domingo, 29 de abril de 2012

SUPLICIO DE ATAHUALPA: EL QUISHPE CÓNDOR, AUGUR Y PROTECTOR* / Dedicado al profesor Elio Machado Paredes, con especial afecto.

Diversas son las explicaciones que se han ensayado acerca de esta frase que escribió César Vallejo: “Me friegan los cóndores”. Aunque no falta quien la asocia a una suerte de mal disimulado desprecio por el pasado inca (interpretación descabellada, naturalmente), yo puedo afirmar con plena seguridad que nada tiene que ver con el ave andina, símbolo del Imperio Quechua, sino –tal vez- con la falta de humildad de algunas personas. Y, claro, mucho menos con el Quishpe Cóndor, ya que este personaje pintoresco del folclor de Santiago de Chuco -tierra del poeta- no es rechazo lo que inspira sino más bien admiración. Y nosotros, los de Pallasca, sabemos bien de esto porque lo conocemos y porque es nuestro también. Y de Llapo, Tauca y Conchucos. Y de Pomabamba.

Mientras que en Santiago de Chuco lo hace durante las celebraciones por el Apóstol Santiago, en julio, en Pallasca es durante la festividad por Juan el Bautista, nuestro Santo Patrón, que aparece en escena, y no precisamente para rendirle pleitesía al profeta bíblico (aunque, claro, ante él también se muestra respetuoso), sino para ejercer un papel importante (insustituible e imprescindible, dice Ireno Aguilar, quien nos ha ayudado a recuperar algunos detalles traspapelados en la memoria) en la representación teatral, a campo abierto, que el veinticuatro de junio –que es también día del Inti Raymi, en el Cusco- se hace de uno de los momentos más graves y significativos de la historia nuestra: el arribo de los conquistadores españoles tras el ocaso del Imperio Incaico.

Debido a la carencia de idónea fuente documental,  nos es imposible precisar la edad histórica de esta estampa (“festejo” la llamamos en Pallasca). Pero al menos en cuanto se refiere al Quishpe Cóndor podemos asegurar que sobrepasa de los ciento setenta años. En junio de 1842, un viajero y comerciante alemán, Heinrich Witt, estuvo en Pallasca y fue testigo vivencial de la peculiar danza que aquella suerte de “centauro alado” (mitad hombre y mitad ave), desarrollaba por las calles pallasquinas. Y el testimonio que dejó es la más lejana referencia escrita a que hemos tenido acceso. Witt, que vivió en el Perú por más de sesenta años, escribió un minucioso diario en que hizo puntuales y explícitos relatos y comentarios sobre los lugares, personas y costumbres que llegó a conocer. Y allí, en ese diario, encontramos la referencia que hace del Quishpe Cóndor: “…había cinco hombres que corrían arriba y abajo por diversas calles, cuenta y señala que nadie conoce “el verdadero significado de esta acción”. Enseguida describe la indumentaria del personaje principal: “… llevaba un vestido de mujer y una enagua, una pequeña gorra roja en la cabeza, un plumaje de aves amarrado a la espalda y un pañuelo en cada mano” y de los demás dice que “vestían pantalones cortos de color azul y ponchos del mismo color y gorros en punta”, y precisa que “un cuarto llevaba un largo látigo y el quinto tocaba el tambor”. Las características que el viajero describe son, como podemos advertir, distintas de las que nosotros conocemos.

Ignoramos los aspectos formales de la danza (desplazamientos de actores,  desarrollo escénico, etc.) que vio el europeo, y si coincidían en alguna forma con lo que en la actualidad suele ponerse de manifiesto. Y tampoco podemos afirmar si, como ahora, entonces formaba parte del montaje teatral alusivo al suplicio de Atahualpa, y si este montaje se realizaba también en aquella época durante las festividades por San Juan Bautista. Pero no cabe duda de que si eso se hacía, el libreto empleado como guía para los diálogos y monólogos no era el mismo de ahora pues, según tenemos entendido, este, el actual, habría sido redactado (o por lo menos adaptado) por don Alonso Paredes (maestro conchucano que cumplió importante labor cultural, docente y de investigación histórica en Pallasca) allá por los años de 1930.


