lunes, 6 de junio de 2022

POESÍA DESMESURADA: LA VERDAD OCULTA DE UN POETA DE LA LIBERTAD

El 2015 sacó a la luz un poemario que hoy, siete años después, vuelve a aparecer, pero -¡oh, sorpresa!- lo hace poniendo de manifiesto algo inesperado: el crecimiento físico del libro y, curiosamente, la reducción nominal de su título. Lo aparecido entonces era, ya, un trabajo de largo aliento: más de doscientas páginas de una poesía desbordada y, digamos, desmesurada. Es que su autor es eso, pues: un poeta también desmesurado; no es un escritor de medias tintas, sino, en gran medida, del atrevimiento total. Se atreve en el ejercicio del periodismo, en el ejercicio de la crítica y el análisis político y -¡cómo no!- se atreve, también, en la poesía. Y es sincero. Ah, y otra cosa: no está a la caza del aplauso, de la alabanza fácil; le interesa un comino ser complaciente y que lo sean con él; y tampoco tranza con aquello que se conoce como lo "políticamente correcto" y, antes que a las pasiones, simpatías o antipatías, prefiere darle oportunidad a la razón, a la inteligencia, aunque ello pueda generar urticaria en algunos fanáticos del lado izquierdo o el lado derecho del río “ideológico” (y hace bien). 

El libro de que hablo, repito, ha vuelto a aparecer, pero ahora es un volumen de doscientas cuarenta páginas. Se había titulado inicialmente Metafísica del precipicio, y hoy su nombre es una sola palabra: Metafísica. Como dije al principio, esta reducción tiene carácter nominal, solamente nominal; porque conceptualmente la situación es distinta. La expresión "Metafísica del precipicio" tiene una connotación que yo calificaría como restringida, porque carece de la significación ilimitada e inmaterial que normalmente se le atribuye a este vocablo en sí mismo: su vinculación con el concepto "precipicio" nos trae, más bien, la imagen material del abismo de un acantilado, la altura vertiginosa de un puente de suicidas o acaso el riesgo de perder el equilibrio en lo más alto de un edificio citadino. En cambio, la conversión del título en una sola palabra, "Metafísica", nos lleva más allá del confín de nuestro universo palpable; como adjetivo –lo sabemos- hace referencia a lo oscuro y difícil de comprender y, por otro lado, tiene que ver –como lo dice el Diccionario- con aquella “parte de la filosofía que trata del ser en cuanto tal, y de sus propiedades, principios y causas primeras” (¡cosa difícil, caracho!, al menos para mí). El empleo de una sola palabra como título, además, nos ofrece una certeza; nos hace saber que no es, ni tiene que ser, el mayor número de palabras lo que agiganta la idea o concepto: una sola puede ser más que suficiente: he allí lo maravilloso del lenguaje, lo excelso de la poesía. 

Dije que nuestro autor –el autor del que estoy hablando- no solo es desmesurado como poeta. Cierto. Lo es, también -ya lo insinué- , como periodista y como crítico. Les cuento. Hace poco (en noviembre del 2021) entregó a los lectores una -¡otra vez!- voluminosa producción bibliográfica de artículos, contenidos nada menos que ¡en 1192 páginas!: textos a través de los cuales reflexiona puntual y puntillosamente acerca de distintos aspectos de la política y la cultura peruanas, enmarcándolos en el escenario histórico de los doscientos años de vida republicana de nuestra nación; el título de este libro es, precisamente, 200 imágenes críticas del Perú ante el Bicentenario -La Verdad Oculta. No le rinde pleitesía a los versos de arte menor, pues, ni a nada que se les parezca. 

Tampoco le rinde culto a la hipocresía de los escrúpulos; y, vuelvo a decirlo, se atreve, porque sabe y está convencido que la única ideología y el único territorio legítimo e inalienable del escritor, del poeta, es la libertad. 

¿De quién estoy hablando? Pues, creo que ya hasta parece obvio: hablo de un poeta de La Libertad; quiero decir, nacido en aquel departamento (o, como se le dice ahora, región) donde también nació el más grande hacedor de poesía peruano de todos los tiempos, el pico más elevado de la poesía en lengua española: el inmenso César Vallejo (aunque esto que digo, al autor de "Metafísica", probablemente no le guste; pero -caballero nomás- tengo que decirlo porque también soy libre de hacerlo). Estoy refiriéndome (claro, sin duda ya muchos lo adivinaron y sé que otros desde el principio ya lo sabían) de Percy Vilchez Salvatierra poeta y periodista trujillano que, además, y “para remate de males”, también como yo, es abogado. 

