sábado, 26 de diciembre de 2015

“ESA MÚSICA, ESA ABUNDANCIA, ESE RELUMBRE…” (Unas palabras jubilosas por Juan Ramírez Ruiz)*

                                    Bernardo Rafael Álvarez


Casi a finales de noviembre de 1996 recibí una llamada telefónica. Era Juan Ramírez Ruiz, haciéndome un pedido que me abrumó sobremanera, por excesivo e inmerecido. “Quiero que presentes mi libro”, me dijo. Caballero nomás, acepté. Un par de semanas después, el viernes 11 de diciembre, a las 5 en punto, estuvimos en el Feria del Libro Ricardo Palma, en el parque Mariscal Cáceres de San Isidro. Con Juan nos encontrábamos en la mesa, Julio Polar, Pepe Benavides (que, aunque no estuvo programado, tuvo la gentileza de decir algunas palabras, en reemplazo de Alonso Rabí do Carmo que –desconocimos el motivo- no se hizo presente) y yo. Leí un texto breve y creo que débil con el que traté, sobre todo, de expresar el afecto que siempre sentí por mi amigo –casi un hermano- de muchos años, el fundador de Hora Zero. Sin duda, supe y sigo pensando igual, que Las armas molidas, el libro al que me refiero, merecía y merece mucho más. A continuación transcribo lo que dije aquella vez.

***

“La primera vez que vi a Juan Ramírez Ruiz fue en casa de Ricardo Oré, pariente y casi paisano mío. Yo estaba allí en una de las esporádicas visitas que solía hacerle. Llegó Juan, circunspecto pero no ceremonioso. Nos saludamos, nos conocimos, nos hicimos amigos. En aquel entonces yo tenía prevista la publicación de un brevísimo poemario llamado “Recóndita”, un grupo de poemas sentimentales o, mejor dicho, sentimentaloides propios de un adolescente que sufre por la pérdida de un amor que solo vivió en su fantasía. Lo descarté finalmente. Los encuentros prosiguieron con una casi apretada frecuencia; el 444 del jirón Ancash en que vivía Juan se convirtió en algo familiar para mí. En ese lugar fui conociendo a los demás. Me sentí como integrado al grupo. De pronto surgió una inquietud de la cual participé: la publicación del (creo no recordar mal) cuarto número de la Revista del Movimiento Hora Zero. Con Juan estábamos Yulino Dávila, Ricardo Oré (en cuya casa coordinábamos), Isaac Rupay, Jorge Nájar, José Cerna, Alberto Colán, Elías Durand… yo. Había mucha voluntad, algunos buenos poemas y ningún dinero. Cuando apareció la posibilidad favorable, se produjo un problema con Eloy Jáuregui y todo se fue al diablo. Hora Zero fue desintegrándose como grupo propiamente dicho; ello no obstante, los encuentros continuaron, primero en el Palermo, luego en el Tívoli, a veces en el Cordano, finalmente en el Wony. No se bebía cerveza y el ron era no más que un bicho raro. Alrededor de unas tazas de café la noche parecía oscurecerse más, pero la conversación se iluminaba. Al compás de “Los peruanos pasan”, el Presidente Velasco tosía más seguido en sus discursos. Eran los años 72/73. Comenzando el 74 saqué a luz “Aproximaciones & Conversaciones”. Juan me autorizó o, mejor dicho, me sugirió el uso del nombre del Movimiento como sello editorial.

Se acabó el Palermo. Murió Isaac Rupay. Aunque Hora Zero, como grupo propiamente dicho, ya estaba desintegrándose, lo cierto es que el oleaje ya había sido activado y seguía su curso irreversible. Eso fue todo. Aunque después oí hablar de nuevas etapas en el Movimiento, yo siempre pensé que Hora Zero fue, en realidad, aquello que conocí, nada más.

