¡Feliz Navidad! Esta es la bella frase que, emocionados, solemos decir, junto a un efusivo abrazo, a nuestros
familiares y amigos, a partir del momento en que el reloj de la casa indica que
son las doce de la medianoche.
Y, claro, ese deseo es expresado con auténtica sinceridad y mucho, mucho
cariño; al menos así es en la generalidad de los casos pues, por cierto, no
falta una que otra hipocresía por allí.
Usualmente, si el equipo estéreo no está encendido,
es el televisor el que, solemne y majestuoso, nos acompaña con una musiquita
suave como caricia, casi siempre “Noche de Paz”, tocada por una orquesta
sinfónica o cantada por un coro infantil. Afuera, algunos cohetones y rascapiés
y luces de bengala y, claro, niños mataperros que, con ganas de fregar, no
pierden ocasión de reventar una que otra “rata blanca”. Todo es alegría, sin embargo. La
mesa está poblada de unas delicadas copas de cristal con vino espumante; al
centro un panetón cortado en una docena de tajadas y, delante de las sillas
bien ubicadas, rebosantes tazas de chocolate. Si las vacas flacas (casi
vitalicias las condenadas) pudieron ser reemplazadas por vacas gordas, el pavo
horneado en la panadería de la esquina también formará parte, sí o sí, de este
cálido paisaje de entrecasa, con puré de manzanas, por supuesto. La ventana,
con las cortinas corridas, muestra a la calle, desde hace algunos días, filas
de luces intermitentes, dispuestas en caprichosas formas: estrellas, arbolitos,
flores...
Todos, padres, hijos y abuelos –si es que los hay- están o, mejor dicho,
dicen estar felices. No es para menos. Es la Fiesta del Amor, pues. Y hay
que celebrarla como Dios manda, sin excesos. Pero, eso sí, que los niños no
pongan límite a su regocijo porque, claro, para ellos es, especialmente, la
Navidad: ellos representan, según se dice (y hay mucho de verdad en esto), al
niño redentor de hace dos mil años que, ahora de porcelana y medio patas
arriba, reposa en el nacimiento colocado en una esquina de la sala con Virgen,
con vaca, con burro y más. Ah, y aquí están sus regalos: carritos, pistolas,
pelotas, etc. Lo que, y lo digo sin resentimiento ni pena, no
recuerdo haber tenido yo en mi infancia.
Es que en mi tierra, Pallasca, la cosa era
distinta. No había panetones, entonces, y, creo que tampoco carritos,
pistolas... como los carritos y pistolas que hay ahora. Pero, valgan verdades,
todo era, como dicen los muchachos de estos tiempos, bacán: ternura a manos
llenas, candor a flor de piel, felicidad.
Me parece, si mal no recuerdo, que se celebraba
alguna misa a veces (la "de gallo", naturalmente); digo a veces.
porque el cura casi nunca paraba en mi pueblo pues casi siempre estaba en algún
otro distrito donde, sin duda, la gente era más dadivosa a la hora de la limosna
(y, probablemente, en otras horas también).
En algunas casas se armaban hermosos y nutridos
nacimientos. Mi padre me contaba que el más grande, original y bello era el que
hacía muchos años confeccionaban en su vivienda las medio beatas hermanas
Monzón. Yo conocí los de doña Valentina, antes de llegar a Santa Lucía, bajando
hacia la Calle Grande; de doña Victoria, al costado de la Casa Parroquial; de
don Alfredo, a la derecha del “Chorro”, hacia abajo; y en Santa Lucía, de doña
Paquita... Aparte de esos papeles gruesos de costal de azúcar, estrujados y
manchados de verde y marrón para tener la apariencia de cerros, lo más notorio
(aparte también de las ovejitas o “guachitos” y otros adornos), eran las
achupallas y el musgo los que ocupaban lugar preferente y contribuían con el
conveniente y significativo toque serrano y, digamos, ecológico.
