Por falta de ataúdes algunos
cadáveres tuvieron que ser enterrados envueltos en mantas, nos contó don Mesho
Aguilar aquella vez cuando, casi niño aún (creo que en primer año de secundaria),
estuve en su casa con mis profesores Moisés Porras y Mercedes Málaga, invitados
para tomar un lonche. Habíamos llegado a Conchucos en una “excursión” que
nuestro colegio, el Municipal Mixto San Juan Bautista, organizó como una suerte
de “tour” por diferentes pueblos de la provincia (Lacabamba, Conchucos, Conzuzo
y Pampas). En Conchucos, la tierra de nuestro inolvidable anfitrión, estuvimos
dos días, insuficientes para conocerlo todo, pero bastantes para quedarnos
prendados de la bondad de su gente. Muchos años atrás, siguió
contándonos, un terremoto -como ocurre con las epidemias- se ensañó
con la población más pobre. Es lo que suele ocurrir, pues, en nuestros países
(¿se acuerdan de aquel tondero de Oscar Avilés en el que dice que “la gripe
llegó a Chepén, ya llegó…?). Conchucos no es un pueblo pobre precisamente, pero
es un pueblo peruano. Acaso más que su relativa opulencia material lo valioso
que allí podemos encontrar sea el lado espiritual de los conchucanos. No me
cabe duda: son gente buena. Allí nació don Alonso Paredes, historiador sin
formación profesional especializada, pero cuyo aporte –sustentado en su
entusiasmo y amor por nuestro pueblo- es el habernos hecho conocer parte
importante del glorioso pasado de Pallasca. Allí nacieron también Atilio y
Adalberto Oré Lara, uno maestro y poeta, y el otro gran compositor de música
criolla. Es el lugar donde vieron por primera vez la luz Ovidio Oré, uno de
nuestros más talentosos fotógrafos, y Raúl Cardoso (“Reutilio” para sus más
allegados), profesional de la salud con sentimiento de artista; y, claro,
también “Fonsho” Aguilar, ingeniero y escritor, y Ricardo Paredes Vasallo,
poeta y filósofo. Entre las víctimas de la epidemia, continuó don Mesho, una
familia del lugar vio, con inmenso dolor, que también su hijo, de unos cinco
años, se iba. O, mejor dicho, ellos mismos lo llevaban a enterrar. Pero nuestro
Señor de las Ánimas es milagroso, enfatizó don Mesho no sin antes barrernos con
una mirada pícara. Ocurrió que, en el trayecto al cementerio, los llantos
moderadamente melodiosos de los deudos, abruptamente se convirtieron en
sorpresa, al principio, y en alegría, después. Este muchacho de miércoles en
realidad no estaba muerto; solo había sufrido una suerte de catalepsia o algo
así. Y, como suele acontecer, pasado el paréntesis febril, la crisis,
¡despertó! Además de la manta que lo envolvía, terminó siendo cubierto por
abrazos y besos. La vida retornó a su normalidad y el río, límpido, continuó
alimentando el valle. El casi muertito fue creciendo. Pero -¡no faltaba más!-,
como consecuencia de aquel suceso, su nombre también creció. Al que le pusieron
en la pila bautismal, sus amigos le agregaron este otro (díganme si no es
realmente significativo y pintoresco): “Mundo Engañoso”. Y, aunque parezca
mentira, les aseguro: es la puritita verdad. También el mundo a veces miente.
¡Palabra de don Mesho, caracho!
© Bernardo Rafael Álvarez