martes, 27 de octubre de 2020

EDUCACIÓN EN EL INCANATO

Los dos principales impulsores de la educación en el Imperio de los Incas fueron Inca Roca (creador de las escuelas, conocidas como Yachayhuasi) y Pachacútec, quien privilegió excepcionalmente a los centros de formación del Imperio multiplicando el número de las escuelas en el Cusco.

La educación se dio básicamente en dos instituciones constituidas para tal efecto: el Yachayhuasi y el Acllahuasi.

En el Yachayhuasi se formaban los hijos varones de la nobleza, a quienes se les enseñaba aritmética, astronomía, además de conocimientos políticos, históricos y el manejo de los quipus.

El encargado de impartir tales enseñanzas era el Amauta, un hombre de gran sabiduría y experiencia. Contaba con la ayuda de los haravicus que eran poetas cuyo papel consistía en versificar las lecciones haciéndolas más fáciles de ser memorizadas.

Culminado el ciclo de estudios, que era de cuatro años, los jóvenes eran sometidos a un riguroso proceso de evaluación física y moral, en una ceremonia de graduación llamada Huarachicu (que era, en realidad, una suerte de examen militar). El que salía airoso de las pruebas tenía derecho a llevar unos enormes aretes, para lo cual era el Inca quien se encargaba de perforarle el lóbulo de las orejas.

La educación de las mujeres contaba con centros que eran una especie de monasterios en los que las mujeres jóvenes, hermosas e inteligentes, eran internadas, y enclaustradas permanentemente, desde los 9 o 10 años de edad, y obligadas a guardar virginidad; y estaban básicamente destinadas al servicio del Sol (aspecto estrictamente religioso) o a convertirse en las esposas secundarias del Inca (las "Huayrur acllas"). Estos centros tenían el nombre quechua de Acllahuasi, o casa de las escogidas.

El cuidado y preparación de las jóvenes mujeres, conocidas como Acllas, corría a cargo de las mamaconas, mujeres que asumían tal función por ser las más antiguas Acllas que, además, habían destacado de modo especial. Instruían en las labores domésticas, hilado y tejido, confección de vestidos finos, preparación de chicha, y también las enseñaban a cantar y danzar.

Lo dicho, como se ve, demuestra que la educación durante el Imperio de los Incas, tenía un carácter elitista, pues estaba estaba dirigida a la casta privilegiada de la nobleza. El pueblo -conforme al criterio instaurado por Inca Roca- estaba excluido del sistema; ya que, como pensaba el Inca, a los hijos de la "gente común" bastaba con enseñarles "los oficios de sus padres", pues el conocimiento de las ciencias era solamente para los nobles (Garcilaso refiere que las escuelas eran "para que los amautas enseñasen las ciencias que alcanzaban a los príncipes Incas y a los de su sangre real y a los nobles de su Imperio").

 

                                       © Bernardo Rafael Álvarez


domingo, 25 de octubre de 2020

ESTE LIBRO: LA BIBLIA

El más valioso, importante y bello libro que se haya construido -en toda la historia de la humanidad- estoy convencido, el que aparece aquí en la imagen que he bajado de la Web: la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento). Y, también, el más querido y más odiado, al mismo tiempo.   

El libro absolutamente más leído en todas las épocas y lugares. Bien leído por muchos y también, por muchos, pésimamente leído.   

Es, además, el libro más completo, integral; tiene prácticamente de todo: historia, crónica, filosofía, narración, poesía, misticismo, magisterio, consejería, mito y leyenda, incluso autoayuda y, además, profecía. Ofrece testimonio real, descarnado, de cómo se pensaba y actuaba en tiempos lejanos, y allí vemos hechos e ideas exultantes y también aberraciones, pero también ofrece mensajes de fe y esperanza, de amor. Y mucho, muchísimo más.  

