sábado, 26 de diciembre de 2015

“ESA MÚSICA, ESA ABUNDANCIA, ESE RELUMBRE…” (Unas palabras jubilosas por Juan Ramírez Ruiz)*

                                    Bernardo Rafael Álvarez


Casi a finales de noviembre de 1996 recibí una llamada telefónica. Era Juan Ramírez Ruiz, haciéndome un pedido que me abrumó sobremanera, por excesivo e inmerecido. “Quiero que presentes mi libro”, me dijo. Caballero nomás, acepté. Un par de semanas después, el viernes 11 de diciembre, a las 5 en punto, estuvimos en el Feria del Libro Ricardo Palma, en el parque Mariscal Cáceres de San Isidro. Con Juan nos encontrábamos en la mesa, Julio Polar, Pepe Benavides (que, aunque no estuvo programado, tuvo la gentileza de decir algunas palabras, en reemplazo de Alonso Rabí do Carmo que –desconocimos el motivo- no se hizo presente) y yo. Leí un texto breve y creo que débil con el que traté, sobre todo, de expresar el afecto que siempre sentí por mi amigo –casi un hermano- de muchos años, el fundador de Hora Zero. Sin duda, supe y sigo pensando igual, que Las armas molidas, el libro al que me refiero, merecía y merece mucho más. A continuación transcribo lo que dije aquella vez.

***

“La primera vez que vi a Juan Ramírez Ruiz fue en casa de Ricardo Oré, pariente y casi paisano mío. Yo estaba allí en una de las esporádicas visitas que solía hacerle. Llegó Juan, circunspecto pero no ceremonioso. Nos saludamos, nos conocimos, nos hicimos amigos. En aquel entonces yo tenía prevista la publicación de un brevísimo poemario llamado “Recóndita”, un grupo de poemas sentimentales o, mejor dicho, sentimentaloides propios de un adolescente que sufre por la pérdida de un amor que solo vivió en su fantasía. Lo descarté finalmente. Los encuentros prosiguieron con una casi apretada frecuencia; el 444 del jirón Ancash en que vivía Juan se convirtió en algo familiar para mí. En ese lugar fui conociendo a los demás. Me sentí como integrado al grupo. De pronto surgió una inquietud de la cual participé: la publicación del (creo no recordar mal) cuarto número de la Revista del Movimiento Hora Zero. Con Juan estábamos Yulino Dávila, Ricardo Oré (en cuya casa coordinábamos), Isaac Rupay, Jorge Nájar, José cerna, Alberto Colán, Elías Durand… yo. Había mucha voluntad, algunos buenos poemas y ningún dinero. Cuando apareció la posibilidad favorable, se produjo un problema con Eloy Jáuregui y todo se fue al diablo. Hora Zero fue desintegrándose como grupo propiamente dicho; ello no obstante, los encuentros continuaron, primero en el Palermo, luego en el Tívoli, a veces en el Cordano, finalmente en el Wony. No se bebía cerveza y el ron era no más que un bicho raro. Alrededor de unas tazas de café la noche parecía oscurecerse más, pero la conversación se iluminaba. Al compás de “Los peruanos pasan”, el Presidente Velasco tosía más seguido en sus discursos. Eran los años 72/73. Comenzando el 74 saqué a luz “Aproximaciones & Conversaciones”. Juan me autorizó o, mejor dicho, me sugirió el uso del nombre del Movimiento como sello editorial.

Se acabó el Palermo. Murió Isaac Rupay. Aunque Hora Zero, como grupo propiamente dicho, ya estaba desintegrándose, lo cierto es que el oleaje ya había sido activado y seguía su curso irreversible. Eso fue todo. Aunque después oí hablar de nuevas etapas en el Movimiento, yo siempre pensé que Hora Zero fue, en realidad, aquello que conocí, nada más.

Juan Ramírez Ruiz tenía veinticuatro años cuando publicó Un par de vueltas por la realidad. Este libro debió haber salido al mismo tiempo que el de Pimentel, Kenacort y Valium 10, como una suerte de proyecto conjunto (este era, por lo demás, el espíritu del Movimiento, ajeno a todo protagonismo individual). La falta de recursos de un lado y, probablemente, algunas otras causas, hicieron que el autor de “Palabras Urgentes” y teórico de la Poesía Integral se resignase a ver su obra en manos de los lectores un año después. Calendarios diferentes, títulos distintos, voluntades acaso ya diversas, pero una sola verdad: ambos, como la espada de Pizarro en la Isla del Gallo (perdóneseme el símil tan desproporcionado e inconveniente) marcaron el deslinde entre pasado y futuro. Fueron, para decirlo en dos palabras, la respuesta consecuente y anticipada al cojudeo; quiero decir: al que se encontró y al que vino después como uno de los efectos negativos del estado de guerra vivido por nuestro país.

Seis años después apareció Vida perpetua. Un libro, en el aspecto formal, extremadamente distinto. Si el primero logró la incorporación del lenguaje popular en la poesía, el segundo significó una profunda y sorprendente incursión en el lenguaje mismo. Fue, además, una invitación al lector a adentrarse en la fiesta de la creación. Fue la primera gran expresión del afán experimental y de estudio que Juan se había propuesto y puso en práctica en “un solitario y franco proceso de ruptura”.

