jueves, 26 de junio de 2014

PALLASCA (Aguafuerte, en la onda de Chagall)


(De carne y hueso + tierra húmeda + hierba sumamente
Verde & cabras & ovejas que rebotan su idioma
Cotidiano en las paredes de barro de las casa atadas
Al cielo. Voz de madre como girasol en los patios:
Testimonio inagotable del día, te acuestas y la noche
Ya está durmiendo/ Gallinas cluecas -¡chisha!- espan-
Tadas: viejas perseguidas por la lluvia de relámpagos.
¡Corre, Cástula!, chicharrones con mote para la abuela.
Ramitos de patao entre los dedos, coloración de alegría
Asida a los ojos y las calles empedradas. Mayo, mayo:
Mi primer amor tenía escarabajos en las manos. Ding,
Dong, dang, campanas inquisidoras. Bañistas de Renoir
Buscando conejos zonzos en el cementerio. Con tu música de
Carrizo, toro de trapo, pelo de choclo sobre tu enjalma,
Se aleja la noche de almíbar, como pañuelo: lagartija la
Luna, se descuelga por el Chonta. Lavanderas han
Menstruado bajo los alisos y la cantárida en mi frente,
Cosquillea. ¡Ganarán virtudes, amigos míos, a las doce
En medio de las chacras; pero vuelvan al poblado,
Con el sol tierno en los bolsillos!)

Y a un costado, yo, pálido, con
El pantalón roto y el corazón oxidado, observando el
Suicidio de cungules en el manantial sin agua.

___________
(Lima, circa 1979)

viernes, 20 de junio de 2014

Textos narrativos del escritor peruano Carlos “Coco” Meneses*


0.


                                      LOS  GOLES  DE  DON MEDARDO



   Era un asiduo del café de Dagoberto. Se sentaba con unos amigos en una de las mesas del fondo para jugar a las damas, no al ajedrez porque sus colegas eran neófitos en ese juego o leía el diario y hacia comentarios que los otros aceptaban sin discutir. Cuando alguno empezaba a hablar de fútbol él amenazaba con dejar su sitio y emigrar a otra mesa con su taza de café en la mano. Cambiaban el tema de conversación inmediatamente. No estaban dispuestos a que don Medardo, a quien algunos llamaban  despectivamente el intelectual, se les alejara. Cómo dejar que el sabio del pueblo los abandone. El maestro de la única escuela del lugar aceptaba las disculpas, reiteraba que era la enésima vez que pedía que no se mencionara ese tema que era tabú en sus reuniones.
 
      Todos sabían que don Medardo tenía los pies planos, pero no todos eran conocedores del motivo de su casi invisible cojera. Él con los años había logrado disimularla cada vez más al punto que quienes lo veían muy de cuando en cuando no la percibían. Era locuaz con sus amigos y también con sus alumnos, pero solía encerrarse en un alarmante mutismo cuando se hallaba rodeado de gente que no le era simpática. Aunque su timidez saltaba a la vista aun del más distraído, fuera de su casa y ante amigos de mucha confianza daba rienda suelta a todas sus elucubraciones.  Su enérgica y siempre descontenta esposa cercenaba con una sola voz de desagrado cualquier manifestación de esas raras investigaciones a las que se dedicaba su marido.

     El vio entrar en el café de Dagoberto a un hombre cuarentón, alto, muy bien vestido y acompañado por otros dos de apariencia similar. El alto y espigado no le era desconocido pero no pertenecía a su reducido círculo de amistades. Sabía muy bien don Medardo que se trataba del dueño de una de las mejores bodegas de la comarca y que sus vinos eran verdadera delicia, pero él sólo en una ocasión había podido adquirir una botella. Lucas uno de sus más fervorosos acompañantes, que veinte años atrás había sido su alumno, le había insinuado que procurara trabar amistad con ese bodeguero y que entonces el logro de algunas botellas de sus caldos estaría asegurada. Pero el maestro Medardo rechazaba  con alguna altivez esa propuesta.

      Los tres individuos que no eran habituales en el modesto café de Dagoberto quedaron sentados en mesa vecina a la de don Medardo y sus amigos. Hablaban en voz baja como si  lo que trataban fuera una conspiración política, no obstante algo llegó a los finos oídos del maestro. Estuvo a punto de trasmitir lo captado a sus amigos, pero se abstuvo, era mejor esperar a tener mayor información. Hasta hubo un momento en que le4 pareció que debería ponerse de pie e ir hasta la mesa vecina para intervenir en la conversación. Le molestaba que esos señores tan bien vestidos dejaran en evidencia sus grandes dudas y temores.

    Ni él mismo supo qué fue que lo impulsó a responder a las titubeantes palabras de sus vecinos. Por qué no supo mantenerse callado como casi siempre ocurría cuando se trataba de desconocidos.  Fue algo así como si las palabras fueran de azogue y escaparan de su boca. Después de lanzada la frase venía el arrepentimiento. Ya en contadas ocasiones anteriores le había ocurrido algo similar, y hasta se había sonrojado al comprobar su impertinencia. Por supuesto  nada de eso debía llegar a su asargentada esposa. Los que quedaron como petrificados fueron sus amigos, pero no se atrevieron a llamarle la atención.

-             Ganarán los Ases – fue como una proclama.
-              
   No se atrevió a mirar hacia la mesa vecina. Se dio perfecta cuenta de su brusca intromisión y quedó callado por un momento, con las mejillas arreboladas  y sin saber qué decir a quienes lo acompañaban.  El elegante bodeguero dirigió una mirada cargada de curiosidad, hasta había una insinuación de sonrisa bajo el fino bigote castaño. Como nadie le respondió ni de palabra ni con los ojos, de inmediato volvió a la sostenida charla en tono quedo con sus amigos.

-             Si empatamos podemos darnos con un hierro en los dientes -, dijo muy circunspecto y los otros dos le llevaron el amén.
-              
-             El rival es difícil, lleva muchos partidos sin perder -, acotó uno de los amigos del bodeguero.

    Don Medardo se olvidó por un momento de lo que él mismo llamaría falta de educación por haber irrumpido en una charla que no le concernía, y volvió a la conversación que sostenía con sus compañeros. Reinició su perorata  sobre el error que representaba creer en la suerte. La suerte, les dijo a sus camaradas, es como una mujer esquiva que termina  aceptando al hombre que mejor sabe seducirla. A Lucas, a Bonifacio y a Rubén, les rondó una pregunta que no llegaron a emitir. ¿Cómo se seduce a la suerte?.

     El maestro Medardo, decía con algún orgullo no haber  presenciado nunca un partido de fútbol, que huía de conversaciones sobre ese deporte, y que le parecía indignante que se gastara papel y tinta en diarios deportivos. Sin embargo entre sus más allegados corría el rumor de que aunque no era hombre mentiroso sino fantasioso y que su odio al fútbol era uno de sus tantos inventos con sabor a falsedad.

  Don Medardo   miró por un instante al bodeguero y sintió la necesidad de encadenar algunas palabras más a la frase que momentos antes había lanzado al aire. Sentía como una extraña necesidad de epatar a esos señores que habían venido a charlar sobre sus cuitas a un lugar en el que desentonaban por sus vestimentas. Ni él mismo sabía descifrar qué lo impulsaba a seguir infringiendo las leyes de la buena educación. Sus amigos habían estado oyendo muy atentos las opiniones del maestro sobre la esquiva suerte y casi habían olvidado el grito de guerra que había lanzado ese hombre tan pacífico.

