Hace pocas semanas,
Rodolfo Dondero me obsequió –en el Campo Ferial Amazonas- el libro que esta
noche se presenta. Al recibirlo, inmediatamente y sin siquiera hojear el libro me
atreví a decirle lo siguiente: “Tengo, de entrada, una observación, pero no te
voy a indicar cuál es, sino hasta el día de la presentación”. Lo que enseguida
hicimos los dos fue echarnos a reír a mandíbula batiente. Bueno, espero que al
final de esta breve exposición mía la dé a conocer a todos ustedes, a ver cómo
reaccionan.
A Rodolfo lo conocí
-personalmente, digo- el 26 de agosto
del 2017, en el Café Rilke. Seguramente se asombrarán por la exactitud con que
señalo el día y el lugar. Pues se debe a esto: aquel día, en aquel lugar,
participé en la presentación de “Horas sin nombre” de “Alexander Sandman”
(alter ego o, mejor dicho, seudónimo –en ese libro- de nuestro amigo Alexander
Forsyth). Después de haber dicho algunas cosas acerca de la producción
literaria de Alex, recibí un saludo inesperado: “Hola, Bernardo, soy Dondero”,
así, enfáticamente. Yo, por cierto, ya sabía –al escuchar el apellido- de quién
se trataba; nos dimos un apretón de manos y un fuerte abrazo. Me invitó a
acercarme a las actividades del “Círculo Andino de Cultura”, del que con
Rolando Santa Cruz Oros y Rodolfo Sánchez Garrafa- forma parte él. Acepté, pero
nunca más nos volvimos a encontrar sino hasta esa oportunidad en el Campo
Ferial Amazonas. Es decir, contando con la de hoy, solo son tres las veces que
nos hemos encontrado Rodolfo y yo. Ello no obstante, nuestra amistad es sólida,
¿verdad, amigo?
Esta amistad, sin
embargo, no me impide ser imparcial en mis apreciaciones respecto del libro que
hoy se presenta, ni me obliga a ser complaciente. Así que, ¡agárrate, Catalina!
Pero, no, no voy a hacer trizas de la producción poética de Rodolfo, ni mucho
menos; no porque no quiera, sino porque este trabajo carece de razones para
hacerlo: es un buen trabajo, realmente.
Dije que
personalmente a Rodolfo lo conocí hace apenas un año. Cierto. Pero digamos que
indirectamente yo ya sabía algo de él desde hace muchísimo más tiempo. Rodolfo
es agrónomo de profesión y oficio. El día que me entregó su libro, me obsequió
–también- una copa de pisco. ¿Saben de dónde provenía ese exquisito licor? Pues
de las viñas de Dondero; era producción suya, guardada por varios años. Este
apellido –lo confieso- ya “me sonaba”, lo había escuchado o leído antes,
asociado al licor bandera de nuestro país. Rodolfo me lo confirmó.
Creo que el pisco
(como también el vino) es un licor con alma de poesía. Si literalmente esto no
es cierto, pues diré que en el caso de Rodolfo sí lo es, y con creces. No
quiero decir (porque no lo sé) que Rodolfo sea bebedor; me refiero a esa
vocación que la puso de manifiesto en la producción del exquisito aguardiente
destilado de uva y que ahora se ha convertido en creación poética. Por lo demás,
el vino y el pisco, qué hacen: pues, darle la razón a Charles Baudelaire, quien
en uno de sus más bellos poemas en prosa dijo: “Embriagaos”, “con vino, con
poesía o con virtud”. El vino (el pisco) y la poesía son eso, pues: virtud. ¿O me
equivoco?
Rodolfo Dondero ha
publicado, hasta ahora, tres libros de poesía: Reverberaciones (2015); Los
golpes del badajo (2016); Florilegio
equinoccial (2018). Es decir, su primigenia producción poética es muy reciente;
no proviene de su adolescencia. Bueno, la verdad es que, como ocurre con el
amor, no hay edad para la poesía; decir: “has comenzado tarde” es simplemente
un error, una falacia. Todo momento –para el amor y para la poesía- son horas
tempranas. Y mientras haya energía, vigor, alegría y buena fe, habrá creación,
habrá poesía, habrá amor.
Y Rodolfo tiene
energía, vigor, alegría y buena fe. Por eso, además, participa activamente en
otra cosa que es su pasión: el activismo cultural, y lo hace –como he dicho-
con Rolando Santa Cruz Oros y su tocayo Rodolfo Sánchez Garrafa, en el Círculo
Andino de Cultura. Y eso es realmente loable. Cultura o, mejor dicho, interés
por la cultura es la que buena falta hace en nuestro medio.
Debo decir que cuando
leí Florilegio Equinoccial, el libro
que hoy presentamos, lo primero que me pregunté (porque soy preguntón, pues)
fue qué cosa es “equinoccio”. Siempre he escuchado esta palabrita, pero nunca
supe qué significaba. Creí que era algo así como decir “ártico”, es decir, que
designaba a alguna región geográfica. Tuve, caballero nomás, que echar mano a eso a lo que todo el mundo recurre: “Wikipedia”. Recién pude saberlo: no es un lugar,
sino un momento. Hay dos equinoccios: el 20 o 21
de marzo y el 22 o 23 de setiembre de cada año. Textual, según la enciclopedia
virtual: cuando “el Sol está situado en
el plano del ecuador celeste. Ese día y para un observador en
el ecuador terrestre, el Sol alcanza el cenit (el punto más alto
en el cielo con relación al observador, que se encuentra justo sobre su cabeza,
vale decir, a 90°)”.
