sábado, 27 de marzo de 2021

EL TAVITO QUE CONOCÍ

 

Gustavo Armijos fue, lo repito (porque lo dije antes), uno de los más importantes difusores de la poesía peruana; perseverante, infatigable, de principio a fin, con La tortuga ecuestre, cuyo primer número fue impreso en la Editorial Jurídica y luego en una modesta imprenta que su padre tenía en El Porvenir, La Victoria (yo conocí su casa); el primer número de esa revista apareció mostrando como Director a Isaac Rupay, pero quien realmente la manejó fue Gustavo, un poeta que supongo por su forma de ser (que jamás puso de manifiesto conmigo) se ganó desde aquellos años setenteros no solo antipatías sino odios viscerales, lo que creo comenzó a ponerse de manifiesto con el fastidio de algunos poetas publicados allí (uno de ellos me dijo que Gustavo lo había publicado -justo en el primer número- sin su "autorización", como si tal cosa fuera un crimen, o como si con eso él sacara algún provecho). Pero, bueno, ¿esto, además de ello, qué significó?: que el editor y director real no fue Isaac Rupay sino el mismo Gustavo, pues si hubiera sido de otro modo, la víctima de esos fastidios y del zarandeo hubiese sido Isaac y no Gustavo. Gustavo, ya que, repito, él fue quien se ocupaba de la edición y las impresiones las hacía en su casa y fue él quien mandó a confeccionar el "cliché" o plancha de impresión con el nombre, a manera de sello, con que se estampaba el nombre o título de la publicación; lo demás son especulaciones, no sé si caprichosas, malsanas y "con mala leche", pero especulaciones al fin y al cabo. El impulsor, real, impenitente y, si se quiere, antipático para muchos (jamás para mí) fue, insisto e insistiré siempre, Gustavo Armijos. Y lo sé porque prácticamente desde el principio caminé por distintos puntos de la Capital con él, conversando riéndonos, enamorando chicas ("qué lindo habla", le dijo una jovencita, entusiasmada: "es que soy poeta", le respondió, con su dejo piurano"), conociendo la verdad, etc. Y ofreciendo las revistas, como he contado en otro texto. Era (hablo de los años de 1970 -la revista comenzó en enero de 1973) un hombre alegre, optimista, soñaba en la revolución; incluso en sus exposiciones con las que buscaba -y lo lograba- convencer a distintos auditorios para que adquirieran las publicaciones, hablaba sobre aquello que estaba en boga; las luchas de clases, contra el poder de la oligarquía, y las reivindicaciones sociales y que la poesía era una suerte de arma para transformar el mundo. Tendría, repito, actitudes que generaban resquemor en algunos, seguramente, pero yo jamás lo conocí así. En más de una oportunidad estuvimos en mi casa, en Breña, y comimos y tomamos algo. Conmigo no lo fue, pero si mal no recuerdo, ya en los años noventas, su comportamiento solía ponerse medio desagradable para algunos (no sé con quiénes exactamente, pero intuyo que en eso era selectivo o, como se dice familiarmente, "sabía con quiénes lo hacía"). Ah, lo que era, sí, y nadie podrá desmentirme, muy imaginativo y soñador casi a extremos disparatados (que no voy a atreverme, irresponsable y ligeramente, a calificar de "demenciales" -porque hacerlo sería infame- sino en todo caso pintoresco): se enamoraba imaginariamente de bellas mujeres, digamos, "imposibles" con las que, intuyo, ni siguiera había logrado un contacto verbal (por lo demás quién no lo ha hecho alguna vez: Paco Bendezú, casi siempre), y esto sí pasaba con Gustavo desde hacía mucho tiempo, desde los setentas: vivió enamorado, claro que infructuosamente ya que era de mentiririta, por ejemplo de Tania de Libertad de Sousa Zúñiga, nuestra cantante, a quien incluso le dedicó un poema incluido en uno de sus libros; también de una periodista mexicana, y de una chica peruana que creo vivía o vive en Ayacucho. Eran amores, repito, platónicos, imaginarios. Otra cosa. He leído que se afirma por ahí que Gustavo fue un hombre autodestructivo y hasta suicida; yo, que lo conocí bastante, nunca advertí tal cosa; jamás vi ni supe que hubiese hecho algo con lo que buscará dañarse: ni drogas ni sobredosis de fármacos y ni siquiera rasguños peligrosos y tampoco gestos de advertencia o amenaza, digamos, de quitarse la vida. ¿Quiso matarse alguna vez? ¿Demostró realmente tener "vocación suicida"? Que yo sepa, jamás. Lo que sí es cierto es que, cuando comenzó a experimentar graves problemas de salud (fines de los noventas, los años 2000) empezó a sentirse frágil, desguarnecido, lo cual, como es obvio y comprensible se sumaba a sus reales dificultades económicas; sé, porque me lo dijo, que había ocasiones en que se sentía morir y que tenía miedo a la muerte, pero nunca me dijo que la estuviera buscando como una alternativa ni nada parecido. (Ojo: no estoy haciendo -porque sería estúpido y soberbio hacerlo-, un "análisis o diagnóstico psiquiátrico" de la persona, solo hablo de lo que fui testigo). Y pedía ayuda, para qué, pues para sobrevivir, para no hundirse en el precipicio, para seguir con nosotros. Pero, bueno, le llegó ese inesperado momento. Y yo lo recuerdo tal cómo era, tal como lo conocí, sin quitar nada y sin añadir ni menos exagerar nada. Hablo del Gustavo que conocí, con cariño, pero sin ceguera, porque no quiero ni me interesa caer en esa torpe actitud de edulcorar los defectos de los muertos (pero, además, porque no practico ese hediondo deporte de patear cadáveres). Trato, como siempre, de ser justo. Lo quise desde el principio hasta el final, pero de verdad. Y me quiso, y le quiso también a Maolita, quien lo ayudó. Por eso y por más, nos duele su partida. Pudimos haber hecho en los últimos tiempos algo por él: por ejemplo, estar cerca de él en estos días pero, ya sabemos, las circunstancias que vivimos nos empujan a lo contrario: a alejarnos. Así son las cosas, pues, y solo nos queda resignarnos. Gustavo se ha ido, pero nos ha dejado, además de sus libros de poemas, como valioso legado la revista en que prácticamente publicaron todos los poetas a partir de los setentas, La Tortuga Ecuestre, con Harawi de Paco Carrillo y Eros de Isaac Rupay, las tres más importantes revistas de poesía peruana, le duela a quien le duela (una en la década del 60, otra apenas con un solo número en agosto de 1973, y la tercera desde enero de ese año hasta hace poquito). La tortuga Ecuestre, acaso la más conspicua (y simple y modestísima) "antología en tiempo real" de la poesía peruana, como la llamé hace unos años. ¡Descansa en paz, hermano Tavito!