Quien, después de Witt, también conoció Pallasca fue Antonio Raimondi; sin embargo, en su Libro ANCASHS y sus riquezas minerales, publicado en 1873, al hablar de nuestro distrito hace descripciones de distinta índole (por ejemplo esta, sobre aquel conducto al que nosotros llamábamos “infiernillo”: “Una casa situada en la plaza, enfrente de la iglesia, tiene un subterráneo, el que no se sabe para que haya servido.”), pero ninguna referida a temas festivos o costumbristas y mucho menos a lo que pudiera haber sido la representación del “Suplicio de Atahualpa”. Creemos, en cambio, que Charles Wiener (que recorrió el país entre 1875 y 1876), autor de Pérou et Bolivie (1880) y que también estuvo en Pallasca, sí pudo tal vez haber sido testigo de aquella dramatización -claro, si es que los pallasquinos de entonces la pusieron en escena-. Sin embargo, Wiener no cuenta nada al respecto. Aparentemente llegó a  Pallasca durante las celebraciones patronales, ya que en su libro refiere que encontró una festividad en que se presentaban los “huancos, danzas populares que había visto en la costa” y que “se llaman aquí mojiganga”. Sincero o imprudente, el viajero europeo no oculta su antipatía por esta danza: “No son menos infantiles, monótonos y en suma poco agradables”. Pero es interesante lo que afirma sobre la evocación que entonces se hacía en la zona respecto de Huáscar, el Inca “degollado cerca del puente” de Tablachaca: “Los indios conservan recuerdo del asesinato de su rey, y al pasar por estos parajes hacen doce veces el signo de la cruz”.

Hoy nuestros pobladores ya no hacen lo mismo; ahora el recuerdo del infausto pasado se hace a través de un recurso más creativo y libre: el teatro. Y en esta representación, que se hace en la Plaza de Armas, se presenta el personaje al que mencionamos al principio: el Quishpe Cóndor (o simplemente Quishpe, que es como se le llama en nuestro pueblo). Aparece aquí como una suerte de mensajero de los dioses y –realmente poderoso- tiene  la capacidad de ver más allá de lo evidente y de anunciar lo que ha de sobrevenir. El drama –“El suplicio de Atahualpa”- es una muy sintética y coherente visión, como ya lo dijimos,  de lo que ocurrió en el primer episodio de la Conquista y de lo que aconteció al final del Imperio Incaico, que, como sabemos, no se debió únicamente a la presencia impositiva de gente extranjera, con armas extrañas y caballos, sino a que la poderosa organización política y social que ellos encontraron ya  estaba en decadencia siendo expresión definitiva de esto la disputa por el trono protagonizada por dos hermanos descendientes de un monarca que solo encontraron un aciago final. La escenificación de esta lucha se produce a partir de un acto muy significativo: el gesto de decencia y respeto entre los contrincantes. Primero participan de lo que llamamos una “fiambrada”, en que ambos grupos rivales intercambian presentes de buena voluntad y -todos en verdadera armonía- disfrutan de los manjares más espléndidos. Luego -cada uno en una esquina (la de la Iglesia y la del “Shinde Lolo”)- empieza la pelea verbal: retos, advertencias, amenazas,  de ambas partes. Grupos de coyas, las mujeres mayores, cantan, y las doncellas bailan. Poco a poco los grupos van acercándose, decididos a dar la batalla y a ganar; tanto Huáscar como Atahualpa, blanden, optimistas, sendas hachas de guerra; llegan a la esquina de la Municipalidad. Aquí Huáscar sufre su primera caída, y Atahualpa, ufano, le exige la rendición. Pero la pelea continúa. Se dirigen, inagotables, belicosos e indoblegables, hacia la otra esquina –la del “Shinde Lolo” y luego a la otra, la de “Pancho Nina”. En esta, también conocida como la del Chorro, se produce la caída final de Huáscar. Es como si se hubiese cerrado el telón para dar paso a una visión imaginaria de los acontecimientos posteriores: muerto el legítimo heredero del trono, su cadáver es arrojado al Andamarca, que es el mismo Tablachaca, río que corre entre Pallasca y Santiago de Chuco. El Quishpe Cóndor, que hasta ese momento se había comportado como un mensajero de buena fe y de reconciliación entre los hermanos, ahora cumple el terrible papel de “profeta de la fatalidad” y anuncia la llegada de gente extraña, muy extraña, que ha  venido a cambiar radicalmente las cosas y que, como paso indispensable habrá de capturar y dar muerte al inca fratricida que acaba de entronizarse. Pero el Quishpe Cóndor no solo es un augur, sino un protector. Tratará a como dé lugar de impedir que el presagio se cumpla y, correrá a las cuatro esquinas para obstaculizar el ingreso de los “realistas”, es decir los conquistadores, que sobre briosos corceles intentan aproximarse a donde está el monarca andino. Tras cuatro intentos frustrados, los españoles cambian de estrategia y logran, finalmente, su cometido. Ingresa, en primer el lugar, el “abanderado”, por la esquina de la Iglesia y enseguida logra facilitar el ingreso de los demás. Se acercan al Inca y lo primero que hacen es invitarlo a una reunión. Las mujeres que acompañan al monarca bailan incansablemente. Amable o ingenuo, el Inca invita chicha a los extranjeros. Un rato después devuelve la visita; los españoles están en la esquina del Chorro. Aquí la situación se pone tensa. El cura Valverde le entrega una Biblia y al producirse lo que ya sabemos (el rechazo del Inca), el religioso exclama insinuando abiertamente la necesidad del ataque y la captura. El Inca es sometido a juicio sumarísimo; lo condenan a muerte. Las mujeres más cercanas a él, desesperadas, se suicidan. El Quishpe Cóndor, que ha ido sucesivamente cambiando de indumentaria, ahora viste de negro. El Inca canta un jarawi de despedida. La sangre es literalmente derramada, corre a raudales (claro, no es sangre de verdad, sino aloja o chicha morada fermentada, que es arrojada desde el escenario especialmente acondicionado en el centro de la plaza). Lo que viene tras este desenlace es un epílogo inesperado pero explicable: todos bailan, conquistados y conquistadores, sin que esto signifique, por un lado, celebración de la derrota o, por el otro, exacerbación del triunfalismo. Es, simplemente, la aceptación de una verdad histórica: lo que ocurrió en Cajamarca, más allá del oprobio que fue su marca, significó el encuentro de dos razas y dos culturas, y aunque muchos crean que es reprobable, podríamos decir que Pizarro e Isabel Huaylas Ñusta son los que procrearon nuestra estirpe, y en lugar de abjurar de ella, deberíamos procurar ser dignos de su herencia.

