domingo, 14 de abril de 2024

ODA A ESTE AMOR*

Como un peso irresistiblemente

Intolerable

Como una luz que se ennoblece

Tras la subyacente sombra

De la memoria y la cópula[1]

Como tú

Y yo abominables

Espectros par de monosílabos

De la noche como nadie

(Las rosas cantan su propia melodía de espasmos y discordia)

Ni carne ni sangre

Apenas una sensación una sorpresa

Como todos

Humedad en el vientre y visceral li-

Cencia fálica

Una delirante angustia uterina

Como el silencio escondido

En la guarida de los lobos

Bajo el brassiere de la epopeya

Y el adjetivo testicular

Advierto que hemos traicionado

Nuestra virtud atávica y mojigata

Y el cáliz que alberga

El licor de la resurrección

Dosis de melaza y supuración luética

Somos el pesebre y sus habitantes y los mortales infinitos

Desgajados de la corteza de la sed

Y no puede desmentirnos el heno

Que puebla de aromas nuestro pecado

Ni las sonrisas dudosas que venden caramelos

Un alarido araña el techo

Ingresé en tu historia

La sordera es el incorruptible interlocutor

De la podredumbre

Nuestra mirada se cuartea lánguida y sin malicia en el amor

Nada es intolerable y ser distinto es lo más idéntico

A la igualdad de los gemidos

Gotea tu voz como burbuja afrodisíaca de la selva peruana

Ingresaste en mi corazón de trapo

Medio desquiciada mi palabra es carne y pus

Vive el amor como una lombriz

¿Quién habló de clonar las emociones?

Amor terminal e interminable e intermitente

En el humus y el destierro

No muere sino se desplaza cansino y prosódico porque

Casi siempre el mejor poema se escribe en el útero

Amor a sola firma

Confío en la duda y domador de sueños me interno

En las avenidas intravenosas de la ciudad tuerta y cruel

Y no hay almohada que aspire

El sudor sublevado de las sienes y el humor

Inguinal exaspera el bacín

De los cultos y tú vulgar vulgar vulgarísima

Alguien osó desbarrancarse sobre los surcos de tu vientre

Mientras la noche es un eco de silbatos y comillas vecinales

Yo olvido trémulo derramado cuarteado

En tu pecho un pétalo de geranio y sal:

Sucumbí al asalto de tu sonrisa y de tus lágrimas

Simplemente simplemente



[1] (Cuando dejas que mi resumen trascendente / ingrese en tu ígnea habitación / y en un estremecimiento líquido / nos apropiamos del cielo y sus humores)

                                 ***

* De mi librito, publicado el año 2007, Los bajos fondos del cielo.

 

 

viernes, 12 de abril de 2024

SERENATA DEL ENCUENTRO CON LA POESÍA DE MILWARD UBILLÚS

 


Les pregunto, amigos (y pido perdón si lo que hago puede parecer fuera de lugar y acaso descabellado: ¿Han puesto atención en la moneda de un sol que comenzó a circular en diciembre del 2023? Allí, en esa moneda, aparece la imagen de un señor que en la cabeza lleva una especie de gorro, y es evidente que su rostro corresponde a una persona de piel oscura, un afrodescendiente. Se trata de José Manuel Valdés que, efectivamente, fue afrodescendiente (nacido en 1767 y muerto el año 1843); su madre, llamada María Cavada, fue una esclava liberta, y su padre fue el indígena peruano Baltazar Valdés. Y, bueno, ¿a qué viene esto? se preguntarán. Es que este señor, al que el Banco Central de Reserva le rinde un justo homenaje con la mencionada moneda conmemorativa, era un poeta; pero algo más, también médico, el primer médico peruano afrodescendiente.