Percy y yo hemos conversado en diferentes ocasiones y, les confieso, no siempre nuestras opiniones, respecto a distintos tópicos, han llegado a coincidir, pero cuando ocurría lo contrario sentíamos una alegría extraordinaria y asumíamos el convencimiento de que la amistad se consolidaba más, precisamente por eso: porque el hecho de ser amigos no tiene que obligarnos a caminar en el mismo sentido. Pero en lo que no hay, de ningún modo, desacuerdos ni desavenencias, es en el cariño por Trujillo, ciudad en la que no nací pero siento como mía, porque allí viví un año maravilloso, cuando cursaba el quinto de secundaria en el inolvidable colegio San Juan. 

Bien. A pesar de los ya comentados títulos (de la primera y la segunda publicación poética de Percy), debo decir que yo no encuentro precipicios ni menos, naturalmente, “caídas hondas de los cristos del alma” (y porque lo conozco, sé que es lo que menos podría encontrar en la poesía de Percy). Tampoco se trata de una poesía que nos lleve o quiera llevarnos a lo “etéreo”. Es poesía de aquí y de ahora. ¿Algo de metafísica? Quizás esto, que encontramos en el poema “Tríptico del vacío”: “La poesía es un misterio, una gracia y un don. (…) Es metafísica. Es casi un renunciamiento a la vanidad. La mejor poesía es la que parece ser dictada levemente por el viento. Esto es terrible para el ego. Poesía ¡Vete al infierno!”. Como vemos, no le rinde culto, ni muchos menos vasallaje, ni siquiera a la poesía y por ello puede arrogarse la libertaria licencia de mandarla al mismísimo infierno. Metafísica del desenfado y, vuelvo a decirlo, de la libertad. 

Pero, ¿qué es la poesía para Percy Vilchez Salvatierra? Es, creo, tantas cosas y nada. Esto, por ejemplo, que dice acerca del amor (en el poema justamente titulado “Breve estudio sobre el amor”) es muy expresivo y merece ser tomado en cuenta, porque –niéguenlo, a ver- nos atañe a muchos: “El amor es que la decencia abarque también a los poetas”. Es el reconocimiento nada metafísico de que los poetas no son los seres alados a los que aludía, no sé si en serio o en broma, el gran Sócrates (“porque el poeta es un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no le arrastra y le hace salir de sí mismo”: Ion o de la poesía). El poeta solo es un hacedor (lo he dicho repetidamente), como lo son un artesano, un panadero, un tejedor; y los poemas no son sino el producto de su trabajo, son su hechura. Que haya nobleza en un poema, es cierto, pero no es lo único ni lo esencial del poema; lo grotesco también puede ser su expresión. Percy propone, en medio de todo y a pesar del furibundo y violento rechazo a que aludí antes (“Poesía ¡Vete al demonio!”), una suerte de "pacto" de paz y nos dice con algo de delicadeza y “decencia” que la poesía “es ver el mundo, el riesgo y no temer al silencio ni a la nada cuando esta se extiende mientras uno escribe incesantes columnas de viento sobre el orbe”; es, lo dice enfáticamente, “atravesar el telón que el misterio ha dispuesto sobre las únicas frases dignas de escribirse, las frases reales”. Eso: las frases reales. La poesía es, sobre todo, verdad, frases reales. Y es verdad lo dicho en un par de contundentes versos que forman un solo poema (“Ruinas”): que aquel bello monumento -maravilla del mundo antiguo- el templo griego consagrado a Palas Atenea, la diosa de la guerra, es visto como un meadero por las miradas perversas de estos tiempos (“El Partenón es un mingitorio público. / Las bestias amojonan sus escombros”).

Y es verdad, también, esto que me conmueve, y son las primeras palabras de un poemas probablemente escrito mientras contemplaba las olas del mar de Huanchaco, en Trujillo: “En una vieja canción chimú se dice que ir a la guerra es hollar en nuestra propia carne el despojo de nuestros peores sueños y despertar ante el rostro sin ojos del último de los dioses del abismo…” (Visiones frente al mar de Huanchaco”). Sí, pues, eso es la guerra; es dañarnos a nosotros mismos.

