domingo, 29 de abril de 2012

SUPLICIO DE ATAHUALPA: EL QUISHPE CÓNDOR, AUGUR Y PROTECTOR* / Dedicado al profesor Elio Machado Paredes, con especial afecto.

Diversas son las explicaciones que se han ensayado acerca de esta frase que escribió César Vallejo: “Me friegan los cóndores”. Aunque no falta quien la asocia a una suerte de mal disimulado desprecio por el pasado inca (interpretación descabellada, naturalmente), yo puedo afirmar con plena seguridad que nada tiene que ver con el ave andina, símbolo del Imperio Quechua, sino –tal vez- con la falta de humildad de algunas personas. Y, claro, mucho menos con el Quishpe Cóndor, ya que este personaje pintoresco del folclor de Santiago de Chuco -tierra del poeta- no es rechazo lo que inspira sino más bien admiración. Y nosotros, los de Pallasca, sabemos bien de esto porque lo conocemos y porque es nuestro también. Y de Llapo, Tauca y Conchucos. Y de Pomabamba.

Mientras que en Santiago de Chuco lo hace durante las celebraciones por el Apóstol Santiago, en julio, en Pallasca es durante la festividad por Juan el Bautista, nuestro Santo Patrón, que aparece en escena, y no precisamente para rendirle pleitesía al profeta bíblico (aunque, claro, ante él también se muestra respetuoso), sino para ejercer un papel importante (insustituible e imprescindible, dice Ireno Aguilar, quien nos ha ayudado a recuperar algunos detalles traspapelados en la memoria) en la representación teatral, a campo abierto, que el veinticuatro de junio –que es también día del Inti Raymi, en el Cusco- se hace de uno de los momentos más graves y significativos de la historia nuestra: el arribo de los conquistadores españoles tras el ocaso del Imperio Incaico.

Debido a la carencia de idónea fuente documental,  nos es imposible precisar la edad histórica de esta estampa (“festejo” la llamamos en Pallasca). Pero al menos en cuanto se refiere al Quishpe Cóndor podemos asegurar que sobrepasa de los ciento setenta años. En junio de 1842, un viajero y comerciante alemán, Heinrich Witt, estuvo en Pallasca y fue testigo vivencial de la peculiar danza que aquella suerte de “centauro alado” (mitad hombre y mitad ave), desarrollaba por las calles pallasquinas. Y el testimonio que dejó es la más lejana referencia escrita a que hemos tenido acceso. Witt, que vivió en el Perú por más de sesenta años, escribió un minucioso diario en que hizo puntuales y explícitos relatos y comentarios sobre los lugares, personas y costumbres que llegó a conocer. Y allí, en ese diario, encontramos la referencia que hace del Quishpe Cóndor: “…había cinco hombres que corrían arriba y abajo por diversas calles, cuenta y señala que nadie conoce “el verdadero significado de esta acción”. Enseguida describe la indumentaria del personaje principal: “… llevaba un vestido de mujer y una enagua, una pequeña gorra roja en la cabeza, un plumaje de aves amarrado a la espalda y un pañuelo en cada mano” y de los demás dice que “vestían pantalones cortos de color azul y ponchos del mismo color y gorros en punta”, y precisa que “un cuarto llevaba un largo látigo y el quinto tocaba el tambor”. Las características que el viajero describe son, como podemos advertir, distintas de las que nosotros conocemos.

Ignoramos los aspectos formales de la danza (desplazamientos de actores,  desarrollo escénico, etc.) que vio el europeo, y si coincidían en alguna forma con lo que en la actualidad suele ponerse de manifiesto. Y tampoco podemos afirmar si, como ahora, entonces formaba parte del montaje teatral alusivo al suplicio de Atahualpa, y si este montaje se realizaba también en aquella época durante las festividades por San Juan Bautista. Pero no cabe duda de que si eso se hacía, el libreto empleado como guía para los diálogos y monólogos no era el mismo de ahora pues, según tenemos entendido, este, el actual, habría sido redactado (o por lo menos adaptado) por don Alonso Paredes (maestro conchucano que cumplió importante labor cultural, docente y de investigación histórica en Pallasca) allá por los años de 1930.


