Hace tres años (en agosto del 2017) acompañé a Juan Carlos Lucano en la presentación de su bello poemario El reino de las desolaciones, en la Feria Internacional de Libro de Lima. En tal ocasión, tras citar unas palabras del historiador Félix Ávarez Brun respecto de la literatura ancashina, dije que -además de la narración- a lo que debíamos referirnos, imprescindiblemente -porque nos da testimonio valioso del talento creativo que hay en Ancash- es la poesía; y, bueno, solo como una muestra, mencioné a dos poetas: Juan Ojeda y Mario Luna; este, uno de los fundadores del Movimiento Hora Zero, y el otro, uno de los más notables de la llamada "Generación del 6j0". Dije, al hablar de este poeta, que, más que la lírica o, mejor dicho, en lugar de ella, él prefirió la verdad (como una certera pedrada en el ojo, en la conciencia); eso fue la poesía suya, que tiene mucho de reflexión filosófica.
Aquella certeza
–respecto del quehacer poético de Juan- me llevó directamente a afirmar esto
que hoy repito, convencido: un poeta que, como Ojeda, también prefiere la
verdad, es Juan Carlos Lucano. Lo dije, por cierto, aludiendo al libro que
entonces se presentaba: poesía no precisamente para el “goce” ni la
complacencia sino, tal vez, para el desconcierto y la duda frente a nuestro
caminar, casi desfalleciente, sobre la tierra que pisamos, y, también, poesía
de la desconfianza.
Y, bueno, lo que
digo queda corroborado con el nuevo poemario que hoy sale a la luz, Una
estancia en el abismo, título que –estoy seguro que los lectores ya se
dieron cuenta- nos remite o, digamos mejor, nos recuerda a ese genial poeta de
la fugacidad perpetua: Arthur Rimbaud, autor de Una temporada en el
Infierno.[1]
Claro, vivir en el
Infierno no es (supongo, ¿no?) lo mismo que estar en el abismo; pero debe ser
también dramático, terrible. Este libro de Lucano creo que bien podría ser
considerado algo así como el siguiente capítulo de El reino de las
desolaciones, porque, me parece, desolación es lo que se sigue envolviendo
al poeta, motivado acaso por la soledad. Dice: Estoy cansado de este
cansancio / Que me arrebata el sueño en un instante / Y me estrella contra el
suelo. Estremecedor, realmente. ¿Qué puede ser más cruel para un poeta, que
sentir que sus sueños son arrebatados? El sueño, como desborde de la
imaginación, es la materia esencial del poema, y la palabra su medio expresivo.
Vicente Huidobro dijo hace cerca de cien años: “Yo tengo derecho a querer ver
una flor que anda o un rebaño de ovejas atravesando el arco iris”; cierto: y
nadie puede quitarle al poeta ese derecho. Lucano lo sabe. Lucano ejercita ese
derecho. Sin embargo, no puede sustraerse a los dolores del mundo (de ese que
le rodea, y ese que habita en él). Es su abismo, nuestro abismo. Abismo del
que, quiera o no el poeta, nunca caerá al fuego del Infierno, a pesar de lo
doloroso de algunas vivencias: Estoy recogiendo mis despojos / Y
vendiéndolos para poder sobrevivir; aunque, creo, podría ser dable pensar
que más dramático y terrible que caer es vivir en el filo del abismo, con la
angustia de no saber en qué momento puede ocurrir lo peor.