Estos nacimientos, en la noche del veinticuatro,
eran visitados por los “viejitos” o “pastorcillos”, grupos de chiquillos y
también no tan chiquillos, vestidos cada uno con poncho, sombrero y máscara de pellejo
de carnero, cargando gatos o comadrejas (a las que llamábamos “huaygush”)
disecados, y que bailaban al compás de sonajas hechas con latas de leche Gloria
o de Nescafé y piedrecillas y cantaban animados y pegajosos villancicos de la
selva: “Niño Manuelito, qué te puedo dar: rosas y claveles para deshojar...”. No
faltaba algún palomilla (pienso ahora en nuestro entrañable “Joke”) que, con
infantil picardía, se atreviera a modificar la letra, diciendo, en lugar de
“rosas y claveles”, “una lata de habas, que te haga...”; las carcajadas,
obviamente, no se hacían esperar. Los dueños de casa, casi siempre tolerantes y
bondadosos (con bondad cristiana, claro está), les invitaban chocolate caliente
y bizcochos.
Ah, les cuento: Yo también, alguna vez, fui
“viejito de navidad” y formé parte de un grupo entusiasta de chiquillos
organizados en la casa de doña Manuelita Paredes, en la Calle Grande. Ataviado
como correspondía, subí cantando con los demás por la calle de don “Lonsho”
Pinedo hacia la Plaza de Armas y, claro, agitando la lata convertida en sonaja,
pero sacudiéndola, creo yo, con demasiada fuerza, porque en un momento del
festivo desplazamiento la lata terminó destapándose violentamente, dejando caer
todo su contenido al suelo, entre las piedras irregularmente
colocadas en la medio empinada vía. Mis compañeritos del grupo soltaron una
incontenible carcajada que avivó aún más la vergüenza que sentí en
tales circunstancias. Sin embargo -debo confesar- aquellas carcajadas y mi
bochorno, nada tuvieron que ver con el hecho mismo de haberse abierto inesperadamente
la lata y derramado su contenido, sino porque los demás niños, por culpa de mi
torpeza, constataron que ese contenido no era –como se acostumbraba- un puñado
de guijarros, sino ¡de alverjas secas! que mi padre había colocado en la bendita
lata, creyendo, tal vez, que así resultaría “más decente”.
Continúo. Pasada la medianoche había que irse a dormir. Ah, pero antes de las seis de la mañana del día siguiente el ritual era impostergable: levantarse y acudir al balcón de la sala. Es lo que hacíamos mi hermano Jorge y yo. Antes de acostarnos habíamos dejado allí nuestros zapatos, esos cómodos e inolvidables “chancabuques” que nos hacía don “Lonsho” Pinedo, el querido zapatero del pueblo. Y, ¡oh maravilla!, al levantarnos muy temprano y darle una mirada al balcón, comprobábamos dos cosas: que Papá Noel existe y que esa noche nos había visitado, generoso. Alegría ingenua y abundante. ¡Una, dos, tres, cuatro, cinco monedas de a veinte! Nuestros ojos se iluminaban como el brillo de la nieve de Ogopito con que don Rafa Acosta y don Diego Baltodano preparaban en junio los helados y raspadillas. Ya teníamos nuestro regalo de Navidad, modesto pero suficiente para comprar bolitas de cristal en la tienda de don Víctor Alvarado o galletas de soda en la de don Pancho Nina. ¡Para qué pistolas, para qué carritos!
Pero, abusivos, ¡cómo no!, mi hermano y yo en las tres o cuatro noches siguientes
volvíamos a dejar los zapatos en el mismo sitio, el balcón de la casa. El "viejito de
blanquísima barba y botas negras" seguía bondadoso pero, claro, iba reduciendo la dosis de pesetas, aquellas pesetas de nuestra felicidad navideña, sin que por ello disminuyese la alegría que sentíamos.
(Este Papá Noel era realmente un papá bueno. Lo fue para nosotros. Jamás lo
olvidaremos. Nos hizo mucho bien).