jueves, 30 de enero de 2020

UN HUECO EN EL ÚTERO LLAMADO LIBERTAD (Poesía de Claudia Luz Rivas Valverde)

Hace algo más de seis años –les cuento- participé en la presentación de un libro del poeta Juan Cristóbal. Y ocurre que el libro que hoy, aquí, se está presentando (y particularmente su título) me trae a la memoria lo que dije en aquella oportunidad. Bueno, estas cosas casi siempre pasan, ¿verdad? A veces, como en este caso, es el recuerdo de algo que realmente sucedió, y en otras ocasiones solo se trata de aquello que, en francés, es conocido como Déjà vu y que no es otra cosa sino la extraña sensación que se experimenta al pensar que un hecho nuevo ya lo hemos vivido antes; pero, no es eso de lo que hablo ahora.

 

Bien. Estamos ante un libro de poesía, escrito por Claudia Luz Rivas Valverde, que he leído con bastante atención. Según he podido darme cuenta, lo que ha hecho Claudia Luz, al escribir los poemas aquí contenidos no ha sido estimulado, precisamente, por el propósito de lograr que los lectores, tras haber discurrido por su contenido, podamos decir, satisfechos: “¡Oh, qué bello!”, “¡qué dulce!”, “¡qué tierno!”; sino por el deseo de decirnos ella, la poeta, a cada uno de nosotros: “¡Oye, no te quedes parado, actúa!” (Lo cual, sin embargo, no impide -porque, claro, también es válido y justo- que podamos soltar, con entusiasmo y fervor, aquellas frases de gozo y admiración). 

  

No sé si ustedes, pero yo casi siempre me he hecho esta pregunta: ¿Por qué y para qué se escribe poesía? Yo creo que la respuesta es esta: Se escribe por cualquiera de los muchos motivos (o razones) que pueden existir. Puede uno escribir porque quiere alabar a un personaje, manifestar amor (filial, erótico o de patriotismo), resaltar un hecho o un símbolo, expresar una indignación, maldecir o llorar por un amor perdido, o querer “remover conciencias” como una respuesta a lo tortuoso, injusto y enrevesado de la realidad. También puede escribirse porque tal vez hay el convencimiento de que con un poema, escoltado por signos de exclamación o dicho con palabras rudas, es posible cambiar el mundo -como quería Marx- o la vida -como sugería Rimbaud-. (Estamos en pleno siglo XXI y, aunque parezca mentira, todavía hay quienes creen eso: que ello es posible, que un par de versos pueden convertirse en hoz y martillo, no como herramientas de campesino y obrero unidas, sino como artefactos letales en una lucha armada). Pero, también, solo y simplemente, se puede escribir empujados por el íntimo deseo de liberar los demonios internos (catarsis, llaman a eso los eruditos) que atormentan al poeta que, como todos, solo es un ser humano de carne y hueso y no un “hermano mayor” enviado por Dios. 

  

¿Y para qué se escribe? Pues, para generar placer, instigar a la cólera, o solo querer decir: “este soy yo”... Y todo lo dicho (y mucho más) está envuelto en ese concepto medio culterano, o culturoso, al que conocemos como “estética”. Un texto escrito (como también una pintura, una escultura, etc.) que produce placer, que le pone a uno de vuelta y media, que le genera nostalgia y puede sumirlo en la melancolía, que le hace rabiar de impotencia, etc., lo que está logrando con ello es cumplir, precisamente, eso que podríamos llamar “finalidad estética”, que no es (o no tiene que ser) únicamente todo eso que se refiere a lo agradable para la vista o para el alma, es decir, “lo bello”; también lo feo (en arte, en poesía) es un asunto estético. Si lo dicho (cualquiera de esos efectos) se da al leer un poema o al mirar detenidamente una pintura, entonces –definitivamente- aquello –sí o sí- realmente es poesía, es arte. 