¿Todo
claro? Sí, todo claro. Pero, saltó otra duda: ¿por qué tuvo que ponerse el
adjetivo “equinoccial” al libro de poemas?, ¿tal vez porque fue escrito justo
cuando el Sol alcanzó el cenit?, ¿o porque el autor quiso decirnos que la
poesía es eso: el punto más elevado de la palabra, de los sentimientos? Mi
respuesta es esta: porque es eso la poesía: el Sol en el cenit.
Y,
la verdad, en este poemario veo eso: ennoblecimiento
de la palabra, elevación de los sentimientos. Y belleza, mucha belleza.
Como
bien dice Alejandro Villagra en la primera parte del prólogo, esta poesía “es
un canto, una celebración” y tiene “un
bello lenguaje de flores”. Lo que no comprendo es por qué el chileno, en
otra parte, dice que “uno llora leyendo el trabajo” de Rodolfo Dondero. No, no
es para llorar; esta es poesía exultante, no es poesía deprimente.
Entre
otras cosas, algo que me parece digno de resaltar es la ternura que transmite
la poesía de Rodolfo Dondero, imágenes de tierna dulzura como nacidas de la
ingenuidad de un niño: “Avecilla de fino plumaje / acaricia y alivia mi nostalgia”. Poesía amorosa, ajena a la
rudeza a veces perversa de la poesía de
nuestros exaltados poetas actuales, los otros; poesía, la de Rodolfo, “chapada
a la antigua”, pero indiscutiblemente actual. Poesía que estremece, que parece
hecha a la medida de nuestras ilusiones y desilusiones por esos amores que se
van pero se quedan: “Tú eras mi río y mis brazos, / el cauce por el que
discurrías / te marchaste soberbia / ante la perplejidad de mi mirada / y
a pesar que ya no estabas / seguiste en mi mente, fluyendo, / erosionando mi
espíritu vencido”.
Pero
no solo es poesía amorosa. También, en el libro de Rodolfo, hay preocupaciones
de carácter escatológico (aludo a la primera acepción, naturalmente). “Ante lo
inexorable”, nos dice, “la mejor respuesta es el olvido”. El buen humor, es
decir, la “celebración” aludida en el prólogo, se manifiesta al menos en dos
poemas: “No puede la paloma / volar batiendo alas / a ritmo de tango…” (El vuelo de la paloma); “El pájaro ateo / extiende sus alas…” (El
sueño del pájaro ateo). Imágenes caprichosas en un contexto medio dramático.
Hay, también, adjetivaciones insólitas que revelan el verdadero talento poético
y la libertad creadora: “Tus labios pintados / de color mudo…” Y, claro, Rodolfo no es ajeno a lo injusto de la realidad
humana; un poema especialmente conmovedor es aquel en que dice; “¡Qué difícil
es calzar los zapatos de los pobres!”
A
pesar de la ternura que habita en esta poesía y que es su sello o marca, no
está vedada aquí, digamos, la a veces necesaria grosura, la palabra áspera que,
claro, no tiene por qué estar excluida ni prohibida de la poesía. Veamos. Hay
un poema (La brecha) en que se dice que al poeta todos le tratan de “usted”, pero
que él procura siempre verse jovial y, así, hasta busca aprender los giros del
lenguaje y suelta bromas y chanzas y, así y sin más ni más, nos advierte a boca
de jarro que alaba “las tetas y el culo”.
¿Es
o no bella esta poesía? ¡Lo es, señores! La belleza no es sinónimo de agua de
azahar o perfume de patchuli; la
palabra atrevida, incluso si es violenta, mientras no sea usada para dañar,
también es bella.
En
la dedicatoria que Rodolfo puso en el ejemplar que me obsequió dice: “para que
te acuerdes del quehacer poético y cómo la poesía sufre en manos inexpertas”.
Equivocado. Al leer este libro no es eso lo que uno puede advertir: primero,
porque aquí no hay sufrimiento; segundo, porque no son inexpertas las manos de
Rodolfo cuando de escribir poesía se trata. Lo que revelan las palabras que me
dio como dedicatoria son esto: humildad, y eso es una forma -tal vez la más
digna- de ser poeta.
Saludo
y felicito a Rodolfo Dondero por esta bella entrega poética que nos hace mucho
bien, realmente. Léanla, la disfrutarán.
Ah,
estaba a punto de olvidarme. Hablé, al principio, de una “observación”. No es
precisamente eso; se trata, más bien, de una interrogante. Un título
fonéticamente parecido al del libro de Rodolfo lo leí por primera vez hace
muchos años en uno de don Manuel Beltroy, y que conservo en mi biblioteca:
“Florilegio occidental” se llama y es una antología –publicada en 1963- en que,
por ejemplo, el autor de los Cantos
pisanos es nombrado no como Ezra, sino –en una curiosa “castellanización”- como
“Esdras Pound”. Bien, la pregunta es
esta: ¿Por qué a su tercer poemario, Rodolfo Dondero lo ha llamado “Florilegio”?
O, dicho de otro modo, ¿a qué creen ustedes
que se debe esta duda o inquietud mía? Lo dejo ahí, como tarea.