Un libro que puede ser abordado, leído, desde diferentes ángulos y con distintos propósitos y, en efecto, eso es lo que ocurre y ha ocurrido siempre (ortodoxia y heterodoxia), lo cual es legítimo: Unos lo leen de paporreta, lo memorizan como la tabla de multiplicar, y asumen que todo, absolutamente todo en él, son enseñanzas y verdades absolutas e incuestionables que hay que seguir como una ineludible obligación (es su derecho, en libertad, de creerlo y hacerlo); otros lo leen -con voluntad perversa- con el propósito de descubrir defectos y monstruosidades (también están en su derecho). Hay, también, quienes lo han leído y lo leen para usarlo como instrumento de manipulación y dominio. Otros lo leen por razones de fe, y hay quienes lo hacen en busca de paz y de consuelo, o solo por el placer de leerlo, sin someterse a nada.   

Es un libro que ha ayudado a muchos a fortalecer sus sentimientos buenos, su amor por los demás; pero, también y curiosamente, en nombre de la Biblia se han generado terribles enfrentamientos, individuales e incluso colectivos. 

¿Cosas como esto que he señalado, han podido o podrían ser generadas, por ejemplo, por La Divina ComediaLa OdiseaLas mil y una nochesEl QuijoteEn busca del tiempo perdidoUlisesCien años de soledad, u otros libros de la más alta literatura universal? No, creo que no; creo que estos libros solo (o sobre todo) pueden generar el placer de la lectura y acaso algún otro tipo de efectos, pero nada más.  

Hay quienes dicen que el contenido de la Biblia es palabra de Dios, y no hay razones valederas para negarlo. Sin embargo, este maravilloso libro, es hechura de hombres terrenales, de carne y hueso, y sin doctorados, diplomas ni medallas. Es un libro total, pues incluso va más allá de la lectura. Y para leerlo, no es indispensable ser creyente; solo hace falta una mínima dosis de inteligencia, de sentido común, de buen juicio. 

*** 

Todo esto que aquí he dicho, amigos, es lo que pienso, y lo digo con todo respeto; y, al menos hasta ahora, con firmeza y con absoluta convicción. Sin duda, hay quienes piensan diferente; eso está bien, es bueno: sería absurdo y malsano que hubiese un pensamiento único. 

*** 

[Ah, una cosa final: Toda lectura, creo, debería tener -entre otros- un propósito, que es esencial: hacernos libres.  Estoy convencido de que ninguna lectura debería hacerse, estrictamente hablando, para someter o someterse; pero si ello ocurre (es decir, si alguien quiere someterse), sépase que no es el libro el que ha de cargar con la culpa. Y la Biblia, sobre todo la Biblia, es un libro hecho para eso: para liberar y no para esclavizar].

¡Un abrazo!

                                            © Bernardo Rafael Álvarez


jueves, 22 de octubre de 2020

“ESA NADA QUE DA COSA” / Y NUTRE LOS AMORES Y EL MUNDO” (Unas palabras por el nuevo libro de Víctor Coral)

El título de esta breve nota que aquí empiezo a redactar, está constituido, en verdad, por los dos últimos versos de un poema de Víctor Coral (Lima, 1968), poeta peruano de la llamada “Generación del 90”.

 

En esas doce palabras, creo, se resume la poesía de este bardo de quien, por solo tratar de caracterizarlo, diría yo que se trata de uno de los poetas más cultos, talentosos y… “antipáticos”, que hay en el Perú (bueno, sé que él no ha de enfadarse por esto que acabo de decir, porque sabe que en estas cosas no es fácil caerle bien a todo el mundo). Su poesía o, mejor dicho, su preocupación por la poesía, lo ha llevado a escribir y publicar algunos libros que, creo, son fundamentales para entender la madurez con que asume su oficio, este a veces cruel oficio de ser poeta (y también –no sé si me equivoque- para más o menos conocer la poesía de su generación); Coral escribe con responsabilidad y con cuidado y respeto por el elemento sustancial con que lo hace, la palabra. El año 2001 publicó Luz de limbo, su primer poemario (reeditado el 2005), en el que acaso ya esté anunciado, rotundamente, lo que vendría a ser la característica y esencia de su trabajo creativo; aquello en que, según puedo advertir, ya Pedro Granados había puesto atención también, y precisamente lo dice en una reseña dada a conocer, acerca de ese libro, en enero del 2006: “la nada invisible”, expresa en su título.