  

Y con esta poesía –la de Claudia Luz- lo que se genera, es un sacudón en la conciencia. Ha sido escrita –es evidente, creo- motivada por la indignación que causa tanta cochinada de la que todos, de alguna manera, hemos sido y seguimos siendo testigos en estos predios. Pero aun va más allá. Esta poesía nos dice que, si nos mantenemos impávidos frente a esta realidad que deprime, subleva y asquea, dejamos de ser solo testigos y nos convertimos en eso que está dicho en el título del libro: en cómplices. A ello se debe la aspereza con que la poeta ha designado a este conjunto de poemas, directamente y sin anestesia: Cómplices todos. Por eso, repito, me hace recordar lo que dije respecto de “Gritos”, el libro de Juan Cristóbal, en octubre del 2013. 

  

No tenemos que enfrascarnos o extraviarnos en boscosas reflexiones filosóficas o en enrevesados argumentos tal vez de carácter jurídico, para tratar de establecer si es o no correcto llamar cómplices a quienes solo dejan de actuar (o sea, “cómplices por omisión”). No se trata de eso. Hacerlo sería absurdo. Después de todo, hay que entender una cosa: más que buscar justificaciones o razones para disentir de lo que dice un poema o transmite una obra de arte, o recurrir a teorías con el objeto de sustentar una aprobación o acuerdo, lo válido y justo es leer un poema o ver un cuadro, como lo que son realmente: no artefactos “científicos” o “tecnológicos”, sino –digamos- productos estrictamente estéticos y realidades autónomas, no enganchadas a eso que llamamos realidad (ni como apéndice, ni como espejo); no necesariamente “comprometidas” con la revolución mundial, la lucha contra la burguesía o el derribo del Imperialismo, y tampoco para “adular el gusto mediocre de la burguesía” (como decía Mariátegui). Y, en este sentido, lo que corresponde decir –básicamente- es “me gusta” o “no me gusta” (así de simple), y no ocuparnos de raciocinios o teorizaciones medio “bizantinas”, porque eso sería tan solo un ejercicio de carácter intelectual (o intelectualoide) con el que trataríamos, inútilmente, de demostrar que somos “sabios” o doctores, y si eso lo hacemos recurriendo a lo que se conoce como “criptolalia”, es decir, si la hacemos difícil (como hacen muchos abogados con sus incautos e ilusionados clientes: hablándoles con palabras “excelsas”, para convencerlos), seremos vistos como “lo máximo”, y dirán: “¡Asu, este sí que sabe, ah!”; pero, he aquí lo cierto: eso solo es pura hojarasca, y nada de real sabiduría, pura fanfarronería. 

  

Esta poesía, la de Claudia Luz, repito, ha sido hecha para sacudir la conciencia. Pero, a despecho de ello, también nos genera placer. A pesar del dolor por “la herencia que sufre ante el duelo / del hermano muerto a sangre fría”, podemos chocarnos con una fina ironía atada a la desesperanza: “Busco mil maneras de encontrarte…/ en el cielo, en los zapatos y las miserias” (“La lucha”); digo ironía, por esa magistral expresión a manera de absurdo (buscar a alguien “en los zapatos”). Y búsqueda, sin pausas ni resignación, es lo que hizo la perseverante Mamá Angélica, nuestra inolvidable Angélica Mendoza de Ascarza, que nunca dejó de escarbar en las ruinas de un país herido, tras esa asquerosa dizque “guerra interna”, con el objeto de lograr encontrar a los hijos desaparecidos de esta tierra, infame y demencialmente lastimada. 

  

¿Qué nos sugiere este verso de Claudia Luz?: “Mi hijo duerme sobre un poema” (“Mujer rota”). ¿No es bellísimo? El poema como el regazo de una madre: dulce abrigo, dulce protección: amor puro. Enternecedor. 

  

¿Hay erotismo, también? Sí, lo hay: “Quiero conquistar el lunar de tu espalda / llevarlo de la mano hasta la punta de mi lengua”: tierno y rudo (“Los pliegues de tu carne”). 