Ahora tenemos ante nosotros Las armas molidas. Acaso el más importante y ambicioso libro de los tres que ha producido; que es el fruto de diez años de intenso trabajo con la palabra y cuya pretensión, simple y gracias a Dios inconsiderada, es abrir las puertas de la utopía, entregándose sin miramientos a la creación plena y cabal. Un libro que ofrece múltiples lecturas: poética, política, social, antropológica, lingüística. Un libro que no es para ser leído en una sola tarde. Consta, por lo demás, de doscientas treinta y cuatro páginas y contiene setenta poemas de excelente factura, muchos de los cuales son en realidad la suma de varios poemas lo que hace que la cuenta arroje un total de ciento treinta y ocho.  El conjunto es lo que me atrevería a llamar una expresión, al mismo tiempo, de épica y lírica contemporáneas. Y es, además, un alegato rotundo e incontestable contra la muerte.

Paralelamente a la sucesión de los poemas, el libro presenta el desarrollo de un trabajo de, al mismo tiempo, investigación y creación en el plano estrictamente lingüístico. A partir de una especie de prólogo conformado por el antecedente de los “andigramas” -es decir, “los signos, logogramas y símbolos de los diversos sistemas escriturales labrados por el hombre, cuyo proceso de hominización también se desarrolló en la Amazonía y las superficies de los Andes” y fueron investigados, descifrados o difundidos por Guamán Poma, Larco Hoyle, Hart-Terré, Victoria de la Jara y otros- Juan Ramírez Ruiz se entrega a la tarea de sustentar una propuesta sumamente ambiciosa y audaz: crear la escritura de lo que él denomina la dimensión Hanan que no es sino “la dimensión suprema: la energía reunida del protoplasma, de la biósfera; el paraíso terrenal y cósmico poblado por las diáfanas teleologías de las altas elaboraciones mentales y espirituales de todos los hombres”. El resultado que obtiene es un catálogo de signos, o signario, llamado alfagrama, cuyos valores semánticos tienen carácter verbal, numérico, musical, cromático, geométrico y algorítmico.

Del libro surge un discurso integral, envolvente y, además, una interrogante “airada y dramática” por el horizonte del hombre peruano. Es, en verdad, un ejemplo de que la poesía no solo es para la complacencia, sino una búsqueda de lo imposible.

Las armas molidas puede ser leído (otra vez perdóneseme, ahora por la irreverencia) como la Biblia: en el momento que usted desee, por la página que elija ex profeso o al azar, al revés o al derecho, de manera integral o interesándose solo en versos sueltos. Es que el poema ha dejado de ser aquel objeto de sagrado cristal que al ser seccionado pierde su sentido; ahora es como un árbol: quítele una hoja, quítele todas las hojas, igual seguirá vivo.

Hagamos memoria. Hora Zero quiso significar una “toma de situación y de conciencia” como posición considerada ineludible. Planteó una nueva actitud ante el acto creador; señaló la necesidad de estudio, de investigación, de descubrimiento y de renovación; afirmó la urgencia de una poesía que no invite a la conciliación ni a pacto con las fuerzas negativas y se impuso el compromiso de escribir una poesía viviente que no deje escapar nada al trayecto del poeta como hombre momentáneo sobre la tierra. Su aporte fue o, mejor dicho, es la Poesía Integral como “una totalización, donde se amalgame el todo individual con el todo universal”.

Eso es precisamente Las armas molidas. Corresponde, estrictamente, a lo que es la Poesía Integral, por su afán totalizador y su propuesta de un nuevo lenguaje como cabal signo de ruptura. No solo representa el punto culminante del desenfreno creador de Juan Ramírez Ruiz, es decir el producto más elevado de una verdadera orgía de trabajo protagonizada por el luminoso habitante de aquel casi oscuro 444 del jirón Ancash (donde ha vivido gran número de años); es, también, la rigurosa realización del proyecto llamado Hora Zero. Con este libro nos demuestra que la inmolación de sus días (textualmente, como fue propuesto en “Palabras urgentes”) no ha sido sacrificio vano, sino fecundo ejercicio vital.

A Juan nunca le ha interesado escribir “poemitas” para procurar un gozo anodino o cosa parecida. Leal a la propuesta de Hora Zero, es decir, consecuente con su propia palabra, ha aspirado siempre a más: “destruir para construir”. Sabe, y lo dijo alguna vez, que “la creación de un nuevo lenguaje y un nuevo ritmo es la más grande tarea de los escritores de este tiempo”. Por eso escribió (construyó sería la palabra más justa) el libro que hoy presentamos.

Dícese que muchos son los llamados y pocos los escogidos. Intuyo que Hora Zero es el escogido y, por ello, acaso le toque la responsabilidad de desgarrar el himen del siglo veintiuno.”