No hemos olvidado a los buenos pallasquinos que representaban a los diversos personajes –nativos unos y advenedizos, otros- de la escenificación. Entre ellos, por ejemplo, estaban, como “realistas” –en épocas diferentes, por cierto- don Ireno Aguilar y don Ireno Valverde. Pero aquí queremos evocar a alguien especial: Don Manuel Alvarado, quien, durante muchos años, fue el encargado de  encarnar al decisivo personaje religioso de la Conquista, el cura Valverde. Don Manuel (don Manuelito, para decirlo con más propiedad y afecto)  era un hombre de mediana estatura, rostro más o menos redondo y de  hablar ligero pero cauteloso. La particularidad excepcional que mostraba y que pocos quizás pudieron haber advertido, fue que –siendo de origen humilde- tenía una vehemente preocupación por la lectura y por escarbar y conocer el pasado del pueblo. Fue –salvo error u omisión- el primero en enterarse de la descendencia de Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquihuarac (aquel “indio noble que prestó importantes servicios durante el paso de los primeros conquistadores”, según nuestro historiador Félix Álvarez Brun). ¿Cómo pudo haberlo sabido? Pues don Alonso Paredes lo contó alguna vez por escrito. Joven aún, don Manuel, “amante de la observación” logró salvar del fuego un fajo de papeles que contenía “los títulos de nobleza incaica de don Eusebio de la Cruz, infatigable defensor de su comunidad”, documento este -conjuntamente con otros-   sobre el que “descansa  la historia altiva  del pueblo de Pallasca”, enfatizaba don Alonso.

Y es él, don Alonso, a quien debemos recordar también, porque fue quien ayudó a darle forma artística y rigor histórico a la representación teatral que venimos comentando: el “Suplicio de Atahualpa. Él fue uno de los profesores, o maestros, en verdad,  que más huella dejó en varias generaciones pallasquinas. Nació en Conchucos pero su amor por Pallasca fue intenso, y es que, probablemente, allí encontró las más valiosas oportunidades para desarrollar lo que más le gustaba: enseñar y escarbar minuciosamente en el pasado rico de nuestro pueblo; fue, empíricamente, un historiador, un arqueólogo y un folclorista nato.  Y no solo por el simple prurito de de investigar y darse el íntimo regocijo de saber, sino especialmente por querer transmitir sus conocimientos. Fue el pionero en las investigaciones referidas a nuestro pasado histórico. Dictó clases en la otrora Escuela Prevocacional 293.  A los alumnos, poco antes de que empezaran las clases –recuerda Álvarez Brun, uno de sus más aprovechados discípulos-, "ritualmente nos hacía formar para entonar canciones escolares: "Himno Al Sol", "Indio", "Vicuñita", o también para escuchar "Vírgenes del Sol, "El Cóndor Pasa", etc."  Un maestro que, sin ninguna duda, debió haberse emocionado sobremanera al ver los espectaculares desplazamientos del Quishpe Cóndor, hombre-ave o ave humana, que protege pero no somete y que representa la conjunción armónica entre humanidad y naturaleza.