  

¿Alguien ha escrito un poema de amor, al más amado de nuestros poetas, Javier Heraud? Claudia Luz sí: “quiero seguir siendo el lunar que te perturba”, le dice, “porque ha llegado el día de nacer por segunda vez, el mismo día”, sentencia (“Javier Heraud”). 

  

Un poema que es una suerte de Guernica de Picasso, es “”Nómina”, por el bello entrevero que encuentro en versos como estos: “Llevo los zapatos en la cabeza / la conciencia en la mochila…”. Ah, y la ciudad capital del Perú no se salva: “La Lima tirana le dio la espalda a su país / tragó basura y subastó su moral…” (“Memorias”).

 

Deliciosa poesía la de Claudia Luz. Pero a veces, también, medio desconcertante. Y yo –créanmelo- me siento estremecido y feliz de estar en esta suerte de ritual bautismal, haciendo (repito lo que dijo Luis Alberto Sánchez en el prólogo a La casa de cartón, de Martin Adán): las veces de “testigo y portacirios”. 

  

¿Debo poner atención en algo más? Sí. Cómplices todos es un poemario escrito en quechua y en castellano. Es, así, una expresión de amor a dos lenguas valiosas en nuestro país: el bello castellano que nos ha dado obras supremas en la poesía, y el quechua que es nuestra valiosa herencia nativa, injustamente ninguneada por muchos doctores y hasta por sus propios usuarios que dicen sentir vergüenza. 

  

(Ah, y no debo dejar de referirme al sello editor que auspicia y materializa esta publicación: Eris, de mi amiga, la poeta y maestra, Karinita Moscoso Ballón, a quien quiero muchísimo, y admiro por lo que hace en las aulas: creando futuro y esperanza).

 

Es bella esta poesía, dije, ¿verdad? Sí, pero no puedo irme sin decir lo que anuncié al principio, cuando aludí a lo afirmado por mí durante la presentación de un libro de Juan Cristobal. Bien. Lo repito, porque a la poesía de Claudia Luz Rivas Valverde, también le cae como anillo al dedo. Esta poesía es “una carajeada a la indiferencia”. Y está bien que lo sea. Carajear a veces es bueno, y hacerlo con poesía es mejor y más eficaz. 

  

Tengo, ya, que afirmar, sin pelos en la lengua, que si lo que inspiró, estimuló, motivó o instigó a Claudia Luz, a escribir esta poesía, fueron hechos o circunstancias ubicables en determinada etapa de nuestra historia (la violencia de esa infausta década que vivimos, por ejemplo), ello no ha dado lugar a que esta poesía se convierta en una suerte de “poesía coyuntural”, en un soliviantado pero inútil libelo, en un objeto desechable, en una perorata trasnochada (como la de ciertos poetas que intelectualmente no han logrado remontar y siguen anclados en una época que “ya fue”). Claudia Luz no ha caído en el error y la torpeza de envilecer su poesía. La poesía no es, como decía Gabriel Celaya, “un arma cargada de futuro”; un arma no. No matamos, no destruimos con la poesía. La poesía no es muerte, es vida y, claro, también, es futuro. Y esta, la de Claudia Luz, lo es en todos sus extremos. 

  

Esta, como toda buena poesía, vale por sí misma y no en función de intereses que, por más nobles que pudieran ser o parecer, no dejan de ser realmente subalternos.

 

(Debo confesar, finalmente, que las palabras aquí dichas, nada tienen que ver con motivaciones subjetivas, ni de simpatía por su autora, pues a ella la acabo de conocer aquí, en este recinto, y porque -sépanlo, de una vez por todas- mi error o acierto, en estas cosas, ha sido, siempre, mirar las obras escritas y opinar acerca de ellas, con plena objetividad y sin el menor deseo de ser complaciente). 

