Por qué digo que el título es irreverente: pues, porque pudiendo haberle puesto comillas al adjetivo, prefirió soltarlo así, desnudo, para que no parezca una broma medio tímida, un juego de amigos, sino una manifestación ruda de confianza y extrema y “punzante” amistad respecto del entrañable chimbotano que fue, en verdad, un personaje que desbordaba, sin freno, buen humor, y que era dicharachero, bromista, juguetón y, además, osado. Porque, sí, pues, eso era Jaime Guzmán Aranda, el fundador del sello editorial Río Santa Editores, con el cual –como recuerda Ricardo Ayllón- “decidió meterse en el corazón de su pueblo publicando los libros locales más representativos, e inventando para ello una frase tierna y ocurrente, un slogan categórico e inolvidable: ‘Un estudiante sin un libro, es como un cebiche sin ají’.” Bueno, pues, el nombre de aquel chimbotano es el que corresponde a este libro de Jorge Luis Roncal Rodríguez. Jaime Guzmán Aranda, un hombre (poeta, sociólogo, periodista y editor) que vivió la aventura de la cultura –como dice Jorge Luis- “con humor, frescura, irreverencia, alegría y tenacidad”, al punto –rompiendo las “reglas” y como para que a las beatas no les quede otra cosa que santiguarse- de llegar incluso a presentar libros en polladas, restaurantes y prostíbulos. Esto y muchas cosas más es lo que en este libro nos cuenta Jorge Luis Roncal.

Un libro que es –diría, en líneas generales- una suerte de crónica de amigos, de patas de barrio. Algo así como una versión no ficcional de lo que fue aquel emblemático puñado de cuentos que nos entregó el buen Oswaldo Reynoso: Lima en Rock, que luego se llamó Los inocentes.

Exceptuando a Julio Baylón y César Cueto (que  como sabemos fueron grandes jugadores de fútbol) y a nuestro inolvidable Jaime Guzmán Aranda, en este libro se habla de personajes anónimos, sin fama mayor que la del barrio, de la esquina, del colegio (o el “cole”, como dice Jorge Luis).

Está escrito, como dije antes, desenfadadamente. Por ejemplo (no voy a mencionar todas, por cierto, porque son muchas) encontramos expresiones como las siguientes: “O sea, una silla cochita”. Esto –repito- no lo dice algún personaje aludido por Roncal; lo dice él mismo. “Una silla cochita”, o sea una silla vieja, o viejita, ya golpeada por el tiempo, tal vez medio desvencijada. Suena a “abuelita”. “Con una barriga chelera”. Como sabemos o, mejor dicho, como se afirma, se especula, se argumenta, se intuye, quien acostumbra a beber mucha cerveza termina panzón. Eso –la panza abultada- es lo que se conoce como “barriga chelera” (la mía no aún, felizmente). “Chela”, un sinónimo travieso de “cerveza”.

Y, a propósito de barriga chelera, esta expresión: “La del estribo”; es decir la última botella antes de irse, en alusión simbólica al hecho de estar a punto de subir a la cabalgadura para partir. Claro que en el libro no hay vinculación al uso “cantinero” de la expresión, pues se refiere a una última canción (que “teloneó la despedida”).

He aquí una frase que, definitivamente, suena bien limeña: “De la manchita que ya habíamos contactado, cayeron el chino Bernabé, Roger Coblentz y Alfredo Barroso…” Aparecen,  de un solo porrazo, tres expresiones a las que se las ha “resignificado” (¿así se dice, no?): “manchita”, grupito de amigos, de patas; “cayeron”, llegaron digamos inesperadamente; “el chino”, que es sinónimo de “el pata”, “el amigo” (no precisamente de origen oriental). Esta, también bien peruanaza: “como quien hace hora”. “Hacer hora”: ocuparse en algo no necesariamente importante solo para evitar aburrirse mientras se espera algo o a alguien.

Y otra que suena a “noble solidaridad criolla”, a cooperativismo puro, es esta: “o haciendo una chanchita para la chicha helada”; es decir, reunir, con el aporte de varias personas, una cantidad conveniente de dinero para un fin determinado, usualmente para comprar una chelas (en este caso, para la chicha, no sabemos si morada o de jora).

Ah, y una expresión que no tiene (si no me equivoco) más de dos décadas de uso es esta: “ya fui” (“ya fuiste” –o “fuistes”, como aparece en los parabrisas de algunos camiones-, “ya fue”…”). “Ya fui”: haber dejado de ser después de haber sido; mejor dicho, haber perdido una buena oportunidad o acaso haber sido reemplazado por otro amor. En dos palabras: ser un perdedor.

Agarré carne”. Haber hecho referencia a algo que afecta sensiblemente a alguien, algo respecto de lo cual siempre se quiso estar a salvo.

Y, cómo no, también está en el libro la expresión que ha tenido digamos el “honor” de llegar exitosamente a la “pantalla gigante” y que, claro, es recontra peruanaza. ¿La adivinaron? Claro que la han adivinado: “¡Asu, mare!”.

