domingo, 17 de julio de 2022

«CABE»: EL PERUANISMO (¿UNA SANCADILLA EN LA RAE?)

¿Conocen ustedes el «juego de la argolla»? Es un juego antiguo que no sé si existe aún. Les cuento. El Diccionario de la Lengua Castellana, publicado en 1817, dice que se trata de un juego «cuyo principal instrumento es una argolla de hierro, que con una espiga o punta aguda que tiene se clava en la tierra de modo que pueda moverse fácilmente alrededor»; y agrega que lo que se busca con este juego «es pasar por dentro de la argolla unas bolas de madera, sirviéndose para ello de unas palas cóncavas de la misma materia».

Imagino la pregunta que se estarán haciendo en este momento, amigos: ¿Y qué diablos tiene que ver el «juego de la argolla» con el peruanismo mencionado en el título de esta nota? Ya lo veremos. 

Cabe es el nombre que en el Perú se le da a la zancadilla, es decir, a lo que –como define el Diccionario de la Lengua Española (DLE)- es la «(a)cción de cruzar alguien su pierna por entre las de otra persona para hacerle perder el equilibrio y caer». Es, pues, un peruanismo. Se usa en expresiones como las siguientes: «ponerle un cabe», «meterle un cabe«; «Juan le metió un cabe a Mamerto». 

Según el DLE, es una voz onomatopéyica («Voz onomat.», dice la marca que aparece en la entrada respectiva). Por lo dicho allí debemos, naturalmente, entender que «cabe» es una palabra con la que se imita o trata de imitarse un sonido, pues, como sabemos (y la RAE lo sabe mejor, y lo afirma en el Diccionario), voz onomatopéyica, u onomatopeya, es la palabra «cuya forma fónica imita el sonido de aquello que designa». Son onomatopeyas (o voces onomatopéyicas), por ejemplo, «miau», «guau», «pío» (vocablos que imitan -lo cual es evidente- al maullido del gato, el ladrido del perro y el piar del pollo, respectivamente). Todo claro. 

Pero aquí viene la pregunta de rigor. ¿Cuál sería el sonido que se imita o se pretende imitar con la palabra «cabe»? Desconozco la respuesta. ¿Será el sonido que produce el golpe cuando una persona cae violentamente al piso, al ser víctima de una zancadilla? Estoy seguro de que no. Al caerse una persona al piso, el golpe podría, tal vez, generar un sonido como «¡pum!», por ejemplo, pero jamás como «¡cabe!». ¿Entonces? (Algo adicional: «Cabe» no es el nombre de la caída, y tampoco del golpe generado por tal hecho; sino -repito- de la «acción de cruzar alguien su pierna por entre las de otra persona para hacerle perder el equilibrio y caer»).

A estas alturas vamos llegando a lo que mencioné al principio: el antiguo juego de la argolla. Es que hasta la vigesimosegunda edición del DLE (año 2001) la RAE consideró como una de las definiciones de la palabra "cabe" (no el peruanismo) lo que muchísimos años antes (en 1729) aparecía en el Diccionario de Autoridades (tomo II): «El golpe de lleno, que en el juego de la argolla da una bola a otra, impelida de la pala con que se juega, de forma que llegue al remate del juego, con que se gana raya». «Cabe», como se ve, era el nombre de un golpe (el golpe dado por una bola a otra). Y es, creo que indudable, que a esto se debió que la penúltima edición del DLE -que repite sin variación alguna la definición transcrita- pusiera esto como marca: «Voz onomat.» (Voz onomatopéyica); válida también, allí, para el peruanismo (que, como ya vimos, es sinónimo de zancadilla). El razonamiento que la RAE pudo haber hecho al respecto, creo que es este: Si se trata de un golpe, estamos, sí o sí, ante un sonido: en consecuencia, la palabra que nombra a ese sonido es una voz onomatopéyica; es decir, perteneciente o relativa a la onomatopeya, o formada por onomatopeya (imitación de un sonido). Pero, no, no es así: no es voz onomatopéyica. Si lo fuera, el sustantivo «portazo» («Golpe recio que se da con la puerta») también sería voz onomatopéyica; sin embargo, no lo es, no tiene por qué serlo y por eso en la respectiva entrada del Diccionario no aparece ninguna marca que señale tal cosa. La explicación es simple: El hecho de que una palabra nombre a un golpe o sonido no la convierte en onomatopeya o «voz onomatopéyica»; «explosión» no lo es, por ejemplo, como tampoco lo es «portazo». Onomatopeya o voz onomatopéyica es la palabra que imita o pretende imitar un sonido («miau», «pío», «guau», «pum», «zuácate», etc. Algo más: ¿el sonido, al golpearse dos bolas, acaso se parece en algo a la voz «cabe»? En nada.