“Esa nada que da cosa / y nutre los amores y el mundo”, nos dice en uno de sus poemas, el que aparece al final de los reunidos en el libro virtual que tengo ante la mirada y cuyo título es Nada de este mundo (LP5 Editora, Fox Island, WA, USA, 2020). En estos dos versos -que a primera vista parecerían un embuste, por aquello de que a la "nada" le atribuye facultades de dar y nutrir- lo encuentro todo. Uno: Aunque no crean, en cuanto a las formas, puedo identificar una manifestación de coloquialismo y, diría, de prosaísmo: que "da cosa", una expresión coloquial no tan difundida en el Perú y que se refiere a algo que nos produce una sensación de nerviosismo, incomodidad, perturbación, acaso temor. Pero también hay otra posible lectura: la nada (el vacío, el no ser, la inexistencia) como generadora, hacedora; casi como el concepto que se tiene de la Creación: Dios, de la nada lo hizo todo; y no solo eso: también el hecho de ser nutriente, alimento, de lo positivo que es el amor ("los amores", dice) y del suelo que los humanos pisamos, el mundo.


Empleé una palabra medio cruel: dije embuste. Bueno, también es embustero el título del libro del que estoy hablando: Nada de este mundo. Nada, repito, que lo es todo. Un lector incauto bien podría asumir, al leer este título, que el libro, que la poesía contenida en él, tiene un propósito: ocuparse de cosas ajenas al mundo. Sin embargo, a pesar tal vez de la intención del mismo poeta, su objeto es precisamente el mundo y sus extramuros (y -a ver si se me permite la licencia semántica- sus "intramuros": lo que está dentro de la realidad visible, quiero decir).

 

Apenas le di una fugaz mirada inicial a este libro, que la poeta y editora venezolana Gladys Mendía ha editado en Chile, asumí una certeza de la que sigo convencido: es la inmensa brevedad lo que se encuentra en esta poesía. Nuestro poeta no necesita apelar a un amplio registro expresivo para decir lo que quiere decir; él sabe, sin duda, que incluso una sola palabra bien puesta, bien dicha, es suficiente para expresarlo todo. No tiene necesidad de desbordarse atropelladamente. Por lo demás, creo que la generación poética de la que forma parte (los 90) ha asumido esa suerte de conducta y de perspectiva: han dejado atrás o, mejor dicho, han preferido soslayar la grandilocuencia y la violencia verbal (en que –aunque parezca increíble- lo que menos importa realmente es la palabra), para revalorar el verbo mismo, la palabra. Y esto (y podemos verlo en la poesía de Coral) no significa que lo coloquial (aquello “propio de una conversación informal y distendida”, DLE), por ejemplo, tenga que ser rechazado; ya lo dije, ahí está: “Esa nada que da cosa”.  Y acaso, sin querer queriendo, los poetas de esta Generación reivindiquen, en el quehacer poético peruano, a Eielson, Sologuren, Varela, Chariarse, Ojeda, Bendezú…

 

La poesía, cuyo territorio es la libertad, puede, en algunas circunstancias, ser completamente previsible, pero casi siempre nos tiene guardadas las más increíbles e inesperadas sorpresas: podemos buscar razones para el placer y encontraremos motivos para solo quedar estupefactos; querremos sonreír y terminaremos sollozando; esperaremos algo de paz, y solo encontraremos aturdimiento. La poesía lo es todo y es nada, al mismo tiempo; quizás, incluso, sea esto que Coral dice: “la fe falaz del ego”. Eso nos demuestra la poesía que escribe Víctor Coral, poeta que, sin ambages, puede atreverse a afirmar cosas como esta, que es una patada en la espinilla: “En el Perú, la poesía no vende ni ofende, no sirve para nada” (dicho en una entrevista de hace algunos años): ¿podríamos, con fundamento, contradecirlo?

