jueves, 28 de marzo de 2024

EXPRESIÓN INTRÉPIDA Y DESENFADADA DE LIBERTAD CREATIVA: «OMITIDOS», DE JORGE URETA SANDOVAL

Con solo leer el título ya podemos decir que es un libro desconcertante. ¿Por qué «omitidos»? ¿Es que su autor llama así (es decir, obviados, marginados, olvidados, ninguneados) a los personajes de los que se ocupa? No creo, porque, al menos los que aquí menciono, algunos escritores de los que, repito, se ocupa el libro), no lo son en verdad: Saramago, Reynoso, Vallejo, Heraud, Adán, Sabines, Bolaño... ¿Qué significa esto? Que lo que el autor ha hecho es -de entrada- jugar, acertadamente, con la intriga (y esto es, ya, un gran mérito literario en el terreno de la narrativa).

 

El conjunto de textos que aparecen en el libro de Jorge Ureta Sandoval (que, en buena cuenta, son un homenaje a personajes de la literatura por los cuales él siente admiración y una especial devoción), puede ser visto (y creo que es legítimo hacerlo) como si se tratara de una exposición de pinturas abstractas, o impresionistas, cuyo efecto estético no es solo la simple belleza sino, especialmente, el asombro. Qué quiero decir: que estos textos podemos leerlos sin tener que esperar alguna anécdota impactante o mensajes conmovedores o que acaso estimulen nuestra indignación frente a las injusticias sociales, por ejemplo.

 

Pero sí, como en un texto al que califico de reflexión afectiva, podemos encontrar cosas que conmueven y tienen mucho de verdad. Una muestra: «Él creía que íbamos a cambiar en lo fundamental, y no importa ahora si tenía razón o no… lo que vale, en este momento, es hacerte saber que cuando Javier hablaba, sonreía y te sentías parte de él…». Lo confieso: eso es lo que, en gran medida, sentía yo cuando, adolescente aún, en Pallasca comencé a leer a Javier. ¿A qué Javier me refiero? ¡A quién más!: a Javier Heraud, pues, el amado poeta que murió entre pájaros y árboles, allá en Madre de Dios, hace más de sesenta años.

 

Y díganme si no es bello esto, que también hallamos en el libro de Jorge: «No mueras en vida, vive lo que dejé de vivir». Es una invocación que en un texto es atribuido a nuestro inmenso César Vallejo, como si hubiera sido dicha a la leal y amorosa Georgette Philipart.

 

Y esta otra frase, en el texto dedicado a Juan Ramírez Ruiz, fundador del Movimiento Hora Zero y autor de ese monumento poético llamado «Las armas molidas»: «Los nuevos muchachos (…) molieron todas las armas posibles, excepto la palabra». En efecto, todo podrá ser destruido, menos la palabra.

 

Como dice Oscar Araujo León en el prólogo, lo que hay en este libro son cuentos. Pero no como los cuentos «comunes y corrientes»: no es notoria en ellos la estructura de la que siempre se nos ha hablado (exposición, nudo y desenlace). Es que se trata de una manera distinta de contar. Sin embargo, si ponemos atención (y sugiero que lo hagan), veremos que, desde el principio, cada texto atrapa y nos empuja a buscar, a como dé lugar, un desenlace del que (a diferencia de los cuentos, digamos, «tradicionales») no tenemos ni el más mínimo indicio que pueda servirnos de «ayuda». Recomiendo -por solo mencionar uno- el texto dedicado al autor de Ensayo sobre la ceguera, José Saramago, y cuyo título es, misteriosamente,  un participio -«Corregido»- y en el que, inesperadamente, encontramos a Jesucristo, enfermo, dentro de un ómnibus (que bien podría estar circulando por la avenida Abancay) y a Magdalena abrigándolo con «una frazada de diseños andinos», en una circunstancia que nadie podría imaginar: cuando una suerte de pandemia convierte a gran parte de la población en Los sin voz. ¿Es esto extremadamente insólito e increíble, o no? Claro que lo es; y, a pesar de ello -gracias al buen manejo de la técnica narrativa-, tiene mucho de verosímil. (Bueno, en su Retórica, Aristóteles ya había dicho esto: «Es preferible lo imposible verosímil que lo posible inverosímil»).

 

Lo que Jorge ha hecho es presentarnos una nueva forma de contar; una narrativa experimental que, definitivamente, rompe esquemas. Si tuviera que caracterizarla, creo que no dudaría en repetir las palabras que Floyd Merrell (que es un especialista en Semiótica, de la Universidad Purdue de Indiana) dijo acerca de la gran Clarise Lispector; y, así, yo diría que la narrativa de Jorge está «entre la realidad y la fantasía, la objetividad y la subjetividad, la razón y la imaginación, y el pensamiento lineal y los sentimientos no lineales que fluyen hacia todas partes y hacia ninguna parte». Y esta es una de sus características: es narrativa, al mismo tiempo, lineal y no lineal.