-             Los Ases ganarán por dos a uno-, gritó sin dirigirse a nadie, como un chiquillo impertinente que da berridos mortificando a los mayores.
-              
   Los amigos que lo rodeaban volvieron a quedar fríos. Les parecía una falta de respeto esa brusca participación  en conversación ajena. Se asombraban de que el maestro hubiese tenido esa actitud. Consideraban que era una osadía impropia de quien es llamado, en serio por unos en burla por otros, el intelectual. Se miraron entre sí pero no pronunciaron ni una sílaba.

-          ¿Cómo puede usted estar tan seguro? – interrogó el bodeguero mirando con ojos condescendientes a don Medardo -, nuestro equipo adolece de goleadores -, hablaba en tono amigable y hasta parecía dispuesto a sostener una larga charla con el improvisado impertinente.

      El intelectual, el sabio o simplemente el maestro tenía antecedentes de brusca ruptura de sus moderados moldes de comportamiento. A pesar de su acendrada timidez, se le conocían algunos desmanes desconcertantes que hacían pensar a muchos que era un hombre que no estaba en sus cabales.

    El  bodeguero quedó un buen momento esperando respuesta, sus ojos se concentraban en la figura algo rechoncha del intelectual. En su rostro alargado, se había dibujado  una leve sonrisa, e hizo una insinuación de ponerse de pie, como si así quisiera agradecer  el alentador pronóstico. Don Medardo siempre tan timorato esta vez y sorprendiendo nuevamente a sus amigos, no se cohibió. Contestó pero sin mirar al señor de los vinos. Elevó cuanto pudo su voz grave.

-          Los delanteros ineptos serán capaces de hacer goles el domingo- debió darse cuenta de su imprudente intromisión y calló igual que si en una carrera veloz llegara al borde del precipicio.

    El bodeguero y sus amigos parecieron reverenciar a un orate simpático. Conversaron unos momentos más siempre en voz baja, luego abandonaron el café apresuradamente. Parecían tener  una cita urgente por la rapidez de sus movimientos. Miraron a la mesa de don Medardo en un intento de amable despedida sin palabras.

   Como de costumbre al llegar a su casa contó algo de lo ocurrido en el café de Dagoberto a su mujer algo entrada en carnes, más enérgica, más vital que su marido. Doña Rafaela, que aun presumía de fina silueta a pesar de sus muchos kilos, le llamó la atención acremente. El maestro como de costumbre recibió la reprimenda en silencio y con mirada compungida. Pero para sus adentros parecía estarse diciendo, qué hable lo que quiera que no me queda en la memoria ni una de sus palabras.

-          Si tú no sabes nada de eso que llaman fútbol, cómo te atreves a hacer pronósticos -, tronó la voz aguda de la mujer.

    Don Medardo se abstuvo de discusiones. Quería mantener su buen ánimo para proseguir con sus  investigaciones tan variadas sobre grandes obras literarias. A veces hablaba sólo preguntándose: ¿pero los tiburones eran tan tontos que se dejaban matar a golpes por un anciano?, y a renglón seguido lanzaba diatribas contra Hemingway,  a quien en otros momentos alababa.
   
   El domingo el maestro y su esposa, vistiendo sus mejores galas que eran antiguas y lucían su vejez con algún pudor, habían dado un paseo al mediodía, tomado el aperitivo en el café de Dagoberto y vuelto a paso cansino a casa. Las insinuaciones de ella para comer en un restaurante no encontraron eco en el marido. La pareja hacía mucho tiempo que estaba resignada a la modestia, y muy rara vez abandonaba la casa para comer en uno de los restaurantes más modestos del lugar.

-          Te gastas todo tu sueldo en comprar libros que no te dan ninguna ganancia y no te acuerdas de tu mujer – dijo ella con aspereza.

    El intelectual parecía no haber escuchado las palabras de su esposa. Se distrajo mirando un cartel que anunciaba la próxima llegada de una compañía de teatro que actuaría en la única sala con escenario que había en el pueblo. El repertorio era bueno, Lope de Vega, Schiller y Anouilh. Muchas veces las rudas insinuaciones de doña Rafaela se quedaban sin respuesta del marido. Y en esta vez no fue excepción. En silencio caminaron las pocas cuadras que quedaban hasta alcanzar la vivienda.


                                                                    
                                                                II

   Como a las siete de la tarde llamaron a la puerta. El maestro pensó que se trataba de alguno de sus alumnos que venía a pedirle que le repasara una de las lecciones de historia, o de Antón, su colega del colegio que solía visitarlo en domingo  para pedirle que le prestara un libro. Dejó su lectura encaminada a tratar de descubrir quién era y qué significaba Milton Sills, en el cuento de Borges titulado “Emma Zunz”.Anduvo los ocho o diez pasos hasta la puerta arrastrando los pies. Abrió sin entusiasmo y quedó sorprendido al tener al frente con el señor bodeguero. Esta vez sin el elegante atuendo de días pasados y con una  sonrisa cien por ciento natural bajo el fino bigote muy bien cuidado. Don Medardo en lo primero que se fijó fue en la botella que ese señor tenía en las manos. Después reparó en las personas que lo acompañaban.

-          Ganamos dos a uno, como usted dijo – manifestó con una alegría incontenible el señor bodeguero, y le alcanzó la botella de vino.

-          Me alegro – atinó a decir don Medardo-,  que ya tenía con él la botella -, espero que obtengan otros triunfos.

   El maestro en su aturdimiento por el buen obsequio sólo hizo un ademán como invitándolos a entrar a su vivienda. El bodeguero vestido muy deportivamente, le puso una mano sobre el hombro en un gesto paternal, y rehusó la invitación mostrando una gran amabilidad hacia el viejo maestro. Los dos o tres que acompañaban al caballero de los vinos también parecieron no estar dispuestos a aceptar la invitación de dos Medardo, pero se mostraban radiantes de alegría.

    El bodeguero y sus amigos se mantuvieron de pie en la puerta de calle. La charla fue breve, muy concreta. Le informaron al maestro cómo y quiénes habían marcado los goles. El señor que capitaneaba el conjunto de visitantes, y que Medardo sabía muy bien que era el presidente de Los Ases de Locumba, pero prefería dar sensación de desconocimiento, hablaba con énfasis y hasta parecía dispuesto a invitarlo a proseguir la charla en algún bar próximo. Era evidente que tenía curiosidad por saber qué lo había guiado a pronosticar el resultado del partido. Y le preguntó si anteriormente había acertado con otros encuentros de fútbol.
-          Profesor –lo llamó como lisonjeándolo el bodeguero -, ¿antes de esta oportunidad, usted había acertado con otros resultados?
-           
   Hubo un titubeo por parte de don  Medardo, quiso dar una explicación pero sólo abrió la boca y no emitió ninguna palabra. La esposa, doña Rafaela apareció inesperadamente, le quitó suavemente la botella de vino de las manos a su marido, y tras hacer un tímido saludo con la cabeza, se alejó de la puerta.

-          ¿Nos acepta que le invitemos a cenar y así podremos hablamos de sus pronósticos?- , inquirió con entusiasmo el presidente del club.

-          Me resulta imposible aceptar su amable invitación -, empezó a responder el maestro – estoy preparando las lecciones de mañana. No sólo enseño  en Primaria, también primero y segundo de secundaria – les informó don Medardo.

-          Comprendemos – respondió un hombre de anchas espaldas y pelo hirsuto que se hallaba junto al bodeguero. Tal vez podamos reunirnos a mitad de semana y saber su pronóstico paras el próximo partido -, habló pausadamente.