Tal vez, si no hubiese tenido un propósito digamos humorístico, Vallejo habría dicho otra cosa en el poema Telúrica y Magnética, en lugar de “Me friegan…”;  probablemente esto: “Me bendicen los cóndores”. Más aún si es que, por ejemplo, hubiese querido rendir un homenaje al Quishpe Cóndor, que, en Pallasca, como en Santiago de Chuco, es representado por un varón que lleva un penacho de plumas en la cabeza y agita pañuelos blancos hacia sus costados como alas y va danzando cadenciosamente en un pie al son de una caja o tinya, acompañado por un “brujo” que parece efectuar misteriosas maquinaciones con un palo y una naranja.  Porque –ya lo dijimos- el Quishpe Cóndor es humano y es ave: la perfecta conjunción de realidad y sueño, de caminata y vuelo, de arraigo y libertad. Los pallasquinos no hablamos de bendiciones, pero, igual que los paisanos de nuestro inmenso poeta,  admiramos al Quishpe Cóndor con especial fruición y respeto. Y así como manifestamos simpatía, legítima y justa, por nuestro pasado inca, también veneramos, solemnes, la tradición católica de amor a San Juan el Bautista, venida desde España. Lo mismo –reconocimiento por nuestro pasado andino y occidental- hace la buena gente de Llapo, de Tauca, de Conchucos y de Pomabamba. “¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo, / y Perú al pie del orbe; yo me adhiero!”, escribió Vallejo también en ese bello poema. Y nosotros, casi paisanos del poeta de Trilce, lo seguimos.

                                          © Bernardo Rafael Álvarez


miércoles, 25 de abril de 2012

EIELSON DE PUÑO Y LETRA

¿Alguien conoce este texto, que es fragmento de uno mayor escrito por un importante poeta peruano acerca de Martín Adán?:

 "Sin embargo, el conjunto es un torrente másculo, sonoro y enjuto, en donde la más insignificante nervadura responde a fines estéticos e ideas exactas. Cabría aquí el discutido verso de Keats:

"Beauty is truth, truth beauty"
(La belleza es verdad, la verdad belleza).

Ya no el "ripeness is all", "la sazón es todo" de Shakespeare, que propicia el triunfo de lo humano estético, la humana sazón, variable, sujeta a estados, florecimientos o abatimientos del ser profundo, no entregada a yugos racionales, sino directa y caliente."

Su autor es Jorge Eduardo Eielson. Aparece en ARTE POÉTICA, libro que reúne la obra del autor de El cuerpo de Giulia-no, publicado por la Pontificia Universidad Católica el año 2004. Según se lee en nota de pie de página, la versión que publica la Católica proviene de la antología preparada en 1946 con el título de La poesía contemporánea del Perú. Lo curioso es que carece de las correcciones hechas por el autor en el original que tengo en mis manos. Por ejemplo, no aparece esto: "Ya no el "ripeness is all", que agregó Eielson con conector lógico entre el verso de Keats y la frase de Shakespeare. El texto mecanografiado con correcciones tiene una nota final de puño y letra de su autor que dice: "El poema largo "Aloysius Acker" ha sido publicado recientemente, con posterioridad a la primera publicación de este comentario."

jueves, 12 de abril de 2012

¿LA ECOLOGÍA, EL MOTOR DE LA HISTORIA?

Según informó la prensa hace pocos días, en menos de tres meses han muerto unos tres mil delfines en el océano peruano, aparentemente como consecuencia de la llamada "burbuja marina" generada por equipos de exploración petrolera en el fondo del mar. La explicación a este fenómeno terrible para la ecología y la vida animal, se viene dando -según he podido leer- con el cuidadoso uso del condicional: habría, sería, probablemente... Sin embargo, todo parece apuntar a una conclusiòn afirmativa. Repito, es terrible ¿Cuál sería la respuesta frente a esto? ¿Que se eliminen, de plano, absolutamente, irreversiblemente, todos los trabajos de exploración y explotación petrolera, porque -digamos- demostrado está que son perjudiciales para el equilibrio ecológico? Sabemos, y está probado hasta la saciedad, que la minería, en general, es contaminante, pero -hasta donde se sabe- pueden sus efectos perjudiciales ser contralados y reducidos (la tecnología ofrece los medios y recursos para tal fin). ¿Debiera la minería, que es una actividad económica importante, ser eliminada en nuestra país, y quedarnos solo con la agricultura, el turismo, la gastronomía, la ganadería, la pesca, los tejidos...? Creo, y probablemente estoy equivocado, que cuando se dan casos como el de los delfines muertos en el norte lo que debe hacerse es investigar profundamente las causas y si se llega a saber con certeza cuál es el factor que las produjo, pues hacer las correcciones pertinentes -en los procesos de exploración y explotación- para que la situación no continúe ni se empeore y, claro, imponer las sanciones que correspondan si las circunstancias obligaran. Creo que es lo razonable. Porque las cosas deben hacerse razonablemente (quiero decir: con la razón, y no movidos solamente por las emociones, las pasiones, el entusiasmo). Con cuestiones delicadas como la de Conga, igual: con la fuerza de la razón y no con la razón de la fuerza. Y aquí -otra vez digo: tal vez me equivoque- es el diálogo lo que debe emplearse para llegar a un entendimiento, habida cuenta que ha ido madurando un estado de discrepancias, desencuentros y, digamos, intolerancia y testarudez. Y además -aunque parezca un lugar común y pudiera demostrar falta de imaginación y suene a leguleyada- debo decir que a lo que tiene que recurrirse es a lo que la ley señala y prescribe: todo proyecto minero debe sustentarse, entre otras cosas insoslayables, en un estudio serio de impacto ambiental (serio y no como -aparentemente- suelen darse: amañados). Pero si una de las partes, oficiales u oficiosas, que debiera intervenir en el diálogo dice no y no al proyecto, las cosas se complican, pues. Cuando se arriba a este punto, el grado cero de la situación, encontrar una respuesta me parece muy difícil. Probablemente (supongo) habría que analizar cuáles son las competencias legítimas de las autoridades o los agentes intervinientes en el conflicto, y si alguien están excediéndose, caballero nomás, decirlo y, acto seguido, indicarle dónde se ubican los puntos de las íes. El Estado de Derecho no es, no puede ser, un orden jurídico débil o tonto. Justo sí, democrático sí, dialogante sí, receptivo sí. Pero no enclenque. Que en el tema del oro debe prevalecer o, mejor dicho, ocupar una prioridad vital, el tema del agua y la protección del medio ambiente, no lo dudo; pero, repito, prevalecer, y no necesariamente ser un tema exclusivo ni menos excluyente. Aplaudo, todos debemos aplaudir, la notable preocupación que la población pone de manifiesto respecto de la ecología y el resguardo de los medios o recursos útiles para la vida, como es el agua. Eso es muestra de responsabilidad e inteligencia. Pero que nadie (ni menos unos cuantos violentistas y uno que otro que probablemente sueña con acceder algún día al poder) se aproveche de la situación, las preocupaciones y las esperanzas. Ojalá no sea así. Pero lo que sí creo que es innegable, es que -como quiera que ya se acabó el discurso de la lucha de clases, ya perdió terreno y creo que justificación- ahora los soñadores de la utopía derrumbada han encontrado un nuevo filón, el tema ecológico, como caballito de batalla. Tal vez me equivoque, pero en esto sí estoy seguro.

