jueves, 19 de octubre de 2017

LAS HIJAS DEL CANTO RODADO / Bernardo Rafael Álvarez


Como las águilas, vivían en los riscos más elevados y casi inaccesibles de la más alta montaña de la zona. Eran mujeres misteriosas, que -con su sola presencia, con solo mirarlas- infundían una suerte de obligado respeto y al mismo tiempo miedo. Parecían, a veces, fantasmas amenazantes. Casi nunca conversaban con las personas de los alrededores, y cuando, ocasionalmente, algunas de ellas bajaban al pueblo, lo hacían solo para adquirir, mediante trueque, algunos víveres y mucha coca y entregaban, a cambio, vistosos fragmentos de cuarzo que solo Dios sabe de dónde sacaban, y en cuyas superficies de espejo podía verse imágenes distorsionadas de los rostros, con luminosos y tornasolados colores: "Valen mucha plata", comentaban algunos, y soñaban con, algún día, llevar esos minerales a la Capital y venderlos, cosa que, por cierto, nunca llegó a ocurrir porque, finalmente, prefirieron que fuesen usados como juguetes por sus hijos pequeños. Terminado el trueque, silenciosamente, tal como habían venido, las mujeres emprendían el retorno a sus medio tenebrosos dominios. 

Sin embargo, cierta vez -que fue la última-, cuando volvieron al pueblo, generaron, como nunca, un inesperado alboroto entre las gentes cuya vida diaria siempre había sido apacible, tranquila, rutinaria, casi monótona y envuelta -a veces- por la melancolía; ahora, en cambio, un insólito gozo se apoderó de todos. Fueron tres las mujeres que arribaron muy temprano por la mañana, cargando cada una sobre sus espaldas un abultado costal que finalmente colocaron en el piso, delante de ellas. Y, ¡oh, sorpresa!, con inesperada locuacidad, desde una pequeña lomada comenzaron -como en estado de trance- a pronunciar, desenfrenadamente, palabras en una lengua ininteligible, y también entonaron un cántico cuya melodía parecía el murmullo a veces violento de las olas del mar. 

Todos, hombres, mujeres, niños y ancianos, salieron de sus casas, dejaron de hacer lo que estaban haciendo y, como en estampida de hambrientos en busca de pan, corrieron hacia donde ellas, evidentemente, los esperaban. 

«Hemos encontrado -dijo una de las mujeres, ya en el idioma que hablaba el pueblo- como regalo de los dioses, a las niñas que son las hijas de nuestros Apus, y las hemos traído porque queremos que se queden aquí, pues estamos convencidas de que ustedes, por su bondad y nobleza, merecen tenerlas, y estamos seguras de que las protegerán como si fueran sus propias hijas...». Las otras mujeres continuaban con el cántico y haciendo palmas. Los pobladores no podían salir de su asombro y se miraban entre sí, intrigados, sin poder evitar cierto pavor. 

«¡Alégrense!» -intervino, con tono de exigencia y euforia, otra de las mujeres-. «Boten la tristeza al río, ¡sean felices!». De pronto, tras una estentórea carcajada, toda la gente del pueblo expresó su alborozo, cantando no en su propia lengua sino, increíble e insólitamente, en la lengua de aquellas desconcertantes mujeres. Luego, bruscamente, se callaron. 

Una sospecha, asumida como certidumbre, surgió de pronto en el pensamiento de todos: «Las abuelas concubinas de los Apus, sí, ¡eso son!». Las tres eran ancianas; la menor tendría unos ochenta años de edad y la mayor, tal vez, noventa y cinco. 

Las niñas de las que hablaban, las «hijas de los Apus», no eran niñas, en realidad, sino unas bellas y enigmáticas muñecas de lona en cuyos rostros podía advertirse una caprichosa y surreal apariencia en que se juntaban -como en una medio monstruosa y surreal simbiosis- ángeles y demonios; sus ojos eran felinos pero también tenían mucho de la mirada insondable e hipnótica de los búhos. Fueron extraídas, una a una, de los costales. Sin deshacerse del temor, los pobladores las recibieron expresando, insistentemente, y casi reverentes, su gratitud por el insólito gesto de bondad de las ancianas. 

