Hace algo más de seis años –les cuento- participé en la presentación de
un libro del poeta Juan Cristóbal. Y ocurre que el libro que hoy, aquí, se está
presentando (y particularmente su título) me trae a la memoria lo que dije en
aquella oportunidad. Bueno, estas cosas casi siempre pasan, ¿verdad? A veces,
como en este caso, es el recuerdo de algo que realmente sucedió, y en otras
ocasiones solo se trata de aquello que, en francés, es conocido como Déjà
vu y que no es otra cosa sino la extraña sensación que se experimenta
al pensar que un hecho nuevo ya lo hemos vivido antes; pero, no es eso de lo
que hablo ahora.
No sé si ustedes, pero yo casi siempre me he hecho esta pregunta: ¿Por
qué y para qué se escribe poesía? Yo creo que la respuesta es esta: Se escribe
por cualquiera de los muchos motivos (o razones) que pueden existir. Puede uno
escribir porque quiere alabar a un personaje, manifestar amor (filial, erótico
o de patriotismo), resaltar un hecho o un símbolo, expresar una indignación,
maldecir o llorar por un amor perdido, o querer “remover conciencias” como una
respuesta a lo tortuoso, injusto y enrevesado de la realidad. También puede
escribirse porque tal vez hay el convencimiento de que con un poema, escoltado
por signos de exclamación o dicho con palabras rudas, es posible cambiar el
mundo -como quería Marx- o la vida -como sugería Rimbaud-. (Estamos en pleno
siglo XXI y, aunque parezca mentira, todavía hay quienes creen eso: que ello es
posible, que un par de versos pueden convertirse en hoz y martillo, no como
herramientas de campesino y obrero unidas, sino como artefactos letales en una
lucha armada). Pero, también, solo y simplemente, se puede escribir empujados
por el íntimo deseo de liberar los demonios internos (catarsis, llaman a eso
los eruditos) que atormentan al poeta que, como todos, solo es un ser humano de
carne y hueso y no un “hermano mayor” enviado por Dios.
¿Y para qué se escribe? Pues, para generar placer, instigar a la cólera,
o solo querer decir: “este soy yo”... Y todo lo dicho (y mucho más) está
envuelto en ese concepto medio culterano, o culturoso, al que conocemos como
“estética”. Un texto escrito (como también una pintura, una escultura, etc.)
que produce placer, que le pone a uno de vuelta y media, que le genera
nostalgia y puede sumirlo en la melancolía, que le hace rabiar de impotencia,
etc., lo que está logrando con ello es cumplir, precisamente, eso que podríamos
llamar “finalidad estética”, que no es (o no tiene que ser) únicamente todo eso
que se refiere a lo agradable para la vista o para el alma, es decir, “lo
bello”; también lo feo (en arte, en poesía) es un asunto estético. Si lo dicho
(cualquiera de esos efectos) se da al leer un poema o al mirar detenidamente
una pintura, entonces –definitivamente- aquello –sí o sí- realmente es poesía,
es arte.
Y con esta poesía –la de Claudia Luz- lo que se genera, es un sacudón en
la conciencia. Ha sido escrita –es evidente, creo- motivada por la indignación
que causa tanta cochinada de la que todos, de alguna manera, hemos sido y
seguimos siendo testigos en estos predios. Pero aun va más allá. Esta poesía
nos dice que, si nos mantenemos impávidos frente a esta realidad que deprime,
subleva y asquea, dejamos de ser solo testigos y nos convertimos en eso que
está dicho en el título del libro: en cómplices. A ello se debe la aspereza con
que la poeta ha designado a este conjunto de poemas, directamente y sin
anestesia: Cómplices todos. Por eso, repito, me hace recordar lo
que dije respecto de “Gritos”, el libro de Juan Cristóbal, en octubre del
2013.
No tenemos que enfrascarnos o extraviarnos en boscosas reflexiones
filosóficas o en enrevesados argumentos tal vez de carácter jurídico, para
tratar de establecer si es o no correcto llamar cómplices a quienes solo dejan
de actuar (o sea, “cómplices por omisión”). No se trata de eso. Hacerlo sería
absurdo. Después de todo, hay que entender una cosa: más que buscar
justificaciones o razones para disentir de lo que dice un poema o transmite una
obra de arte, o recurrir a teorías con el objeto de sustentar una aprobación o
acuerdo, lo válido y justo es leer un poema o ver un cuadro, como lo que son
realmente: no artefactos “científicos” o “tecnológicos”, sino –digamos-
productos estrictamente estéticos y realidades autónomas, no enganchadas a eso
que llamamos realidad (ni como apéndice, ni como espejo); no necesariamente
“comprometidas” con la revolución mundial, la lucha contra la burguesía o el
derribo del Imperialismo, y tampoco para “adular el gusto mediocre de la
burguesía” (como decía Mariátegui). Y, en este sentido, lo que corresponde
decir –básicamente- es “me gusta” o “no me gusta” (así de simple), y no
ocuparnos de raciocinios o teorizaciones medio “bizantinas”, porque eso sería
tan solo un ejercicio de carácter intelectual (o intelectualoide) con el que
trataríamos, inútilmente, de demostrar que somos “sabios” o doctores, y si eso
lo hacemos recurriendo a lo que se conoce como “criptolalia”, es decir, si la
hacemos difícil (como hacen muchos abogados con sus incautos e ilusionados
clientes: hablándoles con palabras “excelsas”, para convencerlos), seremos
vistos como “lo máximo”, y dirán: “¡Asu, este sí que sabe, ah!”; pero, he aquí
lo cierto: eso solo es pura hojarasca, y nada de real sabiduría, pura
fanfarronería.