  

Usando como soporte un verso “intervenido” de Claudia Luz (es decir, imprudentemente alterado por mí), debo afirmar que la poesía es el útero cuyo parto supremo es la libertad y la dignidad humana, y así será por siempre. El arte (y obvio, la poesía), lo dije hace algún tiempo “nos hace mucho bien, alimenta los buenos sentimientos y robustece la dignidad de los pueblos”. Ser dignos es ser libres. Y si alguna obligación puede pesar sobre el poeta, es esta: no someterse al poder, no ser súbdito de consignas, directivas ni mandatos, ser libre, escribir en libertad. ¡Salud, poeta!

Lima, 30 de enero del 2020

“EL PALAIS CONCERT SOY YO” (LEVE ACERCAMIENTO AL HUMOR VALDELOMARIANO)






¿Han escuchado o leído aquello de que Abraham Valdelomar (Ica, 27 de abril de 1888 – Ayacucho, 3 de noviembre de 1919), a manera de proclama (“antidescentralista” y extremadamente ególatra), expresó: "El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert soy yo"? Sí, sin ninguna duda. ¿Saben si existe certeza de que realmente lo dijo, o de que él fue su autor?

             Atribuir expresiones falsas a ciertos personajes, reales o imaginarios, es casi una suerte de deporte intelectual, aquí y supongo que también en la Cochinchina. Y no me parecería exagerado si dijéramos que algo o mucho de humor e ingenio suele haber en dicha práctica; y se hace para enaltecer las cualidades morales de la persona aludida, o para “hacerle quedar mal”. Veamos.

Al finalizar el discurso con que anunciaba la promulgación de la Ley de Reforma Agraria, el 24 de junio de 1969, el general Juan Velasco Alvarado expresó esta retadora y exultante frase: "Campesino, el patrón ya no comerá más de tu pobreza", y aunque no la atribuyó directamente a Túpac Amaru (“Al hombre de la tierra ahora le podemos decir en la voz inmortal y libertaria de Túpac Amaru”, fue lo que expresó), todo el mundo, sin embargo, la asumió como realmente dicha por el rebelde nacido en Surimana. Se afirma que José Olaya, nuestro mártir chorrillano, dijo -a punto de ser fusilado-: "Si mil vidas tuviera, con gusto las daría por mi patria”; pero, hasta donde se sabe, no existen pruebas de que eso sea cierto. Como tampoco creo que pueda darse fe de que Jorge Chávez –en sus últimos minutos de vida- expresó aquella alentadora exclamación (buena para los especialistas en “coaching” y liderazgo): “Arriba, arriba, siempre arriba, hasta las estrellas”; hay, más bien, la sospecha de que lo que habría dicho realmente es esto “No, no, yo no me muero, y que el aviador peruano Juan Bielovucic fue quien la convirtió en esta:¡Arriba… más arriba todavía!”. Una frase más bien –a diferencia de las anteriores- deprimente, es aquella que desde la escuela medio que nos golpeaba la conciencia, casi nos hundía en la desesperanza y alimentaba el resentimiento con nosotros mismos, y fue atribuida al italiano Antonio Raimondi (autor de, entre otras muchas obras dedicadas al Perú, Ancachs y sus riquezas minerales, 1873): “El Perú es un mendigo sentado en un banco de oro” (nunca se llegó a comprobar que el extraordinario peruanista italiano, cuyos estudios no solo tienen valor científico sino, digamos, incluso turístico -y nos enorgullecen-, hubiera sido el autor de tal deplorable decir).