   El maestro y profesor aceptó con disimulado entusiasmo la invitación, fijo fecha y hora. Por supuesto dijo que la cita sería en el café de Dagoberto. El presidente de los Ases y sus acompañantes respondieron a coro con un sí tonificador que hizo mostrar su mejor semblante a don Medardo. Los visitantes se fueron retirando lentamente y perdiéndose en la lobreguez de la noche.

    Cuando el dueño de casa cerró la puerta y empezaba su corto trayecto hasta la butaca en la que solía leer y hacer sus anotaciones, doña Rafaela se le plantó delante. No tenía la expresión desafiante de siempre, más bien parecía haber perdido veinte kilos y quince años. El maestro sólo esperaba halagos de parte de su mujer. Esa sonrisa rejuvenecedora que estaba luciendo  la señora no podía ofrecerle nada que no le  fuera  grato. Pero se equivocaba.  Aun con la sonrisa jugueteándole en las mejillas sonó la voz bronca.

-          Has estado a punto de hacerme pasar un mal momento. Cómo se te ocurre invitarlos a que entren a casa – recriminó la mujer – no te das cuenta de que son unos señores importantes. No tenemos so no dos sillas, dónde se iban a sentar. ¡Qué les íbamos a servir! Si no tenemos ni para un triste aperitivo – el reproche no incomodó al profesor.

    Doña Rafaela se acercó a la única mesa que había en la habitación y estuvo unos instantes contemplando la botella de vino. Luego estiró una mano y la acarició como si fuera un niño. El maestro aprovecho para sentarse en su butaca y reiniciar sus lecturas. Había algo que le resultaba cautivante. Los juegos de azar. El detestaba todo lo que fueran juegos en los que el dinero resultaba el protagonista. Pero le intrigaba enormemente el misterio que se escondía en la ruleta, los caballos, el póker y hasta el mismo fútbol. Le fue imposible seguir con sus cavilaciones, doña Rafaela tronaba nuevamente.

-          Tienes que seguir haciendo pronósticos – le dijo como si lo increpara – esa será nuestra salvación. Si aciertas ese señor que ha venido nos llenará la casa de regalos. Tendrías que decirle que se acuerde de mí – la última frase la dijo entrecerrando los ojos.
  
   El maestro no abrió la boca y hasta dio la impresión de que también había cerrado los oídos. Sólo le interesaban sus variadas investigaciones. Del azar pasaba a lo que por lo común se llama tener suerte. Algo que a él rechazaba totalmente. Siempre había dicho a sus amigos y a sus alumnos, que la suerte no existía. Que era un invento, aunque no tan importante como el del tiempo. Peroraba asegurando que lo que existía era el esfuerzo, la lucha, la tenacidad. A la mitad de la perorata casi nadie le escuchaba. Las voces de su mujer le habían alterado la tranquilidad que precisaba para sus infinitos análisis. Abandonó sus inquietudes de investigador y volvió sobre una de sus más antiguas lecturas, Madame Bovary. Siempre decía que los buenos libros había que releerlos todos los años, que en las renovadas lecturas se encontraban nuevos misterios. También que los protagonistas de las historias parecían haber adquirido otros defectos o que gracias al transcurrir del tiempo llegaban a ser unos desconocidos con respecto a lecturas anteriores. Algunos lo miraban como si se tratase de un chiflado, pero mantenían una falsa actitud de buenos escuchas.


                                                             III



      
          El maestro Medardo solía pedirles a sus alumnos que leyeran uno o dos periódicos y se establecieran debates sobre las informaciones que consideraran más interesantes. Por supuesto que era él quien moderaba esos debates y quien aclaraba los aspectos que los chicos no entendieran de la lectura que habían hecho. El aula rebosaba de entusiasmo, a esos quinceañeros les parecía que eran protagonistas de un concurso de televisión, y todos querían imponer su criterio y ser los vencedores de estas simpáticas clases que sólo el “acuitado” como lo motejaban en el colegio, era capaz de organizar.

-          Don Medardo, ¿podemos opinar sobre el festival de cine en Cannes? –inquirió uno de los jovenzuelos.
-          ¿Vale hablar sobre la elección de Miss Universo? – quiso saber uno que debería ser el más bajito de la clase

    El maestro dio su anuencia para que discutieran sobre los temas que más les gustara. Poco después y con gran sorpresa de todos los estudiantes, don Medardo les hizo saber que también podían elegir un tema deportivo, y más concretamente, hablar sobre fútbol. Los chicos se quedaron atónitos por un momento, el acuitado nunca antes había dado paso a ese deporte,  pero inmediatamente después la clase fue una algarabía.

-          Hablaremos de fútbol en homenaje al partido que ayer ganaron los “Ases de Locumba” por dos a uno- les dijo jovial el maestro.

     Los muchachos quedaron boquiabiertos ante la erudición futbolística que mostraba el profesor. Uno de ellos que indudablemente había ido al campo de fútbol dijo que tendrían que haber ganado por los menos por tres goles. Otro consideró que el triunfo de los Ases, había sido un verdadero milagro. Y el maestro aprovechó para pedirles que cada uno apuntara en un papel cual sería el resultado del próximo encuentro. Todos los alumnos cumplieron alborozados  la petición de don Medardo.

    El intelectual o el acuitado, aprovechó la opinión de un jovencito de voz atiplada que había mencionado la palabra milagro, para explayarse sobre la necesidad de utilizar las palabras con la máxima precisión. Tras ofrecerles una sintetizada explicación de lo que se entendía por milagro y negar que lo hubiera en el partido ganado por los Ases, elevó la voz y habló con gran convicción. No hay milagros, les dijo para empezar, y procedió a desarrollar su teoría. Para él milagro equivalía a buena suerte, y la buena suerte no era algo que caía como maná del cielo. No esperen nunca que la suerte les caiga en las manos como una pelota de fútbol, hay que saberse ganar ese premio llamado buena suerte, les dijo a los chicos, algunos lo miraban incrédulos, otros parecían atónitos ante las palabras de su profesor. . No faltó el alumno que mostró desacuerdo con lo expresado por don Medardo refiriéndose a un golpe de suerte en su familia.

-          A mi tío Juvenal, que todos dicen que es un vago, un inútil y hasta muy mala persona, le cayeron dos millones de la lotería, y era la primera vez que jugaba – explicó el muchacho casi exaltado.
-           
-          Para todo hay excepciones –, fue la rápida escapatoria del problema esgrimida por el profesor.

   Inmediatamente otro, un alumno que parecía que la sonrisa formaba parte de su expresión facial, se puso de pie con el brazo en alto y lanzó su opinión apoyándola como el alumno anterior en su situación familiar. Señor, dijo el muchacho, buena suerte es ser rico, mala suerte es ser pobre. Mis tíos son millonarios, mi familia no. Ya no siguió, hubo un coro de risas. El acuitado les pidió silencio y aunque no todos obedecieron él los arengó como un capitán a sus tropas antes de la batalla.

-          Ser pobre no es una desgracia. Hay que saber ser pobre. La pobreza no es deshonor. Recuerden siempre que lo importante es estudiar, leer mucho, no desanimarse jamás, la perseverancia culta e inteligente lleva no diré al éxito, no me gusta esa palabra, sí al objetivo deseado -. Calló bruscamente.
  