 

¿Qué encontramos en este libro de Jorge? Encontramos a doce personajes (uno de los cuales ¡es él mismo!) que son mostrados en una suerte de retratos hablados medio contrahechos en que -de modo arbitrario y antojadizo- se entrecruzan trazos que deliberadamente nos conducen hacia lo irracional o, dicho de otro modo, a la literatura del absurdo (recuerdo aquí a Eugene Ionesco) o hacia el surrealismo. Estamos, pues, ante una narrativa distinta de la que leemos con frecuencia.

 

Este libro es la expresión intrépida y desenfadada de la libertad creativa (como es y debe ser toda buena literatura); y es, también -¡cómo no!- juego y catarsis, y alabanza y celebración de la palabra y, claro, de la imaginación sin límites.

 

«Omitidos» de Jorge Ureta Sandoval es, debo decirlo ya y con absoluta convicción, un libro altamente recomendable; un aporte valiosísimo a la literatura peruana. Léanlo y me darán la razón y, por cierto, se sorprenderán gratamente. Es un libro que, por ningún motivo, debería ser omitido.

 

(Bueno, para terminar, debo decir que me regocija y me hace mucho bien el hecho de que esta presentación se haga en nuestra querida Lima Norte, donde residen el autor y también la editora -Karinita Moscoso-; y aquí, en Lima Norte (en Los Olivos, como yo), durante algún tiempo, también vivió mi inolvidable hermano horazeriano Juan Ramírez Ruiz quien sí -creo yo- fue y sigue siendo un escritor valiosísimo pérfidamente omitido por muchos, pero a quien, con justicia, Jorge Ureta Sandoval rescata y rinde culto en este bello libro que, repito, puede ser visto como si se tratara de una exposición de pinturas abstractas, o impresionistas, pero también -como, estoy seguro, lo habría dicho Juan, si aún estuviera entre nosotros- puede ser leído como poesía. ¡Bien, querido Jorge!).


                                                                                                                                   Los Olivos, 28 de marzo del 2024                                                                                                                                                                                                                                                                                 © Bernardo Rafael Álvarez

 

martes, 19 de marzo de 2024

BAD BUNNY

Bueno, la verdad es que artísticamente no puede ser llamado el heredero de Frank Sinatra; hace algún tiempo hubo quienes dijeron que lo era de Michael Jackson, pero no, tampoco lo es. Repito, artísticamente no es heredero de ninguno de ellos. En algún modo, es, más bien, el heredero de Adriano Celentano, el gran compositor y cantante italiano que fue el boom allá por los setentas. La genialidad de Benito Martínez (Bad Bunny) está en que, en sus canciones, no solo usa palabras, sino también ruidos guturales, balbuceos, etc. que no expresan nada inteligible; la de Celentano se manifestó con la creación de temas que, desde su título, eran construcciones hechas con palabras de ningún idioma, inventadas por él y que, naturalmente, no decían absolutamente nada (este es el título de su más celebrada canción: «Prisencolinensinainciusol») y solo servían para divertir (y divirtió a montones y montones). Bad Bunny genera efectos de gozo en millones, millones y millones; es el que más seguidores tiene a nivel planetario, y el que gana más dinero (lo cual no es un delito, no colisiona con el arte). Es (ya lo insinué) genial, porque ha hecho lo que nadie: ha puesto sobre el escenario lo que nadie hizo antes de él (en algún modo sí Celentano): demostrar que el arte musical no solo es para dar mensajes «legibles» (de amor, filosofía, indignación, crítica social, o lo que sea) sino, sobre todo, para generar efectos estéticos (gozo auditivo, etc.) y, en el caso de la música popular, sobre todo diversión; y esto lo ha logrado a niveles astronómicos. Es cierto lo que dice Time (es lo que con otras palabras digo y he dicho desde hace mucho tiempo, y me alegra ver que no soy el único): «Desde sus inicios, Bad Bunny ha desafiado las convenciones, tanto líricas como musicales». Que no guste y asquee a muchos intelectuales no tiene por qué importar; el arte no tiene que ser (como respecto de la cultura equivocadamente creía T. S. Eliot) para una elite, para una minoría; si lo disfrutan las grandes mayorías, ¡bien, caracho! ¡Vas bien, Benito, vas Bien! (Y bien por sus millones y millones de seguidores, a los que con gusto yo también me uniría, y que no son «subcerebrados», como a alguien se le podría ocurrir llamarlos). El arte es, sobre todo, expresión de absoluta libertad; y no hay nada ilegítimo, reprobable ni «antiético» si es que los artistas son apoyados, promocionados, financiados por gente o empresas de alto poder económico (por el capitalismo o el «neoliberalismo salvaje»): ¿o es que esto envilece al arte?

                                                                                                                          © Bernardo Rafael Álvarez