sábado, 17 de diciembre de 2011

NUESTRO REGALO DE NAVIDAD

¡Feliz Navidad! Esta es la bella frase que, emocionados, solemos decir, junto a un efusivo abrazo, a nuestros familiares y amigos, a partir del momento en que el reloj de la casa indica que son las doce de la medianoche. Y, claro, ese deseo es expresado con auténtica sinceridad y mucho, mucho cariño; al menos así es en la generalidad de los casos pues, por cierto, no falta una que otra hipocresía por allí. 

 

Usualmente, si el equipo estéreo no está encendido, es el televisor el que, solemne y majestuoso, nos acompaña con una musiquita suave como caricia, casi siempre “Noche de Paz”, tocada por una orquesta sinfónica o cantada por un coro infantil. Afuera, algunos cohetones y rascapiés y luces de bengala y, claro, niños mataperros que, con ganas de fregar, no pierden ocasión de reventar una que otra “rata blanca”. Todo es alegría, sin embargo. La mesa está poblada de unas delicadas copas de cristal con vino espumante; al centro un panetón cortado en una docena de tajadas y, delante de las sillas bien ubicadas, rebosantes tazas de chocolate. Si las vacas flacas (casi vitalicias las condenadas) pudieron ser reemplazadas por vacas gordas, el pavo horneado en la panadería de la esquina también formará parte, sí o sí, de este cálido paisaje de entrecasa, con puré de manzanas, por supuesto. La ventana, con las cortinas corridas, muestra a la calle, desde hace algunos días, filas de luces intermitentes, dispuestas en caprichosas formas: estrellas, arbolitos, flores...

 

Todos, padres, hijos y abuelos –si es que los hay- están o, mejor dicho, dicen estar felices. No es para menos. Es la Fiesta del Amor, pues. Y hay que celebrarla como Dios manda, sin excesos. Pero, eso sí, que los niños no pongan límite a su regocijo porque, claro, para ellos es, especialmente, la Navidad: ellos representan, según se dice (y hay mucho de verdad en esto), al niño redentor de hace dos mil años que, ahora de porcelana y medio patas arriba, reposa en el nacimiento colocado en una esquina de la sala con Virgen, con vaca, con burro y más. Ah, y aquí están sus regalos: carritos, pistolas, pelotas, etc. Lo que, y lo digo sin resentimiento ni pena, no recuerdo haber tenido yo en mi infancia.

 

Es que en mi tierra, Pallasca, la cosa era distinta. No había panetones, entonces, y, creo que tampoco carritos, pistolas... como los carritos y pistolas que hay ahora. Pero, valgan verdades, todo era, como dicen los muchachos de estos tiempos, bacán: ternura a manos llenas, candor a flor de piel, felicidad. 

 

Me parece, si mal no recuerdo, que se celebraba alguna misa a veces (la "de gallo", naturalmente); digo a veces. porque el cura casi nunca paraba en mi pueblo pues casi siempre estaba en algún otro distrito donde, sin duda, la gente era más dadivosa a la hora de la limosna (y, probablemente, en otras horas también). 

 

En algunas casas se armaban hermosos y nutridos nacimientos. Mi padre me contaba que el más grande, original y bello era el que hacía muchos años confeccionaban en su vivienda las medio beatas hermanas Monzón. Yo conocí los de doña Valentina, antes de llegar a Santa Lucía, bajando hacia la Calle Grande; de doña Victoria, al costado de la Casa Parroquial; de don Alfredo, a la derecha del “Chorro”, hacia abajo; y en Santa Lucía, de doña Paquita... Aparte de esos papeles gruesos de costal de azúcar, estrujados y manchados de verde y marrón para tener la apariencia de cerros, lo más notorio (aparte también de las ovejitas o “guachitos” y otros adornos), eran las achupallas y el musgo los que ocupaban lugar preferente y contribuían con el conveniente y significativo toque serrano y, digamos, ecológico. 