   Algunos chicos guardaron silencio, otros alborotaron el ambiente con gestos y gritos. No faltaron dos o tres, que se permitieron manifestar su desacuerdo con la visión del acuitado maestro. Abundaban en recuerdos de gente favorecida por la suerte sin que hubieran hecho nada para merecerla. Como también en sostener que los ricos viven mejor que los pobres y que la pobreza hace llorar, como dijo el chico de los tíos millonarios. Uno sin ponerse de pie habló a toda voz: Mi abuelita siempre se queja de ser pobre, dice que cuando joven los ricos la despreciaban. Hubo risas, aceptación de lo dicho por el compañero dándole palmadas en la espalda, y hasta silbidos. Poco a poco se fueron calmando.

   Don Medardo considero que había que poner fin al debate instando a los estudiantes a que escribieran un texto sobre si el equipo de Los Ases de Locumba había merecido ganar a su rival o había sido favorecido por la suerte. La mayoría empezó a escribir su opinión, algunos lo hacían diciendo en voz alta lo que iban escribiendo. El maestro  que ya tenía en el bolsillo los papelitos que los alumnos le habían entregado momentos antes con sus pronósticos para el próximo partido, sentado tras su pupitre aguardaba  que le entregaran las opiniones demandadas.

    Ya en su casa y asesorado por su mujer, revisó detenidamente los pronósticos de sus alumnos. Doña Rafaela le decía casi impositivamente que sumara los goles a favor y los goles en contra y luego obtuviera el promedio de esas cifras. El maestro no estaba dispuesto a aceptar las indicaciones de su esposa, por primera vez en mucho tiempo estaba decidido a sublevársele. Elegiré uno y ese será el pronóstico que dé al señor de las bodegas “La Estrella”. La mujer empezó a discutirle pero don Medardo cogió al azar un papelito del montón de pronósticos, se lo metió al bolsillo. Sólo le dijo a su mujer que los demás pronósticos podía tirarlos.

-          No sé por qué te metes en esto -, dijo la mujer como protesta, sin reparar en los regalos que soñaba con recibir departe del bodeguero.

-          Fueron las circunstancias -, dijo el intelectual del pueblo -, yo no lo busqué – su tono no fue sumiso como otras veces.

-          No tienes ni un pelo de pitonazo. Puedes fallar en los pronósticos. Todo el pueblo se enterará y se burlará de ti .Ya te tienen por chiflado, cómo se van a reír si no aciertas -, pronosticó enfada  doña Rafaela.

     Pareció no oír las palabras amenazantes de su mujer. En una esquina de la habitación estaba su biblioteca, cuatro o cinco torres de libros, unos nuevos otros mostrando su intenso uso. Buscó con alguna premura inhabitual en él un título. Una de las rumas se quebró por la mitad. Tardó en rehacerla. Mientras la mujer seguía prediciendo catástrofes en torno a su marido, él sin despedirse abrió la puerta y salió a la calle.



                                                                  IV


   En el café de Dagoberto encontró a sus amigos  jugando a las cartas. A él juego le parecía una pérdida de tiempo, lo había sostenido siempre. No quiso interrumpir a sus concentrados camaradas y se dedicó a la lectura del libro que había tomado de una de las torres de su biblioteca, “Ana Karenina”. Muchas veces había anunciado que escribiría un ensayo sobre parecidos y diferencias de las protagonistas de esa novela de Tolstoy como de “La Regenta” de Alas, y de su amada “Madame Bovary” de Flaubert. Y en el colegio algunos profesores, en son de disimulada burla, le reclamaban ese ensayo igual que si le recordaran que les debía algún dinero.

   Leía con perseverancia las páginas que tenía marcadas y con apuntes en los márgenes cuando apareció el bodeguero elegante como de costumbre. Lo acompañaba un hombre de unos cuarenta años de aspecto atlético. Uno de sus colegas del maestro le dijo casi al oído  que era el entrenador de los Ases. El bodeguero presidente y el entrenador pidieron permiso para sentarse en la mesa del maestro. Saludó a los contertulios del pronosticador y con una seguridad a toda prueba pidió al camarero que sirviera whisky parea todos. Don Medardo se disculpó, yo beberé una manzanilla. Los amigos se frotaban las manos por la bebida que les iban a traer.
   Tras unas cuantas frases halagadoras para el profesor por su pronóstico anterior,  llegó la pregunta tan ansiada, sobre el resultado del próximo partido que se jugaría en campo contrario. Don Medardo se hizo el meditabundo. Permaneció callado un momento, miró hacia el techo como si estuviera consultando con alguien. Los demás lo miraban como al mago que va a sacar un conejo de la chistera. El silencio en la mesa era total, y desde las otras mesas llegaban miradas  interrogatorios y más que nada sorprendidas.

-          El fútbol para mí – les dijo mirando sólo al acicalado presidente -, es una pérdida de tiempo, unos muchachos dándole patadas a una pelota. Es un deporte que carece de atractivo – dijo con un cierto desdén revestido de buena educación.

     El bodeguero y el entrenador así como sus amigos,  quedaron petrificados. Uno de ellos, el que más lo conocía, estuvo a punto de decirle que estaba cometiendo una imprudencia. Y el presidente de los Ases se movió incómodo en su silla y bebió un sorbo de whisky, un equivalente a taparse la boca para evitar responder.

    -   Es un deporte vigoroso – empezó a decir el entrenador -,  se juega en todo el mundo. Reúne  a reyes y plebeyos – ya no supo seguir.

    Don Medardo parecía no haber escuchado las palabras del técnico. Tampoco dar mayor importancia a la impaciencia del presidente de los Ases por conocer su pronóstico. Recordó que en  uno de los bolsillos de su chaqueta tenía el papelito que había elegido del conjunto de pronósticos de sus alumnos.

-          Debo decirles que estoy enterado de que el fútbol conmueve a mucha gente, pero me molesta que esa gente sepa más de goles que de libros -, sin hacer pausa y con un tono pausado les informó :-  Creo que el resultado será un empate-, permaneció otro momento callado y mirando hacia arriba luego continuó:- dos a dos, resultado final -, recitó muy orondo y le mostró el papelito en el que estaba anotado ese tanteador.

  El señor Erasmo, presidente de los Ases, estuvo a punto de volcar su copa de whisky. Miró fijamente al pronosticador durante un momento, era evidente que todo lo expuesto por el maestro le había  alterado. Luego haciendo esfuerzos para serenarse elaboró un par de frases de agradecimiento, aunque era evidente que aún le molestaba el desprecio que el intelectual del pueblo demostraba por el deporte que él consideraba lo mejor de lo mejor.

-          Habíamos pensando que viniera a los entrenamientos de los muchachos – dijo el bodeguero bastante más sosegado – y, por supuesto, deseamos que el domingo nos acompañe a ver el partido.
-           
    No se esperaba tales invitaciones don Medardo. Buena gana tenía de decirles que él los domingos los dedicaba a releer las páginas que más le gustaban. Se enroló en la prudencia que era su línea de casi siempre aunque con esporádicas rupturas, y rehusó asistir a entrenamientos y partidos, adujo sus ocupaciones, una inventada enfermedad de su mujer,  su reuma que solía  mencionar en situaciones de apuro como esta.  La serie de disculpas dieron resultado aunque no total. El presidente de los Ases advirtió que reiteraría la invitación para el siguiente partido. Mientras el entrenador consultaba sin mucha convicción, si le podía decir qué jugadores marcarían los dos goles que había pronosticado.

-          Les diré a mis muchachos que usted anuncia un dos a dos -, dijo todo satisfacción el entrenador -, eso les dará mucho ánimo. Jugar sabiendo que se va a sacar un punto del adversario es una verdadera ventaja -, dijo como si en cada palabra le estuviera expresando gratitud y admiración.
-           
-          No conviene  decirles el resultado – advirtió el señor  presidente -, son capaces de no hacer ningún esfuerzo considerando que el empate es algo hecho y contradecir el pronóstico de nuestro amigo.