No sé si, como dije al principio, el juego de la argolla sigue existiendo; pero, al menos, en la última edición del DLE ya no está considerada la palabra «cabe» como nombre del golpe que en ese juego se daban las bolas. Pero ha quedado la marca, ahora, para señalar que el nombre peruano dado a la zancadilla es una «voz onomatopéyica». Mi hipótesis aventurada, y tal vez imprudente, es que la docta corporación matritense considera que, así como en el juego de la argolla, en la zancadilla también se produce un golpe y ese golpe tiene un sonido, y si a ese golpe se le dio el nombre de «cabe», entonces «cabe» es una onomatopeya. 

¿Dónde habría hecho aquel tan genial «descubrimiento»? Estoy convencido de que en ninguna parte. Lo que presumo es que se dejó llevar por la lectura incompleta que hizo de la definición aparecida en el Diccionario de Autoridades; solo leyeron la primera parte y obviaron la explicación allí incluida. 

Esta es la referida explicación que el primer Diccionario de la Lengua Española, en su tomo II, da acerca del nombre con que se conocía al golpe de las bolas en el juego de la argolla: «Llámase así, porque para ganar la raya es condición, que entre bola y bola haya de caber la pala». Su origen es el verbo «caber», y no es ni proviene de ninguna onomatopeya.

Clarísimo. El Diccionario de Autoridades, a pesar de que al vocablo «cabe» lo define como «golp» («... de lleno»), jamás dijo -ni lo insinuó- que ese nombre fuera una suerte de «imitación» del sonido producido por el golpe de las bolas en el juego; no afirmó que se tratara de una «voz onomatopéyica». 

¿Será que después de alguna meticulosa investigación histórica la RAE llegó, tal vez, a la conclusión de que el Diccionario de Autoridades estaba equivocado, y, en consecuencia, quiso corregirle la plana, desmentirlo, desautorizarlo? (¿Casi como ocurrió con el jurista y político peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre (1773-1841) que, arrepentido de sus propias opiniones, llegó a publicar un libro con un título muy expresivo: «Vidaurre contra Vidaurre»?). 

Sea como fuere, lo cierto es que -insisto- «cabe», el vocablo peruano sinónimo de «zancadilla», no es una voz onomatopéyica. La RAE debería, pues, corregir el Diccionario, retirando la marca «Voz onomat.» que aparece en la entrada correspondiente. (Creo que voy a presentar mi propuesta, a ver qué resulta).

 

© Bernardo Rafael Álvarez

 