Pero también la ficción ha terminado, en algunos casos, siendo contaminada por, digamos, su propia “saliva”. A don Quijote de la Mancha (personaje imaginario) se le recuerda con una casi cotidiana recurrencia gracias, especialmente, a una frase puesta en su boca (es un decir, claro) no por su autor sino sabe Dios por quién, y que no aparece en ninguna parte de la célebre novela española: “Ladran, Sancho, es señal de que avanzamos”. Es que, la verdad, esa frase nunca fue dicha, durante sus alucinantes andanzas, por el ingenioso y delirante hidalgo que inventó don Miguel de Cervantes Saavedra. Es una frase apócrifa, pues.[1] 

¿Estaríamos, también, ante una frase apócrifa, atribuida socarronamente a nuestro Abraham Valdelomar? ¿Será realmente cierto que dijo aquella tan famosa y pintoresca proclama que, ante los ojos de muchos, lo presenta como a un ególatra sin remedio?

Al leer a don Luis Alberto Sánchez, podemos asumir que, efectivamente, el autor de El Caballero Carmelo pronunció esa suerte de –repito- proclama, pero –ojo- no exactamente tal cual la conocemos. El tres veces rector de San Marcos, en su obra  La Literatura Peruana: Derrotero para una historia cultural del Perú, al citarla, no incluye el altisonante remate en el sorites (así lo llama, sorites; es decir, un silogismo compuesto por varios enunciados encadenados): “El Palais Concert soy yo”.[2] ¿Por qué? Probablemente porque estaba convencido de que aquello no salió de la boca del narrador y poeta iqueño, sino que otra persona habría agregado, a modo de sorna, tal afirmación, quizás creyendo que casaba bien (¡porque casaba bien, realmente!) con la desenfadada personalidad del narrador y poeta que, sin embargo, en el poema Tristitia se muestra medio frágil emocionalmente: “mi padre era callado y mi madre era triste / y la alegría nadie me la supo enseñar”.

Pero -reconozcámoslo- solo estamos en el terreno de la especulación: no hay nada (al menos hasta ahora) que rotunda y definitivamente pueda servir de sustento para afirmar, con seguridad, que se trata de una frase apócrifa pero tampoco, para negarlo.[3] Recuérdese que ya es –en algún modo- proverbial aquello de la egolatría (y algo de megalomanía) en el “Conde de Lemos” (apodo o seudónimo que él mismo se regaló y que es, en sí, muestra de una celebración del propio ego).[4] Sin embargo, conviene tener en cuenta lo que escribió José Carlos Mariátegui: “Uno de los elementos esenciales  del arte de Valdelomar es su humorismo; la egolatría de Valdelomar era en gran parte humorística”.[5] Una egolatría que bien merecería aplauso y sonrisas, y no reprobación o gestos adustos.

Pero, durante aquellos años, sí hubo reprobación y gestos adustos, o “la airada protesta de la pacatería”, según Máximo Fortis (seudónimo de Juan Francisco Valega), porque el escritor no tenía empacho en poner “su yo con prodigalidad desusada y ¡con mayúscula!”, y porque, sin falsa modestia, manifestaba admiración por su propia obra.[6]  El fastidio de terceras personas nunca llegó a hacer mella en Valdelomar; generaron, más bien, una respuesta al mismo tiempo acre y cómicamente puntillosa: “Qué culpa tengo yo de ser Yo”, escribió, indoblegable; y agregó, ruda y definitivamente: “Vayan los muy necios a preguntarle a Dios por qué me dio alma, un corazón noble, un cerebro radiante y fecundo (…) y la divina e imponderable virtud de hacer lo que me da la gana…”.  A los que, según él, no lo querían, los caracterizó como “la prole del cornudo y rabudo de la pezuña de cabra”.[7] Pregunto: ¿Hay amargura o desazón en esto? Tal vez, pero también, y sobre todo, hay picardía y mordaz sarcasmo.[8] Estaba, obviamente, convencido de que un literato no está condenado a caminar con la cabeza gacha, ni sujeto a prohibiciones.