-          Me puedo equivocar – dijo modoso el maestro -, soy una caricatura de pitonazo.

-          No, usted no puede equivocarse – sentenció el bodeguero -, confiamos plenamente en su vaticinio – comentó alborozado el presidente.

-          Pido que no se divulgue mi vaticinio. No es conveniente que todo el pueblo se entere. Así que será mejor que no se les diga nada a los jugadores porque ellos podrían propagar mi presagio – advirtió en tono profesoral don Medardo.

     Hubo tácita aceptación de la solicitud del maestro. Sus amigos estaban boquiabiertos por la seguridad con que se desenvolvía don Medardo. Y el entrenador en un desliz inquirió sin titubeos cuál era el misterio de esos pronósticos y por qué no se podían difundir. No hubo respuesta clara del profesor. Prefirió soslayar las curiosidades de Hernán, el entrenador diciéndole simplemente, cuando menos pienso oigo una voz que me dice lo que va a pasar. Sonrió a manera de poner punto final las para él indiscretas preguntas de ese atlético personaje.

    De retorno a su casa, don Medardo le confesó a su mujer que estaba arrepentido de hacer de adivino. Que este sería el último pronóstico que le daba al presidente de los Ases. Doña Rafaela soltó un alarido como si le dolieran las muelas. Había olvidado su sentencia de que si no acertaba caería en el mayor ridículo y sería el hazmerreír de todo el pueblo. Abandonar sería una traición. Tenemos que llenar la casa de regalos. El pausado Medardo se dirigió a su biblioteca, colocó el libro que había llevado al café de Dagoberto en la parte alta de una de las torres, y se sentí en su viaja butaca dispuesto a volver a sus meditaciones y lecturas.





 ***





                                          FLORES  PARA  ERNESTINA


                                                                                 
     Nunca se supo si fue venganza o Ernestina tomó esa decisión. Se le oía decir con frecuencia que buscaba una vida mejor que la de los seres humanos. Su alimentación era frugal: desayunaba margaritas; almorzaba magnolias o azucenas y hacía una cena mínima con una rosa o un clavel. No se debe omitir que estaba comprobado que amaba los jardines y que las flores la consideraban una gran amiga. Cuando se esfumó, porque no se puede dar otro calificativo a su súbita desaparición, hubo variedad de opiniones. El tiempo marchitó recuerdos y voces. Algunos de los muchos  que acostumbraban  pasear por los jardines dijeron haber escuchado alguna vez una voz muy fresca parecida a la Ernestina. Añadieron que era como un sonido musical  que brotara de alguna flor.



 ***


                                                    QUIÉN  SERA


                                                                     


    Abre la puerta, apaga las luces, desnúdate pronto, entra en la cama, reviste la noche de gran esperanza, espera en silencio. No tendrá rostro en ningún momento, podrá ser suma de bellos deseos o equivalente a gran decepción.. Si esperas sonrisas podrás tener llantos. Si temes sollozos quién sabe será lo contrario, tu ideal aguardado. Por el camino cómplice de la negra noche se irá alejando, oirás sus pasos de puro silencio . Si vuelve ¡albricias!. Si no seguir esperando. De ninguna manera enciendas las luces ni   mucho menos le cierres la puerta.



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                                             EL  CISNE  DE RUBEN

                                                                               

        ¿Dónde estará  el hermoso cisne? El de turbador blancor que inventó Rubén. Dentro de él escondió, travieso el poeta, un color diferente, una forma distinta. La belleza sin par, la palabra especial.


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                                        FUSIL EN MANO

                                                                     
      
     Le hacen una foto, aparece en todas las camisetas del mundo. Le dan un fusil, lo sujetará eternamente. Quieren borrarlo del mapa, le disparan sin cesar. Su foto sigue recorriendo el mundo. Su fusil imponiendo respeto para la humanidad. La sílaba Ché la pronuncian en todas las lenguas del Universo.


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                                            MISERIA  TOTAL



        Tenía 20 años y estaba en un ataúd. La velaban el padre, la madre, los hermanos y un amigo. Sabían que había que enterrarla, pero también que no existían posibilidades económicas para afrontar ese gasto. Imposible pensar en carroza, en flores. Al amanecer el padre, con media botella de ron en las entrañas, salió en busca de un amigo camionero.


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                                              MUY  A DESTIEMPO



     Quiso coger el fusil y no fue posible. Buscó una granada y su mano no la pudo contener. Cogió la empuñadura de la espada y  fue incapaz de blandirla en el aire.  Inútil para el campo de batalla. Lloró sobre sus ochenta años.

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                                                   REFUGIADO

                                                                       


          Estuve refugiado en un viejo día de 1939. Contemplaba las flores que mi madre cuidaba con tanto esmero. Leía los mejores títulos de su enorme biblioteca. Descansaba oyendo deliciosa música. Los días resbalaban como la lluvia cuando se escurre por los aleros de las casas. No se oían gritos, ni órdenes. No se veían gestos hoscos ni miradas agrias. Nada quebraba la serenidad del refugio maravilloso. 0bligatoriamente tuve que alejarme. Tiempo después quise volver, fue imposible encontrar el camino. Nunca supe cómo pude haber llegado a ese Paraíso.

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                                                   PERDURABLE

Nació. Vivió. No murió.


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                                                    BAR CON  MUJER

                                                                                 


       Una mujer joven y hermosa entra en el bar. El la descubre inicialmente titubeante y está dispuesto a hacerle una seña para que se siente en su mesa. Un instante después la mujer avanza muy segura. Su mirada es despótica. Llega hasta donde él que la aguarda con una sonrisa. Ella pronuncia un nombre y le pregunta si es él. En cuanto el hombre asiente la muchacha en un movimiento relampagueante saca una pistola del  bolso y le dispara dos tiros.


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                                                EL LECTOR CIEGO

                                                                                A Alicia Jurado

      Hubo un señor que quedo ciego después de leer un millón de libros. Se apagaron sus ojos, se iluminó su cerebro. Creció su palabra como hermoso árbol Le decían todos simplemente Borges.



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                                                 PURO AMOR

                                                                    


       Convertía el verso en amor, el vino en amor, amor para los que lo querían y para los que lo odiaban. Amor desde el Perú, desde Francia, desde España. César Vallejo, nació para amar.



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                                               CASA  OQUENDO

                                                                            A la   Familia Oquendo

      Tres terremotos, una casa. Diez mil alegrías, veinte mil lágrimas, una casa. Un millón de bondades, ninguna maldad, una casa. Ochenta años, ladrillo sobre ladrillo desafiando al tiempo, casa Oquendo.


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                                                      FUTBOLISTA

                                                                               

      Marcaba goles de furibundas patadas, de taquito, de cabeza, hacía rugir al público. Le pagaban mil monedas, el gastaba mil cien. Cuando llegó a campeón le pagaron dos mil monedas,  gastó dos mil quinientas. Ya no marcaba goles, lo abuchearon. Dejó el fútbol, vagaba, vivía en la calle. Una noche alguien lo vio caminar casi desnudo en pleno invierno, detuvo el auto, lo llamó por su nombre: ¡Anselmo Erazo!, no contestó. Bajó del auto, se quitó el abrigo, se lo puso sobre los hombros. El siguió andando sin rumbo. Sin sentir el abrigo ni imaginar que sus futuros colegas pudieran ser millonarios.