 

© Bernardo Rafael Álvarez

viernes, 26 de marzo de 2021

LA RAE Y LA CRIPTOMONEDA

 



Bueno los académicos de la docta corporación matritense se mantienen fieles a su capricho. Comenzaron con la creación de estos monosílabos ortográficos: “guion” y “rio”, a pesar de que la pronunciación de estas palabras es bisílaba: “gui-ón” y “ri-ó”, lo cual, como sabemos (y nadie va a poder desmentirnos) es diferente, por ejemplo, a “kion” que sí es, definitivamente, un monosílabo, porque lo pronunciamos en un solo golpe de voz.

 

Ahora aparecen con otra ocurrencia que, felizmente, ayuda a mantenernos con buen ánimo porque al menos nos genera una sonrisa.

 

Nos dicen que “bitcoin” (es decir la “criptomoneda”, o moneda virtual), vocablo inglés que todo el mundo de habla hispana pronuncia en tres golpes de voz; [bit-có-in] y no como suelen hacer los “gringos”, [bit-coin], debe adaptarse a nuestro idioma como una palabra aguda y con la tilde en la penúltima vocal.

 

A mí me parece, no solo chistoso, sino –sobre todo- absurdo. En primer lugar: una palabra de otro idioma se adopta y se adapta en el idioma de destino no necesariamente con las características fonéticas y ortográficas originales (en este caso, no estamos obligados –y en la realidad no lo hacemos- a pronunciar en dos golpes de voz: “bit-coin”); segundo, la adaptación o adopción se hace conforme al uso real que se da en el hablante, y es siguiendo ese hecho real cómo debe determinarse el aspecto ortográfico, el cómo debe escribirse. El más claro ejemplo lo tenemos, creo, en “video”; en muchos países lo pronunciamos “vi-de-o”, y en otros dicen (como en inglés) “ví-dio”. En esto, la RAE ha acertado: entiende, como corresponde, que ambas formas son válidas, y en el Diccionario registra estas dos formas: “video” y “vídeo”.

 

“Bitcoin”, estoy casi seguro que en la mayoría de países de habla hispana, no es una palabra aguda, sino grave o llana, porque la pronunciamos -repito- como una palabra de tres sílabas y con el mayor golpe de voz en la penúltima (“co”) que, como sabemos, no tiene que llevar tilde. Si fuera aguda, su pronunciación sería “bit-co-ín” (tilde en la última vocal), lo que jamás va a ser, pues así nadie la pronuncia.

 

Si la RAE incorpora esta palabra en el Diccionario (como tiene que ser, tarde o temprano) deberá hacerlo –es mi opinión- sin ponerle tilde en ninguna de sus vocales, sea que la considere o no como aguda, o –tal como es en verdad- grave o llana. Entiéndase que la división de las palabras en sílabas, gramaticalmente, no se hace como en poesía; si el vocablo "bitcoin" estuviera en un verso, sí sería considerado como un bisílabo: "bit-coin", pero solo en poesía.

 

Si los académicos se mantienen con su capricho, yo seguiré en mis trece. 😀

 

Si estoy equivocado, díganmelo, amigos. ¡Un abrazo!



© Bernardo Rafael Álvarez


martes, 23 de marzo de 2021

"¡YO SOY GARRIK!... CAMBIADME LA RECETA!" (La risa, en cursivas y en negritas)


En "El buen uso del español", la RAE dice: "Cuando se pretende imitar o evocar un sonido mediante la repetición de una o más sílabas, se recomienda escribir cada elemento aislado y separado por comas del resto". Exacto. Y bien que diga que se trata de una recomendación. Pero aquí viene el “pero”. Después de lo dicho, colocan a manera de ejemplo, esto: "ja, ja, ja, ja, ja -su amigo no paraba de reír". Creo -es mi opinión- que este ejemplo está fuera de lugar (después explicaré lo que digo). Enseguida, en el libro aparece lo siguiente, también a manera de ejemplo: "Que si tenía mucho que hacer, que si bla, bla, bla". Nada que reparar en esto último. Explico. 