***

Juan –hay que decirlo de una vez por todas- fue uno de  los poquísimos poetas fieles a la palabra, a su palabra: existió para bella. Y fue inflexible en sus principios y en su voluntad. Habló de inmolarse y, en efecto, su acto creador fue, en verdad, una persistente e irrefrenable “inmolación de todos los días”. Y su vida la ofrendó, sin más ni más, por aquello que fue su obsesión: el ejercicio poético. Yo no sé si alguien haya matado por la poesía. El luminoso habitante de aquel ahora lejano 444 del jirón Ancash nos demostró que lo más decente, digno y heroico es morirse por ella.

Y yo –como a él, mi amigo de años, le hubiera gustado- lo celebro. Y en las calles, cuyo alarido permanente él supo interpretar, mirándole a los ojos le digo: A pesar de nosotros mismos y nuestros desatinos, sigues con nosotros, Juanito, dando más de un par de vueltas por la realidad; y, ¿sabes una cosa?, te lo aseguro, nadie detendrá la guerra que iniciaste, aquella exultante guerra de la poesía, cuyo objetivo no es la muerte, sino la vida perpetua.

Pero lo que se impone ahora, en nombre del creador del “Poema integral”, es difundir su obra y, sobre todo, leerla. Este es el mejor homenaje para un escritor, para un poeta. Es lo que -aún a pesar de la muerte, que nunca tuvo cabida en Juan- produce el mayor placer. Allí, en la lectura, habita lo que nuestro poeta llamaba “esa música, esa abundancia, ese relumbre”. El júbilo, pues.

La muerte no cabe en mí, escribió. Y para darle la razón, a partir de ahora –si no lo fue desde ayer- este, repito, debe ser nuestro compromiso: leerlo. Leerlo y darnos cuenta de su calidad y de su luz.



miércoles, 23 de diciembre de 2015

EL ENCUENTRO / Virgilio Gómez Ramírez


Monólogo para Leslie

Virgilio Gómez Ramírez
Esta pieza se propone pare teatro círculo (frente a una mesa redonda de café rodeada por tres sillas en las que se encuentran sentados tres maniquíes, dos masculinos y uno femenino, una joven vestida con mallas negras y falda corta blanca se pasea nerviosamente bajo un rayo de luz que la ilumina a ella únicamente y la sigue en todos sus movimientos, se desplaza alrededor de la mesa donde hay una cerveza y tres vasos servidos a medias) dirigiéndose hacia los espectadores que la rodean:
-Estoy  harta de ser lo que soy, rodeada de cosas que entiendo a medias y gentes que apenas me comprenden, miro a los ojos a las personas sin saber quienes son y ellos me miran en la misma forma. (Enciende con manos temblorosas un cigarrillo y toma un trago de cerveza).
-Tomar y fumar, ¡qué asco!, pero no puedo hacer otra cosa. Soy una mierda o quizás una mierdita curiosa que todos quisieran saborear…la linda cosita que todos quieren (tira el vaso con furia al piso y dirigiéndose al público:)
-¿Y ustedes quiénes son?, personitas que apenas pueden verse la punta de los pies y ahora vienen a reírse un rato de mí, pero les diré una cosa: yo soy así, porque siempre busco y jamás encuentro. (Se ríe a carcajadas, se acerca a uno de los maniquíes masculinos y lo besa, luego besa en la boca al maniquí femenino)
-¿Quién eres tú estúpida forma que no reaccionas? (Se sienta sobre la mesa y pensativa con un susurro audible, dice:)
Con un soplo podría convertirlos en nada. (Sopla sobre los maniquíes que caen, y sonríe con amargura)
Soy una verdadera bruja en desarrollo, tercermundista, pues. (Da una vuelta lentamente y retadoramente de cara al público)
-Mírenme bien, observen cuidadosamente mi imagen, porque es única, jamás la verán otra vez. ¿Me ven bien? Pues nunca volveré a ser la misma; ni ustedes. Viajamos en un mundo que se desplaza vertiginosamente en el espacio infinito a no sabemos dónde y lo que fuimos jamás será. (Seria)
-Este es el problema…estamos solos…el presente no existe, solo pasado, solo futuro y el ahora instantáneo como el filo de la navaja por el que caminamos,  vivimos en el recuerdo o en la esperanza. Por eso mírenme bien ahora, la próxima vez que me vean, yo seré otra…y ustedes también (llora).
-(Entre sollozos) Viajar y viajar dentro de un universo sin fines determinados al menos por hoy para nosotros. Y así vivimos, yo dependiente de ustedes y ustedes de mí. Ustedes riéndose y aplaudiendo…y yo…y yo… y yo…
(Apagón para desaparecer en medio de una carcajada)

FIN

Lima, Perú  a 28 de agosto de 1996.

Virgilio Gómez Ramírez
__________________________________

 [Dedicatoria manuscrita
“Para Rafael con el afecto que traigo desde México a nuestros poetas.
¡Si no! Qué iríamos a hacer.
Virgilio 96

Otra vez, hermanito”].

lunes, 7 de diciembre de 2015

QUERIDO PRIMO


                                          Para mi primo hermano Panchín.