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                            LA IMPORTANCIA DEL  BOXEADOR




      No abrió la boca cuando le pusieron los guantes. El soldado encargado de colocarle en  las manos esas redondas fundas de cuero no se había atrevido a mirarlo a los ojos, hacía su trabajo con la vista baja como si estuviera avergonzado. Sus movimientos eran maquinales y más bien lentos. Las manos del hombre mayor entraron en los guantes enormes y marrones, sin que hubiera preocupación por un  vendaje previo como a todo boxeador, ni si le quedaban demasiado holgados y las ataduras con los pasadores de esas especie de manoplas sobre el antebrazo estaban bien hechas o no. Seguramente ese soldado jovencito distraía su pensamiento en otras cosas, como la llegada de su día libre, o el lugar a donde llevaría a su novia para tomar unas cervezas, y no pensaba en lo que estaba haciendo y, menos aun quería pensar en lo que iba a pasar más adelante.

   Cuando  le tocó el turno a la mano derecha, observó unos dedos largos muy delgados. Unas venas verdosas corrían por el dorso como ríos caudalosos. La piel se veía cerosa Era sin duda mano de alguien que no se alimentaba como correspondía y que no  había realizado ningún trabajo rudo en su vida, porque no aparecían callosidades ni asperezas por ninguna parte. Había visto varias veces a este hombre a quien ahora ayudaba a ponerse los enormes guantes. Lo recordaba en la cola a la hora del rancho. Con el plato de latón en la mano y la ansiedad pintada en el  rostro pero sin pronunciar ni una palabra. Serio, sujetando  con la fuerza con que un hambriento puede sujetar un plato, tieso como una estatua, flaco como un trinquete. Ahora estaba con las dos manos enguantadas, sin gestos de agobio, ni de hambre, menos de temor.

     Había sido ese mismo soldado que no tendría más de veinte años quien le anunció que lo llevaría al gimnasio. El hombre movió levemente la cabeza canosa aceptando. Más que un gesto de resignación lo que se dibujó en su mirada y en todo su cuerpo fue la rabia contenida ante la impotencia para negarse. El soldado le había indicado antes de ponerle los guantes que se quitara la camisa y la dejara en la celda, que en el gimnasio podía perderse. El hombre excesivamente delgado, de una estatura media y unos cincuenta años, se había despojado de la camisa sin brusquedad dejando a la vista un torso casi esquelético. Toda la osamenta superior asomaba a través de una piel pálida. El soldado como quien pierde el tiempo había intentado contarle las costillas una por una, pero las voces que venían desde el fondo del largo pasillo lo distrajeron  y le hicieron perder la cuenta.

    Cuando se pusieron en marcha rumbo al gimnasio, el soldado se situó a su lado como si tuviera que controlar cualquier desmán de ese, para él, individuo muy extraño. El hombre flaco había echado una mirada hacia las celdas de los compañeros. Fue una mirada que compendiaba despedida, rabia y valor. Al empezar a andar se notó que cojeaba de un pie y que eso hacía más lento su desplazamiento. Asentaba el pie derecho como con temor, como si el suelo fuera una sola brasa y él estuviera descalzo, o como si cada pisada equivaliera a una poderosa descarga eléctrica.

    Descendieron una escalinata de piedra formada por una veintena de escalones, sin un rellano, sin el menor atisbo de descansillo. Luego vino otro corredor tan largo como el anterior, y al final divisaron el gimnasio. Un oficial uniformado, de bigote muy bien recortado y un rasurado prolijo, que llevaba un manojo de papeles en la mano y se había despojado del kepís, inquirió con la mirada al soldado que traía al hombre delgado. Parecía preguntarle con los ojos varias cosas: ¿quién es éste individuo? ¿cuál es su nombre? ¿ qué profesión tiene? ¿desde cuándo está en este Centro?. El soldado captó la mirada de su superior y dio toda la información que conocía. La orden siguiente fue que lo condujera hasta las proximidades del ring que se levantaba a un costado del enorme patio llamado gimnasio. El oficial anotó en uno de los papeles que llevaba en la mano el nombre del esquelético individuo y los pocos datos que le había proporcionado el soldado. Vio cómo los dos llegaban hasta un costado del ring, y cómo el sargento un hombre fornido, de mirada displicente le daba nuevas órdenes al jovencito convertido en cancerbero.

    En torno al ring había escasamente cuatro o cinco personas. El sargento echó una rauda mirada a los guantes que el delgado tenía puestos, le miró los hombros caídos, los biceps que casi no repujaban la piel. Su mirada era despreciativa, y cuando ordenó que subiera al ring y el soldado quiso ayudarlo, fue el sargento el que intervino para frenar los movimientos solidarios de su inferior, dejando que el enguantado trepara al ring como le fuera posible, sin preocuparse de que con las manos metidas en esos enormes cepos de cuero la maniobra le tenía que resultar muy esforzada. Seguramente, debió pensar el sargento, se trataba de  uno de esos idiotas que viven para leer y dan conferencias sobre tonterías, en vez de dedicarse a practicar algún deporte.

    A paso lento llegó al rincón que le habían asignado, no hizo ninguna pregunta, ni se preocupó por mirar hacia la esquina opuesta. Daba la  sensación de que nada de lo que estaba ocurriendo le importaba. El soldado, por indicación de su sargento también subió al ring, se aproximo al delgado y le susurró algo cerca de la oreja. Le debió recitar las reglas del juego, tal como se las habían dicho a él. Le miró una vez más las manos, le parecieron dos enormes bolas como las de jugar a las bochas. Se le antojaron que no eran manos sino muñones.

    Al costado del ring se veía la cabeza muy redonda y de pelo ensortijado del enfermero que vestía una bata blanca, era el mismo que semanas atrás, cuando al delgado lo  devolvieron a la celda después de una sesión muy dura en la sala de Interrogatorios, y mientras lo reanimaba le preguntó si no tenía escondidos, en algún rincón del calabozo, anillos de oro o un cadena del mismo metal. Al otro extremo vio la cara angulosa del médico. Sus gafas negras que cubrían una mirada socarrona. No pudo ver las otras caras ni le importó saber quiénes eran. Calculaba que debía haber otro militar de mayor graduación que el oficial del manojo de papeles, que sería el que controlaba y mandaba sobre todos los demás, y que tampoco no podía faltar el profesor de Educación Física, que los hacía correr a todos quince y hasta veinte kilómetros bajo el sol, como si los estuviese entrenando para participar en una maratón internacional.

    Al fin se animó a mirar hacia la esquina opuesta. Junto a un hombre bajo y canoso, con aspecto de maestro de escuela y no de entrenador, se hallaba otro hombre muy diferente, alto, musculoso, aun ágil, a pesar de que acusaba algo así como medio siglo de vida. Nunca lo había visto antes pero desde hacía algún tiempo había oído hablar de él. Se dio cuenta de que ese mulato de poderosos biceps lo miraba más que desafiante burlón. El viejo con aspecto de maestro de escuela le cuchicheaba algo al oído y el moreno, erguido, musculoso, como perfectamente ambientado a esa situación, sonreía y contestaba algo siempre con el gesto despreciativo del cazador que tiene armas para matar un jabalí y se encuentra con un inofensivo venadito..