Concluida la entrega de las muñecas, lo que hicieron las mujeres -como antes, también en silencio, y sin ninguna actitud particular de simpatía o de rechazo hacia los demás- fue alejarse raudas hacia su inexpugnable y recóndita soledad. El pueblo, durante toda la mañana y hasta después del mediodía, continuó reunido en la placita: todos intrigados. "¿Y ahora qué hacemos con estas muñecas?", fue la pregunta que al principio nadie podía contestar. 

De pronto, un inesperado pánico, que se apoderó de todos, los empujó a tomar una decisión y, al unísono, exclamaron: "¡Echémoslas al río!". Como quien busca desprenderse de un peligro o liberarse de una culpa, llevaron, efectivamente, todas las muñecas a la orilla del río y allí las abandonaron. Sobre la playa poblada de cantos rodados colocaron todas las bellas muñecas como si se tratara de una forzada ofrenda, y enseguida comenzaron a sentir cierto alivio y se convencieron de que hacer eso había resultado casi como un ritual de purificación para sus almas, la expiación de algún pecado que pudieran haber cometido en algún momento olvidado de sus vidas. Y en ese lugar de luz y de paz, y de insondable misterio, quedaron las muñecas y allí -es sabido por todos- permanecen hasta hoy en día. 

Desde el ya distante día, cuando las abuelas se alejaron para no regresar, ya nadie ha vuelto a saber nada de ellas, y parece que a nadie le interesa conocer su paradero (por temor a una maldición, dicen). Según cuentan algunos viajeros, que esporádicamente pasan por las inmediaciones, durante las noches de luna llena se oyen, cerca del río, voces que cantan endechas de desesperación y tristeza, fúnebres. Creen que son las voces de las muñecas; pero no, eso no es verdad. Lo cierto es que el pueblo, que siempre fue mustio, hoy es un pueblo bendecido por la felicidad y la alegría, aun a pesar del asedio de aquella estremecedora melodía, que permanece en el ambiente y que cuando llega la oscuridad quisiera hundir a todos en la tristeza y la desesperanza. 

Las muñecas, a despecho de aquello que pareciera ser un himno de muerte decidido a triturar la alegría, sonríen con el río, el viento y los alisos, y se han convertido en fuente de inspiración y alimento de la fe; y, con ellas, la gente también sonríe. Ellas son las hijas del canto rodado: música corpórea expuesta a la brisa y a las tempestades -es decir, son vida, universo y amor con forma de mujer, de ángel y de demonio-; son como un saludo a la libertad, la paz, la belleza y los sueños; en buena cuenta, son luz y poesía, aun a pesar de todo. Las hijas del canto rodado.

               

                                                                                                           © Bernardo Rafael Álvarez        

                                                                                                                                                                        19 de octubre, 2017. 02:04 p.m. 


lunes, 16 de octubre de 2017

¿FALSEDADES SOBRE COLÓN?

En la revista Luces del diario El Comercio del día de hoy, don Marco Aurelio Denegri publica un artículo al que se la ha puesto el titulo siguiente: “Marco Aurelio Denegri aclara algunas falsedades sobre Cristóbal Colón”. Voy a permitirme comentar al respecto, a ver si podemos encontrar esas “falsedades”. Veamos:

1) Dice don Marco Aurelio: “En el Pequeño Larousse Ilustrado se dice que el célebre navegante nació “probablemente” en Génova. ¡No, señores, no: el origen genovés de Colón no es probable, sino cierto!”

-¿No es probable? Probable es, según el Diccionario “verosímil, o que se funda en razón prudente; es decir, creíble por no ofrecer carácter alguno de falsedad. Decir “probablemente” podría significar que se esté dudando de algo, pero no que se niegue una verdad. Lo que es probable es aquello que no es falso, porque puede ser probado (perdonen el pleonasmo). Y, bien, siguiendo con el Diccionario Oficial: Probar es “justificar, manifestar y hacer patente la certeza o la verdad de algo con razones, instrumentos o testigos”. No estamos, pues, ante una falsedad.

2) Dice don Marco Aurelio: “No es cierto (…) que la reina haya ofrecido empeñar sus joyas para pagar la expedición, porque la reina ya las tenía empeñadas (…) Entonces, una de dos: o se refería a otras joyas, que por lo demás no se conocen, o, sencillamente, se había olvidado de que tenía sus joyas empeñadas.” 