Nunca olvidaré los sentimientos

de envidia (bueno, de sana envidia) y de frustración

que me envolvían como bufanda

(de esas hechas con lana de carnero)

al ver que de tus manos saltaba

casi hasta el cielo

casi hasta el infinito

aquel juguete tal vez absurdo pero también

absurdamente bello y por eso codiciable: un platillo volador

(Sí pues un platillo volador salía de tus manos disparado

al jalar una cuerda delgada de nylon envuelta en una suerte de carrete

y yo solo miraba estupefacto

desde una de las bancas de la plaza de armas)



Y nunca olvidaré tampoco

y ya lo he dicho antes y hoy lo repito

el haber sabido y no visto felizmente

que algo que no brotaba de tus manos

más bien llegaba casi todos los días nueve de marzo

a tu casa en cuyo patio

como espléndida luz pura alumbraban unas flores blancas de hortensia


Pero claro

estos solo son recuerdos

Ni trauma ni resentimiento

(y no vayas a enfadarte)

Solo evocación para la sonrisa



Pero no lo puedo evitar:

cuánto hubiese querido que aquello

que la abuela Lastenia te enviaba cada nueve de marzo

hubiera llegado los días doce de noviembre

a mi casa en la cuesta del chorro

Pero no importa

creo que la abuela acertó

como una madre la abuela casi nunca se equivoca:

duraznos en almíbar para mi cumpleaños 


Tal vez

es decir casi estoy seguro

en esos envíos la abuela nos hacía llegar a cada uno un mensaje

que andando los años como caminata pausada pero segura

por los senderos de Pallasca

comencé a entender por sus nobles efectos:

quiéranse como hermanos

porque yo los he querido como hijos


Y aunque aquel juguete que nunca fue mío

y ni siquiera tuve en mis manos

en verdad solo volaba unos segundos hasta precipitarse en el piso

ha de servir sin embargo

como dócil vehículo en la escalera de la imaginación

para enviar un saludo hasta el cielo

es decir hasta aquí nomás 

a nuestros corazones (donde el cielo es un fogón

o la luz tímida de un lamparín)

porque allí Lastenia y sus hijas

Dora y Abigaíl

a pesar de su distancia hablan de sueños y dibujan bendiciones

como quisieran haber hecho en cualquier tarde

en la cocina o frente al horno del pan y los chiclayos

abrigadas por el abrazo de la bondad y la ternura



Pero repito no lo puedo evitar

se me humedecen los labios de tardía envidia

al pensar inútilmente en esa fuente de cuy frito que

cada nueve de marzo

la abuela Lastenia te enviaba como regalo de cumpleaños


Pero ya no importa

Ni duraznos en almíbar ni picante de cuy

Ni platillo volador agitando los sueños

Porque un abrazo hoy nos envuelve y alimenta

y sin ninguna duda es lo mejor

porque es la herencia nutricia de ternura y bondad

que nos dejaron Lastenia Dora y Abigaíl

primo Panchasho

hermano Panchín



Bernardo Rafael Álvarez
07/12/2015
11:59 a.m.





jueves, 3 de diciembre de 2015

EGUREN: HACEDOR DE FANTASÍAS, CONSTRUCTOR DE SUEÑOS / Bernardo Rafael Álvarez




El simbolismo poético se caracterizó, básicamente, por el desborde desmesurado de la imaginación, y fue su propósito, además, –como bien dijo Jean Moreas en el llamado Manifiesto del Simbolismo- poner en entredicho y sobre todo en desuso “la declamación, la falsa sensibilidad” y, claro, también “la descripción objetiva”. Sus más notables representantes fueron Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, cada uno con sus propias e intransferibles particularidades, por supuesto, pero también con una cualidad, carácter o sello, común a todos: la capacidad o, dicho de otro modo, la virtud de impactar, de conmover, de apasionar. Este verso de Baudelaire de seguro que nos solivianta: “Nosotros tenemos, es verdad, naciones corrompidas”. Con patetismo y fervor estamos dispuestos a corroborar y hacer nuestro lo dicho en este otro verso del autor de Las Flores del Mal: “¡Oh, dolor! ¡Oh, dolor! ¡El Tiempo devora la vida…!”. Y esta dramática y desgarrada interrogante de Rimbaud –casi un apóstrofe- ciertamente nos produce pavor: “¿por qué no me ayuda Cristo, dando a mi alma nobleza y libertad?”. ¿Y qué genera en nosotros este bello par de versos de Verlaine: “Llueve en mi corazón/ como llueve en la ciudad”? Sin duda: desolación y nostalgia. Ya lo vimos: a pesar del desborde de la imaginación creativa, lo que lo habría llevado a tomar distancia de la realidad circundante, de soslayarla tratando de asumir una suerte de autonomía a la que llamaríamos autárquica, la verdad es que jamás el simbolismo se alejó del mundo sino –como acabamos de ver en los versos transcritos- hasta se comportó como un punzante cuestionador de la realidad misma y también de las conciencias. 

 

El primer y más conspicuo representante de esta corriente en el Perú, nuestro primer simbolista (como lo llamó Enrique Carrillo[1]), fue José María Eguren, poeta limeño, nacido el 7 de julio de 1874 y muerto el 19 de abril de 1942. 