Bueno, pues, estas y otras muchas expresiones populares hay en este entretenido libro de Jorge Luis Roncal. Buena lectura que –como ya dije antes- no se ocupa precisamente de personajes, digamos con fama (salvo, repito los antes referidos: Baylón, Cueto, Guzmán), de vacas sagradas o de sectores privilegiados en la sociedad, sino de aquellos seres humanos y realidades que corresponden a lo que José Ortega y Gasset llamaba el “infrarrealismo”.

Lectura entretenida dije. Efectivamente, de eso se trata. Y es que la literatura (como tampoco la poesía, que es algo más que solo literatura) no tiene que ser solo la “literaturización” de los dramas, dolores, sufrimientos, frustraciones o rabias. También la alegría debe estar en su esencia. No es privilegio solo de infelices como, no sé por qué diablos, se le ocurrió insinuar alguna vez a Charles Bukowski.

Bien. Como dije, en “El loco Jaime y otras historias”  hay muchas expresiones populares y familiares que no han alcanzado ni pretenden alcanzar la categoría de “Habla culta (o lo que debiera serlo)”, como dice el título de un libro de doña Martha Hildebrandt. Falta, sin embargo, una que, creo, se ha convertido en casi imprescindible, pero que ustedes no se imaginan cuál es. ¿Lo saben? Es esta: “¡Habla, barrio!”, o también “¡Habla, batería!”. Imprescindible, porque –como sabemos- hablando se entiende la gente, y hablar, conversar, es una de las actividades humanas más valiosas, y que nos hace mucho bien. Pero, claro, no solo hablar; también lo es el leer, porque la lectura nos ennoblece, nos libera, nos hace espiritualmente ricos. Por eso yo siempre recomiendo, donde quiera que me encuentre: ¡lean, caracho, lean!

domingo, 26 de agosto de 2018

Oh/linda



Té y salchipapas aderezan
La historia. K9 ingresa en el Café
Te desnudas en medio de la gente;
Nace mi alegría –amor de saltamontes:
Rompo almanaques y me ubico en tu
Edad. Vivimos el presente.
Mi biografía: niebla endurecida.
Tu rama es frágil,
Olor de romero.

Ciudad de Lima –somos la noche y su
Luz. Aquí se detiene el retorno de
La nebulosa, vegetales pichicateados
En los urinarios.
La pradera y su aroma, tuya
Es la libertad de las mariposas;
Regálame pronto el horizonte que nace
En tus ojos. Escucha & mira:
Disonancia entre luces; escondido
Entre piedras sé que somos hacedores
De una realidad que nos destruye.

Ciudad de Lima, frescura artificial,
Ardor de arena; mi sed inventa un
Oasis: árboles crujen, botellas y
Basura –agua sucia, redonda, envuelve
El olmo –cabras y escarabajos
Completan el paisaje.
La vida fluye o explosiona. Mi edén
Se desordena; imposible recuperar el orden.

Blackout: nadie ataca desde el aire,
Vértigo y ceguera en el ozono:
Toco tu clítoris, tibia elevación del
Placer: allí duerme la paz o
Nace la guerra.

Puer senex habita tu
Hedor, Ciudad de Lima; un par de
Sándwiches divierten el hambre.

El té se ha enfriado; K9 husmea unas
Huellas, sabueso. La desnudez no basta,
Estrictez ondulada; conoces mi verdad
Y huyes del calor que oxigenaste,
Me duermo en un barranco con  la
Tristeza que te falta.

 L’art d’etre grand:
El viejo Karl debió entender
Que la alquimia mueve la historia:
Llevamos la piedra filosofal en las
Manos para hallarla después en el
Principio/ El arte de enmohecer la
Palabra: fui dueño de tu voz en el
Teléfono y de tu saliva en mis labios:
Has vuelto a tu realidad, y, lástima,
Yo no estoy en ella.

Predominancia de
Grises en este cuadro, mezcla de
Paraíso y purgatorio en la paleta.
Sol muerto que se cae envuelto en
Nubes, el mar se lo traga; no eres tú
La vorágine líquida.

Vía expresa,
Para tontos apurados, soy noche y luz:
Aquí termina mi historia no escrita,
Comienzo a gastar las monedas de
5 soles que guardaba para el teléfono:
No vas a escucharme.

Pasto verde,
Muérete: no cubrirás nuestros cuerpos
Desatados. El jardín que hicimos
Distante de la malicia, sin luz y hume-
Dad es un bosque de ranas hinchadas.

(Inalcanzables somos en las cuevas de
Altamira, peleando con los bisontes
Paralizados:)

K9 se aleja del Café: abrígate, cúbrete
El sexo.

Con su excremento,
Cuervos y búhos reverdezcan el paisaje:
Es inútil: aún no te asustabas con la
Sangre en las sábanas y se te enronchó
La piel –por ello no entreveras tus
Sueños con los alacranes:

Solo el horóscopo te llevará a mi espejo.


                              (Diciembre, 1980)