Hace poco escribí lo siguiente: "Hoy, 12
de octubre, se cumplen 519 años de la llegada de Cristóbal Colón a nuestro
continente, hecho que marcó el inicio de un mestizaje que nos ha dado -como
casi siempre ocurre en la historia- cosas buenas y cosas malas. A nosotros que,
guste o no guste a muchos, somos producto de ese encuentro, nos toca rescatar
lo positivo y lo negativo para avanzar y no para vivir con el hígado y la
conciencia atormentados. ¡Feliz día, hermanos de América!"
Al respecto, un amigo (sin duda, fastidiado y
deplorando lo "políticamente incorrecto" de lo dicho por mí) afirmó
que mi posición era "la de los historiadores hispanófilos". Aquí les
doy a conocer mi respuesta, firme, como siempre, y objetiva:
Mi posición puede que coincida con la de los
historiadores hispanófilos, y eso no me preocupa, no tiene por qué preocuparme.
Sin embargo, debo decir que no es exactamente la misma en realidad. Yo no busco
enaltecer (ni pretendo hacerlo) ciegamente los méritos de la gesta emprendida
por los europeos que vinieron a este Continente hace cinco siglos, y tampoco
tengo una actitud despectiva frente a lo que ellos encontraron aquí. No
justifico lo que ocurrió, solo lo asumo. Como hago siempre, trato -en este
caso- de ser justo y, sobre todo -repito-, objetivo. En este sentido, reconozco que
-hablando específicamente del Perú- somos -desde entonces- un país mestizo y
también multiétnico; pero, en líneas generales, somos herederos de, llamémosle
así, dos razas. No sé si haya alguien que coincida conmigo, pero yo (y lo digo
sin ambages) estoy seguro de que tengo mucho de indígena, pero también tengo
mucho de europeo. Mis abuelos remotos nacieron, unos, más allá del Atlántico, y
otros aquicito nomás. ¿Siendo así, debo sentirme orgulloso solo de una de las
dos vertientes, y renegar de la otra o acaso negarla, rechazarla y repudiarla?
Es una actitud bacán (porque en estos tiempos genera simpatía y aplausos) vivir
zapateando y hablando pestes de los europeos que vinieron en el siglo XVI
dizque a destruir nuestra cultura, a robar nuestra riqueza.
Es que las emociones soliviantadas tienen la apariencia de dignidad y
hasta suelen dan réditos políticos. Pero son solo eso: nada más que
apariencia. Desbordes de indignación y no precisamente demostración de
real dignidad.
Existe, estoy convencido, una suerte de error
histórico garrafal cuando se afirma (lo afirman prestigiosos estudiosos,
historiadores, analistas, y no solo indignados activistas de lo que sería la
"utopía arcaica", en palabras de nuestro Nobel) que los españoles
"nos" conquistaron de la forma más desalmada, destruyendo -repito-
"nuestra" cultura y "robándonos". Lo que destruyeron
(porque, en efecto, en alguna medida lo hicieron: no totalmente) no fue "nuestra cultura". Esta
cultura -la que se desarrolló en el Continente que nos alberga- que nos
enorgullece y por la cual sufrimos y gozamos, es nuestra a partir de la llegada
de los españoles; es decir, desde el momento en que nosotros, siendo el
resultado de la unión de las dos razas, la asumimos como nuestra. Antes de la
Conquista había dos culturas: una (o varias), la europea, perteneciente a
quienes vivían al otro lado del Atlántico; y otra (u otras), la indígena que en
este Continente correspondía a quienes hablaban las distintas lenguas nativas
(quechua, aymara, machiguenga, shipibo, etc., etc.). Antes de ello no existía
eso que ahora somos: el mestizaje, en estas tierras. Con el arribo de los
ecuestres barbudos, en buena o mala lid, apareció una nueva "raza",
una nueva cultura: la mestiza, en este Continente. (Los García, los Rodríguez, los Alvarado, los Pérez, los González... -quiero decir, los indignados por el despojo de que fueron "víctimas" hace cinco siglos- no habitaban estas tierras antes de la llegada de los españoles, ¿o sí?).
El Descubrimiento de América y luego la
Conquista trajeron cosas buenas y malas, pero no las trajeron hacia nosotros (a
nosotros, los que estamos viviendo en pleno siglo XXI). Es absurdo asumirnos
como incas o herederos de los incas soslayando y desdeñando nuestra condición
-real e indiscutible- de descendientes -también- de españoles.
Estoy convencido de que lo que ocurrió en
Cajamarca, en 1532, más allá de sus aspectos negativos, significó el
encuentro de dos razas y dos culturas, y aunque muchos crean que es reprobable,
podríamos decir (porque es cierto, además) que Francisco Pizarro e Isabel Huaylas Ñusta son los que procrearon nuestra
estirpe, y, en lugar de abjurar de ello, deberíamos procurar ser dignos de la herencia que nos dejaron y de lo que somos, y mirar sin complejos hacia adelante; y no vivir envenenándonos
de odio y menos sentir que estamos siendo aplastados perpetuamente.
Me gustaría (ojalá pudiera hacerlo) hablar quechua. Sin embargo, debo declarar que me siento feliz de comunicarme con el bello idioma que vino de Europa y que, como en muchas partes, también se enriqueció en mi pueblo (el bello castellano pallasquino, que es muy similar al de Santiago de Chuco) y con el que se escribió una de las más bellas, significativas y elevadas expresiones poéticas que conocemos, la poesía de nuestro cholo César Vallejo.
Es decir, pues, en el colmo de los colmos, los repudiados europeos nos trajeron este idioma "maldito" con el cual -como Vallejo- otros presuntamente "desmemoriados", desde el Inca Garcilaso, nos han dado y siguen dándonos -en este Continente- las más bellas páginas que nos enriquecen y llenan de orgullo: Pablo Neruda, Gabriel García Márquez, Martín Adán, Jorge Luis Borges, José María Eguren, Mario Vargas Llosa, José María Arguedas y muchos otros que siguen apareciendo. Como dicen algunos sabios indignados (con apellidos ibéricos, gringos, “ponjas” y hasta rusos): "Nada que celebrar, porque 'nos' invadieron" (¡qué disparate!). ¿Deberíamos, entonces, mandar al demonio la lengua que hablamos, por "oprobiosa" y porque es signo de "colonialismo"? El castellano, el bello idioma con que nos comunicamos y con el cual podemos construir los más terribles, ponzoñosos y también pintorescos reclamos y dicterios contra la mismísima España, es uno de los bienes más valiosos de la rica herencia de que podemos sentirnos orgullosos: al menos yo, me siento completamente orgulloso y feliz por ser hispanohablante. (Pero, ¿y la dignidad y la indignación? Solo corresponde contestar, con ironía y con esta frase: "¡Cosa más grande en la vida, caracho!").
© Bernardo Rafael Álvarez