 

Sin embargo, a diferencia de los poetas franceses, Eguren sí cumplió a cabalidad pero, claro, libremente y no sometido, la receta o condición aquella de echar por la borda el tono declamatorio y sensiblero y también el clásico prurito de describir objetos visibles o ser “objetivo” al describirlos. Pero fue más allá. Y, así, se comportó, sobre todo, como un creador pleno; es decir, no solo como un diseñador de símbolos que, como sabemos, lo que únicamente hacen es sugerir o ayudarnos a señalar objetos, digamos, de manera evocativa. En buena cuenta, su ejercicio poético se desarrolló, pues, como el Creacionismo –Movimiento echado a andar por Vicente Huidobro- quería: “Hacer un poema como la Naturaleza hace un árbol”.[2] Y, así, por ejemplo, nos habló de un curioso y pintoresco personaje al que llamó el “duque Nuez”; de una niña solo existente en su medio infantil imaginación, que era o portaba una enigmática lámpara azul; o de dos monárquicos seres inubicables, de un reino onírico, enfrentados en un combate sin objeto de disputa conocido; o, incluso, de algo a lo que los lectores siempre hemos tratado de atribuirle significados afiebrados sin siquiera acercarnos a lo que sería un indicio razonable de acierto, y que el poeta nombró como “la tarda”.  (Pero, hagamos un paréntesis para hablar de un personaje “real”. ¿Recuerdan el bello y riguroso estudio de Antonio Cisneros acerca de “El bote viejo”, el poema de Eguren? Bien. Ese bote, que “Bajo brillante niebla, / de saladas actinias cubierto/ amaneció en la playa…”, también es, como apunta el autor de “Agua que no has de beber”, “un personaje mítico, situado en una atmósfera mítica”.)[3]

 

Así, pues, inverosímil pero real, es la poesía de Eguren, poeta al que con frecuencia identificamos como Peregrin, cazador de figuras, el personaje aquel, solitario, que en el poema “mira desde las ciegas alturas”.

 

El pecado de no habitar en una parcela de tierra como habitamos nosotros o habitan nuestros objetos cercanos, y ser, por ello, materialmente inasible e invisible, hizo que aquello de que hablaban y siguen hablando los versos de nuestro poeta no llegara a ser “entendido” por quienes (casi todos) han esperado casi siempre una poesía que “llegue al alma”, que sensibilice, o que sea descifrable por el intelecto y que hable de todo aquello “que le gusta a la gente”; es decir, fácil, explícita, y que, además, sea dicha con una musicalidad conmovedora y apasionante. 


Y no, pues, la de Eguren no es precisamente una poesía que conmueva o que apasione y, claro, tampoco se comporta como un estimulante para el fondo violento y tanático de la naturaleza humana. Debido a ello –intuyo- salvo en la atención del usualmente minúsculo sector de críticos o de estudiosos de la literatura, hasta ahora no ha llegado a estar en las preferencias (y ni siquiera ha formado parte de la colección de intereses) de las grandes mayorías de lectores. Esto fue advertido, hace más de cuarenta años, por Alberto Escobar ("ha suscitado notable interés crítico, pero aún no conquista el fervor del gran público"[4]) y unos años después también por Armando Rojas ("no ha franqueado sus linderos en busca del fervor y asentimiento de las mayorías"[5]). ¿Por qué? La respuesta creo que surge fácil y nos ayuda a decirla don Estuardo Núñez: porque para el “barato mal entender” (estas palabras son mías, por si acaso), se trataba de una poesía "difícil" y “oscura” (“Eguren, el oscuro”, es el título de un libro de Xavier Abril), y lo que en verdad fue –como también puntualizó el mismo maestro-, simple y llanamente, poesía esencial[6] (o de esencias, puntualizaría yo). Nuestro poeta, simple y llanamente -lo expreso con el entusiasmo de Westphalen-, “estableció la poesía en el Perú”.[7] (Es pertinente, creo, agregar también lo que indicó con acierto Mariátegui: “Ni Eguren buscó nunca con su arte el homenaje público”, ni menos “traficó con sus versos, ni reclamó para ellos laureles oficiales ni académicos”).[8]

 

Pero la poesía de Eguren (el autor de Simbólicas y de La Canción de las figuras) no fue precisamente lo que en un momento dijo José Carlos Mariátegui, “una visión tan virginal de las cosas”[9] sino, lo que el mismo Amauta señaló acertadamente después: una visualización de los sueños y las metáforas del poeta[10]; una existencia en sí misma (quiero decir una realidad; una “cosa”, en el mejor sentido de la palabra), expuesta al mundo. Una poesía para leerla, discurriendo mentalmente a través de ella, o solo para mirarla como quien mira y admira los cuadros pictóricos en una exposición. En suma, una poesía que, como tal, nos ayuda a ser más humanos y felices, en libertad y belleza. Porque la poesía es, como lo dije en otra oportunidad, “una inútil e inocente pero valiosa e insustituible declaración de amor a la vida y la libertad”. 

