sábado, 29 de marzo de 2014

ESPANTAR EL ANZUELO Y LA CRESTA DE LA MUERTE: UN SONETO


Es verdad: Winston Orrillo suele emplear un lenguaje digamos violento, hosco, insolente, cuando de asuntos políticos se trata. Creo que, por ello, se ha ganado más de un enemigo, y en muchos amigos ha generado comprensibles pero innecesarias e injustas antipatías. Sin embargo, contra todo pronóstico y suspicacia, su poesía tiene un carácter marcadamente distinto, completamente opuesto. Nada que tenga de violencia propiamente dicha. Su sello es, más bien, la ternura. Su expresión es la simplicidad (simplicidad dije, no simpleza: ojo al diccionario, señores). Pero (¡oh, cosas de nuestra cicatera comarca!) esta, su poesía, no ha podido hacer que las miradas, realmente pocas, que se dirigen hacia ella sean (como debiera ser, no por capricho ni favor, sino por justicia) aprobatoria. Esto –no me cabe duda- se debe a lo siguiente: casi nadie se ha detenido, con seriedad y serenidad, a leer esta poesía -escrita por un creo que impenitente socialista- rigurosamente, sin contaminar su lectura con el a veces ponzoñoso aderezo ideológico y el resquemor hepático. Esto, claro, es explicable: no es nada fácil desprenderse del impulso subjetivo y pasional, porque –caballero, nomás- somos humanos, muy humanos, pues; y por algo más: “arrieros somos y en el camino nos encontramos”. Yo, créanmelo, también muchas veces he caído en lo mismo, aunque siempre me he empeñado en evitarlo. Gracias a Dios, cuando siento que ello está por ocurrir, cuando la falta de objetividad está a punto de traicionarme, hago una cosa: guardo el bolígrafo y escondo la hoja de papel, o apago la computadora, y me voy a caminar un poco. Solo cuando el frescor de la noche en un parque ha ejercido, probablemente sin su voluntad pero eficazmente, su rol de radiador o de antipirético, vuelvo a la carga. Esto es precisamente lo que ha ocurrido hace un rato; y por eso es que, ya fresco, tranquilo, sin paltas, me he puesto a escribir estas líneas acerca de Winston Orrillo, un poeta con el cual comulgo en la misma esperanza, el mismo sueño, la misma utopía: nuestro deseo de que en nuestro planeta se funde, de una vez por todas, una sociedad sobre todo justa; pero también poeta con el cual –lo confieso- comparto un inconciliable desacuerdo, en el plano estrictamente político, respecto de las formas de gobierno. Pero esto es harina de otro costal. Y lo rescatable es que existe una circunstancia, una realidad, que felizmente no ha sido y espero nunca sea mellada: la amistad. Más aún, hay un hecho en el que siempre confluiremos, sí o sí: el amor a la poesía, a la buena poesía. Y buena poesía, esencial, es la que he leído en el volumen que justamente lleva ese título –Poesía esencial- publicado hace poco, en octubre del 2013, y del cual quiero mencionar, como si fuera solo un botón de muestra, un soneto que es de los pocos –entre muchos que he leído de distintos autores- que me ha conmovido sobremanera; se titula “Mi tía Teresa” y fue publicado inicialmente en 1971. Es un soneto con los clásicos versos endecasílabos, sin rima evidente, pero con un ritmo notable, cadencioso, y sencillo, como música de bolero antiguo. Se trata, digamos, de una suerte de apología o alabanza de lo que sería algo así como el “ejercicio” de una soledad solidaria: un ser humano (en el caso de este poema, una mujer) que, pudiendo ser –por designio del destino- una isla golpeada por las olas y las tormentas, es, más bien, un océano de bondad “para el otro”, para las demás personas. Teresa -el personaje del poema, que “No tuvo hijos ni flores en su casa”- es, “con faldas y sin armas”, un Quijote que transmite, no sueños desquiciados, sino “un antiguo dulzor”, mientras barre y va “espantando / el anzuelo y la cresta de la muerte”. El autor de este soneto -¿ya lo adivinaron?- es Winston Orrillo. Y este poema, simple y llanamente lo digo: me gusta, como me gustan muchos otros de sus poemas. Pero, ya lo insinué, hay un sinnúmero de lectores que se muestran hostiles ante la poesía de Winston. Por ello me atrevo a preguntar: ¿Cómo se mide la calidad de un poema, de un poemario? ¿Hay realmente un canon, una ley, una directiva, un reglamento? No, no lo hay. Lo digo, aunque los hombres de ciencia (los sabios que en el mundo son) digan lo contrario. Un poema es bueno, cuando para mí es bueno, porque me gusta y, obvio, para otra persona puede ser malo, pésimo, y, sin embargo, ambas valoraciones son legítimas. Si alguien me dice lo contrario, que lo diga: es su derecho hacerlo, pero ni su palabra ni la mía es la ley. Winston Orrillo cae mal ante los ojos y oídos de muchos; ante mí probablemente también, y él, sin duda, lo sabe o lo intuye. Debo decir, por ejemplo, que me disgusta la rudeza con que asume su posición ideológica o política y su apego a cierta laya de gobiernos, y deploro, por innecesaria y desubicada a veces, la violencia con que suelta sus palabras -a que aludí al principio- cuando de ocuparse de esas cosas se trata. Pienso que sentimiento parecido al mío es el que experimentan muchos. Y a ello se debe (¿serenidad, imparcialidad, objetividad, dónde se han metido?) que la lectura que muchos suelen hacer de su poesía carezca, casi siempre, de justeza y, digamos, de justicia. Guste o no guste a muchos, hay que decir que la poesía no debe leerse con anteojeras ni ojeriza, porque así se lee mal siempre. Esforcémonos por hacer esto: leer en libertad. La lectura
debe hacerse en libertad porque, por lo demás, se lee para ser libres, no para someterse. Leer en libertad nos permite apreciar bien las cosas aunque, claro, esto no ocurre siempre: a veces puede caerse en errores. Pero hay una ventaja: no se incurre jamás en dolo, en mala fe. Es lo que he hecho, ahora, con la poesía de Winston Orrillo. Y, la verdad, la verdad, no encuentro que sea mala, como casi todo el mundo lo dice, sino todo lo contrario: es buena 
poesía. Y jamás haría como alguien por allí que, según cuenta, eligió, dizque por deleznable, un libro del poeta para, mismo Nerón, condenarlo a desaparecer por acción del fuego. Prefiero, más bien, exponer aquí otro  botón de muestra -qué botón ni qué ocho cuartos, quiero decir un pedacito apenas de hilván en la sastrería-: "...y enero / era ese muelle /–anzuelos y carnadas- y / ¡puta que era alegre / pescar cualquier tramboyo!" ("Canción para un hombre que no entrará en la historia"). ¿Alguien habló de coloquialismo? Aquí está, pues, ¡y es de marzo del 74!