-¿Dónde está la falsedad? Lo que don Marco Aurelio aparentemente pretende negar es lo dicho por la reina;  pero, ¿cómo lo puede demostrar nuestro famoso polígrafo? Al menos en el artículo no lo hace. Lo que él dice es improbable, pues. Incluso, como se ve en el texto, lo que expone son sus dudas; dice: “o se refería a otras joyas o, sencillamente, se había olvidado de que tenía sus joyas empeñadas”. No demuestra, pues, ninguna falsedad.

3) Dice don Marco Aurelio: "Tampoco es cierto que Colón se haya enfrascado en una discusión con los sabios de Salamanca, refutándolos. Claro; es pues inconcebible que los sabios se pusiesen a discutir con una persona de cultura rudimentaria como Colón, quien además era por entonces un don nadie."

-Aquí lo que hace don Marco Aurelio es, solamente, dudar respecto de que la discusión se hubiera podido dar; no muestra pruebas ni indicios de que esa discusión no se hubiese realizado. Simplemente dice -como un disparo al aire-: “tampoco es cierto”. Ergo: no lo niega, razonablemente no lo niega; mejor dicho, no demuestra la falsedad.

4) Dice don Marco Aurelio: “Desde pequeños nos cuentan la historia de que hubo tres carabelas: la “Niña”, la “Pinta” y la “Santa María”. Eso es falso, porque la “Santa María” no era carabela, sino nao.”

-¿Falsedad o simple imprecisión? ¿Hay, acaso, una diferencia significativa o abismal entre carabela y nao? ¿Hay diferencia? No. Ambos tipos de embarcación usaban velas. Y algo más que es absolutamente incontestable: nao era (y sigue siendo) un nombre genérico; significaba nave y, como sabemos, una carabela era una nave (toda embarcación lo es), es decir, una nao. ¿Dónde está, entonces, la falsedad? 

5) Dice don Marco Aurelio: “Tampoco es verdad que Colón haya muerto en la pobreza (…) cuando murió (…) conservaba todos sus títulos y privilegios.”

-¿Títulos y privilegios son signos de riqueza material? No. 

(Don Marco Aurelio dice, finalmente, que “Los datos del presente artículo y otros más, que no publico por falta de espacio, completan la figura de Colón…” ¿Habría que esperar, tal vez, la ampliación del artículo, para ver la real sustentación de lo aquí dicho, y darnos cuenta de que el artículo no carece de rigor, de seguridad, de certeza; o sea, que es creíble?)


lunes, 9 de octubre de 2017

EL MUSEO DE ARTE CONTEMPÓRANEO*

El Museo de Arte Contemporáneo, cuya edificación se ha reiniciado en Barranco, no llevará el nombre de Fernando de Szyszlo, porque él ha renunciado a este justísimo homenaje a su elevada calidad de pintor, de pensador, de hombre; y también, porque él posee un demérito imperdonable en los grandes: estar vivo. La mezquindad y la envidia parece que han vencido una vez más en este país que últimamente está acostumbrándose a los disparates. Una de las obras mayores del arte peruano contemporáneo es la que desarrolla desde hace algunas décadas don Fernando: con dramática luminosidad, sus cuadros nos presentan al Perú, sus colores, sus formas, su espíritu. Es, probablemente, la pintura más auténtica e individualizable que se ha hecho en los últimos tiempos (un cuadro de Szyszlo puesto al azar en medio de un número infinito de obras de distintos autores, países, épocas y corrientes, es fácilmente identificable); individualizable pero sin dejar de ser universal. Un Szyszlo es un Szyszlo, se diría con orgullo nacional. Pero este es el Perú, pues, donde la mediocridad -brillosa mas no brillante- gana adeptos y aplauso. Recordemos, si no, que hace poco tiempo al centro de formación de los diplomáticos se le asignó el nombre de un oscuro personaje sin más méritos que el ser jugador de "bridge" y haber regalado su casa que ahora es usada como sede de dicha institución. Quizás -y no sorprendería- los "genios" que han pataleado contra Szyszlo quieran lo mismo: que el Museo de Arte Contemporáneo lleve el nombre de algún pintor del parque Kennedy o, acaso, de un pintor de "brocha gorda". Creo que Vargas Llosa exageró con aquello de "liliputienses", pero más exagerado sería ponerse a buscar otra palabra más apropiada para designar a los mediocres y envidiosos. Lamentablemente, hay gente que quisiera un Perú de pacotilla. ¡Uf!