miércoles, 11 de abril de 2012

APERTURAR, EL VERBO RECHAZADO


Hay personas que consideran que "aperturar" es un sinónimo de "abrir" -es decir, antónimo de "cerrar"-; claro, un sinónimo "incorrecto", dicen. No lo es, exactamente. Nadie dice, por ejemplo, "voy a aperturar la puerta", "voy a aperturar mi cartera" o "estoy aperturando mis ojos". ¿Alguien ha escuchado expresiones como estas? Nadie. Lo que sí suele decirse son cosas como las siguientes: "Voy a aperturar una cuenta en el banco", "se apertura el acta", "se apertura la sesión", etc. Cuando se quiere decir "abrir una puerta" se emplea a veces expresiones como esta: "Se dio apertura a la puerta", pero jamás "se aperturó". Porque sería una barbaridad: y el pueblo, inteligente, casi siempre sabe lo que hace. La Academia no acepta esta forma verbal, al menos hasta ahora y, según tenemos entendido, muchos académicos la consideran "incorrecta" y, como tal, deleznable. Fernando Lázaro Carreter decía, irónico, lo siguiente: «Aperturado el camino, nada impide que lecturar sustituya a leer, baraturar a abaratar y licenciaturarse a licenciarse». Bueno, la verdad es que tampoco es para "abrir el camino" que se emplea el verbo de marras. El Diccionario Panhispánico de Dudas afirma tajantemente (casi como una prohibición) que "Su uso no está justificado (???) y debe evitarse" y cita, entre otros, este ejemplo de uso encontrado en algún diario español: "Ordeno que esos contenedores sean aperturados y revisados" (DHoy [Ec.] 8.7.97) ". Usos como este no son los más comunes y creo que al menos en el Perú no se dan; sí, en cambio, son pan de cada día expresiones como esta que también consigna como ejemplo el Diccionario referido: «Ayer domingo la Cooperativa Agraria de Producción Casa Grande aperturó sus Terceros Juegos de Verano» (Comercio [Perú] 14.1.75)"; obvio, ejemplo peruano tenía que ser. Es que "aperturar" no es un verbo que signifique precisamente "abrir", sino, más bien, "dar inicio a algo", o, digamos, "inaugurar". Cuando se dice "aperturar el acta" nadie está queriendo decir que el libro como tal va a desplegarse y ponerse a la vista sus páginas, sino que va a iniciarse la redacción del documento correspondiente. Cuando uno va al Banco y decide "aperturar una cuenta", lo que quiere no es que le "abran" su secreto bancario o cosa parecida, sino que "le den de alta" como cliente de la entidad financiera, es decir, dar inicio a su relación efectiva con el Banco. Es evidente que "aperturar" es una forma verbal (un neologismo) que ha surgido por ese afán, legítimo y a veces de mal gusto, de buscar expresiones "majestuosas", elegantes: aperturar, sin duda, tiene "más caché" que el silvestre "abrir" y por eso es que -obviamente- se le prefiere para ciertas circunstancias "especiales", no para aquellas tan comunes como abrir una puerta; pero la razón --cualquiera sea- por la que pudo haberse originado su uso, no invalida al vocablo. Bien. En situaciones como la referida, respecto del verbo "aperturar", no debemos decir que se trata de algo incorrecto, sino simplemente que es una forma verbal que aún no ha sido incorporada al Diccionario oficial por la Academia, pero que por ser generalizado su uso, la hemos convertido en legítima (la legitimidad de una palabra la dan los usuarios, no la Academia); por tanto, correcta. La virtual prohibición que la Academia hace a través del Diccionario Panhispánico de Dudas, es un exceso de celo que carece de justificación y, más que eso, es un despropósito, pues la RAE puede recomendar, pero no tiene autoridad para "dar licencias de uso" ni menos para "prohibir". Otra cosa: Aquello de que el uso del verbo aperturar "no está justificado", es completamente absurdo; ¿qué quiere decir la RAE con eso?, ¿que debe demostrarse la importancia o la utilidad de ese verbo, o  probar su existencia "con razones convincentes, testigos o documentos"? Su importancia o utilidad no tiene que ser demostrada ante la Academia. Lo que sí es dable demostrar es su existencia (el uso del vocablo); pero la verdad es que esta demostración ya la tiene la RAE, y en el mismo Diccionario, en que cuestiona su uso, lo dice: "A partir del sustantivo apertura ('acción de abrir'), se ha formado el verbo aperturar, que ha empezado a utilizarse en los últimos años"; "(e)s especialmente frecuente en el lenguaje bancario, donde se ha puesto de moda la expresión apertura de una cuenta". ¿Por qué, entonces, la docta corporación matritense se resiste a incorporar, en el Diccionario académico, el verbo aperturar que  nada de monstruoso tiene? ¿Acaso porque hay gente a la que no le gusta, que le parece "horroroso"? La lengua no es un asunto de cosmetología. ¿Dirán que basta con el verbo abrir? Ya lo dije: aperturar no es exactamente igual que abrir; y aun si fuera lo mismo, ¿acaso está prohibida -o es que tal vez incomoda- la existencia de los sinónimos? 