lunes, 11 de julio de 2022

DOSH: UN DIMINUTIVO PALLASQUINO

Ustedes saben, sin duda, a qué aluden las siguientes expresiones bisílabas "-ito", "-ita", "-illo", "-illa"; "-ico", "-ica". Efectivamente, son sufijos. Sufijo -como también lo saben- es una partícula que, pospuesta a una palabra (o “base léxica”, o en muchos casos a la raíz de la palabra), hace que esta modifique de algún modo su significado. Por ejemplo, si el sufijo "-ito" lo uno a la raíz de la palabra "gato" ("gat"), obtendré "gatito", y se habrá producido una variación en el significado, pero no sustancialmente: la palabra seguirá refiriéndose a un gato, solo que de modo cariñoso o haciendo alusión a su edad o tamaño -tierno o pequeño- (estaremos, pues, ante un hipocorístico o un diminutivo); en cambio, si a la misma palabra o base le unimos el sufijo "-illo", la cosa será diferente: estaremos generando una nueva palabra que en nada tendrá que ver con el felino doméstico, sino con otra cosa: con el disparador de un arma de fuego, por ejemplo, y, como sabemos, "gatillo" no es un gato chiquito; no se tratará, pues, de un diminutivo, aunque este haya sido su origen. Bien: "-ito", "-ita"; -illo", "-illa"; "-ico", "-ica", son, pues, sufijos que sirven para convertir en diminutivos o hipocorísticos a ciertas palabras: "poquito", "librico", "pastelillo", "Jorgito"... 

Sin embargo, como en el ejemplo de "gatillo", no solo diminutivos o hipocorísticos (palabras para designar cariñosa, familiar o eufemísticamente) son los que pueden generarse sino, también, otras palabras con significados completamente diferentes (se las conoce como "diminutivos lexicalizados"). 

Bien. Ya vimos algunos de los sufijos con los que se generan diminutivos o hipocorísticos. Les cuento. En gran parte de la zona norte del Perú (prácticamente, desde Pallasca) se emplea un sufijo (en algunos casos, infijo) distinto a los mencionados, un sufijo que algunos estudiosos creen que proviene de una lengua extinta que se hablaba allí, el culli o culle. (A mí me parece que, en todo caso, sería el sonido lo heredado de esa lengua y no propiamente el sufijo ni menos en su condición de diminutivo, porque no creo que en el culli haya funcionado así). Me refiero a "asho", "asha" o "sha" o solo "sh", con los que se generan diminutivos o hipocorísticos como estos: "Gringasho", "cholasho", "amigasho", "Shesha", "Roshita". 

Bueno, este sonido –en el que se hace presente el dígrafo "sh"- es el que interviene decisivamente en el vocablo que da título a esta nota: "Dosh". En los ejemplos que acabo de mencionar, los diminutivos o hipocorísticos se forman uniendo este dígrafo ("sh") a una vocal, así: "sho", "sha", "she", "shi"). ¿Y qué pasa con "dosh"? Veremos. 

"Dosh" corresponde literalmente, en verdad, a la particular pronunciación del número "2", en Pallasca (y en algunos otros lugares de la sierra norte peruana), pero -he aquí el pero- no para designar estrictamente y con su exacto significado a esa cifra. A ver, para que se entienda mejor: En Pallasca -al contar, ascendentemente, los números naturales- no se dice, por ejemplo: "uno, dosh, tresh, cuatro, cinco...". "Dosh" (así, con el sonido "sh") se dice en otras circunstancias, en otro contexto, pero (ya voy llegando al tema) no para hacer referencia -estrictamente hablando, repito- a la segunda cifra de los números naturales, el 2, sino a otra cosa. Con el vocablo "Dosh" se designa a una cantidad que, a pesar de ser imprecisa, es fácilmente entendida: "Juan le preguntó a Pedro: ‘¿Cuánto de alfalfa te dio don Roberto?’, y Pedro respondió: ‘Dosh; es que siempre fue un miserable, pue’". ¿Le dio dos ramitas de alfalfa? No. Lo que quiso decir Pedro es que don Roberto le dio solo un poquito de alfalfa, por “miserable”.

Como ha podido advertirse desde el principio de esta nota, para que un sustantivo o un adjetivo se conviertan en diminutivos, es decir, en palabras con las que se expresa (voy a decirlo de un modo medio burdo, es decir, nada “académico”), el “empequeñecimiento” del objeto nombrado, lo que se hace es agregar a su base o raíz un sufijo cuya finalidad es, precisamente hacer que nominalmente algo disminuya o se reduzca. Entonces, ¿qué pasó con “dosh”?, ¿dónde está el bendito sufijo? No sé si sea el único, pero la verdad es que se trata de un caso muy particular de diminutivos en que no interviene sufijo alguno. Lo único que ha ocurrido, simplemente, es que una palabra en español ha dejado de sonar como corresponde a esa lengua y ha pasado a ser aquello de que estamos hablando: un diminutivo. O sea, estamos ante un asunto de carácter fonético, nada más: en vez de “dos”, ahora es “dosh”.