 

Es indudable que la recomendación expuesta en el libro se ampara en lo expresado en la Ortografía de la Lengua Española (de la RAE) que dice: "Cuando estas expresiones iterativas mantienen su valor estrictamente onomatopéyico y se usan tan solo para reproducir o imitar sonidos lo normal es separar mediante comas los elementos repetidos". Pregunto: ¿El "ja" a qué sonido representa -onomatopéyicamente, digo-? ¿Acaso al sonido de la risa? Yo digo que no. Creo (desmiéntanme o corríjanme, por favor, especialmente los que han asistido a circos, o han visto las imitaciones de Carlos Álvarez o escuchado los chistes de Chalo Reyes: "Y resulta que...", ¿se acuerdan?), creo -repito- que nadie se ríe con un "ja". Lo del "bla" es otra cosa: A pesar de lo que diga el Diccionario de la Lengua Española (DLE), yo estoy convencido de que "bla" no es una onomatopeya que, dizque, se usa repetida "para imitar el ruido del habla". No lo es. Si alguien, hablando, dice esto, por ejemplo: "Quiero agradecer a todos mis amigos del Facebook por haberse acordado de mi cumpleaños y se han tomado la molestia y han ocupado un minuto de su valioso tiempo para saludarme, demostrando así que soy muy querido por ellos", ¿cómo imitaríamos todos los sonidos generados por esas palabras? La única forma de imitarlos es repitiendo lo dicho, palabra por palabra (o quizás parafraseándolo) nada más; porque sería equivocado, absurdo y hasta disparatado, imitarlo así: "bla, bla, bla, bla". Decir que esa persona (como virtualmente sugiere la RAE) ha dicho: "Bla, bla, bla, bla, bla..." no significa que estemos imitándolo, sino burlándonos de él o, en el mejor de los casos, parodiándolo (y, como sabemos, parodiar no es lo mismo que imitar, sino de caricaturizar). El "bla", repito, no es una onomatopeya (como equivocadamente dice la RAE no sólo en el libro citado al principio, sino también en el Diccionario); solo es la representación traviesa del verbo "hablar" o, a manera de aféresis, la representación de la palabra "habla" (ha-bla). En cambio, si alguien tose, el sonido que produce sí puede ser imitado y expresado onomatopéyicamente: "¡Cof!", o "¡cof, cof!" (porque se puede toser una sola vez, o más de una vez); si toco la puerta tres veces, la expresión onomatopéyica del ruido causado será: "toc, toc, toc"; también a lo que hace un pollito: "pío, pío, pío". Bien. Se entendió lo que es y lo que no es onomatopeya, ¿verdad? 

 

Y ahora, ¿cómo suele reírse usted? La risa (sustantivo) no es, como equivocada o insuficientemente dice el DLE, el "Movimiento de la boca y otras partes del rostro, que demuestra alegría", porque, si fuera así, bailar sería sinónimo de risa, pues quien baila mueve partes de su cuerpo y también su boca en demostración de alegría, e igualmente diríamos que está riendo la persona que salta contenta porque recibió un premio; pero esto, señores de la RAE, no es risa. 

 

En lo que sí aciertan -aunque medio "chuecamente"[1]- es en la definición del verbo "reír": "Manifestar regocijo mediante determinados movimientos del rostro, acompañados frecuentemente por sacudidas del cuerpo y emisión de peculiares sonidos inarticulados". Eso sí. Y esos "sonidos (ojo: lo están diciendo -como debe ser- en plural) no son un "ja", sino varios "jas" seguidos descontroladamente (y no con reglas gramaticales). Nadie -repito- se ríe con un "ja". Ergo: "Ja" no es onomatopeya de la risa. Es sí, una interjección (y así es reconocida por el DLE) con la cual en algunas ocasiones podemos expresar una burla o un disgusto frente a algo que se nos dice: "-Oye, me han llamado para nombrarme ministro de cultura. // -¡Ja!, te creo, como creo que 5 por ocho es 15"; en esta última frase nadie se ríe, solo el interlocutor, incrédulo, se burla expresando esa interjección (que, realmente, es una palabra). ¡Entonces, cómo debería representarse en forma escrita la risa? Ya vimos que, según la rae, debería ser así: "Ja, ja, ja, ja"; es decir: cada "ja" considerado, allí, como si fuera un elemento lingüístico del discurso. Pero bien sabemos que la risa no es propiamente una palabra; no es un elemento del discurso (como sí puede ser, y de hecho lo es, el "bla", como bien aparece en el ejemplo mencionado al principio: "Que si tenía mucho que hacer, que si bla, bla, bla". Ya lo dije: “ja” es una interjección (o sea, una palabra); pero los “jas” de la risa no son interjecciones sino, como bien señala el DLE al definir al verbo “reír” (ya lo cité) son la “emisión de peculiares sonidos inarticulados".

 

A mí me parece absolutamente equivocado lo que sugiere la RAE y absurdo, ponerle comas a los "jas" para dizque imitar la risa. ¿Comas para qué? 1: ¿Para señalar pausas? La risa no supone una sucesión de pausas: ni que nos riéramos cansinamente como Herman Monster (con propósito humorístico). 2: ¿Para lograr una lectura o interpretación correcta, delimitando incisos, por ejemplo? No, no hay incisos en una risa; la risa no es un enunciado, no es expresión de ideas sino un desborde involuntario y diría que inconsciente de una emoción. 

 

Lo más cercano a la correcta representación gráfica, escrita, de la risa es, creo, lo que hacemos prácticamente todos en las redes sociales: "jajajajaja"; sin embargo, yo estoy convencido de que, habida cuenta de que la risa no es, por donde se la vea (o escuche), un sonido monosilábico, la mejor forma de graficarla literalmente podría ser esta: "¡Jajajajá!"; de lo que -como se ve- resultaría, estrictamente hablando, una palabra aguda de cuatro sílabas; porque así es como realmente suena una risa, pues: la última sílaba pronunciada lleva el mayor golpe de voz (y muchas veces se alarga: "jajajajááá"). Dicho de otro modo: es - en mi opinion- la exacta representación onomatopéyica de la risa. 