No sé si son muchos los médicos que también son poetas, pero es posible que sí, pues es indudable -creo yo- que existe una suerte de entroncamiento familiar entre ambas ocupaciones: el sentimiento profundo de humanidad y la celebración de la vida. Médicos que también escribieron poesía (o poetas que también ejercieron la medicina) fueron, por ejemplo, Gregorio Marañón, Pío Baroja, Antón Chéjov, John Keats, William Carlos Williams y, claro, nuestro gran Luis Hernández Camarero. Y ahora tenemos al autor de Serenata del adiós -el libro que aquí se presenta y que me ha sorprendido muy gratamente-: Milward Ubillús. Esto es por lo que comencé haciendo referencia a José Manuel Valdés, poeta médico del que, estoy seguro, casi nadie, en nuestros círculos culturales, tiene la más mínima idea. (Valdés fue uno de los más importantes médicos durante aquella época de transición entre el Virreinato y la República).


Bien. Serenata del adiós es el segundo poemario que Milward Ubillús, poeta nacido en Huánuco, saca a la luz pública. El primero fue Versos al viento, con prólogo de mi muy querido e inolvidable amigo Gustavo Armijos, fundador de la casi mítica revista de poesía La tortuga ecuestre en que también Milward dio a conocer poemas suyos.


José Li Ning, médico psiquiatra, autor de Síntomas y metáforas. La poesía de José Watanabe desde la psicología médica (2021), afirma rotundamente que, si bien la poesía no sirve para curar enfermedades, sí, en cambio, es útil «para sentirse acompañado cuando se está enfermo». Cierto. Sirve, pues, como la literatura en general, también para «darles vuelta a las cosas»; quiero decir, para -incluso- hacer que lo que puede hacernos sentir mal se convierta en algo agradable o, al menos, sea más llevadero. La poesía es, en gran medida, un bálsamo. Por ello, intuyo, el título del libro de Milward y de dos de los poemas contenidos en él, es Serenata del adiós. Como sabemos (y lo dice claramente el Diccionario) serenata es la música que se toca o se canta «en la calle o al aire libre y durante la noche, para festejar a alguien»; es celebración y no sufrimiento. Y, efectivamente, el primer poema, que tiene ese título (Serenata del adiós I), ha sido, según parece, estimulado por el sufrimiento debido a la ausencia de un ser querido; sin embargo, como una suerte de compensación que es casi expresión de resiliencia, dice con firmeza y de modo rotundo: «Y cuando ese otro tú que avasallaste / y creíste destruido / empiece  nuevamente a despertar / y con un susurro a decirte / que está en ti, / cuando empiece a sonarte fuerte / que también estoy ahí, / solo entonces / el lenguaje mudo de tus actos me hablarán y gritarán / como siempre fue, como siempre es, / mi amada ojos miel». Y, más aún, el otro poema que lleva el mismo título, pero está numerado como II, y es el penúltimo dentro del libro, habla de la muerte inesperada de un amigo muy cercano al autor, que se fue sin siquiera haberle dado oportunidad al médico y poeta de tenerlo como paciente para, al menos, hacer todo lo posible a fin de que la despedida no fuese tan pronta; ello no obstante, con cierta crudeza, nos cuenta que «en la noche fatal bailamos, cantamos y reímos en tu partida» y que esa había sido la serenata al amigo, la «serenata del adiós».

 

Sin embargo, no todo puede ser fiesta; también, a pesar de todo, el dolor aprieta, como en el poema Días de penumbra, que habla del día «que nunca vendría» (se refiere, en realidad, a aquel que no se esperaba, que no se hubiese querido que llegara), cuando murió la amada abuela del poeta, dejando «un vacío eterno / en los corazones inconsolables / y en las mentes desoladas / de la familia, / arrancando lágrimas hondas / y regando sufrimientos…», y ocurrió cuando «el cielo no era gris, / las mariposas jugaban / en el jardín y / radiante el sol caía / en el pacay». Y aquí, en este conmovedor poema, quiero hacer notar algo que me parece muy interesante: el autor no escribe «pacae» para referirse a la deliciosa fruta también conocida por nosotros como «huaba», sino «pacay» (con ye, o i griega, al final, y no con e), y esto me parece muy bien. 