 

Una cita del poeta norteamericano Kevin Young, que Coral emplea como epígrafe en su libro, creo que es sumamente expresiva: escribir “desde el estómago vacío del sueño” (“sueño”, no de ilusión, sino de dormir). El dormir como una suerte de retorno fugaz hacia la nada que es el vacío. Acaso eso sea también la poesía. Hablé  al principio de algo que parecía embuste: aquí lo repito. ¿Querrá nuestro poeta (al citar palabras del monje budista Nagarjuna: “Si alguien dice que todo es vacuidad, y otro afirma que allí hay una falacia, ambos estarán afirmando la vacuidad”) hacernos entender, medio oblicuamente, que la poesía también tiene mucho de vacuidad? Quizás no, pero si algo hay de maravilloso en la poesía es que incluso la superficialidad es parte de su riqueza. Y, en todo caso, lo que Coral ha tratado de hacer, con esa cita, es disparar –con ballesta ajena- un dardo rotundo como crítica e ironía.

 

Pero no hay vacuidad en la poesía de Coral. Su apología de la nada es una celebración del todo y una apuesta por la permanencia, por el no pisar en vano en este camino pedregoso y abismal: “Caminamos medio dormidos / con un muro a la diestra / y un abismo a la siniestra…”, nos dice en el primer poema de esta colección. Este par de versos pueden parecer inexpresivos, intrascendentes; sin embargo, tienen una profunda significación, son el anuncio definitivo de que no hay razones para la desilusión, que hay esperanza. Sin apelar a lo que yo llamaría “lírica visceral”, declara que el camino no ha de detenerse; el hecho de, literalmente, poner al muro “a la diestra” y el abismo “a la siniestra”, es suficiente: el muro protege, a pesar de que “al despertar”, el camino se una “con la noche”.

 

Hice una referencia al coloquialismo. Veamos esto: “¡Estaba relleno de vacío! / —Fíjense cómo lo digo señores: / No ‘estaba vacío’ (fórmula vulgar) / No ‘carecía de relleno’ (ingenua confianza en el lenguaje) / No / Estaba relleno de vacío —o / para satisfacer a poetas / críticos y amigos: / El cadáver del tequeño estaba lleno de vacío. / (Pero igual me lo comí.)”. Es parte del poema titulado “Tequeños”. Allí, después de unas reflexiones ajenas a la poesía, efectuadas tras “meterle cuchillo al último tequeño”, se da cuenta de que este no tenía, obviamente, el consabido queso derretido dentro de su masa, y, como ven, de una manera desenfadada, a manera de “joda”, se dispone a dar una suerte de explicación “metalingüística” acerca de su propio discurso explicativo. Al diablo, pues, con la adusta solemnidad, porque, igual, el tequeño terminó siendo devorado.

 

Y, aunque no hay una preocupación propiamente “metalingüística”, en la sección llamada “Diccionario fugaz”, Coral se aventura, creo que con un resultado feliz, a la construcción de un bello neologismo: “Diamente”, que es el título de un brevísimo poema (“No pensar / hasta que el cielo cristalice / en mi cabeza”). Es, creo que los versos lo explican, una contracción de diamante con mente: la mente como un cristal celeste, de cielo.

 

Mucho más podría decirse acerca de la poesía de Víctor Coral. Por ahora, solo me quedo en lo ya dicho; habrá, sin duda, oportunidad, para extenderme un poco más. Mientras tanto, trataré de responder la “inocente pregunta” que nos hace, en uno de sus poemas, como un reto: “¿Hay alguna página palabra o silencio /que no convoque a la nada?”. La respuesta es, definitivamente, no. Todas las palabras no solo convocan, también nos llevan a la nada y a la totalidad, y los silencios (voy a decirlo con este oxímoron que ya es moneda corriente) también son sonoros. Y la poesía es todo, pero también es nada. Y es silencio y estruendo. La poesía de Víctor Coral lo es.