Bien. No solo Mariátegui reconoció el sentido del humor en Valdelomar; también, de algún modo, nuestro ilustre historiador, diplomático y maestro Raúl Porras Barrenechea, quien –con acierto- afirmó que el propósito que buscaba Valdelomar era  “asombrar al burgués” (y eso -épater le bourgeois, en francés: ponerle de vuelta y media, dejarlo atónito, patidifuso, tiene mucho de humor, pues).[9] Y también Sánchez, que nos recuerda que “Valdelomar decía en broma casi todas las cosas que el público tomaba en serio”[10], y reconoce que sentó “cátedra de diarismo literario, humorístico, descriptivo, exquisito y mordaz”, y decidió imponer “otra moral” y proclamar “la arrogancia y el yoísmo como reglamento de conducta”, no obstante lo cual tuvo también gestos generosos: “revela -dice Sánchez- a Vallejo cuando en él creían solo sus contertulios trujillanos, especialmente Orrego…”.[11]

Y fue, sobre todo, en sus caricaturas en que desbordó lo corrosivo de su humorismo. Corrosivo, mordaz, ¿por qué? Porque Valdelomar no esperaba solo la carcajada fácil y sin sentido; pretendía algo más, mucho más. Veamos lo que él mismo escribió: “La caricatura es la sátira gráfica, la sustitución de la frase por la línea, la pintura de lo defectuoso y lo deforme, a fin de señalar con el ridículo los crímenes y las injusticias, las flaquezas y las tendencias de los hombres”.[12] Sus primeros trabajos, como periodista, se pusieron de manifiesto en las revistas Cinema, Gil Blas y Monos y Monadas, pero no con artículos (literarios o políticos), sino con caricaturas. Valdelomar estaba convencido de que la caricatura no es, digamos, un arte frívolo; podría, quizás, sonar a una chanza, pero, en realidad, se trata de un aserto dramático y rotundo, esto que el autor de El Caballero Carmelo dijo: “Dios ha sido el primer caricaturista y su obra más perfecta es una calavera”. [13] Y, bueno, las caricaturas que Valdelomar dibujaba, son extraordinariamente representativas de lo que pensaba nuestro narrador y poeta. Como bien señala Willy F. Pinto, nuestro autor “contribuyó eficazmente en el mejoramiento estético de la tradicional e intrascendente caricatura política”, “sin que –obviamente, digo yo- sufriera menoscabo su intención burlona”.[14]

Pero, el humor valdelomariano no solo se puso de manifiesto en las actitudes; tampoco únicamente en los dibujos. También en más de un texto literario. Seis, si no me equivoco, son los cuentos estrictamente humorísticos escritos por Valdelomar: La tragedia en una redoma (un cuento al que adjetiva como “simiesco”, y en el cual nos dice que su “zoología  doméstica está compuesta por “unas ocho gallinas alharaqueras, unos pollos enclenques y vivaces, un perro plebeyo y muy querido que lleva el romántico nombre de "Capulí", una lora que tiene mutismos parlamentarios...); La historia de una vida documentada y trunca (de cómo se suicidó el personaje llamado Garatúa); La ciudad sentimental. Un cuento, un perro y un salto (que concluye con estas palabras: “Y así fue como perdí el argumento de uno de mis cuentos más bellos. Anoche el Mal se había disfrazado de perro y el perro me robó mis ideas. Sin embargo cuando yo os dije anoche me han asaltado, todos me interrogasteis "¿quién?". A nadie se le ocurrió preguntarme "¿qué cosa?"); Breve historia veraz de un pericote (cuento del que me ocupo después); Mi amigo tenía frío y yo tenía un abrigo cáscara de nuez (en que encontramos esto, que es humor, pero podría ser tomado, por algunos, como muestra de discriminación o racismo”:¿Quién es esta chola que me llama? ¡Qué lisura! ¡Qué se lleven de aquí a esa mondapanes que me mancha el paisaje!”); Almas prestadas. Heliodoro, el reloj, mi nuevo amigo (que ni siquiera llega a los cinco párrafos; sin embargo, su autor se atrevió a llamarlo “novela corta”).