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*Publicado inicialmente el 17 de abril del 2006, en Bitácora Extraviada.

viernes, 6 de octubre de 2017

ANTOLOGÍA “EN TIEMPO REAL”

Hace unos años, durante una conversación, escuché a Róger Santiváñez decir, más o menos, esto: “La historia de la poesía peruana de las últimas décadas no puede excluir, de ningún manera, a Gustavo Armijos” (o, en otras palabras, esta historia no podría escribirse prescindiendo de él). Verdad. Aunque haya quienes digan o quieran decir lo contrario, es cierto. Gustavo, no solo como poeta, sino como promotor terco, impenitente, inagotable, de poesía y de poetas.


Y es que desde enero de 1973, sin prisas ni pausas o, perdón, quiero decir con prisa y sin pausa, viene entregándonos lo que sería -digamos- en el léxico de estos días, la antología “en tiempo real” de la poesía peruana; esto a través de una sencillísima pero sólida revista a la que le puso el nombre de uno de los más emblemáticos poemarios de César Moro (el único que nuestro poeta surrealista escribió en francés: La tortuga ecuestre) y cuyo primer número apareció con el nombre de Isaac Rupay –inolvidable amigo poeta que falleció al año siguiente- como Director. Y, por cierto, el sueño de Gustavo (que comenzó a construirse -como él bien lo recuerda- en una mesa del entonces medio inevitable bar Palermo, lugar en el que -como empujados por un designio- confluíamos casi todos: Róger Santiváñez, Armando Arteaga, Guillermo Falconí, Jorge Espinoza Sánchez, Juan Ramírez Ruiz y Hora Zero... los demás) pareció surrealista al principio, pero –andando el tiempo- se convirtió en el empeño más real del que he podido ser testigo. Hasta ahora han pasado cuarenta y cuatro años, pero sus publicaciones ya llevan un año de adelanto o de ventaja (y esto sí es surreal, pero visible y palpable).


Yo llegué a Lima en 1972, y a principios del año siguiente (claro, en el quiosco de don Néstor Jáuregui, en una esquina del Parque Universitario) una de las primeras cosas literarias que vi con alegría –además de Hontanal, la revista que dirigía Roberto Rosario, en la cual apareció el primer poema mío publicado en Lima- fue La tortuga ecuestre. La alegría mía, lo confieso, se debió a que desde allí saltó hasta mi mirada absorta un poema que simplemente me pareció (y sigue pareciéndome) extraordinario y que me estremeció: Franz, historia de un gusano (“Encontré a Franz Kafka en la Plaza San Martín, borracho, todo sucio de manzanas podridas…”). A su autor ya lo conocía o, mejor dicho, yo ya sabía algo de él. En 1971, estando en Trujillo, leí en el diario La Crónica la columna de un periodista -cuyo nombre no recuerdo- en que hablaba de su visita al Festival “Contacta” que, ese año, se había realizado en el Parque Neptuno, y contaba el autor de la nota que –entre otras cosas- lo que le impresionó de manera especial fue la presentación de un poeta, jovencito aún (“apenas salido de la secundaria”, puntualizó, si mal no recuerdo) que leyó poemas con notable emoción; el columnista transcribió uno de aquellos poemas, en el cual el poeta hablaba de la Guerra de Vietnam y aludía a los helicópteros llamándolos “libélulas”. ¿Quién era ese novel hacedor de versos? Pues, Juan Carlos Lázaro. [1]

Poco tiempo después conocí a Gustavo, y nos hicimos amigos. Y con el primer número de su revista (y a veces también con el cliché o plancha de imprenta en que aparecía el nombre de la publicación, y que Gustavo llevaba bajo el brazo) caminamos y caminamos duro y parejo por las calles de esta Lima (dizque “horrible”), entrando en librerías y academias de preparación preuniversitaria, ofreciéndola con entusiasmo a jóvenes y viejos que –era inevitable, creo- nos miraban con algo de curiosidad perversa, como a bichos raros (¡poetas!), pero terminaban medio extasiados con la oratoria almibarada de Gustavo. Nosotros, con alma de adolescentes, por supuesto que seguíamos adelante. [2] 