     Alguien, posiblemente el militar de mayor graduación, le dio la señal al sargento y éste sopló con fuerza el  silbato que sonó como si les rasgaran la piel a una docena de los detenidos. El  gigantón moreno movió los brazos igual que aspas de molino, luego la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y avanzó resuelto y hasta con aire de satisfacción hacia el centro del cuadrilátero. El soldado joven optó por dar un pequeño empujón al hombre macilento y enclenque para que imitara al mulato y abandonara la esquina en que se encontraba. El delgado sólo vio una boca que sonreía y unos puños enarbolados a la altura del mentón que parecían invitarlo a que se aproximara.

     El camino hacia el centro del ring fue quimboso y titubeante. El joven soldadito convertido en entrenador, second y controlador del improvisado pugilista vio la espalda de su dirigido ligeramente encorvada, con los omóplatos que exageradamente pronunciados parecían querer agujerear la piel.  Todos sus movimientos se descubrían exentos de  agilidad. Ese cuerpo no mostraba la más mínima huella de haber pasado por una etapa de preparación física. Comprobó que su pantalón azul marino, roto a la altura de la rodilla, desflecado en las bastas, estaba ligeramente remangado y dejaba a la vista las zapatillas viejas que le habían entregado para que sustituyeran a sus zapatos.

    Frente al improvisado pugilista se levantaba un hombre todo músculos, el cuerpo parecía brillarle de tan exuberante. El mulato vestía una camiseta blanca y un pantalón corto y nuevo de color granate. No había querido que le colocaran el casco de cuero para protegerse de los golpes del rival ni que le metieran a la boca el protector de goma para sus dientes. Miraba con indiferencia, como quien va a cumplir con un trabajo rutinario que sabe hacerlo a la perfección. Se sentía el amo del cuadrilátero y golpeaba un guante contra el otro como señal de impaciencia por la lentitud de su contendor.

   Los brazos del flaco adversario estaban caídos a ambos lados del cuerpo. Despegaba los pies del suelo con dificultad, como si hubiese goma en el piso y cada pie se le quedara pegado. El sargento miraba la escena a un tris del ataque de rabia por la lentitud del abogado. El militar de alta graduación hablaba con el médico, y el oficial del manojo de papeles  se dedicaba a comprobar los apuntes que había hecho desde antes de la llegada del hombre flaco. El corto recorrido de media docena de pasos de la esquina al centro del ring fue para el improvisado una lucha consigo mismo en procura de  que su imagen no tradujera el más mínimo temor.

     El oficial de mayor graduación molesto por la lasitud de ese cuerpo esmirriado lanzó un grito de aliento a favor del mulato. Alguien más, que debió ser o el sargento o el enfermero,pidió golpes certeros y contundentes. En ese momento el encorvado pugilista llegaba al centro del ring sin levantar los brazos, con la guardia completamente caída. Sin ninguna intención de bailotear alrededor del adversario, ni de hacer fintas para eludir los golpes. Desde el principio supo que no le darían protector  de goma para sus dientes, ni de cuero para la cabeza y las orejas,  y el soldado le había dicho, saliéndose del guión que le habían marcado, que procurara esconder la barbilla tras el hombro para evitar que un puñetazo feroz  se le estrellase en la boca y le hiciera saltar los colmillos como granos de choclo.

     El mulato miró desdeñoso a su rival. Escondió media cara detrás de uno de sus guantes y estiró el otro brazo como si tanteara el aire. Alguien al borde del cuadrilátero resoplaba como un fuelle. Debía ser el médico que en varias oportunidades había manifestado su gran afición por este deporte. El mulato tocó la cara del rival con su izquierda. Fue un toque suave, como quien comprueba que esa cara es de carne y hueso y no un dibujo trazado en el aire. El segundo jab de izquierda hizo retroceder al castigado. El nuevo golpe con la zurda aumentó de intensidad y causó el bamboleo del improvisado boxeador. Su paso atrás aunque lento lo salvo de caer sobre la lona. Se volvió a oír un grito que más pareció un rugido. Alguien, que debía ser el militar de mayor graduación pedía una pelea encarnizada. No parecía estar dispuesto a tolerar esa actitud de tancredo que estaba representado el  hombre débil.

     El oficial del manojo de papeles se acercó a su superior y recibió instrucciones, las mismas que transmitió al sargento que se hallaba al otro lado del ring. El sargento, que había mirado su reloj insistentemente, que podría estar pensando en que había llegado la hora de un desayuno opíparo como se merecía quien como él había madrugado, había tenido que ir a casa del mulato para traerlo al gimnasio, entregar la lista de los que subirían al cuadrilátero esa mañana, dar a conocer el reglamento que existía para estos casos, con el gesto avinagrado se dirigió al soldado, no le dio órdenes en voz baja sino a gritos. Tenía que obligar a su pupilo a que peleara, a que se defendiera, a que procurara golpear al rival. El soldado raso movió la cabeza aceptando, luego dijo que habría que esperar que terminara el round para aplicar esas reglas .El sargento  aun más furioso lo lleno de improperios y lo obligó a que subiera inmediatamente al ring y le diera órdenes, no instrucciones, a su dirigido.

   En el momento en que el joven veinteañero iba a subir al enlonado para cumplir con el mandato de sus jefes, la poderosa derecha del mulato salió como un cañonazo  y se estrelló en el pecho del delgado. El cuerpo esmirriado retrocedió como arrastrado por un fuerte viento y la espalda pegó contra las cuerdas. El ex campeón de los pesos pesados pareció enardecido con ese golpe que había asestado, avanzó con movimientos de fiera hasta la figura desarbolada, inclinada hacia un lado, con los brazos como dos ramas sin vida, y volvió a golpear con furia. Sus puños llegaron a la cara y cuerpo del rival que  en ningún momento ofreció resistencia, que no varió su expresión facial, que miraba a su verdugo libre de miedos, a través de la cortina de sangre que le brotaba de una ceja, la nariz, los labios. El mulato se ensañó contra esa máscara roja y pegajosa y siguió aplicando una seguidilla de golpes.  Tiñendo de rojo sus guantes de color claro.

     El soldadito se había quedado petrificado mirando al furioso golpeador, mientras el sargento le hacía señas con las manos para que avanzara, para que instara al improvisado a pelear como correspondía. Le señalaba el balde con agua que había en una esquina y también miraba hacia su superior y el médico, para saber qué decidían. El cuerpo esmirriado había caído de rodillas. El improvisado pugilista era la imagen del aturdimiento, mientras el militar de alta graduación maldecía, molesto porque consideraba que le faltaba valor a ese abogaducho viejo y enclenque, a ese pobre diablo metido a conspirador. El soldado   temeroso de recibir un golpe por situarse tan cerca de los dos adversarios le dijo algo a su dirigido. Fue inútil, no oía, no hablaba, se sostenía milagrosamente de rodillas. Consultó con los ojos al sargento. Vio que en respuesta su superior hacía ademanes de que lo ayudara a levantarse. Empezó esa nueva tarea que resultó infructuosa. El médico trepó al ring, se abrió pasó entre el soldado, el entrenador con aspecto de maestro de escuela y los boxeadores. Examinó al caído. Mantenía un cigarrillo en la comisura de los labios. Hizo que trajeran el balde con agua, que se lo volcaran en la cabeza, que le limpiaran la cara ensangrentada. Bajó muy orondo para seguir viendo la extraña escena  deportiva.

    Entre el soldado, el entrenador que parecía maestro de escuela y el enfermero que había subido después que el médico, pusieron de pie al caído, lo arrimaron contra las cuerdas y se alejaron dejándolo indefenso. Era un muñeco de trapo con la vista perdida y las piernas temblonas. El sargento hizo sonar nuevamente el silbato y gritó que empezaba el segundo asalto. Los guantes untados de sangre del moreno golpearon inclementes al delgado. Todos lo vieron caer como un fardo. Desde su sitio, sin moverse un ápice, con la misma voz de mando con que trataba al soldado, el sargento empezó la cuenta.