 

CON IGOR IGNACIO EN CARAL

                                                                                                                    Para Gladys Mendía, poeta nuestramericana. Sin puentes.

 

Oh mujeres y hombres de Caral/ Qué idioma rebotaba qué palabra 

En estos muros flor de fuego y arena pétalos desbordados ya medio
 
Descuajeringados de piedra y arcilla neblinosa 8 siglos sin callanas ni odio
 
Llegué con mi hijo Igor Ignacio y una caravana de disonancias metonímicas
 
Cielo abierto debajo de nuestras pisadas y búsqueda vehículo de luz habría
 
Sido un quechua incunable y camino camino medio frío medio tostado
 
Por el sol bolsas negras de plástico convertidas en espantapájaros advenedizos

Insolentes agitan su rechazo de alas indeseables llegamos envueltos en luz
 
De ventana desplegada mundanos como la santificada poesía de la vida somos
 
Una interrogante filosa destazando verdades y vestigios indudables distantes
 
Habladores hasta no más y me pregunto si puede el excremento de las golondrinas
 
Lastimar el testimonio arenoso glaseado de estos hombres de esta calma
 
De luna nueva inclusivos que construyeron ciudades definitivas diviesos pétreos
 
Benignos pétalos ígneos precerámicos ah noche y anoche casi no hubo un alma con
 
Extremidades y leímos ante la indiferencia que es sello y esperanza de la civitas
 
Y sus desconsuelos todos juntos fantasmas constipados empujados el viento
 
Está salmodiando la utopía cordiforme de un harawi todos los puentes caerán
 
Porque nunca existieron porque no es cosa de acercarse sino de estar cerca Gladys
 
Nuestramericana pone en mis manos unos pétalos engarzados con inscripciones de vías
 
Y días y su libro resplandece áureo en mis ojos y mis manos de verdad
 
Y mentía quien pudo soñar que las brechas no son llagas y materia desprendida
 
Evacuación tornasolada donde exhala hedores inerte un gladiolo y su sonrisa
 
Adherida a la sombra que gotea yace cubierta por periódicos rugosos alucinados

Entrecomillados y sádicos amarillentos las palabras son guirnaldas despercudidas
 
Están las tardes perdidas desperdiciadas en conversaciones afónicas y urgentes
 
Palabras ensalivadas al peso Baltasar explica su voz es brújula que este pedazo
 
De flor hecha de piedras aderezada con algodón y cabellos y achiote
 
Y anchovetas y lloque es el altar del fuego sagrado que traga invocaciones insufladas 

Expelidas exudadas shicras repiten su edad de eco vehemente y calcinado en mi pecho