 

Eguren nos enseñó (pero aparentemente no terminamos aún de aprender) que la poesía no solo es ritmo, música, conmoción, y tampoco el retrato o el reflejo de la realidad que nos rodea. Nos dijo, con su escritura poética y no a través de argumentos teóricos o manifiestos, que la poesía no solo debe ser “comprendida” con la lectura “intelectual” o la complicidad pasional sino, también, con el asombro y la perplejidad; que la poesía no tiene que, necesaria o únicamente, decirnos, comunicarnos, informarnos, ya que también puede solo exponerse, desnuda, como una joya en la vitrina, como juguetes en un mostrador. Porque, como lo dije en anterior oportunidad, “la poesía no tiene necesariamente que dar constancia de un hecho, no está condenada a ser prueba instrumental para acreditar acontecimientos; su principal prerrogativa es ofrecer certeza de sí misma, dar fe de su propia existencia”.[11]

 

La poesía, lo sabemos ahora gracias al poeta que vivió en Chuquitanta y en Barranco, es una realidad independiente y soberana que, aunque puede hacerlo, no está obligada a servir  como agente transmisor de resonancias externas, o para cantar y alabar heroísmos acaso dudosos o para llorar decepciones o amoríos frustrados. Una poesía que no tiene que estar, necesariamente, comprometida con  causas extrapoéticas, ni ser un medio o instrumento de intereses o de preocupaciones subalternas, sino –repito- tan solo ser y celebrar su propia existencia. No para “hacer” la revolución; porque la poesía no es un arma, sino el acto mismo de la revolución, pues hace posible –con su desenfado e incluso con su ingenuidad y travesura- que la utopía no esté a la vuelta de la esquina, sino más cerca, aquí: ante nuestras propias narices, como indicio y evidencia de belleza, de vida, de esperanza. No, por supuesto, que “corteje y adule” el “gusto mediocre” de la burguesía[12], pero tampoco que se convierta en el sahumerio de la “dictadura del proletariado”. Una poesía que sea y solo sea lo que es: la sublimación y no el envilecimiento de la palabra. 

 

No almibarada, pero también exenta de acíbar. Para cambiar la vida, como quiso Rimbaud. Esto fue y sigue siendo la poesía de José María Eguren, hacedor de fantasías, constructor de sueños. Poesía, solamente poesía. 

 

20 de octubre del 2015.

 

 

 

 



[1] Enrique Carrillo: Ensayo sobre José María Eguren. En: José María Eguren, aproximaciones y perspectivas. Universidad del Pacífico, 1977. Pág. 87.

 

[2] Es que Eguren fue (me atrevo a calificarlo), más que simbolista, un poeta creacionista. Veamos como Huidobro definió el Creacionismo: “Crear un poema tomándole a la vida sus motivos y transformándolos para darles una vida nueva e independiente. Nada de anecdótico ni de descriptivo. (…) Hacer un poema como la Naturaleza hace un árbol.” Es lo que hizo Eguren, pues.

 

[3] Antonio Cisneros: El mecanismo del transcurrir en un poema de Eguren: “El bote viejo”. En José María Eguren, Aproximaciones y perspectivas. Universidad del Pacífico, 1977.

 

[4][4] Alberto Escobar: Antología de la Poesía Peruana, Tomo I, 1973. Peisa. Pág. 17.

[5] Armando Rojas: El lenguaje de Eguren. En: José María Eguren, aproximaciones y perspectivas. Universidad del Pacífico, 1977. Pág. 135

 

[6] Estuardo Núñez: Prólogo a: José María Eguren: Poesías completas. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1961.Pág. 11.

 

[7] Entrevista a Emilio Adolfo Westphalen (por Federico de Cárdenas y Peter Élmore), En: Diario El Observador, 25/04/1982.

 

[8]José Carlos Mariátegui: Peruanicemos al Perú. Empresa Editora Amauta, 1972. Pág 219, 220.

 

[9] José Carlos Mariátegui: 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Empresa Editora Amauta, 1972. Pág. 295.

 

[10] José Carlos Mariátegui: Peruanicemos al Perú. Empresa Editora Amauta, 1972. Pág. 223.

 

[11] Bernardo Rafael Álvarez: “Música quena alma lágrima viva: la poesía den Róger Santiváñez. En: http://berafalvarez.blogspot.pe/

 

[12] José Carlos Mariátegui: El artista y la época. Empresa Editora Amauta, 1972. Pág. 13.

 