Pero no solo es el adiós lo que mueve a nuestro poeta, en este libro. También la reflexión filosófica. Y nos ponemos estupefactos y seguros de una verdad cuando leemos, por ejemplo, estos versos, en la página 29: «Hay abismos insondables / en el alma humana, / ocultos en el lado oscuro de nuestra / naturaleza, hondos y umbríos / inaccesibles al orden lógico / espanto de la común voluntad (…) que rememoran / nuestros lejanos orígenes / y recuerdan /que no existen jerarquías / en la existencia»; o estos otros, en la página 45: «Somos viajeros / en el misterioso itinerario / de la vida…».  Sí, pues, somos viajeros y también es cierto: no hay jerarquías en la existencia.


Hay un poema que, como el Cantar de los cantares de Salomón, es una celebración del amor, que -obviando, por cierto, las diferencias o distancias- es también una suerte de diálogo. Y, de modo especial, rescato lo que la mujer, en el poema de Milward, dice casi al final del texto: «Que no aparezca nunca más el sol, / que los pájaros se queden mudos, / que se sequen todos los árboles / y las rosas no florezcan más: / pero que sí / retoñe mi rosa en tu corazón». Estos versos me traen a la memoria uno de los más conocidos poemas de Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida -o sea, el gran Gustavo Adolfo Bécquer-; me refiero a la Rima IV, aquella en que a la letra se dice «Podrá no haber poetas; pero siempre habrá poesía». ¿Por qué recuerdo esto? Pues por la relación, digamos, inversa que encuentro entre lo dicho por el gran poeta español del posromanticismo y los versos del autor de Serenata del adiós. Bécquer hace una afirmación rotunda y firme en el sentido de que, aunque desaparezcan los poetas, «siempre habrá poesía»); y lo que ha hecho Milward es construir una expresión en modo imperativo -un ruego, en realidad- con que el personaje de su poema pide que desaparezca todo, menos la rosa (es decir el amor que siente), y que, más bien, desea que retoñe en el corazón de su amado. Es un poema de amor intenso, pues.


Ah, pero hay uno que -más intenso aún- es de un erotismo que yo califico como desconcertante (con lo que no estoy señalando un defecto sino, más bien, reconociendo un mérito notable). Su título: Pasión. Y empieza con estos muy expresivos cuatro versos: «Soy un hombre cautivo / de las orillas de tu cuerpo, / atrapado en la playa sensual / de tus pasiones...»; y más adelante dice: «Como enormes cerros perfectos / crecen tus pechos frente a mis ojos / y tus bordes / como hondos precipicios (...) y alimentan mi deseo / de no bajar de ti...». Diríamos que estamos ante amor puro, o puro amor: no solo de sentimientos, sino también de carne. Pero, de pronto, nos chocamos con esto: «... tus diáfanas caricias / perfumando el aura / de tu sonrisa / traen siempre consigo / el mágico rocío de pequeñas flores lívidas /que al llover / sobre tu cama / adornan la simpleza / de tus blancas sabanas sucias...». Crudeza que se intensifica, inesperada e imprevisiblemente, al final, con esto que parece un desenlace de novela; dice: «... y te conviertes / en la princesa de la alcoba / cuando te corono tiernamente (...) / después de pagarte / para marcharme». O sea, adiós al amor puro o al puro amor: aquí hace su aparición el amor venal, fugaz, en que los sentimientos terminan siendo reemplazados por el «vil» dinero, ¿no es cierto?


