viernes, 16 de octubre de 2020

CONTRA LA ORFANDAD: LA POESÍA DE JUAN CARLOS LUCANO

 




Hace tres años (en agosto del 2017) acompañé a Juan Carlos Lucano en la presentación de su bello poemario El reino de las desolaciones, en la Feria Internacional de Libro de Lima. En tal ocasión, tras citar unas palabras del historiador Félix Ávarez Brun respecto de la literatura ancashina, dije que -además de la narración- a lo que debíamos referirnos, imprescindiblemente -porque nos da testimonio valioso del talento creativo que hay en Ancash- es la poesía; y, bueno, solo como una muestra, mencioné a dos poetas: Juan Ojeda y Mario Luna; este, uno de los fundadores del Movimiento Hora Zero, y el otro, uno de los más notables de la llamada "Generación del 6j0". Dije, al hablar de este poeta, que, más que la lírica o, mejor dicho, en lugar de ella, él prefirió la verdad (como una certera pedrada en el ojo, en la conciencia); eso fue la poesía suya, que tiene mucho de reflexión filosófica.  

Aquella certeza –respecto del quehacer poético de Juan- me llevó directamente a afirmar esto que hoy repito, convencido: un poeta que, como Ojeda, también prefiere la verdad, es Juan Carlos Lucano. Lo dije, por cierto, aludiendo al libro que entonces se presentaba: poesía no precisamente para el “goce” ni la complacencia sino, tal vez, para el desconcierto y la duda frente a nuestro caminar, casi desfalleciente, sobre la tierra que pisamos, y, también, poesía de la desconfianza.

 

         Sí, pues. Es que Juan Carlos Lucano con su poética pretendería (lo que Paul Celán dijo haber encontrado en la poesía alemana) “desconfiar de lo bello” e intentar, insobornablemente, ser veraz, desoladamente veraz. Porque la poesía es, de principio a fin, verdad. Y la verdad poética es la más noble de todas las verdades, la que no se deja manosear, a la que nadie le puede “romper la mano”, por insobornable. La poesía no es –estoy convencido- el “reino de las desolaciones”, pero gracias a su mirada podemos reconocer que la realidad que nos rodea nos ofrece, cruel, muchas razones para la angustia, para la aflicción, es decir, para sentirnos desolados. Pero, gracias a Dios, la poesía también nos salva, para eso existe; tal vez no sea creadora de realidades, pero sí de felicidad y –repito- de verdad.  La de Juan Carlos Lucano es eso: poesía de verdad.

 

Y, bueno, lo que digo queda corroborado con el nuevo poemario que hoy sale a la luz, Una estancia en el abismo, título que –estoy seguro que los lectores ya se dieron cuenta- nos remite o, digamos mejor, nos recuerda a ese genial poeta de la fugacidad perpetua: Arthur Rimbaud, autor de Una temporada en el Infierno.[1]

 

Claro, vivir en el Infierno no es (supongo, ¿no?) lo mismo que estar en el abismo; pero debe ser también dramático, terrible. Este libro de Lucano creo que bien podría ser considerado algo así como el siguiente capítulo de El reino de las desolaciones, porque, me parece, desolación es lo que se sigue envolviendo al poeta, motivado acaso por la soledad. Dice: Estoy cansado de este cansancio / Que me arrebata el sueño en un instante / Y me estrella contra el suelo. Estremecedor, realmente. ¿Qué puede ser más cruel para un poeta, que sentir que sus sueños son arrebatados? El sueño, como desborde de la imaginación, es la materia esencial del poema, y la palabra su medio expresivo. Vicente Huidobro dijo hace cerca de cien años: “Yo tengo derecho a querer ver una flor que anda o un rebaño de ovejas atravesando el arco iris”; cierto: y nadie puede quitarle al poeta ese derecho. Lucano lo sabe. Lucano ejercita ese derecho. Sin embargo, no puede sustraerse a los dolores del mundo (de ese que le rodea, y ese que habita en él). Es su abismo, nuestro abismo. Abismo del que, quiera o no el poeta, nunca caerá al fuego del Infierno, a pesar de lo doloroso de algunas vivencias: Estoy recogiendo mis despojos / Y vendiéndolos para poder sobrevivir; aunque, creo, podría ser dable pensar que más dramático y terrible que caer es vivir en el filo del abismo, con la angustia de no saber en qué momento puede ocurrir lo peor.