Pero solo quiero detenerme en un solo cuento, que es desconcertante, que destila un humor que conmueve, lleno de humanidad, de ternura. Efectivamente, ternura, como escribió Sánchez: “lo característico en Valdelomar es la ternura”.[15] Escrito a la manera de una epístola, el cuento comienza así: “Anoche, tres de abril de mil novecientos dieciocho, a las nueve y diez -supongo que esta fecha sea inolvidable para usted (el hecho de haberle a Ud. salvado la vida no me autoriza a hablarle de tú)- anoche, digo, por uno de esos motivos que no tiene explicación, vi a Ud. que en el fondo de la tina vacía, debatíase desesperadamente, sin poder salir. Estaba oscuro. Ud. había caído, por una inexperiencia juvenil, en aquel espacio y allí habría Ud. perecido”. En otro momento dice: “Era Ud. joven como yo. Comprendí su dolor. En su mirada comprendí que me hablaba usted de su madre, de su rinconcillo obscuro y húmedo en el fondo del parquet, de su vida en flor. Si usted joven, después de verme, hubiera intentado la fuga imposible, yo le habría matado, tal vez”. Cualquiera, al leer estos fragmentos creería que está ante una voluntad potencialmente asesina: alguien que pudiera haber matado a un desesperado joven en fuga. Pero no, no se trata de eso. El relato continúa: “Pero usted al verme, se detuvo, sin tener la presunción de buscar una huida necia y puso usted en mí toda su esperanza. ‘Tú me puedes salvar o matar. Tengo madre. Te ruego que me salves’. Así decían sus ojos, querido amigo mío.” ¿Qué ocurrió después? El personaje atrapado en la tina terminó siendo salvado. No era un ser humano, sino -¿oh, sorpresa- un pequeño roedor, un pericote.[16] Repito: humor que -¡oh, maravilla!- sobre todo conmueve, enternece.

Hay un cuento, que si bien es cierto no fue escrito con propósito precisamente humorístico, y –estoy convencido- nadie –menos los críticos, literarios, que los hay por montones- lo consideraría como tal,  tiene algo que bien puede generar al menos una sonrisa. Me refiero a uno de sus tres “cuentos yanquis”, titulado “El círculo de la muerte”. Pregunto: ¿Es dramático o cómico esto que aparece allí?: "LAS PERSONAS QUE QUIERAN SUICIDARSE PASEN ANTES POR LA AGENCIA KRACSON Y KEARCHY, DONDE RECIBRIRÁN DIEZ MIL DÓLARES. AVENIDA FRANKLIN 34, PISO 27 L". No me sorprendería que haya alguien que diga que se trata de una suerte de “apología del suicidio” y, peor aún, de “instigación” a la ejecución de un acto de autoeliminación”. A mí, simple y llanamente, me parece solamente cómico.

Por otra parte, algo que no debería ser soslayado -creo yo- es la puntillosa lectura que Valdelomar y sus compañeros de viaje en el corto recorrido de la revista Colónida (solo duró –bajo la dirección del narrador iqueño- de enero a marzo de 1916: tres números; el cuarto, en mayo de ese año, salió ya sin su batuta) hicieron de los periódicos nacionales, encontrando en ellos desbarrancados gazapos (es decir, expresiones de comicidad involuntaria) que luego los dieron a conocer en la sección “Disparatorio Nacional”. Aquí apenas unas tres muestras: “…un sujeto se abalanzó sobre el rey, tomó al caballo que Alfonso montaba de la brida y disparó contra el soberano tres tiros de revólver” (La Prensa, Abril 14 de 1913); “…se presentó el oficial de policía Silva, del cuartel quinto y, sin que mediara explicación alguna le cogió por el cuello y le derribó, causándole algunas lesiones al caer. Para evitar esta agresión cuyo fundamento y justificación desconoce por completo, el agredido se retiró a su casa…” (La Crónica –Enero 11 de 1916); “… dirigiéndose al lugar indicado y apostándose frente a la iglesia de Santa Liberata, disparó contra sí mismo un revólver  que llevaba consigo con la intención deliberada y manifiesta de suicidarse” (La Crónica. Enero 17 de 1916).[17]