Pero, eso sí, este vocablo, que, digamos, fue y sigue siendo monosílabo pero con una variación fonética evidente, ya nada tiene que ver con el nombre dado a la segunda cifra válida de la numeración ascendente: no es la representación literal del “2”. ¿Qué es, entonces? Es una palabra que significa esto: “un poquito” o “muy poquito”. Es un diminutivo -en el castellano pallasquino- que alude a cantidades pequeñísimas de algo (pequeñísimas, y no como el montón de cariño que yo siento por ustedes, amigos del alma; el cariño que es igual al que también encontrarán –se los aseguro- en mi inolvidable Pallasca, Pallasquita linda -la tierra de los "chupabarros"- que los espera con los brazos siempre abiertos y la bondad a flor de piel: visítenla, pero vayan sabiendo que allí, definitivamente, se quedará su corazón).

                                                                                                                                                                                                                                © Bernardo Rafael Álvarez

 


domingo, 10 de julio de 2022

SILENCIO ATRONADOR: POESÍA DE LU ZÚÑIGA PALOMINO

                                             GRITOS DE LA PIEL


¿La piel puede gritar? Un bello libro de poesía que hace poco leí y hoy he vuelto a leer, nos dice que sí. El título de este libro es Gritos de la piel, un poemario publicado en octubre del 2017 y que fue escrito por una poeta a la que conocí nueve meses después, exactamente -como hoy día- el 10 de julio del 2018, pero, claro, solo "de vista y oído", nada más; la vi y escuché cuando ponía de manifiesto otra de las cosas magníficas que sabe hacer, además de escribir poemas: una performance, es decir, una puesta en escena personal que, aunque es un poco difícil de definir, se caracteriza por la combinación de distintas expresiones artísticas. Aquello ocurrió en la casa museo José Carlos Mariátegui, durante la presentación del libro de un amigo. Yo sabía quién era, porque antes ya me habían hablado de ella, e intuyo que a ella también le habían hablado de mí pues, justo esos días, me ardían las orejas (perdonen el chiste monse).  Repito, aquella vez solo la vi y escuché pero quedé gratamente impresionado, y enseguida me fui. (La presentación que hoy domingo se hace del libro mencionado es, para mí, pues, como una suerte de celebración -sin querer queriendo- del cuarto aniversario de haber visto por primera vez a su autora: de haber ganado una nueva y linda "conocencia"[1]).   

Días después -no recuerdo exactamente en qué circunstancias- nos hicimos amigos y, claro, como suele ocurrir cuando la amistad es sólida y, naturalmente, verdadera y sincera, la nuestra fue, entonces, una sucesión de peleas y reconciliaciones; quiero decir, de bloqueos y desbloqueos... (¡cómo no!) en el Facebook. En una ocasión, les cuento, ocurrió algo que tal vez no crean: la reconciliación o, mejor dicho, la recuperación de su amistad, no se dio en el "ciberespacio", sino en una comisaría; o sea, prácticamente, con ayuda policial (fue, en plena pandemia, el 20 de junio del 2020).[2] 

Gracias a esta amistad terminé formando parte de un lindo grupo de cuatro, y siempre juntos: ella, yo, Cronwell Jara y -¡rayos!- la "Tejedora de Tormentas", o, como yo la llamaba entonces, la diosita, que fue a quien conocí primero. Repito: siempre juntos. Uno de nuestros puntos de encuentro, el de las más frecuentes reuniones, un pequeño restaurante en el centro de Lima, terminó siendo nombrado por nosotros, con traviesa imaginación, como "el Queirolito": y allí tomábamos té, limonada o, a veces, una cerveza, con unas ricas empanadas, y mucha conversación y abundante cariño. Y ahí, siempre presente, y en cualquier otro lugar: Lu Zúñiga Palomino, la poeta de la que estoy hablando, que es –también- actriz y profesora universitaria, y a quien yo llamo la Neguita.   