© Bernardo Rafael Álvarez






viernes, 16 de octubre de 2020

CONTRA LA ORFANDAD: LA POESÍA DE JUAN CARLOS LUCANO

 




Hace tres años (en agosto del 2017) acompañé a Juan Carlos Lucano en la presentación de su bello poemario El reino de las desolaciones, en la Feria Internacional de Libro de Lima. En tal ocasión, tras citar unas palabras del historiador Félix Ávarez Brun respecto de la literatura ancashina, dije que -además de la narración- a lo que debíamos referirnos, imprescindiblemente -porque nos da testimonio valioso del talento creativo que hay en Ancash- es la poesía; y, bueno, solo como una muestra, mencioné a dos poetas: Juan Ojeda y Mario Luna; este, uno de los fundadores del Movimiento Hora Zero, y el otro, uno de los más notables de la llamada "Generación del 6j0". Dije, al hablar de este poeta, que, más que la lírica o, mejor dicho, en lugar de ella, él prefirió la verdad (como una certera pedrada en el ojo, en la conciencia); eso fue la poesía suya, que tiene mucho de reflexión filosófica.  

Aquella certeza –respecto del quehacer poético de Juan- me llevó directamente a afirmar esto que hoy repito, convencido: un poeta que, como Ojeda, también prefiere la verdad, es Juan Carlos Lucano. Lo dije, por cierto, aludiendo al libro que entonces se presentaba: poesía no precisamente para el “goce” ni la complacencia sino, tal vez, para el desconcierto y la duda frente a nuestro caminar, casi desfalleciente, sobre la tierra que pisamos, y, también, poesía de la desconfianza.

 

         Sí, pues. Es que Juan Carlos Lucano con su poética pretendería (lo que Paul Celán dijo haber encontrado en la poesía alemana) “desconfiar de lo bello” e intentar, insobornablemente, ser veraz, desoladamente veraz. Porque la poesía es, de principio a fin, verdad. Y la verdad poética es la más noble de todas las verdades, la que no se deja manosear, a la que nadie le puede “romper la mano”, por insobornable. La poesía no es –estoy convencido- el “reino de las desolaciones”, pero gracias a su mirada podemos reconocer que la realidad que nos rodea nos ofrece, cruel, muchas razones para la angustia, para la aflicción, es decir, para sentirnos desolados. Pero, gracias a Dios, la poesía también nos salva, para eso existe; tal vez no sea creadora de realidades, pero sí de felicidad y –repito- de verdad.  La de Juan Carlos Lucano es eso: poesía de verdad.

 

Y, bueno, lo que digo queda corroborado con el nuevo poemario que hoy sale a la luz, Una estancia en el abismo, título que –estoy seguro que los lectores ya se dieron cuenta- nos remite o, digamos mejor, nos recuerda a ese genial poeta de la fugacidad perpetua: Arthur Rimbaud, autor de Una temporada en el Infierno.[1]

 

Claro, vivir en el Infierno no es (supongo, ¿no?) lo mismo que estar en el abismo; pero debe ser también dramático, terrible. Este libro de Lucano creo que bien podría ser considerado algo así como el siguiente capítulo de El reino de las desolaciones, porque, me parece, desolación es lo que se sigue envolviendo al poeta, motivado acaso por la soledad. Dice: Estoy cansado de este cansancio / Que me arrebata el sueño en un instante / Y me estrella contra el suelo. Estremecedor, realmente. ¿Qué puede ser más cruel para un poeta, que sentir que sus sueños son arrebatados? El sueño, como desborde de la imaginación, es la materia esencial del poema, y la palabra su medio expresivo. Vicente Huidobro dijo hace cerca de cien años: “Yo tengo derecho a querer ver una flor que anda o un rebaño de ovejas atravesando el arco iris”; cierto: y nadie puede quitarle al poeta ese derecho. Lucano lo sabe. Lucano ejercita ese derecho. Sin embargo, no puede sustraerse a los dolores del mundo (de ese que le rodea, y ese que habita en él). Es su abismo, nuestro abismo. Abismo del que, quiera o no el poeta, nunca caerá al fuego del Infierno, a pesar de lo doloroso de algunas vivencias: Estoy recogiendo mis despojos / Y vendiéndolos para poder sobrevivir; aunque, creo, podría ser dable pensar que más dramático y terrible que caer es vivir en el filo del abismo, con la angustia de no saber en qué momento puede ocurrir lo peor.