(La tortuga ecuestre no solo se hizo conocida en nuestro medio, también en México tenía lectores. Mario Santiago Papasquiaro, el poeta de Zarazo, la revista que tiempo después, en 1975, dio paso al Infrarrealismo (con Roberto Bolaño, el mismo Mario, Rubén Medina y otros) ya la tenía en sus manos. Y en carta de abril de 1974 me preguntó a su manera, por ella: "(¿qué ondas? Con Gamarra, JÁUREGUI, durand, rupay, armijos/ ¿siguen dando guerra "eros & "tortuga ecuestre"?/ Infórmame de ellos/ & si pueden/ & están interesados ¡Qué formalidad!---> madame bovary) que escriban...").




          ¡Qué linda edad la que vivimos, caracho! Incursiones en El Palermo, que ya estaba por acabarse; encuentros frecuentes en el Wony, en el Tívoli. Juan Ramírez Ruiz, en Ancash 444 y luego en Rufino Torrico y otra vez en Ancash. Hora Zero. Víctor Humareda; Manuel Morales; Guillermo Mercado; Róger Contreras, con Girángora. Los discursos a veces amenazantes de Juan Velasco Alvarado (“¡Faltarán postes para colgar a los contrarrevolucionarios!”). Led Zeppelin, Quilapayún, Cuesta Arriba. Pound, Eliot, Lezama Lima, Cardenal; y algunos negando inútilmente a Vallejo. Sueños. Esperanza. La tortuga ecuestre, trotando.

Y su trote continúa. Y no creo equivocarme si afirmo que en La tortuga ecuestre han aparecido todos los poetas (“habidos y por haber”) de nuestra impredecible comarca, de las generaciones posteriores a 1960, y siguen apareciendo (poemas míos fueron publicados allí en cuatro oportunidades; la primera, en setiembre de 1974, y la última hace poquito).


Una revista, repito, extremadamente sencilla (“minimalista”, creo, es la palabra que usan los entendidos): apenas un par de hojas A-4 dobladas en dos y engrapadas (acaso emulando el formato de Haraui, la revista que desde 1963 publicaba Francisco Carrillo), porque no hace falta más, porque la poesía no necesita más: no tiene que ser envuelta en papel celofán o enmarcada en pan de oro: vale en sí misma y por sí misma, y más, mucho más, si sus condiciones son de humildad; y esto lo sabía y lo sabe Gustavo, y todos los poetas lo sabemos. Por eso, a muchos les regocija ver sus poemas publicados en La tortuga ecuestre, aunque de la boca hacia afuera quieran negarlo. 

Tengo que decir -con absoluta sinceridad- que es realmente valiosa y admirable la labor de Gustavo Armijos: a pesar de ventarrones y baches, sigue adelante, imperturbable y vigoroso. Y esto merece reconocimiento, sin ninguna duda. Pero, la verdad: con o sin reconocimiento, este poeta piurano (autor –entre otros libros- de los poemarios Retrato humanoCelebraciones de un trovadorLiturgia de la VigiliaTierras del exilioEn esta vieja ave & otros poemas) está y estará siempre allí: en nuestra historia literaria, como el jinete (¿o chalán?) impenitente de este longevo “quelonio de papel” que desafía incluso las leyes de la cronología (si no me creen, sepan esto: estamos en el año 2017, pero La Tortuga ecuestre ya cabalga en los prados del año 2018). Surrealismo, pues, pero real y vívido. Cómo no: cosas de poetas, señores; cosas de la poesía.





[1] También fueron publicados, en aquel número 1, poemas de Elías Durand, de quien se decía en la notita de pie de página que trabajaba un poemario llamado “Emergencia en el basurero”; de Santiago López Maguiña, que anunciaba un libro inédito, “Desayuno en la cama”; de Gustavo, entonces estudiante de ciencias administrativas; y de Isaac que, repito, fungía de director.


[2] (Hace poco escribí un poema en el que digo: “Éramos adolescentes bellos / y andábamos con pasos firmes casi en trote / nuestras palabras tenían signos de exclamación y el grito / nos daba esplendor / como girasol vigilando a las nubes…”)