 

(Si alguien está en desacuerdo, si piensa lo contrario, díganmelo nomás, amigos, y que me lo digan también los académicos de la lengua. Tal vez, al principio, yo no resulte convencido, pero lo que me digan me servirá como estímulo para seguir desarrollando este apasionante tema. No creo que la última palabra esté dicha, y tampoco creo que el que ríe último sea el que mejor ríe; eso solo -perdonen el chiste de mal gusto- debe saberlo Garrik, el del poema de Juan de Dios Peza. ¡Un fuerte abrazo, amigos! Y cuídense mucho, por favor).

 

© Bernardo Rafael Álvarez

                23/3/2021



[1] Dije que la definición del DLE es "chueca", porque no se trata de que los "peculiares sonidos, inarticulados" acompañen a los movimientos del rostro y a las "sacudidas del cuerpo". Es todo lo contrario: esos movimientos y sacudidas son los que acompañan a los "peculiares sonidos inarticulados", porque estos sonidos son, en realidad, la risa, y no esos movimientos.

 



miércoles, 10 de marzo de 2021

DE SENSUALIDAD, ARTE Y LIBERTAD: EL MUNDO PATAS ARRIBA (La narrativa inaugural de Cronwell Jara Jiménez)




"¡Qué rico país!”, refiriéndose al nuestro, solía expresar socarronamente, pero con fastidio y decepción, mi inolvidable amigo el poeta Pocho Ríos. Es que con cierta frecuencia ocurren en el Perú hechos dignos de la mejor novela de humor y de absurdo, que a veces pueden llegar a dolernos y, cuando tal cosa ocurre, como una suerte de lenitivo, recurrimos a la ironía. Sin embargo, a pesar de eso, creo que no cambiaríamos a nuestro país por otro, y si nos dieran a escoger –lo digo con palabras del poeta Marco Martos- seguro que lo elegiríamos de nuevo para construir aquí nuestros sueños.[1]    

Les cuento. Hace algún tiempo, en este Perú “de metal y melancolía” (García Lorca dixit[2]), estuvo a punto de ocurrir una suerte de “padillazo” pero, claro, no como aquello que pasó en la Cuba de Fidel Castro, en 1971. Es decir, no por intervención abusiva de un Gobierno en contra de un escritor que, como es legítimo y justo, lo que busca es mantener y defender su libertad, sino (¡qué cosa más inaudita e increíble, caracho!) por el amotinamiento de otros escritores precisamente contra el derecho a la libertad creativa de uno de nuestros mayores narradores. Esto -más que por algunas presuntas sinrazones pasionales de odio o antipatía-, motivado, creo que sin duda, por dos cosas: un problema aparentemente de "comprensión lectora" y el desconocimiento u olvido de un tema literario realmente elemental. Explico.  

La novela -como saben muchos- es uno de los tres géneros narrativos que conocemos: novela, cuento, crónica. Los dos primeros son básicamente ficcionales: narran hechos inventados; el tercero -la crónica- refiere acontecimientos reales ocurridos en determinado tiempo y lugar, y usualmente como un testimonio. En un cuento o una novela pueden aparecer personajes que, digamos, tienen tu propio nombre, pero hacen cosas que nunca hiciste tú o que si las hiciste son mostradas con ostensibles variaciones; ¿eso qué significa?, que -simple y llanamente- ese personaje no eres tú. Una novela, incluso, puede referirse a hechos históricos y ubicarse en lugares geográficamente determinados y fácilmente identificables, pero esas referencias no tienen que estar amparadas en pruebas documentales o de otra índole que le den veracidad o autenticidad a lo narrado. Una novela no tiene que ser “veraz”, verosímil sí, pero esto es otra cosa; es decir, si esos hechos y lugares aparecen retorcidos o "distorsionados" en la narración, no hay absolutamente ningún problema: con ello no se perpetra ningún "daño" a la realidad, pues una novela no tiene la capacidad ni menos el poder de alterar la realidad: es, simplemente, otra realidad. En consecuencia, querer -como quisieran algunos- "desmentir" o "corregir" los presuntos "errores históricos" encontrados en una novela, no es más que un audaz pero desubicado -quiero decir absurdo- despropósito. Es necesario, pues, que se sepa distinguir entre lo que es la ficción y lo que es la realidad; en pocas palabras, saber que una novela es ficción y es así como debe ser leída.  

Por eso, por lo que acabo de decir, es que hace cerca de dos años el narrador al que aludí, casi se convierte en víctima de la descabellada e injustificada indignación de muchos de sus colegas, quienes –tras leer erradamente un fragmento, publicado en el Cuzco, de una novela suya aún inédita- insólitamente identificaron a un personaje femenino -obviamente inventado por el autor- nada menos que… (¿lo adivinan?) como un hombre: un poeta por el cual, al unísono, dieron el grito al cielo, y por él estuvieron a punto de "ajusticiar" al novelista dizque "injurioso".  

Bueno, pues, este, el narrador sobreviviente de aquel anecdótico, pintoresco y absurdo gesto de "desagravio" y "resistencia", algo más de un año después de haber publicado uno de los más irreverentes libros de la literatura peruana, nos entregó una nueva obra narrativa: la novela PANCHO FIERRO, Picardías de un lujurioso y festivo acuarelista la novela (Editorial Montacerdos Oficial, Lima, febrero del 2021). Este narrador es nada menos que Cronwell Jara Jiménez, nacido hace algunas décadas en Piura y a quien conocí o, mejor dicho, vi por primera vez en abril del 2018.  