Quien, después de Witt, también conoció Pallasca fue Antonio Raimondi; sin embargo, en su Libro ANCASHS y sus riquezas minerales, publicado en 1873, al hablar de nuestro distrito hace descripciones de distinta índole (por ejemplo esta, sobre aquel conducto al que nosotros llamábamos “infiernillo”: “Una casa situada en la plaza, enfrente de la iglesia, tiene un subterráneo, el que no se sabe para que haya servido.”), pero ninguna referida a temas festivos o costumbristas y mucho menos a lo que pudiera haber sido la representación del “Suplicio de Atahualpa”. Creemos, en cambio, que Charles Wiener (que recorrió el país entre 1875 y 1876), autor de Pérou et Bolivie (1880) y que también estuvo en Pallasca, sí pudo tal vez haber sido testigo de aquella dramatización -claro, si es que los pallasquinos de entonces la pusieron en escena-. Sin embargo, Wiener no cuenta nada al respecto. Aparentemente llegó a  Pallasca durante las celebraciones patronales, ya que en su libro refiere que encontró una festividad en que se presentaban los “huancos, danzas populares que había visto en la costa” y que “se llaman aquí mojiganga”. Sincero o imprudente, el viajero europeo no oculta su antipatía por esta danza: “No son menos infantiles, monótonos y en suma poco agradables”. Pero es interesante lo que afirma sobre la evocación que entonces se hacía en la zona respecto de Huáscar, el Inca “degollado cerca del puente” de Tablachaca: “Los indios conservan recuerdo del asesinato de su rey, y al pasar por estos parajes hacen doce veces el signo de la cruz”.