Casi desnudo 5 mil años sabían quién sabe de metáforas las diosas
 
Desvirgadas al solsticio de verano sin un cálamo que incruste surcos expresivos
 
Y semánticos en templos absortos de letanías y fornicando candorosas
 
De cara a la poesía de esencia y raíz no grabada en la perpetuidad deleznable de
 
La nieve como una ofrenda que puede matarnos pero nunca nos quitará la vida
 
Que nos siembra en el desierto como una contradicción nutricia en el desierto
 
Fueron sembrados a pesar del viento estos abrumadores rasgos o trazos o
 
Alucinaciones o pesadillas táctiles mi asombro de monje deshonesto supino
 
En la arena como bandera y buitre casi sonoros como flauta traversa
 
Los cadáveres elocuentes casi sonoros como una confesión inesperada que la
 
Guerra huele a podredura y aquí no hubo guerra tal vez fue un manto de música
 
Desgarrado por las sonrisas y el sosiego ante los garabatos órficos del violinista
 
Impenitente y candoroso que se anexa a los hemistiquios de esta hora tornasolada
 
Decepción del bochorno a la rústica e imberbe imprecación del curaca
 
Sabio si tú hubieras sido hombre hoy supieras ser dios y suma un estío con ofrenda
 
De conchas marinas y medusas envueltas en neblina nacarada
 
Acaramelada de metal y melancolía aquí donde el poder no nació de la muerte
 
Creo sentirme eterno excesivamente duradero en la paz aún tibia
 
De esta nostalgia como el pan en horizonte que vibra sediento de miradas
 
Perennidad fragmentada quién destruyó este Florecimiento cataclismo o
 
Vorágine santa o non sancta sin herencia distinta a la perplejidad del orgullo
 
Que me emociona en una irritación tornasolada de gemido urticante
 
Caral la tuya es una historia masiva de amor
 
Hombres y mujeres ni padres ni hijos de la guerra caliginosa sacerdotisa
 
La Doctora Ruth Shady tiene la mirada fértil y sus manos acariciaron estas piedras
 
Que me conmueven con mucha razón también a Igor Ignacio y a Giuliana y a
 
Óscar y a Eduardo y a Johnny y a Rodrigo y a todos los poetas que soñamos
 
Con serpientes cóndores y embriones como un cántaro de agua
 
En los yacimientos expuestos de Chupacigarro/ Oh mujeres y hombres de Caral!  

                                                                                                          Diciembre, 2009.

domingo, 8 de abril de 2012

NUESTRA CASA


Esta fue mi casa, la del balcón celeste.
No era la más hermosa ciertamente, pero tampoco la menos atractiva: era nuestra casa y, por lo tanto, para nosotros era la mejor del pueblo.

Su puerta de acceso principal (aunque no lo crean, tenía dos puertas) daba al jirón Álvarez Gonzales. Don Manuel, el de esos apellidos, fue un hombre notable en Pallasca a fines del Siglo XIX y en los primeros años del XX; probablemente se trataba de un pariente mío, no estoy seguro como tampoco lo estoy del Álvarez que llevo, pero de esto hablaré en otra oportunidad.

Esta calle, explico, empieza en la esquina suroriental de la Plaza de Armas y, en subida, avanza hacia el Este para terminar por donde se ubicaba la casa de don Ireno Aguilar (sí, el señor que tenía un “pick up” con huaynos de la Pastorita y del Jilguero y un molino de piedra en que se preparaban las harinas de nuestras humildes sopas y los panes caseros (los otros, los que vendía doña Anatolia, eran hechos con “harina del norte”). Antes de llegar al final –sigo hablando del jirón Álvarez Gonzales- pasaba por la casa de don Demóstenes, que es donde funcionaba la “Caja de Depósitos y Consignaciones”, y seguidamente por El Tambo (zona a las que la malas o buenas lenguas le atribuían cierto aroma de sensualidad medio traviesa).


Iglesia y pileta, en la plaza de armas de Pallasca
Tenía –ahora vuelvo a referirme a nuestra casa, la casa en que mi madre me parió y en la que pasé los primeros quince años de mi vida y nacieron, también, mis hermanos menores- tenía, repito, dos niveles. El primero, en la parte alta: el zaguán, el patio, la cocina (con cuyero incluido), la sala, el dormitorio y otro cuarto sin uso definido (un depósito, diríamos), más el gallinero en cuyas inmediaciones se encontraba el baño –una letrina, en realidad- y el horno de barro del que casi nunca salían buenos los panes porque, según decían, “no calentaba bien”. El otro nivel, en la parte inferior: una pieza bastante amplia cuyas dimensiones equivalían a la suma de la sala y el dormitorio debajo de los cuales se hallaba. Por algún tiempo (tendría yo unos seis o siete años) fue usada como tienda de abarrotes. La recuerdo muy bien, básicamente por
Como estas eran aquellas galletas
dos cosas. Me comía todas las galletas guardadas en una lata (eran unas galletas pequeñas y ovaladas, con el sabor casi parecido al de las de animalitos, y que no se vendían empaquetadas sino a granel, creo que en "papel de despacho"; si no me equivoco, eran producidas por la antigua fábrica Arturo Field). Y recuerdo la tienda, también, porque, un mal día, frente a otra lata –de kerosene, puesta sobre el mostrador-, con infantil imprudencia, encendí un fósforo, y al ver que el fuego la envolvía salí despavorido como alma que se lleva el diablo: la oportuna e inteligente intervención de mi padre impidió una tragedia. Para ingresar en este ambiente había que descender por unos escalones de madera al lado derecho de la sala, pero también se podía entrar (aunque casi siempre permanecía con llave, pues ya no funcionaba la tienda) por la puerta que estaba al frente de la casa de don Ramiro Rubio (en el jirón que forma esquina con el que mencioné al principio, y baja -desde la plaza- al barrio de Quichuas, pasando por la Calle Grande y la vivienda de don “Lonsho” Pinedo, nuestro zapatero en la época de las estaquillas y la pita untada con cera de abeja).