Y hay otros dos poemas que también me han impresionado, pero que -estoy casi seguro- podrían haber disgustado a don Marco Aurelio Denegri (claro, si es que él aún estuviera entre nosotros), y por eso la especial atención que he puesto en ellos; pero, entiéndase, no quiero decir que ese eventual e improbable disgusto podría haberse debido a los poemas propiamente dichos, sino que -hipotéticamente digo-  habrían sido motivados por la válida y legítima osadía que pone de manifiesto el autor al insertar palabras que nuestro inolvidable hombre de la televisión habría considerado «no poéticas». Me refiero a Balada para Jane, el poema con que se cierra el volumen, y también al que se titula, simple y llanamente, Poesía.  El primero de los mencionados -que termina con esta bella frase: «Porque contigo siempre hay un mañana»- tiene este par de versos que, en mi opinión, son de antología: «La felicidad con sabor a sushi / y risas con leche y wasabi…». ¡Genial! El otro, que es un sentido homenaje a la poesía (la «compañera amada / amiga fiel»), nos dice, sin pedir permiso a nadie (¡como debe ser!) esto: «soy el grato reflejo / no enantiomerizado de mi tú (…) Soy tú -infinitesimalmente- y luego soy yo…». «Enantiomerizado», una forma verbal derivada, naturalmente, del sustantivo «enantiómero», palabra, por cierto, familiar para los hombres de ciencia (y que yo, lo confieso, desconocía), pero que no está (como ninguna otra) prohibida de ingresar en el terreno de la poesía, como tampoco lo está el adverbio «infinitesimalmente»; y bien que los haya utilizado Milward. Es que la poesía es, ante todo, y sobre todo, libertad, y en estas cosas no hay que «tu tía» ni hay «pero» que valga.


Y es libertad en el uso de la palabra, que es instrumento y materia prima de la poesía. Así, por ejemplo, el poema El color del amor (página 59) comienza con este verso: «Desde este rincón desiluminado...».  Emplea allí un participio, «desiluminado», que a pesar de no existir en nuestra lengua (o, por lo menos, yo no conozco), entendemos lo que quiere decir: «oscuro»; o esto, que parece ser un juego de palabras, en el ya mencionado primer poema del volumen (Serenata del adiós I): «cuando ese otro tú», «de tu otra tú», «mi amada otra tú». Es que las palabras, en las manos del poeta (cito uno de los más famosos poemas de Octavio Paz: Las palabras), son para darles vuelta, cogerlas del rabo, azotarlas, arrastrarlas y hacer «que se traguen todas sus palabras».


Bueno, ya para terminar, les cuento. En mi libro La divina hoguera (2019) tengo un poema cuyo título es @.com que hace alusión al asunto, tan actual, de los encuentros «virtuales» a través de las redes sociales, concretamente, el chat (que, como sabemos, es el intercambio de mensajes electrónicos vía internet); en él digo, en los tres versos finales, esto: «Hasta que un clic me recuerde que la soledad, viva y cruel, / ya no es un desierto / ahora es un bosque». Milward tiene un poema que, precisamente, se titula Chat y, en gran medida, coincide con lo que yo afirmo en el mío: «universo infinito y cálido / donde solo somos letras / en un frío monitor (…) pobres humanos solitarios / buscando compañía en la red». Las redes sociales son, ciertamente, muy valiosas; pero muchas veces la compañía que a través de ellas encontramos no es más que una presencia aparente y no real, y nos sentimos acompañados por cientos y cientos de «amigos» que tan solo son «contactos virtuales». Es decir, nuestra soledad sigue allí y, como puse en mi poema, ella «ya no es un desierto / ahora es un bosque», casi diría que un bosque de fantasmas. Tengo que confesarlo: me alegra que en esta visión coincidamos, de algún modo, Milward Bustíos y yo. ¡Bien, caracho! 


En esta noche que es la serenata no del adiós sino del encuentro (no virtual, sino verdadero) saludo y celebro tu poesía, hecha con simplicidad, naturalidad y audacia, como una expresión de pasión, fe y alegría y una elevada dosis de humanidad, es decir, de buenos sentimientos; y es, además (como debe ser), un culto a la libertad y, como dije al principio, celebración de la vida. ¡Un abrazo, Milward!

 

12 de abril del 2024

© Bernardo Rafael Álvarez