 

Juan Carlos nació en Chimbote, una ciudad respecto de cuya producción poética los críticos literarios, y sobre todo los lectores, creo que desde hace bastante tiempo ya debieran haber puesto atención. Sin embargo, creo que no es impertinente decir que, respecto de Chimbote, hace un buen número de años, acaso podía haberse tenido poca esperanza en cuanto se refiere a la cultura y, en especial, respecto de la creación artística y literaria. Durante mucho tiempo vivió en una suerte de infierno muy peculiar, el infierno de la bonanza; aquella realidad de la que habló nuestro taita José María Arguedas en su novela inconclusa, El zorro de arriba y el zorro de abajo. Le dio al Perú el privilegio de ser el primer productor de harina de pescado en el mundo, y obviamente generó orgullo y divisas económicas, pero –como bien señaló el historiador Félix Álvarez Brun, en el texto al que aludí antes, esto “no tuvo el mismo correlato respecto de aquella ciudad ubicada en la bahía del Ferrol”[2] (de su gente, precisaría yo). Recuerdo (hablo de los años de la década de 1960) se hablaba de Chimbote como un lugar peligroso y, en cambio, de Trujillo se decía “ciudad culta”. Las cosas han cambiado, felizmente: ahora es un centro, un foco en realidad, de cultura: una ciudad que, sí, hoy es motivo de orgullo, de verdadero y justo orgullo. Regocijarse por las riquezas espirituales es lo más digno, pues.

 

Juan Carlos Lucano, que es autor de los poemarios “Rosas negras” (2005), “La hora secuestrada” (2006), el libro de crítica literaria “La intimidad de la invención” (2011) y también de “El reino de las desolaciones” (2016), nos presenta, ahora: Una estancia en el abismo, un poemario del cual ya dije antes algunas palabras.

 

¿Se siente desolado nuestro poeta? ¿Siente que le han secuestrado las horas, y que no hay rosas rojas? Puede ser, pero –no me cabe duda- está convencido de que, a pesar de que pueda generar desconfianza, la poesía salva, redime, eleva; impide caer –literalmente- al precipicio. Es comprensible (porque no todo es un lecho de rosas, no estamos en un paraíso) que atraviese estados de desfallecimiento que lo empujen a decir que He llegado a un punto / En el que hasta mi carca me pesa y que, como el coronel, en la novela de García Márquez, esté en la larga espera inútil de una propuesta que no llega y se agote sentado aguardando una noticia feliz que no se acerca, o que le hiera la soledad que experimenta, esa soledad que es la capacidad de tocar tu distancia. Sí, es comprensible: a todos nos pasa. Sin embargo (y no obstante la separación física que lo atormenta), puede también sentir que en su corazón hay una razón para ser feliz: la protección amorosa que le brinda, espiritualmente, a su hija. Una felicidad envuelta en el dolor: Porque tú no tienes padre que te relate un cuento por las noches / Y yo no tengo la hija que escuche una fábula por las tardes.

 

¿La poesía debe ser, siempre, la expresión excelsa de todo lo noble que hay en la vida? No. También la rudeza y lo crudo del sufrimiento; también la rabia y la impotencia; también lo que para algunos puede ser reprobable: la indignación descontrolada del hombre defraudado: Soy tu macho cuando el otro ingresa en tu lecho. Es que la poesía es una puerta por la cual sale a veces, como un río embravecido, lo inconsiderado e irreflexivo de la sinceridad. Somos humanos, pues, y no dioses impolutos.

 

La poesía salva, dije. Los sueños. Y dice bien el poeta: Si quieres soportar el tiempo, hermano / Ve, apura / Y agárrate firme de un sueño… Hay que soñar, es verdad, para que –aun estando en el filo del abismo- no sucumbamos en el fondo inicuo de la desesperanza. Es lo que nos enseña la poesía; y esto es lo que nos aconseja, finalmente, nuestro poeta: Solo corre a abrazar a esos mil huérfanos / A esos que has dejado solos, olvidados. Poesía como exigencia: hacer de humanidad, al menos un gesto de nobleza magnánima, que nos una en un abrazo (ese abrazo que tanta falta nos hace ahora, en estos días de dolor y desesperanza). ¡Bien, Juan Carlos! Yo te abrazo.

                                                                                                               © Bernardo Rafael Álvarez


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[1] Uso esta expresión, “fugacidad perpetua”, porque quiero aludir al hecho de que Rimbaud hizo poesía solo hasta los veinte años y luego se dedicó a cualquier otra cosa, que nada tenía que ver con la nobleza de escribir poemas.

[2] Félix Álvarez Brun: Bahía fecunda. En: Diario la Industria, Chimbote, 16 de octubre del 2004.