Pero, créanlo o no, los poetas están, y sobre todo su poesía, para protegernos de estos daños aunque terminen dañándose. Mario Santiago Papasquiaro, poeta mexicano, creador primero de Zarazo y luego del Movimiento Infrarrealista, allá por los setentas, fue uno de ellos (conservo una bella y entrañable carta que me envió en abril de 1974). Aludiendo a Patti Smith, Percy Vilchez afirma en un poema, cuyo título es el nombre de la muy admirada cantante y poeta norteamericana, que “Mario Santiago estaba enamorado de ella / y mil palomas y zapatos curtían su agonía colgando de su rostro”; y culmina con esta rotunda e incontestable frase, que es un muy merecido homenaje: “Mario Santiago era de la puta madre”.  

Debo confesar para dar término a estas pobres palabras, que yo había creído que la poesía de Percy Vilchez Salvatierra solo estaba marcada por la rudeza. Pero no. También hay ternura. Lean esto que está dicho en el poema final del libro: “… cuando te conocí, estabas dormida / y al cargarte, la primera vez, / hiciste crecer en mis ojos una luz tan mansa / y tan poderosa que hizo y hace renacer mi corazón…”. ¿A quién creen que le habla? ¡A Doménica, su pequeña y linda hija! Esta es una verdad definitiva: cuando hay hijos, no hay precipicio que valga. Son una bendición. (El título del poema es de una simplicidad conmovedora: “Viendo a mi hija en un jardín una semana antes de su primer cumpleaños”).


¡Bien, Percy! Te abrazo.

© Bernardo Rafael Álvarez

 

domingo, 5 de junio de 2022

EL "HUÁYCHAGO"*

 


“Tengo una pena… ¡Será de frío!”, decía luego de dar un par de rasgueos a su humilde guitarra o, como él la llamaba, su “palito trinador”. Era zapatero –para ser precisos: zapatero remendón. Su casa, en la que funcionaba su taller (algún nombre tengo que darle) estaba frente a lo que por algún tiempo fue la sede del Instituto Nacional Agropecuario y, luego, del Colegio Municipal Mixto. Vestía un medio deslustrado saco azul marino y vivía solo, por lo menos eso es lo que registra mi casi frágil memoria. Acostumbraba tomarse unos traguitos, con una casi apretada frecuencia, pero el licor nunca llegaba a producir efectos grotescos en su comportamiento. A los niños que, a veces, lo visitábamos solía contarnos algunos episodios, ya borrosos, de su vida. En cierta ocasión (le gustaba recordarlo ante nuestra jubilosa curiosidad, con irrefrenable recurrencia y sin poder disimilar un inocente orgullo) llegó a cantar en el otrora “Coliseo Nacional”, en Lima. “Tengo una pena…”, insistía. Probablemente aquella fue la única vez que pudo dar a conocer su talento, su arte, frente a un público distinto al minúsculo y pueril auditorio que conformábamos nosotros, en Pallasca. En la sonrisa que se dibujaba, discreta, tímida, candorosa, en sus ojos vivaces, se filtraban sentimientos de tristeza, de frustración, de abandono, pero también de esperanza. Era un hombre (lo conocí ya prácticamente anciano) que inspiraba verdadera ternura; sin embargo, es posible que (¡mocosos de miércoles, cuándo no!) le hayamos hecho víctima de alguna imberbe perversidad (bromas pesadas rayanas en el sarcasmo, por ejemplo, pero nada más). “Tengo una pena…”, volvía a insistir. Y después de acentuar intensa y conmovedoramente esta palabra: niño –que en sus labios sonaba a bondad-, volvía a dar tres o cuatro punteos de un impreciso huayno a la manera de Cajatambo, se abrazaba a la guitarra pegando el pómulo izquierdo a los trastes, como en un acto de amor, y enseguida se sumergía en un prologado silencio que parecía un túnel sin fin. Era don Manuel Vásquez aquel inolvidable pallasquino. Ahora que es invierno lo evoco con nostalgia, y me doy cuenta de que, también yo, siento una pena; tal vez como la de él, ¡mi irrepetible paisano, nuestro entrañable "Huáychago"!

 

                                                                                                    © Bernardo Rafael Álvarez

 

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* Escrito en junio del 2006, fue incluido en mi Diccionario Pallasquino. Ahora lo vuelvo a publicar, con unos mínimos retoques.