El sentido del humor en Abraham Valdelomar fue, pues, cosa seria. Y, aunque no hubiese sido el autor de la frasecita aquella, que ha motivado el presente texto, lo cierto es que –¡sí!- el Palais Concert no sería nada sin el “Conde de Lemos”, el egregio e inmortal iqueño, de quien podemos decir -sin temor a equivocarnos, y rotunda y firmemente- que es, por derecho propio, el padre indiscutible del cuento peruano. Un grande, sin ninguna duda.





20 de octubre del 2019





[1] Aparentemente, se trataría de una derivación –una paráfrasis retorcida- de lo que escribió Johann Wolfgang von Goethe en uno de sus poemas, de 1808, titulado "Ladrador": "Pero sus estridentes ladridos, sólo son señal de que cabalgamos". 
[2] Luis Alberto Sánchez: La Literatura Peruana: Derrotero para una historia cultural del Perú, Tomo IV. P- L- Villanueva Editor, Lima, 1973
[3] Quien también conoció la frase (pero, aparentemente, no tal como ha llegado hasta nuestros días) fue el historiador Jorge Basadre. En su libro La multitud, la ciudad y el campo en la historia del Perú, publicado en 1929, la cita (sin mencionar a Valdelomar como su autor) y se refiere a ella como una expresión exacerbada del “regionalismo limeño” y la califica como frase “irritante” e  “infame”. (La frase aparece así, textualmente, en la página 151 del libro: “Lima es el Perú y el girón de la Unión es Lima”).
[4] No escogió un seudónimo cualquiera, sino el que corresponde a uno de los títulos nobiliarios más importantes de España en el siglo XV.
[5] Mariátegui, José Carlos. 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana. Empresa Editora Amauta, 1970.
[6] Máximo Fortis (seudónimo de Juan Francisco Valega). En: Revista Sudamericana, abril de 1918. Reproducido en: Valdelomar, memoria y leyenda; prólogo, selección, bibliografía y notas de Jesús Cabel. Editorial San Marcos, Lima, 2003.
[7] Valdelomar, Abraham: Respuesta del Conde de Lemos a “Máximo Fortis”, Ibid..
[8] Me atrevería a decir que Valdelomar no marcaba fronteras entre el lamento y la ironía. Veamos lo que cuenta Vallejo: “Y me advierte el Conde de Lemos con una sonrisa de fina ironía, que acaso es un lamento: -Cuánta gente que o piensa, ¿no?” (En: César Vallejo, itinerario del hombre. Juan Espejo Asturrizaga. Librería Editorial Juan Mejía Baca, 1965).
[9] Porras Barrenechea, Raúl. La literatura peruana. Citado por Camilo Fernández Cozman en: Raúl Porras y la Literatura Peruana. Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 2000.
[10] Sánchez, Luis Alberto. Op. Cit.
[11] Sánchez, Luis Alberto. Introducción Crítica a la Literatura Peruana. P. L. Villanueva, Editor, Lima, 1974.
[12] Valdelomar, Abraham. Obras. Fundación del Banco Continental para el Fomento de lla Educación y la Cultura, Lima, 1988.
[13] Ibid.
[14] Willy F. Pinto: Valdelomar, sobre fotografía y caricatura. En: Valdelomar, memoria y leyenda, prólogo, selección, biografía y notas de Jesús Cabel. Lima, 2003.
[15] Sánchez, Luis Alberto. Op. Cit.
[16] Valdelomar, Abraham. Breve historia veraz de un pericote. Cuento publicado en Variedades, del 13 de abril de 1918.
[17] Colónida. Edición facsimilar con prólogo de Luis Alberto Sánchez. Ediciones Copé, Lima, 1981.