 

Juan Carlos nació en Chimbote, una ciudad respecto de cuya producción poética los críticos literarios, y sobre todo los lectores, creo que desde hace bastante tiempo ya debieran haber puesto atención. Sin embargo, creo que no es impertinente decir que, respecto de Chimbote, hace un buen número de años, acaso podía haberse tenido poca esperanza en cuanto se refiere a la cultura y, en especial, respecto de la creación artística y literaria. Durante mucho tiempo vivió en una suerte de infierno muy peculiar, el infierno de la bonanza; aquella realidad de la que habló nuestro taita José María Arguedas en su novela inconclusa, El zorro de arriba y el zorro de abajo. Le dio al Perú el privilegio de ser el primer productor de harina de pescado en el mundo, y obviamente generó orgullo y divisas económicas, pero –como bien señaló el historiador Félix Álvarez Brun, en el texto al que aludí antes, esto “no tuvo el mismo correlato respecto de aquella ciudad ubicada en la bahía del Ferrol”[2] (de su gente, precisaría yo). Recuerdo (hablo de los años de la década de 1960) se hablaba de Chimbote como un lugar peligroso y, en cambio, de Trujillo se decía “ciudad culta”. Las cosas han cambiado, felizmente: ahora es un centro, un foco en realidad, de cultura: una ciudad que, sí, hoy es motivo de orgullo, de verdadero y justo orgullo. Regocijarse por las riquezas espirituales es lo más digno, pues.

 

Juan Carlos Lucano, que es autor de los poemarios “Rosas negras” (2005), “La hora secuestrada” (2006), el libro de crítica literaria “La intimidad de la invención” (2011) y también de “El reino de las desolaciones” (2016), nos presenta, ahora: Una estancia en el abismo, un poemario del cual ya dije antes algunas palabras.

 

¿Se siente desolado nuestro poeta? ¿Siente que le han secuestrado las horas, y que no hay rosas rojas? Puede ser, pero –no me cabe duda- está convencido de que, a pesar de que pueda generar desconfianza, la poesía salva, redime, eleva; impide caer –literalmente- al precipicio. Es comprensible (porque no todo es un lecho de rosas, no estamos en un paraíso) que atraviese estados de desfallecimiento que lo empujen a decir que He llegado a un punto / En el que hasta mi carca me pesa y que, como el coronel, en la novela de García Márquez, esté en la larga espera inútil de una propuesta que no llega y se agote sentado aguardando una noticia feliz que no se acerca, o que le hiera la soledad que experimenta, esa soledad que es la capacidad de tocar tu distancia. Sí, es comprensible: a todos nos pasa. Sin embargo (y no obstante la separación física que lo atormenta), puede también sentir que en su corazón hay una razón para ser feliz: la protección amorosa que le brinda, espiritualmente, a su hija. Una felicidad envuelta en el dolor: Porque tú no tienes padre que te relate un cuento por las noches / Y yo no tengo la hija que escuche una fábula por las tardes.

 

¿La poesía debe ser, siempre, la expresión excelsa de todo lo noble que hay en la vida? No. También la rudeza y lo crudo del sufrimiento; también la rabia y la impotencia; también lo que para algunos puede ser reprobable: la indignación descontrolada del hombre defraudado: Soy tu macho cuando el otro ingresa en tu lecho. Es que la poesía es una puerta por la cual sale a veces, como un río embravecido, lo inconsiderado e irreflexivo de la sinceridad. Somos humanos, pues, y no dioses impolutos.