Y es acerca de la poesía de la Neguita que quiero ocuparme ahora. Pero, ¿será fácil hacerlo? ¡Ahí, ‘ta la cosa, pe! Para comenzar, tengo que decir que no soy precisamente un crítico literario sino, apenas, un mediano lector que se esfuerza, no siempre con satisfactorios resultados, de aprender y de ser feliz leyendo, porque creo que, además de otras cosas buenas, la lectura es para darnos felicidad. Pero hay otra cosa, de la que, por cierto, ustedes ya deben haberse dado cuenta: el hecho de que la poeta Lu Zúñiga -como he dicho- sea amiga mía, muy amiga mía (al menos hasta ahora), hace que -aunque no parezca- la situación sea más difícil aún. Explico, para que no se vaya  malinterpretar. Como ustedes saben, el ser amigos, en ciertas circunstancias –como esta-, puede generar algunos perjuicios: hacer –por ejemplo- que perdamos objetividad y que, a veces, dejemos de ser sinceros; y, debido a eso, puede uno no tener el valor de señalar, directamente, los puntos flacos, cuestionables o, tal vez deleznables en el trabajo literario de la persona amiga. No sé si eso vaya a ocurrir conmigo, pero -les confieso- para evitar una nueva, una enésima pelea, sería capaz de tomar una decisión drástica: olvidarme del propósito inicial y dejar de lado el libro y, más bien, solo hablar de la amistad de pocos años que me acerca a la poeta. ¿Qué pasará? Ya veremos.   

Mencioné, hace unos instantes, a Cronwell Jara y a la "Tejedora de Tormentas", ¿verdad? Les cuento. Cronwell, a quien todos conocen, escribió una magnífica novela[3] -que fue publicada en febrero del 2021- en la que, entre muchas otras historias, habla de tres “hermosos viajeros del tiempo” (así, textualmente, lo dice) que, a bordo de dos cajas mágicas, “transportadoras del futuro al pasado” llegan desde el siglo XXI hasta el XIX, y terminan ubicándose en el centro de la mismísima plaza de Acho, en medio de la expectativa, algarabía y estupefacción de la gente que había asistido a presenciar un pintoresco espectáculo. ¿Se imaginan quiénes eran estos viajeros? La novela lo dice, y muy explícitamente. Estos tres viajeros eran la mencionada “Tejedora de Tormentas", cuyo nombre "de pila" era nada menos que Erica ("incandescente y luminosa"), que arribaba, supongo que acurrucada, dentro de una de las dos cajas mágicas, y los otros dos viajeros -juntos en la otra caja-, el mago "de la nariz maravillosa" (¡dale con la nariz, caracho!), y Lu Zúñiga, “princesa nacida de una lámpara maravillosa", "la doncella más hermosa de las Áfricas orientales". ¿Vieron?: Una amistad, en tiempo real, nacida el año 2018, pero que se consolidó, por virtud del almanaque de la fantasía literaria, en un día soleado de hace cerca de doscientos años, en pleno siglo XIX, cuando apenas comenzaba la República: Lu, Erica, Cronwell y el humilde parroquiano de la nariz aquella (o sea, ¡yo!), ¡amigos hasta la pared de enfrente y más allá de lo evidente y creíble! 

Por ello repito, ¿puede ser fácil hablar, habiendo ocurrido todo eso, de la poesía de una amiga como Lu Zúñiga Palomino? Claro que es difícil, y, lo es más aún, al tratarse, como dice la novela, de “una princesa nacida de una lámpara maravillosa”. No, pues, no es fácil. Pero, terco e imprudente como soy, estoy dispuesto a hacerlo, porque -al fin y al cabo-, a pesar de mi supina ignorancia, estoy convencido de que la poesía no es un asunto de ciencias, sino -básicamente- de emociones.    