El libro irreverente al que me he referido (anterior a Pancho Fierro...) es Manifiesto de las jodas que, como es a todas luces evidente, desde su título ya se muestra sin pudor ni piedad y con unas ganas irremediables de no respetar las "normas de urbanidad" de Antonio Carreño. Incorregible, sin remedio. Contra la corriente. Contra los “buenos modales”.  

Lo dije apenas salió ese libro y hoy lo repito: “Cronwell Jara es, desde hace mucho rato, el hacedor (me atrevería a decir, sin equivocarme: el fundador) de la nueva narrativa peruana. Innovador, recontrainnovador. ¿Alguien escribe, alguien ha escrito, como Cronwell Jara? No lo sé, pero de lo que estoy convencido es de que él no escribe como nuestros más celebrados narradores; manda al diablo -como debe ser- las normas, todas (incluso las "morales"). Porque (¿alguien lo duda?) eso es la literatura: el ejercicio impenitente, insobornable y hasta insolente, de la libertad. Y esta, la de Cronwell, es libérrima. En ella vale el qué pero, también y sobre todo, el cómo. Decapita deidades, como Dios manda. Porque no solo es cosa de escribir bien (todo el mundo lo hace), sino de crear, no solo historias distintas sino formas diferentes de contarlas: acometer, en rigor, el cabal deicidio de que hablaba Vargas Llosa en su valiosísimo ensayo acerca de García Márquez. Eso es Manifiesto de las jodas: un matar a Dios (literariamente hablando, digo) y poner al diablo de "gerente”. Textualmente, esto es parte de lo que escribí acerca de este libro: "Es, en verdad, una suerte de lapo desacralizador, una bofetada; desborde legítimo de desenfado; apología y celebración irreverente de la joda y, claro, de la libertad, que es condición esencial en la literatura, en el trabajo creativo".[3]   

Esto es, también, en gran medida, PANCHO FIERRO, Picardías de un lujurioso y festivo acuarelista, la novela a la que ya me he referido sin entrar en detalles. Es la novela del mundo al revés, como se llamó el mural que nuestro pintor afrodescendiente hizo en una pulpería de los Barrios Altos (y en otros tres lugares de Lima, también); pintura en que –según cuenta el maestro Raúl Porras Barrenechea- podía verse que eran hombres los que “halaban de los coches dentro de los que viajaban los caballos, los peces arrastraban a los pescadores cogidos del incauto anzuelo, los toros banderilleaban diestramente a los lidiadores”.[4] Mundo al revés (ya es tiempo de decirlo) no solo porque es distinto del que vivimos, sino porque casi siempre es mejor y suele comportarse como una compensación de nuestras a veces dramáticas carencias y desesperanzas. Es que, en buena cuenta, para eso sirve la ficción literaria: para regalarnos, piadosamente, aunque sea "de mentirita", una vida más llevadera a pesar de todo. A eso se debe el placer que se siente al leer una buena novela. Mundo al revés, porque -en realidad- eso es el arte, la literatura: no un retrato fotográfico de circunstancias sino, más bien, un mundo irreal, nacido de la fértil e ilimitada imaginación del artista o del escritor y cuya verdad -en el caso de la ficción literaria- no depende –como explica Mario Vargas Llosa- “del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira”, sino “de su propia persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia”.[5]  

La magia que nos asombra y desconcierta, a veces, como la del Ekobio, el duendecillo “de tres ojospiel verdeverrugas y patas de chivo”, que –en la novela de Cronwell Jara- acompaña al acuarelista mulato como una suerte de protector y está metido en su ser como estímulo creativo; o la magia de aquel otro personaje misterioso, Uma Supay, "la momia viva de más de quinientos años".[6]  

Bien. Esta novela se ubica, cronológicamente, antes, durante y después de los días de la Independencia peruana y habla de acontecimientos ocurridos entonces, y aparecen en ella, además, personajes que –como el protagonista principal- no son ficticios: Manuelita Sáenz, Rosa Campusano, Manuel Ascencio Segura, Ricardo Palma, el pintor alemán Mauricio Rugendas (que también pintó la ciudad). ¿Deberíamos afirmar, por ello, que estamos ante una novela histórica? Suele decirse que novela histórica es aquella obra literaria de ficción inspirada en determinados hechos reales e importantes ocurridos en algún momento o periodo del devenir histórico de los pueblos, y con determinada localización geográfica. Tal vez sea así. Pero a mí me parece -si no discutible- al menos incompleta esa definición. Yo creo que -hablando en rigor- “novela histórica” es, más bien, una suerte de documento que nos relata hechos reales del pasado de un modo distinto a cómo lo hacen los historiadores, con toques ficcionales, sí, pero con prevalencia de la veracidad. La novela de Cronwell Jara ha sido construida (él lo ha contado) después de haber emprendido, durante muchos años, un meticuloso y paciente trabajo de investigación documental, acerca de su apasionante personaje. ¿Para qué hizo eso –me refiero a las indagaciones históricas-: para no incurrir en inexactitudes, para “no mentir”? No, definitivamente no fue eso lo que lo motivó. Un novelista averigua, se informa, pregunta, inquiere, investiga, para poder armar mentalmente una estructura narrativa verosímil, que parezca real, y no con propósitos precisamente heurísticos ni hermenéuticos, como sí lo hacen los historiadores. Un novelista no es un historiador, como los herederos de Heródoto, porque su oficio no es contarnos el pasado, con pelos y señales y con apoyo de pruebas instrumentales; el novelista claro que nos cuenta historias, pero historias que son relatos inventados que bien pueden haber sido inspirados en hechos reales, pero no se comportan como el testimonio o registro fehaciente de esos hechos. Por ello -es mi opinión- PANCHO FIERRO, la obra narrativa de que estoy hablando, no es precisamente una novela histórica; es, simple y llanamente, novela; claro, con muchas referencias históricas, pero nada más. 