 

La poesía salva, dije. Los sueños. Y dice bien el poeta: Si quieres soportar el tiempo, hermano / Ve, apura / Y agárrate firme de un sueño… Hay que soñar, es verdad, para que –aun estando en el filo del abismo- no sucumbamos en el fondo inicuo de la desesperanza. Es lo que nos enseña la poesía; y esto es lo que nos aconseja, finalmente, nuestro poeta: Solo corre a abrazar a esos mil huérfanos / A esos que has dejado solos, olvidados. Poesía como exigencia: hacer de humanidad, al menos un gesto de nobleza magnánima, que nos una en un abrazo (ese abrazo que tanta falta nos hace ahora, en estos días de dolor y desesperanza). ¡Bien, Juan Carlos! Yo te abrazo.

                                                                                                               © Bernardo Rafael Álvarez


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[1] Uso esta expresión, “fugacidad perpetua”, porque quiero aludir al hecho de que Rimbaud hizo poesía solo hasta los veinte años y luego se dedicó a cualquier otra cosa, que nada tenía que ver con la nobleza de escribir poemas.

[2] Félix Álvarez Brun: Bahía fecunda. En: Diario la Industria, Chimbote, 16 de octubre del 2004.


domingo, 4 de octubre de 2020

MONSE, MONSE, MONSE... / Un peruanismo en el Diccionario de la Lengua Española

 

Imaginemos: «Es la hora del almuerzo y me dispongo a ingresar en un restaurante, donde pido que me sirvan un menú: sopa de casa, lentejas con arroz y crema volteada. Consumo todo el segundo y el postre, pero -tras probarla- dejo la sopa. Enseguida pido la cuenta, y el mozo, que se acerca con un papelito en la mano, me pregunta: "¿Señor, por qué no comió la sopa?" y yo, medio fastidiado, le digo que no la comí porque era una sopa aburrida. Él se queda perplejo, con las monedas que le di en la mano, y yo me voy».

Historia absurda, ¿verdad? Claro. Y, sin ninguna duda, ustedes han detenido la mirada en una sola palabra, que es la causante del «siniestro» o «vandalismo» lingüístico. Sin embargo, aunque parezca increíble, hay razones para afirmar que todo anda bien en el texto; «académicamente» bien, quiero decir. Explico.

Para referirnos -calificándolo- a algo que nos resulta desagradable (por -según de qué se trate- su sabor, sus formas, sus colores, su modo de ser, etc.), podemos decir: feo, horrible, atroz, insufrible, en fin; pero, particularmente, en el Perú, tenemos además un muy simpático adjetivo de uso coloquial, cuyo origen es incierto. Decimos «monse». «-¿Qué te pareció esa película? // -Monse"; «-Quiero ponerme esta camisa, ¿qué te parece? //-Ponte otra, porque esta es monse»; «¿Has visto? Qué monse el pata con el que sale Isabelita»; "Este Congreso es el más monse de los últimos tiempos».

Bien. El Diccionario de la Lengua Española (DLE)*, registra lo siguiente, respecto del peruanismo que acabo de mencionar: «adj. coloq. Perú. aburrido». Una sola palabra y, ¡saz!, la definición. Y, como sabemos, cuando una palabra es definida con otra y no con una frase explicativa, simplemente estamos ante dos sinónimos, y no exactamente ante una palabra y su significado. Ergo: «monse» es sinónimo de «aburrido». Y, obvio, si esto es así quiere decir -como lo di a entender en la historia que puse al principio- que, a la inversa, lo que es monse es eso: aburrido.

En otras palabras, ateniéndonos a lo que afirma la «docta corporación matritense», en nuestro país resultaría gramaticalmente correcto calificar a una sopa desagradable -es decir, monse- como aburrida, que causa aburrimiento. Pero no, no es así.