Y eso, emociones, es lo que genera la poesía de Lu Zúñiga Palomino, la que aparece en su libro. En el prólogo, que fue escrito por Cronwell Jara, se afirma que se trata de poesía erótica (“arte poética de un erotismo hecho divinidad y mujer”, dice). Efectivamente, hay poemas eróticos. Pero a mí me parece que, básicamente, la poesía de este libro está marcada por otra cosa: por la libertad; esta, la libertad, es su sello. Gritos de la piel, el poemario, es -creo yo- un canto y apología de la libertad y, además, un homenaje a la mujer, a la mujer y su necesidad de ser, de una vez por todas, plenamente libre.   

Pienso que todos pueden intuir lo que, más o menos, estoy insinuando o tratando de sugerir. Hay, en esta poesía, un espíritu que busca ponerse de manifiesto, una voluntad que se desnuda: la reivindicación de la mujer, de sus libertades. Hay, debo decirlo ya, un espíritu claramente feminista. Pero el feminismo que Lu Zúñiga abraza, aquel al que ella rinde culto, no es ese que, en estos últimos tiempos -aplaudido por unos y rechazado por otros- incluso ha motivado, acertadamente, la creación de un neologismo medio terrorífico. No. No es ese el de Lu. El feminismo de Lu está, digamos, “empadronado” en el más noble de los propósitos reivindicativos que se sostiene, principalmente, en estos tres pilares fundamentales: la igualdad, la libertad y el amor. No es ese que se ha impuesto como bandera, dizque de reivindicación, el rechazo, la abominación y el odio al varón, y que tiene prácticamente como lema aquello de "¡muerte al macho!". Dicho en dos palabras, el feminismo de nuestra poeta nada tiene que ver con los disparates ni con las peligrosas patologías del movimiento adjetivado como "feminazi". Es que, como Antígona, el personaje de Sófocles, Lu puede decir con orgullo, y segura de sí misma, esta exultante y muy significativa frase: “No nací para compartir el odio sino el amor”.    

El amor que une, que da placer y que libera. En uno de sus poemas nos dice, como una suerte de confesión y declaración de fe: "Yo no sé de límites, no escatimo, / sé de emociones agudas, / que se reconocen, que se abordan, / que marcan nuestra piel". Es decir, habla del "Amor completo" (y este es, precisamente, el título del poema) y sin muros que lo encierren ni menos que lo constriñan.    

Amor completo, es decir, plenitud, como lo dice en otro poema, que es sumamente expresivo: "Mírate, estás libre, / ya nada te sujeta, nada te aprieta. // Mírate en el espejo con orgullo, / estás completa" (“Desnuda”).    

El poema que, tal vez, expresa de modo más rotundo, contundente e incontestable el culto de Lu Zúñiga por la libertad de la mujer, es aquel que –recuerdo- en alguna oportunidad lo declamó, en una extraordinaria performance, con la participación de otras poetas. Díganme si esto que allí se dice no es definitivo: “Brujas salvajes, brujas sin amos, / las que se bañan en memorias / y no le huyen al placer, / las que se ríen como niñas / y bailan con su propia música / las que caminan firmes a pesar de las piedras / y se envuelven en magia”. Su título –creo que ya lo adivinaron- es, precisamente, este: “Brujas”. Y tras esas palabras, el poema concluye con esto que es como una sentencia inapelable: “Mujeres libres…”. La mujer -lo sabe Lu- no debe ser, nunca, el ser sumiso, aplastado por la falsa moral y otras equivocaciones, sino (como lo expresa en otro de sus poemas) "la diabla, la libre, / la que tiene fuego en sus alas..." ("Gritos de mujer").  

