domingo, 8 de abril de 2012

NUESTRA CASA


Esta fue mi casa, la del balcón celeste.
No era la más hermosa ciertamente, pero tampoco la menos atractiva: era nuestra casa y, por lo tanto, para nosotros era la mejor del pueblo.

Su puerta de acceso principal (aunque no lo crean, tenía dos puertas) daba al jirón Álvarez Gonzales. Don Manuel, el de esos apellidos, fue un hombre notable en Pallasca a fines del Siglo XIX y en los primeros años del XX; probablemente se trataba de un pariente mío, no estoy seguro como tampoco lo estoy del Álvarez que llevo, pero de esto hablaré en otra oportunidad.

Esta calle, explico, empieza en la esquina suroriental de la Plaza de Armas y, en subida, avanza hacia el Este para terminar por donde se ubicaba la casa de don Ireno Aguilar (sí, el señor que tenía un “pick up” con huaynos de la Pastorita y del Jilguero y un molino de piedra en que se preparaban las harinas de nuestras humildes sopas y los panes caseros (los otros, los que vendía doña Anatolia, eran hechos con “harina del norte”). Antes de llegar al final –sigo hablando del jirón Álvarez Gonzales- pasaba por la casa de don Demóstenes, que es donde funcionaba la “Caja de Depósitos y Consignaciones”, y seguidamente por El Tambo (zona a las que la malas o buenas lenguas le atribuían cierto aroma de sensualidad medio traviesa).


Iglesia y pileta, en la plaza de armas de Pallasca
Tenía –ahora vuelvo a referirme a nuestra casa, la casa en que mi madre me parió y en la que pasé los primeros quince años de mi vida y nacieron, también, mis hermanos menores- tenía, repito, dos niveles. El primero, en la parte alta: el zaguán, el patio, la cocina (con cuyero incluido), la sala, el dormitorio y otro cuarto sin uso definido (un depósito, diríamos), más el gallinero en cuyas inmediaciones se encontraba el baño –una letrina, en realidad- y el horno de barro del que casi nunca salían buenos los panes porque, según decían, “no calentaba bien”. El otro nivel, en la parte inferior: una pieza bastante amplia cuyas dimensiones equivalían a la suma de la sala y el dormitorio debajo de los cuales se hallaba. Por algún tiempo (tendría yo unos seis o siete años) fue usada como tienda de abarrotes. La recuerdo muy bien, básicamente por
Como estas eran aquellas galletas
dos cosas. Me comía todas las galletas guardadas en una lata (eran unas galletas pequeñas y ovaladas, con el sabor casi parecido al de las de animalitos, y que no se vendían empaquetadas sino a granel, creo que en "papel de despacho"; si no me equivoco, eran producidas por la antigua fábrica Arturo Field). Y recuerdo la tienda, también, porque, un mal día, frente a otra lata –de kerosene, puesta sobre el mostrador-, con infantil imprudencia, encendí un fósforo, y al ver que el fuego la envolvía salí despavorido como alma que se lleva el diablo: la oportuna e inteligente intervención de mi padre impidió una tragedia. Para ingresar en este ambiente había que descender por unos escalones de madera al lado derecho de la sala, pero también se podía entrar (aunque casi siempre permanecía con llave, pues ya no funcionaba la tienda) por la puerta que estaba al frente de la casa de don Ramiro Rubio (en el jirón que forma esquina con el que mencioné al principio, y baja -desde la plaza- al barrio de Quichuas, pasando por la Calle Grande y la vivienda de don “Lonsho” Pinedo, nuestro zapatero en la época de las estaquillas y la pita untada con cera de abeja).


Encima de todo, sobre la sala y debajo del techo de tejas, estaba el “terrado” que, en el conjunto de compartimentos de toda casa serrana, era -y seguramente debe seguir siendo- como el pariente pobre: botadero de cosas inservibles por cuya restauración nunca se perdía la esperanza.

La sala, en cambio, correspondía a la nobleza. Las paredes de la nuestra fueron las únicas tarrajeadas en la casa, claro, por don Pedro Tapia, empleando -como era de costumbre- yeso. Desde allí sobresalía un pequeño balcón, aquel en donde mi hermano Jorge y yo dejábamos en las Navidades nuestros zapatos (esos, los confeccionados por don “Lonsho”) esperando las monedas de Papa Rafael, perdón, quiero decir de Papa Noel. Dentro, además de una mesa larga y varias sillas bien dispuestas, estaba, cerca de la puerta pintada de celeste, el estante de libros y, entre muchos otros, en ese estante estaban El Mundo es Ancho y Ajeno de Ciro Alegría y Música de Cámara de James Joyce, mis primeras lecturas más o menos formales; y sobre la mesa, una máquina Underwood, con la que escribí "Color de barro", mi primer poema en la pubertad.


Mi padre, mi hermano Jorge y yo
Pero, valgan verdades, (después del ma-me-mi-mo-mu que me enseñó la señorita Teresa Casana, en el Jardín de la Infancia -allí, donde me enamoré, angelicalmente y sin decirles nada, de Maruja Montero y de Ladoyska Rubiños, mis compañeritas de aula- y antes del “Charrito de Oro”, “El Súper Ratón” y muchas otras historietas en el club "Los Inseparables", con Lucho Aparicio y otros amigos, y mucho antes de la Biblioteca Municipal “Herminio Cisneros”, que dirigía don Teófilo Porturas, el poeta, mis lecturas primigenias las hice en el humildísimo dormitorio de nuestra casa y, más precisamente, en la modestísima pared del lado izquierdo y, exactamente, en los periódicos que, como papel tapiz, con engrudo había pegado allí mi madre. Entre los titulares y las noticias de La Prensa, Expreso y La Crónica, soñaba con ser torero cuando, en medio de otras imágenes en blanco y negro, veía la serena y retadora mirada de Antonio Ordóñez en el redondel de Acho. Antes de dormir y cuando iba a levantarme leía y releía, cotidianamente, incansablemente. Mi padre se alegraba.


Abigaíl, mi linda madre
Y ahí mismo, en ese dormitorio, a él lo vi llorar por primera vez al, también, leer y releer un telegrama con malas noticias sobre la salud de mi abuela Alejandrina, que por aquellos días se encontraba en Lima. Y a mi madre, asimismo por primera vez, la vi que se moría. Yo tenía cinco años y al percatarme que iba ensombreciéndose, a la medianoche, con los pies descalzos y el llanto como río desbordado, salí a llamar a mi padre que estaba en casa de don Víctor Alvarado, en una reunión; me acompañaba, en la mano, una vela apagada por el viento. Mi padre me encontró temblando de frío, en la entrada de la vivienda, y me levantó en sus brazos y corrió. Gracias a Dios y a esa luz extinguida en medio del camino, el hombre que me dio la vida evitó que la de Abigail, mi madre, se obscureciera aquella noche. Tímida y vergonzosa, como era, siguió alumbrándonos, como una bendición, por muchos años más.


Con la cantuta, que plantó mi padre
Aunque ya no es nuestra, la casa en que ella nos preparaba cachangas, bebíamos agua de panizara y nos alimentábamos con sopa de chochoca, la verdad es que sigue detenida en mi corazón; la veo, esplendorosa, en la “esquina del chorro”, mirando hacia la Plaza de Armas, hacia aquel jardín -frente a don Pancho Nina- donde la cantuta que plantó el maestro Rafa, mi padre, florece roja como la sangre.