Al leerla podemos encontrar –ya lo dije- referencias a hechos y personas que existieron, sí: sucesos de la época en que se sitúa y cosas como aquello de la inclinación "pro realista" del pintor ("-Temo que mi opinión no guste, ña Campusano -dijo Panchito-. Estoy a favor de la corona. Y esta es mi protesta contra los patriotas") y de Manuel Ascencio Segura y Ricardo Palma; o la alusión al carácter rebelde de Manuelita Sáenz y Rosa Campuzano, y su lucha en favor de las mujeres. Y es, como lo insinúa su título, una novela que nos divierte, pero también nos conmueve y hasta puede sublevarnos. Pero es, principalmente, creo yo, un canto a la libertad y también una celebración de la mujer, como luchadora indoblegable, representada, entre otras, por Manuelita Sáenz, mujer que –como comenta un grupo de “tapadas”- “tiene agallas, raza de mujer valiente! (…) ¡Valiente guerrillera!”. Las “tapadas”, mujeres que desempeñaron papel muy importante en ese entonces (“-¡Batallón de tapadas, atención! ¡Mostrar armas! –Ordenó el general San Martín”) y que, a pesar de los mantones de seda que cubrían sus rostros, se muestran dignamente desinhibidas: mujeres de carne y hueso.  

Es que los personajes, en esta novela, no son expuestos como seres idealizados, ennoblecidos; no son beneficiarios de adjetivos excelsos, no son divinizados. Aparecen como lo que son, y ya lo dije: de carne y hueso, con virtudes y defectos, como cualquier hijo de vecino. Ah, y recorrer las páginas de este libro es como caminar por las calles de la Lima de aquella época, la ciudad amurallada (con acequias y gallinazos; "calesas y sus caballos risueños, los vendedores ambulantes, leñateros a burro, la lechera a poncho y a lomo de mula...") y chocarse, como algo común y corriente, doméstico, incluso con sus gentes más significativas y notables, sin acomplejarnos o acobardarnos.  

¿Y qué gentes son las que habitan esta novela? Muchos, y de toda clase, color y gustos: negros, indios, cholos, blancos, chinos (ño Cotito -tío de Pancho Fierro- y otros; Poma y Ruperto, los “dos indios uniformados”; el alemán Mauricio Rugendas, el inglés Cochrane, los españoles; Liu Siu, el chino apaleado sin piedad en una de las calles de Lima…). Una novela, esta sí, en la que están todas las sangres 

Dije que no es propiamente histórica; sin embargo, esta novela nos traslada, casi con un realismo patético, a aquellos días inaugurales de nuestra República. Y esto, ¿a qué se debe? A que es una novela magistralmente escrita, con una prosa que atrapa, un dominio extraordinario de la narración y las descripciones, y una brillante agilidad y precisión en los diálogos. Por su extraordinaria verosimilitud. Méritos que, por lo demás, no tienen por qué sorprendernos en la narrativa de Cronwell Jara. Una novela plena de colorido y de imaginación. Tan bien contada que cuando la leemos pareciera que estuviésemos frente a una película, acaso un documental. Y nos atrapa, también, porque esta novela, de principio a fin, es un desborde desenfadado de sensualidad plena.  

Una novela que puede ser caracterizada, entre otras cosas, como una apología del arte, que es expresión de vida; la vida dentro de las acuarelas, dentro de los instrumentos musicales. Lo dice Ekobio, el duende “de tres ojos, piel verde, verrugas y patas de chivo”, que de pronto aparece “habitando la punta de un pincel”: “¿Percibe cómo los colores también danzan y son musicales? ¿No son como pájaros que cantan y lucen el esplendor dorado y azul de sus colores? Y trate de oír, en cada piar, lo que le aconsejan esos incendios vibrantes: escúcheles su palpitar”. Y agrega, rotundo e incontestable: “El arte es eyaculación pura”. Porque -lo dice la Campusano en la novela- "un verdadero artista debe ser libre de pensamiento y obra. Y saber desnudar sus sentimientos". Y es -en buena cuenta- el arte, las acuarelas de Pancho Fierro, de donde brotan las historias de esta novela.  

Una novela en que las mujeres no sueñan con “príncipes azules”, ni otras fantasías ridículamente "ennoblecedoras", sino con hombres de carne y hueso, con deseos, fluidos y defectos. Mujeres que, como Rosa Campusano, hubieran querido ser pintadas desnudas por Pancho Fierro. Y en la que, de pronto, aparece Pancho Fierro haciendo lo inesperado y escandaloso para los mojigatos: pintando, esta vez sí, a una "tapada" tal como vino al mundo, bella, desnuda y libre, como -repito- le hubiera gustado ser pintada también, pero ya era tarde, a la talentosa y luchadora Rosita Campusano, actriz y activista por la causa independentista, y compañera sentimental del libertador San Martín, mujer que "tocaba dulcísimas notas en el piano" y ya había leído los libros entonces prohibidos: Don Quijote, Filosofía del Tocador, Ananga Ranga, los Comentarios Reales y Las mil y una noches.  