Ah, y es necesario tener en cuenta esto: la libertad por la que aboga y a la que canta, también tiene que ver con el ejercicio poético propiamente dicho, con el acto de escribir. "Mi historia -nos dice- no sabe de silencios, / sino de escritura cursiva / corriendo en su piel, / trazos que saben de desnudos, / de danzas las uvas, / de fantasías fértiles..."; y, óiganlo bien, "de reglas que se rompen pero que acarician, / de olores escribiendo su nombre" ("Mi poesía"). Y a ello se debe que, haciendo uso de la legítima licencia, se atreva a crear un bello y desconcertante neologismo que aparece en el poema llamado "Caminos": "voraz santaresa que te devoraba hasta en sueños...". "Santaresa", dos voces unidas en contracción para nombrar a la mantis religiosa hembra, aquel bello y medio diabólico insecto que, durante o después del encuentro sexual, cumple con el irremediable ritual de devorarse al macho.[4]   

Al principio hice una pregunta: ¿La piel grita? Esta es mi respuesta: sí. El grito, o los gritos de la piel, pueden definirse, creo, con el oxímoron tal vez más conocido por todos, este: “un silencio atronador”. Es el grito del deseo. Leamos parte de un poema que es, justamente, como el himno del deseo: “Como ave rapaz quiere devorarme, / coge mi cintura, mis glúteos, / para aprehenderse de mí, / sus garras se clavan en mi piel y en mis anhelos, / yo sin deseos de huir, / se regodea con mi cuerpo, / graba su nombre en mi piel…” (“Cautiva”). También esto que parece el canto de la piel: “Sin embargo, miro mi cabello / que baila su propia danza, / miro mis senos, mis curvas, / mis comisuras, mis sombras / siempre en movimiento, / son aquellos que me bañan / en anhelos, en impulsos, / afectos que me hacen ver / que en realidad soy ese mar” (“Pleamar”). Y estos cuatro versos finales del poema llamado “Anhelo”: “Te miras al espejo / no eres la misma, / es el anhelo, / bestia voraz que te penetra”.   

Esta es la poesía de Lu Zúñiga Palomino, escrupulosa, limpia, delicada, pero intensa, cálida y también impetuosa y llena de vigor. Es el grito, los gritos de la piel, pues; la piel de mujer. Gritos que no aturden ni menos generan contaminación acústica, sino, más bien, fecundan el medioambiente de sueños, esperanza y deseos de ser libre y vivir el placer. El placer es bendición y no pecado. Eso es Gritos de la piel, un poemario que es, en realidad, alegato, no jurídico sino poético, en defensa de la igualdad, el amor en plenitud y también, insisto, la completa libertad.  

Es que Lu es libre, libre incluso en su manera de asumir y vivir la poesía. Sabe que el hecho de escribir no tiene que significar la adopción de cierto tipo de actitudes o de comportamientos, ni menos hacer que uno se convierta en un ser medio esperpéntico, es decir, ajeno al vivir común y corriente de las demás personas; es que está convencida que escribir poesía no transforma a quienes lo hacen en extraterrestres ni en enrevesadas divinidades, y ni siquiera en esa "especie" de los llamados "poetas malditos", muchos de los cuales no son más que una suerte de personajes pintorescos o dramáticos, que pueden generar lástima o motivar sonrisas, pero no necesariamente crear buena poesía. Es que el poeta importa no como anécdota, por sus rarezas; importa como hacedor, por sus obras.   

Y otra cosa. Lu Zúñiga tampoco es de los que quisieran que les caigan premios o "condecoraciones", como ocurre -en estos últimos tiempos- con ciertos poetas a los que ciertas "asociaciones", creadas por algunos colegas del oficio, les entregan diplomas y medallas virtuales (muchos vía Facebook), los convierten en "embajadores" y "ministros" y hasta en "doctores", dizque en mérito a la "excelencia" poética y, en muchos casos, por su contribución "a la cultura y la paz mundial" y hasta -no me lo van a creer- "intergaláctica"; reconocimientos que -según he visto- a veces son también "autoconferidos" por los mismos generosos poetas dadores de "preseas" quienes, orgullosos, lo dan a conocer por las redes sociales afirmando que esos galardones les han llegado "de sorpresa", inesperadamente, y que se sienten no solo agradecidos sino, sobre todo, estimulados para seguir contribuyendo en bien de la humanidad (es decir, ellos mismos se premian y ellos mismos se agradecen). Por supuesto, nosotros les creemos. ¡Qué costeantes, caracho! [5]   

[Bueno, les cuento otra cosa: Aunque no fue precisamente premio o condecoración, yo también recibí uno que otro "diploma" -en realidad, constancias de participación en algunos eventos, nada más-; pero,  el más significativo -naturalmente, por lo disparatado quiero decir- fue uno que, a diferencia de los demás, no merece ser olvidado: uno que recibí, si no me equivoco, en un campo ferial, como reconocimiento -¡agárrense!- por haber intervenido allí en mi calidad ¡de “poeta y/o músico”! Sí, señores: ¡De Ripley! Es verdad aunque no me lo crean. 

