domingo, 5 de junio de 2022

EL "HUÁYCHAGO"*

 


“Tengo una pena… ¡Será de frío!”, decía luego de dar un par de rasgueos a su humilde guitarra o, como él la llamaba, su “palito trinador”. Era zapatero –para ser precisos: zapatero remendón. Su casa, en la que funcionaba su taller (algún nombre tengo que darle) estaba frente a lo que por algún tiempo fue la sede del Instituto Nacional Agropecuario y, luego, del Colegio Municipal Mixto. Vestía un medio deslustrado saco azul marino y vivía solo, por lo menos eso es lo que registra mi casi frágil memoria. Acostumbraba tomarse unos traguitos, con una casi apretada frecuencia, pero el licor nunca llegaba a producir efectos grotescos en su comportamiento. A los niños que, a veces, lo visitábamos solía contarnos algunos episodios, ya borrosos, de su vida. En cierta ocasión (le gustaba recordarlo ante nuestra jubilosa curiosidad, con irrefrenable recurrencia y sin poder disimilar un inocente orgullo) llegó a cantar en el otrora “Coliseo Nacional”, en Lima. “Tengo una pena…”, insistía. Probablemente aquella fue la única vez que pudo dar a conocer su talento, su arte, frente a un público distinto al minúsculo y pueril auditorio que conformábamos nosotros, en Pallasca. En la sonrisa que se dibujaba, discreta, tímida, candorosa, en sus ojos vivaces, se filtraban sentimientos de tristeza, de frustración, de abandono, pero también de esperanza. Era un hombre (lo conocí ya prácticamente anciano) que inspiraba verdadera ternura; sin embargo, es posible que (¡mocosos de miércoles, cuándo no!) le hayamos hecho víctima de alguna imberbe perversidad (bromas pesadas rayanas en el sarcasmo, por ejemplo, pero nada más). “Tengo una pena…”, volvía a insistir. Y después de acentuar intensa y conmovedoramente esta palabra: niño –que en sus labios sonaba a bondad-, volvía a dar tres o cuatro punteos de un impreciso huayno a la manera de Cajatambo, se abrazaba a la guitarra pegando el pómulo izquierdo a los trastes, como en un acto de amor, y enseguida se sumergía en un prologado silencio que parecía un túnel sin fin. Era don Manuel Vásquez aquel inolvidable pallasquino. Ahora que es invierno lo evoco con nostalgia, y me doy cuenta de que, también yo, siento una pena; tal vez como la de él, ¡mi irrepetible paisano, nuestro entrañable "Huáychago"!

 

                                                                                                    © Bernardo Rafael Álvarez

 

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* Escrito en junio del 2006, fue incluido en mi Diccionario Pallasquino. Ahora lo vuelvo a publicar, con unos mínimos retoques.