Dije al principio que Cronwell Jara no escribe como nuestros más celebrados narradores. Cierto. Escribe de un modo muy particular: el estilo “cronweliano”, lo llamo yo. ¿Han leído Montacerdos? Un relato en el que, entre otras cosas, con un desborde de imaginación aterradora, que dejaría boquiabierto a cualquiera, nos cuenta de un niño que muestra una caja con alacranes y cucarachas muertas, de su bolsillo saca pericotes, “uno muerto y otro medio muriéndose”, y en una botella trae arañas y moscas vivas que se pelean; y esto otro que escandalizó, por irreal, a un escritor norteño: “comíamos ratasmeses atráscomíamos harto hasta chupar y sorber rico los tuétanos y masticar los huesitosembriagándonos de dichaPero ahí en casa de doña Juana no podíamos cocinar esoY un día nos escapamos en la madrugada y nos fuimos a las madrigueras y cazamos tres”. ¿Y se han regodeado con Patíbulo para un caballo? Una novela que es, al mismo tiempo, expresión cabal de poesía épica, con toques de lirismo, en la que más que lo anecdótico (quiero decir: lo que cuenta) tiene un valor excepcional el cómo lo cuenta: sépase, de una vez por todas, que lo más bello de una novela no siempre está en el qué, sino en el cómo. A diferencia de otros narradores, Jara hace de cada resquicio de esta novela una joya, un texto autónomo: me refiero, concretamente, a que cada uno de sus párrafos puede incluso ser desprendido del todo y ser leído como un objeto literario redondo y, vuelvo a decirlo, autónomo. Por ejemplo este, que he tomado al azar: “El espectáculo de violencia bélica del ritmo de la danza, el furor diablo y festivo de los músicos, enfervorizó las sangres y el espíritu de fuego de algún dios guerrero surgido de todas las tribus, comunidades, naciones y razas, latió invicto y retador en los pulsos y sienes; se tornó carcajada, mofa, salto y giro de baile; endemoniados los chibolos empezaron a reír y dar volteretas acrobáticas por los aires y la polvareda, entre gallinas, ladridos y perros espantados y chillidos de loros y palomas azoradas por los cielos; de chorros de agua limpia y metálicas luces doradas, de ríos, arco iris, aguaceros y relámpagos, y con las algarabías de los pájaros más hechiceros, parecieron hechos los sonidos de los instrumentos”. Los párrafos, en esta novela, no cumplen solo la insulsa y mediocre función de conectores entre los diálogos. Son bellísimas acuarelas de abigarrado e intenso colorido. Densidad como sinónimo de riqueza expresiva. Poemas, en realidad. Ah, y donde encontramos, como diría uno de sus muchos pintorescos personajes (el "Conde de Lautréamont"), "carnavalización y barroquismo, pero también drama, desesperanza y sueños, y un soberbio y al mismo tiempo sobrecogedor desborde de violencia verbal, es en aquella novela que -como dije al principio-, cuando de ella apenas se habían dado a conocer solo unas cuantas páginas, generó la furia disparatada e hilarante de un grupo de "indignados" escritores: me refiero a Molotov Suite en el Patio de Letras (Montacerdos Oficial, abril 2021), obra narrativa esta que es -no obstante su legítima naturaleza ficticia- una suerte de testimonio vívido y turbulento del alma siempre inquieta, rebelde e impredecible de la insobornable San Marcos, la universidad decana de América.  

Y abigarrada, intensa, llena de color y también de sensualidad es esta, la novela que ha salido a la luz, justo en el 2021, que es el año del Bicentenario de nuestra Independencia: FIERROPicardías de un lujurioso y festivo acuarelista. Una novela en queefectivamentehay picardía, lujuria y fiesta, por esto: porque sus protagonistas son el arte y la libertad, y el arte y la libertad son expresión excelsa y no pecaminosa de picardía, lujuria y fiesta.  

Sensualidad y erotismo pícaro y también tierno, como cuando Panchito, adolescente, es enjabonado por la tía Cayetana y accidentalmente siente en su mejilla el roce de uno de sus pezones y, excitado, lo besa y lo sorbe, mientras la mujer le dice: "-Calme su sed, mocito, que es la mía...". O la referencia que se hace de Rosa Campusano, que “aparecía luego de días de haberse perdido, se rumoreaba que, alunada, solo andaba de amores con San Martín; ora por la Hacienda Mirones, ora por una quinta de la Magdalena…”. 

Y también humor. Como esto, en palabras de Manuelita Sáenz, tratando de tranquilizar a una mujer asustada por los anuncios medio amenazantes, contra los ricos, con que Bolívar prometía un mundo en el que todos sean libres y no vivan de rodillas sometidos ante un virrey: “-No se preocupen. Ni usía, ña Mariana. Y menos María del Carmen. El despojo es solo para los ricos, dueños de minas y de barcos (…). Ténganlo por seguro, hermanas mías, Manuelita Sáenz, la novia del libertador se lo garantiza.  ¡Si no le jalo la oreja a ese loco! Él ya conoce mi genio, ja ja. ¡O no hay cama!”.   

Estamos, pues, ante una novela de humor. Pero también de misterio (por lo de Ekobio y Uma Supay, la anciana que lee el futuro en las hojas de coca, y también por la lectura presagiosa de cartas); psicológica (porque se mete en las interioridades de sus personajes); romántica (los amoríos de San Martín y la Campusano); erótica (los encuentros sexuales de Pancho Fierro, especialmente aquel que es presentado en el último capítulo: “Entonces sintió, dulce, dolorosamente dulce, una penetración desconocida en sus entrañas, bajo sus nalgas. // -¡Don Pancho Fierro, usted podía! Usted sabía…// Él se sumergió en las constelaciones. Empezó a cabalgar sobre las estrellas. Sobre la Vía Láctea. Se sentía entre las aguas y cascadas de las esferas celestes”). Y, obviamente, también es una novela épica (“-Disponemos de siete mil soldados –añadió Cochrane- y más de tres mil montoneros. ¡Ellos no pasan de cuatro mil! ¡Todos deseosos por batallar!”). ¿Qué más?   