Juan Carlos nació
en Chimbote, una ciudad respecto de cuya producción poética los críticos
literarios, y sobre todo los lectores, creo que desde hace bastante tiempo ya
debieran haber puesto atención. Sin embargo, creo que no es impertinente decir
que, respecto de Chimbote, hace un buen número de años, acaso podía haberse
tenido poca esperanza en cuanto se refiere a la cultura y, en especial,
respecto de la creación artística y literaria. Durante mucho tiempo vivió en
una suerte de infierno muy peculiar, el infierno de la bonanza; aquella
realidad de la que habló nuestro taita José María Arguedas en su novela
inconclusa, El zorro de arriba y el zorro de abajo. Le dio al Perú
el privilegio de ser el primer productor de harina de pescado en el mundo, y
obviamente generó orgullo y divisas económicas, pero –como bien señaló el
historiador Félix Álvarez Brun, en el texto al que aludí antes, esto “no tuvo
el mismo correlato respecto de aquella ciudad ubicada en la bahía del Ferrol”[2] (de su gente, precisaría
yo). Recuerdo (hablo de los años de la década de 1960) se hablaba de Chimbote
como un lugar peligroso y, en cambio, de Trujillo se decía “ciudad culta”. Las
cosas han cambiado, felizmente: ahora es un centro, un foco en realidad, de
cultura: una ciudad que, sí, hoy es motivo de orgullo, de verdadero y justo
orgullo. Regocijarse por las riquezas espirituales es lo más digno, pues.
Juan Carlos
Lucano, que es autor de los poemarios “Rosas
negras” (2005), “La hora secuestrada” (2006), el libro de crítica literaria “La
intimidad de la invención” (2011) y también de “El reino de las
desolaciones” (2016), nos presenta, ahora: Una estancia en el abismo,
un poemario del cual ya dije antes algunas palabras.
¿Se siente
desolado nuestro poeta? ¿Siente que le han secuestrado las horas, y que no hay
rosas rojas? Puede ser, pero –no me cabe duda- está convencido de que, a pesar
de que pueda generar desconfianza, la poesía salva, redime, eleva; impide caer
–literalmente- al precipicio. Es comprensible (porque no todo es un lecho de
rosas, no estamos en un paraíso) que atraviese estados de desfallecimiento que
lo empujen a decir que He llegado a un punto / En el que hasta mi carca
me pesa y que, como el coronel, en la novela de García Márquez, esté
en la larga espera inútil de una propuesta que no llega y se
agote sentado aguardando una noticia feliz que no se acerca, o que
le hiera la soledad que experimenta, esa soledad que es la capacidad de
tocar tu distancia. Sí, es comprensible: a todos nos pasa. Sin embargo (y
no obstante la separación física que lo atormenta), puede también sentir que en
su corazón hay una razón para ser feliz: la protección amorosa que le brinda,
espiritualmente, a su hija. Una felicidad envuelta en el dolor: Porque
tú no tienes padre que te relate un cuento por las noches / Y yo no tengo la
hija que escuche una fábula por las tardes.
¿La poesía debe
ser, siempre, la expresión excelsa de todo lo noble que hay en la vida? No.
También la rudeza y lo crudo del sufrimiento; también la rabia y la impotencia;
también lo que para algunos puede ser reprobable: la indignación descontrolada
del hombre defraudado: Soy tu macho cuando el otro ingresa en tu lecho.
Es que la poesía es una puerta por la cual sale a veces, como un río
embravecido, lo inconsiderado e irreflexivo de la sinceridad. Somos humanos,
pues, y no dioses impolutos.
La poesía salva, dije. Los sueños. Y dice bien el poeta: Si quieres soportar el tiempo, hermano / Ve, apura / Y agárrate firme de un sueño… Hay que soñar, es verdad, para que –aun estando en el filo del abismo- no sucumbamos en el fondo inicuo de la desesperanza. Es lo que nos enseña la poesía; y esto es lo que nos aconseja, finalmente, nuestro poeta: Solo corre a abrazar a esos mil huérfanos / A esos que has dejado solos, olvidados. Poesía como exigencia: hacer de humanidad, al menos un gesto de nobleza magnánima, que nos una en un abrazo (ese abrazo que tanta falta nos hace ahora, en estos días de dolor y desesperanza). ¡Bien, Juan Carlos! Yo te abrazo.
© Bernardo Rafael Álvarez
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[1] Uso esta expresión,
“fugacidad perpetua”, porque quiero aludir al hecho de que Rimbaud hizo poesía
solo hasta los veinte años y luego se dedicó a cualquier otra cosa, que nada
tenía que ver con la nobleza de escribir poemas.
[2] Félix Álvarez Brun: Bahía
fecunda. En: Diario la Industria, Chimbote, 16 de octubre del 2004.