    El militar de mayor graduación hizo una consulta al médico. Luego se dirigió al oficial del manojo de papeles, éste llamó enérgico al soldado y transmitió la orden, el joven tan aturdido como el abogado, no por golpes sino por mandatos, se dispuso a subir  nuevamente al cuadrilátero, en el mismo momento en que un poderoso y elegante gancho de derecha, como el que le dio el título de campeón de los pesos pesados veinte años atrás, mandó de espaldas a la lona al letrado. Hubo nuevo balde de agua, nueva subida de médico y enfermero, nuevos intentos de reanimar al caído para ponerlo de pie, todo parecía  inútil, nadie podía imaginar ni remotamente una reacción en ese organismo tan castigado.

    El sargento llevaba la cuenta con lentitud de tortuga, se detenía al llegar a ocho, retrocedía a cuatro para luego seguir avanzando hacia diez.. Desde el otro lado del cuadrilátero el militar de mayor graduación mandaba que siguiera la pelea convencido de que ese infeliz ensangrentado le estaba faltando el respeto por no querer levantarse. Costó un esfuerzo ímprobo poner de rodillas a la víctima. El mastodonte inclemente se paseaba de un lado a otro como fiera enjaulada y deseoso de seguir golpeando.

    Cuando vio a su disminuido rival arrodillado, apoyando la cabeza contra las cuerdas, intentando leves y exhaustos movimientos de brazos para tratar de no venirse nuevamente de bruces al piso, pero mirando como si no le doliera nada, como si no temiera nada, se abalanzó sobre él. Le propinó feroces golpes en la cabeza, agachándose lo suficiente como para  poder alcanzar  con una nueva ración de puñetazos a su  destrozada víctima. Quiso seguir atacándolo cuando el cuerpo maltratado se fue yendo lentamente hacia atrás como si realizara una difícil contorsión gimnástica.. Sin energías, sin defensas, era peor que un arbusto abatido por el viento.

      Alguien no uniformado desde un costado del ring gritó que se parara la pelea. Trepó  una vez más el médico al cuadrilátero, pidiendo también pero sin mucha convicción que se detuviera el combate. Dando a entender de que ya se había cumplido con lo que se deseaba. A los militares les cayó como un ladrillazo en la cabeza la actitud del facultativo. El de más alta graduación le hizo señas enérgicas para que volviera a su sitio, pero el médico no le obedecía.  Como un conejo asustado el soldadito corrió sin saber si lo que quería era proteger al caído o instarlo a que siguiera peleando. Un  grupo de tres o cuatro personas que se había formado en torno al desvanecido vio cómo el médico lo auscultaba, le tomaba el pulso, le examinaba los ojos, y parecía asombrarse al comprobar cómo el semblante de ese martirizado individuo seguía manteniendo no un aire de desafío que no lo mostró en ningún momento, sino  el de quien no ha perdido en ningún momento las esperanzas.

    La orden del militar de alta graduación fue que le echaran más agua  y que siguiera el combate. El militar del manojo de papeles avanzó a prisa hasta donde estaba el sargento y le transmitió la orden. Con gesto hosco el sargento llamó al soldadito y lo instruyó sobre lo que debía hacer. El pobre muchacho apenas pudo expresar su opinión a media voz señalando que ese señor ya no se podía levantar, pero su inmediato superior no tomó en cuenta esas palabras. Sólo dijo en tono de muy malhumor, ¡Se está riendo de nosotros!, e hizo sonar el silbato para que continuara el segundo round.

   El soldadito trepó al ring, cogió de la esquina el balde con agua, tembloroso lo vertió sobre la cabeza de la víctima. El médico y el enfermero hicieron movimientos prestos para no quedar empapados. El abogado realizó un descomunal esfuerzo y sonrió, fue una mueca cadavérica. Movió levemente los brazos, parecía pedir que lo  ayudaran a levantarse. El oficial de alta graduación se desgañitaba ordenando más pelea. Lo pusieron de pie entre todos. Ese cuerpo como el de un títere sin hilos que lo sustenten  intentó dar un paso adelante, sus piernas no le obedecían pero la mueca que semejaba la sonrisa de la esperanza seguía como cincelada en su rostro anguloso.



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                                TODO ES CUESTION  DE COSTUMBRE
                                
                                                                                                    A Andreu Ferret S.  +
                                                                                                        Enrique López L. +
                                                                                                        Guillermo Cortés N.  +
                                                                                                        Norwin Sánchez G.   +



      Levantó el teléfono, le urgía comunicarse. Estaba desconectado. Extrañado, hasta confuso, hizo varios intentos para lograr conexión, imposible conseguirlo. Acudió al fax y le pasó lo mismo. Molesto manipuló el ordenador, tenía en ese momento la expresión de quien al fin se encuentra con la esperanza. Tampoco hubo obediencia de este aparato. Dominado por la rabian que brota de la impotencia decidió salir a la calle y hacer sus llamadas desde un teléfono público. La puerta principal no se abrió. Fue hasta otra puerta atravesando la terraza y pasando delante de la cocina, resultó lo mismo. Sus fuerzas no eran suficientes para vencer la firmeza de roca de las salidas. Miró nervioso a través de las ventanas y notó algo extraño que tardó en entender. Las casas  que estaban frente a la suya habían desaparecido. Procuró visualizar las que se hallaban a los costados y las de otras manzanas. No se veía ninguna edificación, habían desaparecido de su sitio.

   Subió precipitadamente la escalera que lleva a la planta alta, quería ver desde el balcón los alrededores de su casa. Fue imposible esos no pudo encontrar esos miradores. Procuró atisbar la calle por los varios y enormes ventanales, se encontró con sólo minúsculas ventanas y lo único que pudo ver fue una inmensa planicie desértica. Bajó con la rapidez  del desespero los veinte escalones para volver al piso bajo. Se encontró con que sólo había una habitación estrecha y en penumbra. Habían desaparecido las ventanas y la claraboya, así como toda posible comunicación con el exterior. Más asustado que rabioso volvió a subir la escaleras de dos en dos peldaños. Encontró panorama similar. Una sola habitación, habían desaparecido los ventanucos altos que dejaban pasar delgados brazos de luz plateada. Bramando y maldiciendo decidió volver a la planta baja. Le fue imposible, ya no había escalera y reinaba la oscuridad total.


   Decidió saltar al vacío y romper la puerta de calle utilizando una vieja alabarda comprada en una almoneda. Descubrió que ya no estaba en los altos, que no necesitaba saltar, que sólo le quedaba ese breve sitio donde se hallaba de pie. Estiró los brazos y sus manos tocaron paredes cada vez más cercanas. Se tuvo que acuclillar porque el techo había descendido y presionaba sobre su cabeza. Empezó a dar gritos pidiendo ayuda. En el profundo negror y la estrechez solamente le quedaba una alternativa : echarse en el suelo boca arriba. Con la cabeza tocaba una pared y con los pies la de enfrente. Quiso maldecir y le faltaron las palabras. Quiso llorar y no le brotaron lágrimas. Quiso golpear con los puños y los pies todo lo que lo rodeaba, entonces advirtió que sus extremidades carecían de movimiento. Lentamente fue quedando rígido. Al fin supo qué le estaba pasando.


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* Enviados, por su autor, desde Palma de Mallorca.