Hoy nuestros pobladores ya no hacen lo mismo; ahora el recuerdo del infausto pasado se hace a través de un recurso más creativo y libre: el teatro. Y en esta representación, que se hace en la Plaza de Armas, se presenta el personaje al que mencionamos al principio: el Quishpe Cóndor (o simplemente Quishpe, que es como se le llama en nuestro pueblo). Aparece aquí como una suerte de mensajero de los dioses y –realmente poderoso- tiene  la capacidad de ver más allá de lo evidente y de anunciar lo que ha de sobrevenir. El drama –“El suplicio de Atahualpa”- es una muy sintética y coherente visión, como ya lo dijimos,  de lo que ocurrió en el primer episodio de la Conquista y de lo que aconteció al final del Imperio Incaico, que, como sabemos, no se debió únicamente a la presencia impositiva de gente extranjera, con armas extrañas y caballos, sino a que la poderosa organización política y social que ellos encontraron ya  estaba en decadencia siendo expresión definitiva de esto la disputa por el trono protagonizada por dos hermanos descendientes de un monarca que solo encontraron un aciago final. La escenificación de esta lucha se produce a partir de un acto muy significativo: el gesto de decencia y respeto entre los contrincantes. Primero participan de lo que llamamos una “fiambrada”, en que ambos grupos rivales intercambian presentes de buena voluntad y -todos en verdadera armonía- disfrutan de los manjares más espléndidos. Luego -cada uno en una esquina (la de la Iglesia y la del “Shinde Lolo”)- empieza la pelea verbal: retos, advertencias, amenazas,  de ambas partes. Grupos de coyas, las mujeres mayores, cantan, y las doncellas bailan. Poco a poco los grupos van acercándose, decididos a dar la batalla y a ganar; tanto Huáscar como Atahualpa, blanden, optimistas, sendas hachas de guerra; llegan a la esquina de la Municipalidad. Aquí Huáscar sufre su primera caída, y Atahualpa, ufano, le exige la rendición. Pero la pelea continúa. Se dirigen, inagotables, belicosos e indoblegables, hacia la otra esquina –la del “Shinde Lolo” y luego a la otra, la de “Pancho Nina”. En esta, también conocida como la del Chorro, se produce la caída final de Huáscar. Es como si se hubiese cerrado el telón para dar paso a una visión imaginaria de los acontecimientos posteriores: muerto el legítimo heredero del trono, su cadáver es arrojado al Andamarca, que es el mismo Tablachaca, río que corre entre Pallasca y Santiago de Chuco. El Quishpe Cóndor, que hasta ese momento se había comportado como un mensajero de buena fe y de reconciliación entre los hermanos, ahora cumple el terrible papel de “profeta de la fatalidad” y anuncia la llegada de gente extraña, muy extraña, que ha  venido a cambiar radicalmente las cosas y que, como paso indispensable habrá de capturar y dar muerte al inca fratricida que acaba de entronizarse. Pero el Quishpe Cóndor no solo es un augur, sino un protector. Tratará a como dé lugar de impedir que el presagio se cumpla y, correrá a las cuatro esquinas para obstaculizar el ingreso de los “realistas”, es decir los conquistadores, que sobre briosos corceles intentan aproximarse a donde está el monarca andino. Tras cuatro intentos frustrados, los españoles cambian de estrategia y logran, finalmente, su cometido. Ingresa, en primer el lugar, el “abanderado”, por la esquina de la Iglesia y enseguida logra facilitar el ingreso de los demás. Se acercan al Inca y lo primero que hacen es invitarlo a una reunión. Las mujeres que acompañan al monarca bailan incansablemente. Amable o ingenuo, el Inca invita chicha a los extranjeros. Un rato después devuelve la visita; los españoles están en la esquina del Chorro. Aquí la situación se pone tensa. El cura Valverde le entrega una Biblia y al producirse lo que ya sabemos (el rechazo del Inca), el religioso exclama insinuando abiertamente la necesidad del ataque y la captura. El Inca es sometido a juicio sumarísimo; lo condenan a muerte. Las mujeres más cercanas a él, desesperadas, se suicidan. El Quishpe Cóndor, que ha ido sucesivamente cambiando de indumentaria, ahora viste de negro. El Inca canta un jarawi de despedida. La sangre es literalmente derramada, corre a raudales (claro, no es sangre de verdad, sino aloja o chicha morada fermentada, que es arrojada desde el escenario especialmente acondicionado en el centro de la plaza). Lo que viene tras este desenlace es un epílogo inesperado pero explicable: todos bailan, conquistados y conquistadores, sin que esto signifique, por un lado, celebración de la derrota o, por el otro, exacerbación del triunfalismo. Es, simplemente, la aceptación de una verdad histórica: lo que ocurrió en Cajamarca, más allá del oprobio que fue su marca, significó el encuentro de dos razas y dos culturas, y aunque muchos crean que es reprobable, podríamos decir que Pizarro e Isabel Huaylas Ñusta son los que procrearon nuestra estirpe, y en lugar de abjurar de ella, deberíamos procurar ser dignos de su herencia.

No hemos olvidado a los buenos pallasquinos que representaban a los diversos personajes –nativos unos y advenedizos, otros- de la escenificación. Entre ellos, por ejemplo, estaban, como “realistas” –en épocas diferentes, por cierto- don Ireno Aguilar y don Ireno Valverde. Pero aquí queremos evocar a alguien especial: Don Manuel Alvarado, quien, durante muchos años, fue el encargado de  encarnar al decisivo personaje religioso de la Conquista, el cura Valverde. Don Manuel (don Manuelito, para decirlo con más propiedad y afecto)  era un hombre de mediana estatura, rostro más o menos redondo y de  hablar ligero pero cauteloso. La particularidad excepcional que mostraba y que pocos quizás pudieron haber advertido, fue que –siendo de origen humilde- tenía una vehemente preocupación por la lectura y por escarbar y conocer el pasado del pueblo. Fue –salvo error u omisión- el primero en enterarse de la descendencia de Apollacsa Vilca Yupanqui Tuquihuarac (aquel “indio noble que prestó importantes servicios durante el paso de los primeros conquistadores”, según nuestro historiador Félix Álvarez Brun). ¿Cómo pudo haberlo sabido? Pues don Alonso Paredes lo contó alguna vez por escrito. Joven aún, don Manuel, “amante de la observación” logró salvar del fuego un fajo de papeles que contenía “los títulos de nobleza incaica de don Eusebio de la Cruz, infatigable defensor de su comunidad”, documento este -conjuntamente con otros-   sobre el que “descansa  la historia altiva  del pueblo de Pallasca”, enfatizaba don Alonso.