Me referí antes al “estilo cronweliano”, a su bella densidad expresiva. Voy, pues, a agregar algo. La escritura de Jara, que tiene mucho de "realismo  rudo y a ratos despiadado"[7]  no tiene que ser leída como muchos críticos suelen hacer, con criterios medio sociológicos, sino estrictamente literarios: no busquemos en una novela el registro de "hechos verdaderos o la verdadera historia"[8]; eso es tarea de científicos sociales. Pero algo más quiero decir. Don Miguel de Unamuno dijo alguna vez que nada le molestaba más “que oír decir de alguien, que hablaba como un libro”, y que él prefería “los libros que hablan como hombres”.[9] Efectivamente: nada de poses “intelectuales” ni escrituras culteranas. Que un libro sea como una conversación de amigos y no la exposición pedante y aburrida, llena de palabras que resultan casi siempre ininteligibles para muchos. Cronwell Jara escribe como habla: con naturalidad, simplicidad y familiaridad (“Ekobio se atrevió a alargar la mano huesuda y verruguienta y a mover los papeles y cartulinas de varias acuarelas de retratos…”). Una novela es para disfrutarla, no para hacernos sufrir con las dificultades de su lectura. Y PANCHO FIERRO es eso: disfrute de canto a canto, como decimos los pallasquinos.  

“¿Qué más?” es la pregunta que he soltado, luego de dar a entender que esta, la de Cronwell Jara Jiménez, es -en mi opinión- una suerte de “novela total” por la pluralidad de aspectos o características que se juntan en ella, y que he señalado. Sí, hay más. En esta novela cuya lectura nos genera placer y no malestares, también encontramos lo fantástico que roza las fronteras de la ciencia ficción; esto en un episodio que es para desternillarse de la risa: el anuncio que se hace, durante un espectáculo en la Plaza de Acho, de algo "que nadie de esta pacífica y cordial Lima se imaginaría en lo mínimo”. Antes de ser elevado -como una asombrosa maravilla- un globo aerostático con canastilla para "pasajeros", construido por el argentino José María Flores, llegarían “tres hermosos Viajeros del Tiempo”, dentro de dos cajas mágicas “transportadoras del futuro al pasado”. Y, efectivamente, así ocurre. Desde el siglo XXI arriban al siglo XIX –no me lo van a creer- estos muy extraños personajes: “Bernardo Álvarez, el Mago de la Nariz Notable y Maravillosa”, la “princesa Lu” y “Érica, La Incandescente y Luminosa Tejedora de Tormentas”; ellas “en ropas de baño de largos faldones desde el cuello hasta los tobillos”, y él, “de elegante barba, nariz prominente, sombrero de copa, levita escarchada y una varita en la mano” y, como es de suponerse, dejan patidifusos y cariacontecidos prácticamente a todo el mundo. Este insólito hecho, por cierto –se nos dice en el desopilante capítulo-, jamás fue registrado en los anales de la historia, por una razón simple y comprensible: “para que al doctor Basadre no se le considerase falto de seriedad y compostura, ni al doctor del Busto, digno loco de atar”.   

Pero nosotros –lectores, felizmente inteligentes de este siglo XXI- estamos convencidos de que aquel extravagante suceso sí aconteció. Porque sabemos que una novela, a pesar de mentir, siempre dice la verdad: la verdad literaria, naturalmente. Y estamos convencidos, también, de que la verdad literaria y artística tiene un amparo indiscutible que le da solidez: la ficción, que es una de las más rotundas expresiones de la libertad y los sueños, en una realidad -la nuestra- que está patas arriba; es decir, el mundo al revés como, repito, fueron llamados aquellos murales pintados por el gran Pancho Fierro. Y sabemos, también, que en literatura no hay, absolutamente, nada que desmentir; y Cronwell Jara, el fundador de la nueva narrativa peruana, lo sabe, de canto a canto.

 

 © Bernardo Rafael Álvarez

 

 


[1] Marco Martos. Poema El Perú.   

[2] Federico García Lorca. En su soneto: A Carmela, la peruana.   

[3] Bernardo Rafael Álvarez: Nuevas jodas elementales (Cronwell Jara: Barroquismo de nuevo cuño). En: berafalvarez.blogspot.com 

[4] Raúl Porras Barrenechea y Jaime Bayly: Pancho Fierro. Ediciones del Instituto de Arte Contemporáneo, Lima, 1959.    

[5] Mario Vargas Llosa: La verdad de las mentiras. Seix Barral. 1990.  

[6] El Ekobio, duendecillo travieso, herencia mítica que Pancho Fierro recibió de sus ancestros africanos. 

[7] Carlos Yushimoto del Valle: Montacerdos como estado de excepción. Mito, ciudadanía y violencia. En: Cuadernos urgentes (Edith Pérez Orozco / Jorge Terán Morveli, editores, 2019).  

[8] Juan Zevallos Aguilar: Patíbulo para un caballo. Entre la narrativa urbana y el neo-indigenismo. Edith Pérez Orozco / Jorge Terán Morveli, editores, 2019). 

[9] “El poder de la palabra”. Última grabación de don Miguel de Unamuno. En: https://www.youtube.com/watch?v=nflKqPLxeL8