Encima de todo, sobre la sala y debajo del techo de tejas, estaba el “terrado” que, en el conjunto de compartimentos de toda casa serrana, era -y seguramente debe seguir siendo- como el pariente pobre: botadero de cosas inservibles por cuya restauración nunca se perdía la esperanza.

La sala, en cambio, correspondía a la nobleza. Las paredes de la nuestra fueron las únicas tarrajeadas en la casa, claro, por don Pedro Tapia, empleando -como era de costumbre- yeso. Desde allí sobresalía un pequeño balcón, aquel en donde mi hermano Jorge y yo dejábamos en las Navidades nuestros zapatos (esos, los confeccionados por don “Lonsho”) esperando las monedas de Papa Rafael, perdón, quiero decir de Papa Noel. Dentro, además de una mesa larga y varias sillas bien dispuestas, estaba, cerca de la puerta pintada de celeste, el estante de libros y, entre muchos otros, en ese estante estaban El Mundo es Ancho y Ajeno de Ciro Alegría y Música de Cámara de James Joyce, mis primeras lecturas más o menos formales; y sobre la mesa, una máquina Underwood, con la que escribí "Color de barro", mi primer poema en la pubertad.


Mi padre, mi hermano Jorge y yo
Pero, valgan verdades, (después del ma-me-mi-mo-mu que me enseñó la señorita Teresa Casana, en el Jardín de la Infancia -allí, donde me enamoré, angelicalmente y sin decirles nada, de Maruja Montero y de Ladoyska Rubiños, mis compañeritas de aula- y antes del “Charrito de Oro”, “El Súper Ratón” y muchas otras historietas en el club "Los Inseparables", con Lucho Aparicio y otros amigos, y mucho antes de la Biblioteca Municipal “Herminio Cisneros”, que dirigía don Teófilo Porturas, el poeta, mis lecturas primigenias las hice en el humildísimo dormitorio de nuestra casa y, más precisamente, en la modestísima pared del lado izquierdo y, exactamente, en los periódicos que, como papel tapiz, con engrudo había pegado allí mi madre. Entre los titulares y las noticias de La Prensa, Expreso y La Crónica, soñaba con ser torero cuando, en medio de otras imágenes en blanco y negro, veía la serena y retadora mirada de Antonio Ordóñez en el redondel de Acho. Antes de dormir y cuando iba a levantarme leía y releía, cotidianamente, incansablemente. Mi padre se alegraba.


Abigaíl, mi linda madre
Y ahí mismo, en ese dormitorio, a él lo vi llorar por primera vez al, también, leer y releer un telegrama con malas noticias sobre la salud de mi abuela Alejandrina, que por aquellos días se encontraba en Lima. Y a mi madre, asimismo por primera vez, la vi que se moría. Yo tenía cinco años y al percatarme que iba ensombreciéndose, a la medianoche, con los pies descalzos y el llanto como río desbordado, salí a llamar a mi padre que estaba en casa de don Víctor Alvarado, en una reunión; me acompañaba, en la mano, una vela apagada por el viento. Mi padre me encontró temblando de frío, en la entrada de la vivienda, y me levantó en sus brazos y corrió. Gracias a Dios y a esa luz extinguida en medio del camino, el hombre que me dio la vida evitó que la de Abigail, mi madre, se obscureciera aquella noche. Tímida y vergonzosa, como era, siguió alumbrándonos, como una bendición, por muchos años más.


Con la cantuta, que plantó mi padre
Aunque ya no es nuestra, la casa en que ella nos preparaba cachangas, bebíamos agua de panizara y nos alimentábamos con sopa de chochoca, la verdad es que sigue detenida en mi corazón; la veo, esplendorosa, en la “esquina del chorro”, mirando hacia la Plaza de Armas, hacia aquel jardín -frente a don Pancho Nina- donde la cantuta que plantó el maestro Rafa, mi padre, florece roja como la sangre.



lunes, 2 de abril de 2012