Y es él, don Alonso, a quien debemos recordar también, porque fue quien ayudó a darle forma artística y rigor histórico a la representación teatral que venimos comentando: el “Suplicio de Atahualpa. Él fue uno de los profesores, o maestros, en verdad,  que más huella dejó en varias generaciones pallasquinas. Nació en Conchucos pero su amor por Pallasca fue intenso, y es que, probablemente, allí encontró las más valiosas oportunidades para desarrollar lo que más le gustaba: enseñar y escarbar minuciosamente en el pasado rico de nuestro pueblo; fue, empíricamente, un historiador, un arqueólogo y un folclorista nato.  Y no solo por el simple prurito de de investigar y darse el íntimo regocijo de saber, sino especialmente por querer transmitir sus conocimientos. Fue el pionero en las investigaciones referidas a nuestro pasado histórico. Dictó clases en la otrora Escuela Prevocacional 293.  A los alumnos, poco antes de que empezaran las clases –recuerda Álvarez Brun, uno de sus más aprovechados discípulos-, "ritualmente nos hacía formar para entonar canciones escolares: "Himno Al Sol", "Indio", "Vicuñita", o también para escuchar "Vírgenes del Sol, "El Cóndor Pasa", etc."  Un maestro que, sin ninguna duda, debió haberse emocionado sobremanera al ver los espectaculares desplazamientos del Quishpe Cóndor, hombre-ave o ave humana, que protege pero no somete y que representa la conjunción armónica entre humanidad y naturaleza.

Tal vez, si no hubiese tenido un propósito digamos humorístico, Vallejo habría dicho otra cosa en el poema Telúrica y Magnética, en lugar de “Me friegan…”;  probablemente esto: “Me bendicen los cóndores”. Más aún si es que, por ejemplo, hubiese querido rendir un homenaje al Quishpe Cóndor, que, en Pallasca, como en Santiago de Chuco, es representado por un varón que lleva un penacho de plumas en la cabeza y agita pañuelos blancos hacia sus costados como alas y va danzando cadenciosamente en un pie al son de una caja o tinya, acompañado por un “brujo” que parece efectuar misteriosas maquinaciones con un palo y una naranja.  Porque –ya lo dijimos- el Quishpe Cóndor es humano y es ave: la perfecta conjunción de realidad y sueño, de caminata y vuelo, de arraigo y libertad. Los pallasquinos no hablamos de bendiciones, pero, igual que los paisanos de nuestro inmenso poeta,  admiramos al Quishpe Cóndor con especial fruición y respeto. Y así como manifestamos simpatía, legítima y justa, por nuestro pasado inca, también veneramos, solemnes, la tradición católica de amor a San Juan el Bautista, venida desde España. Lo mismo –reconocimiento por nuestro pasado andino y occidental- hace la buena gente de Llapo, de Tauca, de Conchucos y de Pomabamba. “¡Sierra de mi Perú, Perú del mundo, / y Perú al pie del orbe; yo me adhiero!”, escribió Vallejo también en ese bello poema. Y nosotros, casi paisanos del poeta de Trilce, lo seguimos.

                                          © Bernardo Rafael Álvarez