Juan Ramírez Ruiz tenía veinticuatro años cuando publicó Un par de vueltas por la realidad. Este libro debió haber salido al mismo tiempo que el de Pimentel, Kenacort y Valium 10, como una suerte de proyecto conjunto (este era, por lo demás, el espíritu del Movimiento, ajeno a todo protagonismo individual). La falta de recursos de un lado y, probablemente, algunas otras causas, hicieron que el autor de “Palabras Urgentes” y teórico de la Poesía Integral se resignase a ver su obra en manos de los lectores un año después. Calendarios diferentes, títulos distintos, voluntades acaso ya diversas, pero una sola verdad: ambos, como la espada de Pizarro en la Isla del Gallo (perdóneseme el símil tan desproporcionado e inconveniente) marcaron el deslinde entre pasado y futuro. Fueron, para decirlo en dos palabras, la respuesta consecuente y anticipada al cojudeo; quiero decir: al que se encontró y al que vino después como uno de los efectos negativos del estado de guerra vivido por nuestro país.

Seis años después apareció Vida perpetua. Un libro, en el aspecto formal, extremadamente distinto. Si el primero logró la incorporación del lenguaje popular en la poesía, el segundo significó una profunda y sorprendente incursión en el lenguaje mismo. Fue, además, una invitación al lector a adentrarse en la fiesta de la creación. Fue la primera gran expresión del afán experimental y de estudio que Juan se había propuesto y puso en práctica en “un solitario y franco proceso de ruptura”.

Ahora tenemos ante nosotros Las armas molidas. Acaso el más importante y ambicioso libro de los tres que ha producido; que es el fruto de diez años de intenso trabajo con la palabra y cuya pretensión, simple y gracias a Dios inconsiderada, es abrir las puertas de la utopía, entregándose sin miramientos a la creación plena y cabal. Un libro que ofrece múltiples lecturas: poética, política, social, antropológica, lingüística. Un libro que no es para ser leído en una sola tarde. Consta, por lo demás, de doscientas treinta y cuatro páginas y contiene setenta poemas de excelente factura, muchos de los cuales son en realidad la suma de varios poemas lo que hace que la cuenta arroje un total de ciento treinta y ocho.  El conjunto es lo que me atrevería a llamar una expresión, al mismo tiempo, de épica y lírica contemporáneas. Y es, además, un alegato rotundo e incontestable contra la muerte.

Paralelamente a la sucesión de los poemas, el libro presenta el desarrollo de un trabajo de, al mismo tiempo, investigación y creación en el plano estrictamente lingüístico. A partir de una especie de prólogo conformado por el antecedente de los “andigramas” -es decir, “los signos, logogramas y símbolos de los diversos sistemas escriturales labrados por el hombre, cuyo proceso de hominización también se desarrolló en la Amazonía y las superficies de los Andes” y fueron investigados, descifrados o difundidos por Guamán Poma, Larco Hoyle, Hart-Terré, Victoria de la Jara y otros- Juan Ramírez Ruiz se entrega a la tarea de sustentar una propuesta sumamente ambiciosa y audaz: crear la escritura de lo que él denomina la dimensión Hanan que no es sino “la dimensión suprema: la energía reunida del protoplasma, de la biósfera; el paraíso terrenal y cósmico poblado por las diáfanas teleologías de las altas elaboraciones mentales y espirituales de todos los hombres”. El resultado que obtiene es un catálogo de signos, o signario, llamado alfagrama, cuyos valores semánticos tienen carácter verbal, numérico, musical, cromático, geométrico y algorítmico.

Del libro surge un discurso integral, envolvente y, además, una interrogante “airada y dramática” por el horizonte del hombre peruano. Es, en verdad, un ejemplo de que la poesía no solo es para la complacencia, sino una búsqueda de lo imposible.

Las armas molidas puede ser leído (otra vez perdóneseme, ahora por la irreverencia) como la Biblia: en el momento que usted desee, por la página que elija ex profeso o al azar, al revés o al derecho, de manera integral o interesándose solo en versos sueltos. Es que el poema ha dejado de ser aquel objeto de sagrado cristal que al ser seccionado pierde su sentido; ahora es como un árbol: quítele una hoja, quítele todas las hojas, igual seguirá vivo.