 

Estos nacimientos, en la noche del veinticuatro, eran visitados por los “viejitos” o “pastorcillos”, grupos de chiquillos y también no tan chiquillos, vestidos cada uno con poncho, sombrero y máscara de pellejo de carnero, cargando gatos o comadrejas (a las que llamábamos “huaygush”) disecados, y que bailaban al compás de sonajas hechas con latas de leche Gloria o de Nescafé y piedrecillas y cantaban animados y pegajosos villancicos de la selva: “Niño Manuelito, qué te puedo dar: rosas y claveles para deshojar...”. No faltaba algún palomilla (pienso ahora en nuestro entrañable “Joke”) que, con infantil picardía, se atreviera a modificar la letra, diciendo, en lugar de “rosas y claveles”, “una lata de habas, que te haga...”; las carcajadas, obviamente, no se hacían esperar. Los dueños de casa, casi siempre tolerantes y bondadosos (con bondad cristiana, claro está), les invitaban chocolate caliente y bizcochos. 


Ah, les cuento: Yo también, alguna vez, fui “viejito de navidad” y formé parte de un grupo entusiasta de chiquillos organizados en la casa de doña Manuelita Paredes, en la Calle Grande. Ataviado como correspondía, subí cantando con los demás por la calle de don “Lonsho” Pinedo hacia la Plaza de Armas y, claro, agitando la lata convertida en sonaja, pero sacudiéndola, creo yo, con demasiada fuerza, porque en un momento del festivo desplazamiento la lata terminó destapándose violentamente, dejando caer todo su contenido al suelo, entre las piedras irregularmente colocadas en la medio empinada vía. Mis compañeritos del grupo soltaron una incontenible carcajada que avivó aún más la vergüenza que sentí en tales circunstancias. Sin embargo -debo confesar- aquellas carcajadas y mi bochorno,  nada tuvieron que ver con el hecho mismo de haberse abierto inesperadamente la lata y derramado su contenido, sino porque los demás niños, por culpa de mi torpeza, constataron que ese contenido no era –como se acostumbraba- un puñado de guijarros, sino ¡de alverjas secas! que mi padre había colocado en la bendita lata, creyendo, tal vez, que así resultaría “más decente”.

 

Continúo. Pasada la medianoche había que irse a dormir. Ah, pero antes de las seis de la mañana del día siguiente el ritual era impostergable: levantarse y acudir al balcón de la sala. Es lo que hacíamos mi hermano Jorge y yo. Antes de acostarnos habíamos dejado allí nuestros zapatos, esos cómodos e inolvidables “chancabuques” que nos hacía don “Lonsho” Pinedo, el querido zapatero del pueblo. Y, ¡oh maravilla!, al levantarnos muy temprano y darle una mirada al balcón, comprobábamos dos cosas: que Papá Noel existe y que esa noche nos había visitado, generoso. Alegría ingenua y abundante. ¡Una, dos, tres, cuatro, cinco monedas de a veinte! Nuestros ojos se iluminaban como el brillo de la nieve de Ogopito con que don Rafa Acosta y don Diego Baltodano preparaban en junio los helados y raspadillas. Ya teníamos nuestro regalo de Navidad, modesto pero suficiente para comprar bolitas de cristal en la tienda de don Víctor Alvarado o galletas de soda en la de don Pancho Nina. ¡Para qué pistolas, para qué carritos! 


Pero, abusivos, ¡cómo no!, mi hermano y yo en las tres o cuatro noches siguientes volvíamos a dejar los zapatos en el mismo sitio, el balcón de la casa. El "viejito de blanquísima barba y botas negras" seguía bondadoso pero, claro, iba reduciendo la dosis de pesetas, aquellas pesetas de nuestra felicidad navideña, sin que por ello disminuyese la alegría que sentíamos. 


(Este Papá Noel era realmente un papá bueno. Lo fue para nosotros. Jamás lo olvidaremos. Nos hizo mucho bien).