jueves, 15 de diciembre de 2011

MUNDO ENGAÑOSO

Por falta de ataúdes algunos cadáveres tuvieron que ser enterrados envueltos en mantas, nos contó don Mesho Aguilar aquella vez cuando, casi niño aún (creo que en primer año de secundaria), estuve en su casa con mis profesores Moisés Porras y Mercedes Málaga, invitados para tomar un lonche. Habíamos llegado a Conchucos en una “excursión” que nuestro colegio, el Municipal Mixto San Juan Bautista, organizó como una suerte de “tour” por diferentes pueblos de la provincia (Lacabamba, Conchucos, Conzuzo y Pampas). En Conchucos, la tierra de nuestro inolvidable anfitrión, estuvimos dos días, insuficientes para conocerlo todo, pero bastantes para quedarnos prendados de la bondad de su gente. Muchos años atrás, siguió contándonos, un terremoto -como ocurre con las epidemias- se ensañó con la población más pobre. Es lo que suele ocurrir, pues, en nuestros países (¿se acuerdan de aquel tondero de Oscar Avilés en el que dice que “la gripe llegó a Chepén, ya llegó…?). Conchucos no es un pueblo pobre precisamente, pero es un pueblo peruano. Acaso más que su relativa opulencia material lo valioso que allí podemos encontrar sea el lado espiritual de los conchucanos. No me cabe duda: son gente buena. Allí nació don Alonso Paredes, historiador sin formación profesional especializada, pero cuyo aporte –sustentado en su entusiasmo y amor por nuestro pueblo- es el habernos hecho conocer parte importante del glorioso pasado de Pallasca. Allí nacieron también Atilio y Adalberto Oré Lara, uno maestro y poeta, y el otro gran compositor de música criolla. Es el lugar donde vieron por primera vez la luz Ovidio Oré, uno de nuestros más talentosos fotógrafos, y Raúl Cardoso (“Reutilio” para sus más allegados), profesional de la salud con sentimiento de artista; y, claro, también “Fonsho” Aguilar, ingeniero y escritor, y Ricardo Paredes Vasallo, poeta y filósofo. Entre las víctimas de la epidemia, continuó don Mesho, una familia del lugar vio, con inmenso dolor, que también su hijo, de unos cinco años, se iba. O, mejor dicho, ellos mismos lo llevaban a enterrar. Pero nuestro Señor de las Ánimas es milagroso, enfatizó don Mesho no sin antes barrernos con una mirada pícara. Ocurrió que, en el trayecto al cementerio, los llantos moderadamente melodiosos de los deudos, abruptamente se convirtieron en sorpresa, al principio, y en alegría, después. Este muchacho de miércoles en realidad no estaba muerto; solo había sufrido una suerte de catalepsia o algo así. Y, como suele acontecer, pasado el paréntesis febril, la crisis, ¡despertó! Además de la manta que lo envolvía, terminó siendo cubierto por abrazos y besos. La vida retornó a su normalidad y el río, límpido, continuó alimentando el valle. El casi muertito fue creciendo. Pero -¡no faltaba más!-, como consecuencia de aquel suceso, su nombre también creció. Al que le pusieron en la pila bautismal, sus amigos le agregaron este otro (díganme si no es realmente significativo y pintoresco): “Mundo Engañoso”. Y, aunque parezca mentira, les aseguro: es la puritita verdad. También el mundo a veces miente. ¡Palabra de don Mesho, caracho!

© Bernardo Rafael Álvarez