Esta poesía, la de Claudia Luz, repito, ha sido hecha para sacudir la
conciencia. Pero, a despecho de ello, también nos genera placer. A pesar del
dolor por “la herencia que sufre ante el duelo / del hermano muerto a sangre
fría”, podemos chocarnos con una fina ironía atada a la desesperanza: “Busco
mil maneras de encontrarte…/ en el cielo, en los zapatos y las miserias”
(“La lucha”); digo ironía, por esa magistral expresión a manera de absurdo
(buscar a alguien “en los zapatos”). Y búsqueda, sin pausas ni resignación, es
lo que hizo la perseverante Mamá Angélica, nuestra inolvidable Angélica Mendoza
de Ascarza, que nunca dejó de escarbar en las ruinas de un país herido, tras
esa asquerosa dizque “guerra interna”, con el objeto de lograr encontrar a los
hijos desaparecidos de esta tierra, infame y demencialmente lastimada.
¿Qué nos sugiere este verso de Claudia Luz?: “Mi hijo duerme sobre un
poema” (“Mujer rota”). ¿No es bellísimo? El poema como el regazo de una
madre: dulce abrigo, dulce protección: amor puro. Enternecedor.
¿Hay erotismo, también? Sí, lo hay: “Quiero conquistar el lunar de tu
espalda / llevarlo de la mano hasta la punta de mi lengua”: tierno y rudo
(“Los pliegues de tu carne”).
¿Alguien ha escrito un poema de amor, al más amado de nuestros poetas,
Javier Heraud? Claudia Luz sí: “quiero seguir siendo el lunar que te
perturba”, le dice, “porque ha llegado el día de nacer por segunda vez,
el mismo día”, sentencia (“Javier Heraud”).
Un poema que es una suerte de Guernica de Picasso, es “”Nómina”, por el
bello entrevero que encuentro en versos como estos: “Llevo los zapatos en la
cabeza / la conciencia en la mochila…”. Ah, y la ciudad capital del Perú no
se salva: “La Lima tirana le dio la espalda a su país / tragó basura y
subastó su moral…” (“Memorias”).
Deliciosa poesía la de Claudia Luz. Pero a veces, también, medio
desconcertante. Y yo –créanmelo- me siento estremecido y feliz de estar en esta
suerte de ritual bautismal, haciendo (repito lo que dijo Luis Alberto Sánchez
en el prólogo a La casa de cartón, de Martin Adán): las veces de
“testigo y portacirios”.
¿Debo poner atención en algo más? Sí. Cómplices todos es
un poemario escrito en quechua y en castellano. Es, así, una expresión de amor
a dos lenguas valiosas en nuestro país: el bello castellano que nos ha dado
obras supremas en la poesía, y el quechua que es nuestra valiosa herencia
nativa, injustamente ninguneada por muchos doctores y hasta por sus propios
usuarios que dicen sentir vergüenza.
(Ah, y no debo dejar de referirme al sello editor que auspicia y
materializa esta publicación: Eris, de mi amiga, la poeta y
maestra, Karinita Moscoso Ballón, a quien quiero muchísimo, y admiro por lo que
hace en las aulas: creando futuro y esperanza).
Es bella esta poesía, dije, ¿verdad? Sí, pero no puedo irme sin decir lo
que anuncié al principio, cuando aludí a lo afirmado por mí durante la
presentación de un libro de Juan Cristobal. Bien. Lo repito, porque a la poesía
de Claudia Luz Rivas Valverde, también le cae como anillo al dedo. Esta poesía
es “una carajeada a la indiferencia”. Y está bien que lo sea. Carajear a veces
es bueno, y hacerlo con poesía es mejor y más eficaz.
Tengo, ya, que afirmar, sin pelos en la lengua, que si lo que inspiró,
estimuló, motivó o instigó a Claudia Luz, a escribir esta poesía, fueron hechos
o circunstancias ubicables en determinada etapa de nuestra historia (la
violencia de esa infausta década que vivimos, por ejemplo), ello no ha dado
lugar a que esta poesía se convierta en una suerte de “poesía coyuntural”, en
un soliviantado pero inútil libelo, en un objeto desechable, en una perorata
trasnochada (como la de ciertos poetas que intelectualmente no han logrado
remontar y siguen anclados en una época que “ya fue”). Claudia Luz no ha caído
en el error y la torpeza de envilecer su poesía. La poesía no es, como decía
Gabriel Celaya, “un arma cargada de futuro”; un arma no. No matamos, no
destruimos con la poesía. La poesía no es muerte, es vida y, claro, también, es
futuro. Y esta, la de Claudia Luz, lo es en todos sus extremos.
Esta, como toda buena poesía, vale por sí misma y no en función de
intereses que, por más nobles que pudieran ser o parecer, no dejan de ser
realmente subalternos.
(Debo confesar, finalmente, que las palabras aquí dichas, nada tienen
que ver con motivaciones subjetivas, ni de simpatía por su autora, pues a ella
la acabo de conocer aquí, en este recinto, y porque -sépanlo, de una vez por
todas- mi error o acierto, en estas cosas, ha sido, siempre, mirar las obras
escritas y opinar acerca de ellas, con plena objetividad y sin el menor deseo
de ser complaciente).
Usando como soporte un verso “intervenido” de Claudia Luz (es decir,
imprudentemente alterado por mí), debo afirmar que la poesía es el útero cuyo
parto supremo es la libertad y la dignidad humana, y así será por siempre. El
arte (y obvio, la poesía), lo dije hace algún tiempo “nos hace mucho bien,
alimenta los buenos sentimientos y robustece la dignidad de los pueblos”. Ser
dignos es ser libres. Y si alguna obligación puede pesar sobre el poeta, es
esta: no someterse al poder, no ser súbdito de consignas, directivas ni
mandatos, ser libre, escribir en libertad. ¡Salud, poeta!