miércoles, 19 de septiembre de 2018

¡HABLA, BATERÍA! (UNAS PALABRAS ACERCA DE "EL LOCO JAIME Y OTRAS HISTORIAS")




No es o, mejor dicho, no parece -al menos  ante nosotros sus amigos (que estamos metidos en estos menesteres de las letras)- una persona de la que podríamos decir que “tiene calle” o que “tiene esquina”. Siempre lo hemos visto “bien formalito”, de “buenos modales”, digamos (como se dice en tono chacotero, mejor dicho no en serio) una persona “casi decente”, es decir, sin un ápice de vulgaridad.

En las conversaciones e incluso y sobre todo –cómo no- en sus presentaciones ante un público durante algún acto cultural como este, no suele emplear voces o expresiones propias de la jerga ni menos de la replana, y mucho menos usa “palabrotas”.

En sus textos escritos, digo –concretamente- en el libro que hoy se presenta, la cosa es distinta: pareciera que otro (y no él) fuera el autor.

Creo que ustedes ya se imaginan o adivinan qué es lo que quiero decir. Efectivamente, en lo escrito por él, digo en lo que es de su autoría (y no en las citas que hace de decires ajenos –como ocurre en los diálogos en las novelas, por ejemplo) encontramos aquí –bien puestas, naturalmente- muchas expresiones propias del habla popular y familiar. Aquí, pues, otro es el Jorge Luis Roncal (poeta a quien conocí hace algo más de veinte años, en las instalaciones del diario La República a donde llegué con nuestro inolvidable Juan Ramírez Ruiz, cuando –por encargo de Arteidea Editores- estaba a punto de salir de la imprenta “Las armas molidas”, el más ambicioso libro del que fundó, con Jorge Pimentel, el Movimiento Hora Zero).

Los de este libro de Roncal son, lo digo enfáticamente, textos escritos “con calle”, en otras palabras, con desenfado y soltura, tal vez con desvergüenza; en otras palabras: como Dios manda. Es por eso, entre otras razones, que me gusta este libro, libro que -como ven- desde el título ya se muestra irreverente. “El loco Jaime”. Por qué digo que el título es irreverente: pues, porque pudiendo haberle puesto comillas al adjetivo, prefirió soltarlo así, desnudo, para que no parezca una broma medio tímida, un juego de amigos, sino una manifestación ruda de confianza y extrema y “punzante” amistad respecto del entrañable chimbotano que fue, en verdad, un personaje que desbordaba, sin freno, buen humor, y que era dicharachero, bromista, juguetón y, además, osado. Porque, sí, pues, eso era Jaime Guzmán Aranda, el fundador del sello editorial Río Santa Editores, con el cual –como recuerda Ricardo Ayllón- “decidió meterse en el corazón de su pueblo publicando los libros locales más representativos, e inventando para ello una frase tierna y ocurrente, un slogan categórico e inolvidable: ‘Un estudiante sin un libro, es como un cebiche sin ají’.” Bueno, pues, el nombre de aquel chimbotano es el que corresponde a este libro de Jorge Luis Roncal Rodríguez. Jaime Guzmán Aranda, un hombre (poeta, sociólogo, periodista y editor) que vivió la aventura de la cultura –como dice Jorge Luis- “con humor, frescura, irreverencia, alegría y tenacidad”, al punto –rompiendo las “reglas” y como para que a las beatas no les quede otra cosa que santiguarse- de llegar incluso a presentar libros en polladas, restaurantes y prostíbulos. Esto y muchas cosas más es lo que en este libro nos cuenta Jorge Luis Roncal.

Un libro que es –diría, en líneas generales- una suerte de crónica de amigos, de patas de barrio. Algo así como una versión no ficcional de lo que fue aquel emblemático puñado de cuentos que nos entregó el buen Oswaldo Reynoso: Lima en Rock, que luego se llamó Los inocentes.

Exceptuando a Julio Baylón y César Cueto (que  como sabemos fueron grandes jugadores de fútbol) y a nuestro inolvidable Jaime Guzmán Aranda, en este libro se habla de personajes anónimos, sin fama mayor que la del barrio, de la esquina, del colegio (o el “cole”, como dice Jorge Luis).