Hagamos memoria. Hora Zero quiso significar una “toma de situación y de conciencia” como posición considerada ineludible. Planteó una nueva actitud ante el acto creador; señaló la necesidad de estudio, de investigación, de descubrimiento y de renovación; afirmó la urgencia de una poesía que no invite a la conciliación ni a pacto con las fuerzas negativas y se impuso el compromiso de escribir una poesía viviente que no deje escapar nada al trayecto del poeta como hombre momentáneo sobre la tierra. Su aporte fue o, mejor dicho, es la Poesía Integral como “una totalización, donde se amalgame el todo individual con el todo universal”.

Eso es precisamente Las armas molidas. Corresponde, estrictamente, a lo que es la Poesía Integral, por su afán totalizador y su propuesta de un nuevo lenguaje como cabal signo de ruptura. No solo representa el punto culminante del desenfreno creador de Juan Ramírez Ruiz, es decir el producto más elevado de una verdadera orgía de trabajo protagonizada por el luminoso habitante de aquel casi oscuro 444 del jirón Ancash (donde ha vivido gran número de años); es, también, la rigurosa realización del proyecto llamado Hora Zero. Con este libro nos demuestra que la inmolación de sus días (textualmente, como fue propuesto en “Palabras urgentes”) no ha sido sacrificio vano, sino fecundo ejercicio vital.

A Juan nunca le ha interesado escribir “poemitas” para procurar un gozo anodino o cosa parecida. Leal a la propuesta de Hora Zero, es decir, consecuente con su propia palabra, ha aspirado siempre a más: “destruir para construir”. Sabe, y lo dijo alguna vez, que “la creación de un nuevo lenguaje y un nuevo ritmo es la más grande tarea de los escritores de este tiempo”. Por eso escribió (construyó sería la palabra más justa) el libro que hoy presentamos.

Dícese que muchos son los llamados y pocos los escogidos. Intuyo que Hora Zero es el escogido y, por ello, acaso le toque la responsabilidad de desgarrar el himen del siglo veintiuno.”

***

Juan –hay que decirlo de una vez por todas- fue uno de  los poquísimos poetas fieles a la palabra, a su palabra: existió para ella. Y fue inflexible en sus principios y en su voluntad. Habló de inmolarse y, en efecto, su acto creador fue, en verdad, una persistente e irrefrenable “inmolación de todos los días”. Y su vida la ofrendó, sin más ni más, por aquello que fue su obsesión: el ejercicio poético. Yo no sé si alguien haya matado por la poesía. El luminoso habitante de aquel ahora lejano 444 del jirón Ancash nos demostró que lo más decente, digno y heroico es morirse por ella.

Y yo –como a él, mi amigo de años, le hubiera gustado- lo celebro. Y en las calles, cuyo alarido permanente él supo interpretar, mirándole a los ojos le digo: A pesar de nosotros mismos y nuestros desatinos, sigues con nosotros, Juanito, dando más de un par de vueltas por la realidad; y, ¿sabes una cosa?, te lo aseguro, nadie detendrá la guerra que iniciaste, aquella exultante guerra de la poesía, cuyo objetivo no es la muerte, sino la vida perpetua.

Pero lo que se impone ahora, en nombre del creador del “Poema integral”, es difundir su obra y, sobre todo, leerla. Este es el mejor homenaje para un escritor, para un poeta. Es lo que -aún a pesar de la muerte, que nunca tuvo cabida en Juan- produce el mayor placer. Allí, en la lectura, habita lo que nuestro poeta llamaba “esa música, esa abundancia, ese relumbre”. El júbilo, pues.

La muerte no cabe en mí, escribió. Y para darle la razón, a partir de ahora –si no lo fue desde ayer- este, repito, debe ser nuestro compromiso: leerlo. Leerlo y darnos cuenta de su calidad y de su luz.