¿Por qué? Porque «monse», es un adjetivo peruano -efectivamente, de uso coloquial- que no tiene uno, sino varios significados que, en realidad, son sus sinónimos: desagradable, feo, malo, insípido, sin importancia, de baja calidad; y, claro, también es usado para referirse a una persona aburrida, pero -entiéndase- no precisamente porque «aburrido» sea sinónimo de «monse», sino porque una persona aburrida (que por su modo de ser nos genera aburrimiento) no nos cae bien que digamos, es decir, es desagradable, nos resulta insípida: es monse, pues.

Lo que ha hecho la Academia -erróneamente, por mal aconsejada- ha sido admitir y registrar como acepción de «monse» solamente una, pero la menos acertada: «aburrido». 

Creo que una de las más aceptables definiciones es la que consigna Lauro Pino en su librito Jerga Criolla y Peruanismos**: «Monse. adj. De escasa calidad» (una película monse, por ejemplo). 

No fue, naturalmente (de esto estoy convencido), la Academia Peruana de la Lengua la que contribuyó con este pobre y lamentable aporte semántico (en la vigésima segunda edición -año 2001- del Diccionario ya está); tampoco el Diccionario de Peruanismos*** de Juan Álvarez Vita, cuya primera edición es de 1990; digo esto porque la acepción «Perú. 1. Adj. coloq. Aburrido», considerada por el diplomático y lexicografía peruano, recién aparece en la 2a. edición de su repertorio, publicada el año 2009 (en la anterior, de 1990, se decía: «Dícese de una persona mediocre». Lo cierto es que, como en otros casos, la RAE falló (segunda acepción de "fallar": no acertar, equivocarse).

No fue, repito, la Academia Peruana de la Lengua, institución fundada por Ricardo Palma en 1887, porque creo que es una de las más cuidadosas instituciones de la Asociación de Academias de la Lengua Española; el Diccionario de Peruanismos que publicó el año 2016 es, me parece -a pesar de ser perfectible- muestra de ello. Veamos cómo define al vocablo de marras el lexicón elaborado por un equipo de lexicógrafos, bajo la dirección de Julio Calvo Pérez: «1. adj./com. ‘coloq’. Que carece de astucia, destreza y habilidad»; y también: «2. Adj.<Referido a personas, animales, cosas o hechos> Aburrido, incapaz de divertir»; y pone estos ejemplos: "Un delincuente, o mejor dicho un choro monse ingresó a robar a un hotel pero terminó herido en el rostro, nada menos que por su propia arma" (inexperto, de «mala calidad»); «la fiesta es el verdadero aburrimiento; o sea está recontramonse» (al ser aburrida, se convierte en desagradable: monse). Definitivamente, esto es mucho mejor que lo hecho por la RAE.

La de la RAE es, pues, una definición monse. 

La pobre y desacertada definición que encontramos en el DLE hubiera resultado razonable si es que, al menos, hubiesen agregado una explicación, o algún ejemplo ilustrativo. Ojalá en una siguiente edición, la cosa cambie (¿Será pedir peras al olmo? Seamos optimistas****).


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*Real Academia Española: Diccionario de la Lengua Española. Vigésima Segunda Edición. Madrid, 2001.

**Lauro Pino: Jerga Criolla y Peruanismos. Industrial Gráfica S. A., Lima, 1968.

***Juan Álvarez Vita: Diccionario de Peruanismos. 2a. Edición, Lima, 2009.

****Optimistas, sí. Porque pareciera que no está tan lejos la posibilidad de que en el DLE el vocablo monse aparezca mejor definido. Al menos en el Diccionario de americanismos (2010) (publicado por la Asociación de Academias de la Lengua Española, ASALE) ya hay un avance, que la RAE tal vez tome en cuenta:  "monse. // I. 1. adj/sust. Pe. Referido a persona, tonta, torpe. pop. // II. 2. adj. Pe. Referido a cosa, aburrido".

 

                                                                                                                          © Bernardo Rafael Álvarez