martes, 1 de diciembre de 2015

(PARA SACARNOS DE LAS CASILLAS) LA MINIFICCIÓN DE EDUARDO BORRERO

Microrrelato, relato o cuento breve, mini o microcuentos, narrativa corta. Minificción. Tantos nombres para lo mismo. Y entre ellos uno que, no obstante su legitimidad, a mí particularmente me parece, si no absurdo, inadecuado. Literalmente, “minificción” sería (voy a decirlo de una manera nada académica) algo así como “ficción chiquita”. ¿Qué sería, en literatura, “ficción chiquita”? Evidentemente, a lo que todo el mundo se refiere o hace alusión cuando usa este nombre es a los cuentos o relatos cortísimos que, generalmente, no pasan de una página y hasta pueden ser de solo unas cuantas líneas o renglones, como, por ejemplo, El dinosaurio, del guatemalteco Augusto Monterroso, que es, tal vez, el cuento más pequeño que se haya escrito en los últimos tiempos (o, al menos, el más conocido, difundido y comentado), el más emblemático: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Un cuento cortísimo. Pero, pregunto, ¿es, digamos, una ficción realmente pequeña? ¿Lo que Monterroso inventó, "ficcionó", es algo “chiquito” o, para decirlo con una palabra más cruel, una minucia? Yo creo que no. Pero, en fin, lo dejo ahí, porque, al final de cuentas, como lo aprendimos en el colegio, los nombres o la designación de la persona, animal o cosa se da por un impulso innegable: la arbitrariedad y, en tal sentido, si esto de lo que estoy hablando ha sido nombrado como minificción, pues minificción será, y entrar en debates filológicos o de cualquier otra índole siempre será ocioso e inútil. Es, repito, legítimo que se llame así.

Y, bueno pues, entrando en tema diré esto: la minificción es tan antigua como antiguos son los chismes. El relato breve no comenzó con Augusto Monterroso; ya muchísimo antes existió. Las fábulas de Esopo (o, mejor dicho, atribuidas a este personaje probable o improbablemente inventado) vienen desde varios siglos antes de que comenzara nuestra Era; y las fábulas no son sino, precisamente eso: relatos muy breves que, como es por todos conocido, tienen contenido o finalidad de carácter moral. Y con propósitos similares pero acaso algo más excelsos, Jesús, el Mesías, también –mucho después del fabulista griego- contó relatos breves para ilustrar sus enseñanzas y hacerlas más convincentes y persuasivas; me refiero, por cierto, a las parábolas, una de las cuales, la del sembrador, habla metafóricamente de la palabra que, bien escuchada, genera siempre un efecto de fecundidad, como semilla sembrada en tierra buena.

Pero, en verdad, creo que la expresión más remota del relato breve es aquello que todos conocemos y en algún momento –o casi siempre- hemos practicado pero, sin embargo (de la boca hacia afuera) solemos repudiar y negamos que forme parte de nuestra “cultura” cotidiana. Me refiero -¿ya lo adivinaron?- a eso que ya, aunque medio imperceptiblemente, he hecho referencia aquí: el chisme, cuyo comienzo –al ser transmitido, de boca en boca- generalmente se elabora con esta interrogante: “¿Sabías que…?” Y, aunque muchas de las cosas que se dicen suelen ser verdad, también es cierto que con apretada frecuencia se incurre en la mentira o en la distorsión de lo real (o en la falta de verificación), obviamente para que lo que se cuenta resulte más atractivo y empuje al oyente a convertirse en un eficaz agente del efecto multiplicador. Y, al ser así, estamos, pues, ante lo que, simple y llanamente, es ficción (o “minificción”) dicha en forma oral.

El chisme es, no me cabe duda, el punto de partida del género literario llamado narración; pero, claro, también lo es del periodismo informativo. ¿Alguien puede negar que desde los primeros días de la humanidad existió el deseo, el interés, la preocupación, por saber qué es lo que pasa más allá de las propias narices, por enterarse de la vida ajena, y también y sobre todo la casi irrefrenable inquietud por ejercer acomedidamente el papel de correveidile? Quien levante la mano y lo niegue, mentirá. El periodismo informativo, o su motivación, en gran medida, es eso, pues.

Y, ¿saben cuál es otra de las formas digamos innobles del relato breve, contra la que los literatos posiblemente dirigen o dirigirían su artillería pesada, para borrarla del mapa? Esto (y disculpen quienes pudieran haber creído que iba a referirme a algo menos vulgar): el chiste, el chiste del pueblo. ¿Han puesto atención a cómo casi todo el mundo, en nuestro país, comienza a contar un chiste? Pues, casi siempre poniendo de manifiesto, consciente o inconscientemente, un discreto deseo de “sacar el cuerpo”, de decir “yo no he inventado esto, por si acaso; échenle la culpa a cualquier otro y no a mí”, y, así se suele aludir, sin ningún sentido, a una inexistente tercera persona, de este modo: “Dice que…” Es, sí o sí desde el principio, un relato, un relato corto.

Y relatos cortos son, también, la mayor parte de los textos que, con un máximo de ciento cuarenta caracteres, son redactados y dados a conocer a través de esto que la tecnología actual nos proporciona como instrumento de comunicación: el Twitter. Pero, repito, no se trata de nada nuevo. Nuevo es el medio o instrumento, pero no la forma del mensaje. El Twitter nos cuenta lo que antaño nos contaban y hoy nos siguen contando, con la brevedad de un rayo, los titulares de los diarios. Leer el Twitter es casi como, apurados, repasar el acontecer del mundo y las personas en las primeras páginas de los periódicos colgados y asegurados con ganchitos de ropa en el quiosco de la esquina mientras esperamos, en la avenida Arequipa, la llegada de algún auto colectivo que nos rescate de la desesperación ocasionada por la demora del parsimonioso bus azul de doña Susana.