Está escrito, como dije antes, desenfadadamente. Por ejemplo (no voy a mencionar todas, por cierto, porque son muchas) encontramos expresiones como las siguientes: “O sea, una silla cochita”. Esto –repito- no lo dice algún personaje aludido por Roncal; lo dice él mismo. “Una silla cochita”, o sea una silla vieja, o viejita, ya golpeada por el tiempo, tal vez medio desvencijada. Suena a “abuelita”. “Con una barriga chelera”. Como sabemos o, mejor dicho, como se afirma, se especula, se argumenta, se intuye, quien acostumbra a beber mucha cerveza termina panzón. Eso –la panza abultada- es lo que se conoce como “barriga chelera” (la mía no aún, felizmente). “Chela”, un sinónimo travieso de “cerveza”.

Y, a propósito de barriga chelera, esta expresión: “La del estribo”; es decir la última botella antes de irse, en alusión simbólica al hecho de estar a punto de subir a la cabalgadura para partir. Claro que en el libro no hay vinculación al uso “cantinero” de la expresión, pues se refiere a una última canción (que “teloneó la despedida”).

He aquí una frase que, definitivamente, suena bien limeña: “De la manchita que ya habíamos contactado, cayeron el chino Bernabé, Roger Coblentz y Alfredo Barroso…” Aparecen,  de un solo porrazo, tres expresiones a las que se las ha “resignificado” (¿así se dice, no?): “manchita”, grupito de amigos, de patas; “cayeron”, llegaron digamos inesperadamente; “el chino”, que es sinónimo de “el pata”, “el amigo” (no precisamente de origen oriental). Esta, también bien peruanaza: “como quien hace hora”. “Hacer hora”: ocuparse en algo no necesariamente importante solo para evitar aburrirse mientras se espera algo o a alguien.

Y otra que suena a “noble solidaridad criolla”, a cooperativismo puro, es esta: “o haciendo una chanchita para la chicha helada”; es decir, reunir, con el aporte de varias personas, una cantidad conveniente de dinero para un fin determinado, usualmente para comprar una chelas (en este caso, para la chicha, no sabemos si morada o de jora).

Ah, y una expresión que no tiene (si no me equivoco) más de dos décadas de uso es esta: “ya fui” (“ya fuiste” –o “fuistes”, como aparece en los parabrisas de algunos camiones-, “ya fue”…”). “Ya fui”: haber dejado de ser después de haber sido; mejor dicho, haber perdido una buena oportunidad o acaso haber sido reemplazado por otro amor. En dos palabras: ser un perdedor.

Agarré carne”. Haber hecho referencia a algo que afecta sensiblemente a alguien, algo respecto de lo cual siempre se quiso estar a salvo.

Y, cómo no, también está en el libro la expresión que ha tenido digamos el “honor” de llegar exitosamente a la “pantalla gigante” y que, claro, es recontra peruanaza. ¿La adivinaron? Claro que la han adivinado: “¡Asu, mare!”.

Bueno, pues, estas y otras muchas expresiones populares hay en este entretenido libro de Jorge Luis Roncal. Buena lectura que –como ya dije antes- no se ocupa precisamente de personajes, digamos con fama (salvo, repito los antes referidos: Baylón, Cueto, Guzmán), de vacas sagradas o de sectores privilegiados en la sociedad, sino de aquellos seres humanos y realidades que corresponden a lo que José Ortega y Gasset llamaba el “infrarrealismo”.

Lectura entretenida dije. Efectivamente, de eso se trata. Y es que la literatura (como tampoco la poesía, que es algo más que solo literatura) no tiene que ser solo la “literaturización” de los dramas, dolores, sufrimientos, frustraciones o rabias. También la alegría debe estar en su esencia. No es privilegio solo de infelices como, no sé por qué diablos, se le ocurrió insinuar alguna vez a Charles Bukowski.

Bien. Como dije, en “El loco Jaime y otras historias”  hay muchas expresiones populares y familiares que no han alcanzado ni pretenden alcanzar la categoría de “Habla culta (o lo que debiera serlo)”, como dice el título de un libro de doña Martha Hildebrandt. Falta, sin embargo, una que, creo, se ha convertido en casi imprescindible, pero que ustedes no se imaginan cuál es. ¿Lo saben? Es esta: “¡Habla, barrio!”, o también “¡Habla, batería!”. Imprescindible, porque –como sabemos- hablando se entiende la gente, y hablar, conversar, es una de las actividades humanas más valiosas, y que nos hace mucho bien. Pero, claro, no solo hablar; también lo es el leer, porque la lectura nos ennoblece, nos libera, nos hace espiritualmente ricos. Por eso yo siempre recomiendo, donde quiera que me encuentre: ¡lean, caracho, lean!