¡Ah, caramba! Como ven, finalmente, sin querer queriendo, no solo me he ocupado, en esta exposición, de la amistad, de la poeta Lu y -aunque al principio no quise atreverme- también de su poesía, sino que, como imprudente añadidura, he terminado casi rajando de los simpáticos  "premios Nobel alternativos" que aquí y en otras comarcas suelen darse "como cancha". "¡Cosas veredesSancho!"].

Por eso, por situaciones como las que acabo de referir, casi de historieta y medio caricaturescas, creo que me atrevería a sugerir -aunque no soy quien para hacerlo- que, si algunos quisieran otorgarle un reconocimiento a Lu, no lo hagan regalándole diplomas o cosas por el estilo: simplemente léanla y disfruten de su poesía, porque ese es el mejor homenaje para un poeta, para una poeta, lo que más le regocija: que su obra sea leída. No sé si con lo que acabo de afirmar esté de acuerdo Lu, pero lo he hecho sin mala fe, y, al final de cuentas, solo es una opinión y mis palabras no tienen, ni tendrán nunca, carácter vinculante (como dicen los abogados). 

Léanla, dije. Sí. ¿Saben una cosa? Leer poesía es una de las experiencias más gratificantes que podemos vivir: hace mucho bien, ennoblece, porque además –como alguna vez dijo el maestro Luis Alberto Sánchez- quien no lee “se enflaquece mentalmente y resulta anémico espiritual. Y la poesía es una parte de la alimentación”. Y lo que hace Lu Zúñiga Palomino, la Neguita querida, al escribir, es -en verdad hablando- un acto de nobleza y bondad, y su poesía es bella y enriquecedora. Yo he leído los poemas de Gritos de la piel y también he tenido el privilegio de leer otros, aún inéditos, de Lu, y tengo que decir que nunca han dejado de sorprenderme: encuentro, en ellos, una manera particular, inesperada, con sello propio, de asumir el erotismo y la libertad como poética; y, por ello, creo que es tiempo, ya, de que los saque a la luz. Es una poeta a la que hay que seguir leyendo; es necesario leerla -lo digo con plena y absoluta convicción- y sentir las vibraciones de su silencio atronador, y estremecernos con versos de insolencia erótica como estos, por ejemplo: “Quiero que te abrases / al sumergirte en mí, / y que estimule mi fiereza despiadada / cuando te haga llorar de placer. // Quiero que te calcines / cuando discurra en ti, /y que avive mi perversidad /cuando te consumas en gozo / y te observe en polvo” (“Pirómana”).

© Bernardo Rafael Álvarez





[1]Peruanismo ya casi en desuso: Persona a la que se conoce solo superficialmente (Diccionario de Americanismos).

[2] Señalo la fecha con precisión, no porque mi memoria tenga algo de excepcional, sino porque el Facebook me lo recordó hace unas semanas; Lu, en algún momento, podrá contarles, tal vez, los detalles de eso que ocurrió, y sin duda se reirán).   

[3] Pancho Fierro: Picardías de un lujurioso y festivo acuarelista. Montacerdos Oficial, febrero 2021. 

[4] Uno de los nombres con que también se conoce a la mantis religiosa es santateresa, no sé por qué; pero la poeta prefirió nombrarla como santaresa porque, es indudable, le da más eufonía al verso. 

[5] Peruanismo, de uso popular –aunque no tan difundido últimamente-, que significa “gracioso, cómico, que hace reír” (DLE).