Y, bien, ya en el terreno literario propiamente dicho, veremos que muestras importantes de relato corto, o minificción, encontramos en casi todos los escritores de que tenemos noticias. Una de las características que suele señalarse cuando se habla de la minificción es la hibridez, y, en efecto, se dan casos en los que resulta difícil precisar si estamos ante poesía o relato o ante los dos géneros en un mismo texto. Estoy recordando ahora a Charles Baudelaire y sus Pequeños poemas en prosa[1] (conocidos también como El spleen de París), los que, naturalmente, son, como los llamó su autor, poemas, pero casi todos dichos en forma de relato, como aquel (La desesperación de la anciana) en que se habla de una “avellanada viejuca” que se acerca a un niño “tratando de sonreírle y de hacerle agradables carantoñas” y solo logra que el niño comience a chillar, por lo que, finalmente, con sentimientos de frustración se lamenta asumiendo que “para las miserables e infelices” ancianas “la edad de ser agradables ha desaparecido”.

Nuestro poeta mayor, César Vallejo, también hizo lo suyo. Y lo hizo poniendo de manifiesto esa otra característica que es común en la minificción: la ironía. Aquí una muestra: “El perro que, por fidelidad, no consiguió que se acercase nadie a curar la herida de su amo. Este, naturalmente, murió.” Y esta otra que, podría haber sido  inspirada por el relato de Francis Scott FizgeraldEl curioso caso de Benjamin Button, y que, en buena cuenta, lo resume de forma por demás acertadísima: “El hombre que nació viejo y murió niño: la edad para atrás”.[2]

Y ahora y aquí tenemos a Eduardo Borrero Vargas, escritor piurano, nacido en Sullana, cuya última producción es la que tengo en mis manos: Del misterio y otros abismos[3]. Relatos cortos, o cuentos, como él los llama, en los que, en el plano formal, creo encontrar cierta familiaridad (o, como dice la gente culta: intertextualidad) con la literatura del checo Franz Kafka (claro está, no el de La metamorfosis El Proceso sino, entre otros, de los relatos Prometeo o El buitre), el argentino Jorge Luis Borges (de, por ejemplo, estos textos que aparecen en el volumen FiccionesEl jardín de senderos que se bifurcan,  Tres versiones de Judas, y lon, Uqbar, Orbis Tertius) y el peruano Felipe Buendía (de La espera). Literatura desconcertante. Muy afín, a veces, con lo que es característica del teatro de Ionesco: el absurdo.

Literatura Fantástica y además inverosímil, como aquello del prestamista en el relato titulado Beneficios renovables, que “por un accidente fortuito, voló al cielo; pero rebotó a la tierra”; o esto de imaginación igualmente extrema que encontramos en Cuento de terror 1: “Despavorido, salí a las calles del pueblo a buscarme. Pena me da confesarles que no he logrado encontrarme, pero se confirma mi teoría de que un desalmado me ha secuestrado". O, más extrema aún, esta muestra de enigmático desdoblamiento: “Era una tarde sombría. Ingresé a mi casa y vi, con estupor, que me estaban llevando sujeto a una camisa de fuerza”. (Cuento de terror 3).

Es cierto, como ha escrito Armando Arteaga en el prólogo y el mismo autor en algún momento me lo dijo, que estos, los relatos de Eduardo Borrero Vargas, tienen una tendencia marcadamente dirigida hacia lo metafísico. Sin embargo, hay también lo que yo he visto, y lo digo sin ambages: el propósito de sacarnos, inconsideradamente pero en buena lid, de nuestras casillas y decirnos, además, eso que sabemos pero tratamos, tal vez inconscientemente, de olvidar: que la literatura es, sobre todo, un trabajo de creación y no de remedo.


Y Eduardo ha hecho eso: ha creado historias y seres que, como he tratado de explicar, no son precisamente de nuestra realidad, parecen pero no son de la realidad, sino productos de la auténtica ficción; hechuras que bien pueden inscribirse, y de hecho están allí, en lo que Vargas Llosa llama “la verdad de las mentiras”.

      Son relatos extraordinariamente bien trabajados, con una escritura pulcra, sin la imprudencia  de  innecesarias altisonancias. Ah, pero eso sí, con una dosis de humor que puede tener su explicación en el hecho de que nuestro escritor es piurano y, como ustedes saben, no hay humor más delicioso que el de los piuranos; pero el de Eduardo va más allá: es un humor ácido, extraño, que -al menos en este libro- nada tiene que ver, por ejemplo, con aquellas proverbiales historias de  los compadres que se encuentran en los caminos calurosos del norte de nuestro país, acompañados casi siempre con la medio ineludible presencia, en esos lugares, de los dóciles e infatigables “piajenos”. El de Eduardo o, mejor dicho, el de este libro es un humor no para reír, sino para dejarnos estupefactos.

Léanlo, y me darán la razón.

Lima, 01 de diciembre, 2015




[1] Charles Baudelaire. Pequeños poemas en prosa. Traducción: Pedro Vances. Imprenta Clásica Española. Madrid, s/f (circa 1900).
[2] César Vallejo. Novelas y Cuentos Completos. Prólogo, edición y notas: Ricardo González Vigil. Ediciones COPE, Lima, 1998.
[3] Eduardo Borrero Vargas. Del misterio y otros cuentos. América. Lima, 2015.