Mi
padre me contaba que, a las pocas semanas de nacido, me desesperaba por
quitarle el postre de melocotones en almíbar a mi abuelo Manuel Jesús, que me
tenía en sus brazos. Pienso que es razonable creer que en tales circunstancias
el anciano se hubiera visto obligado, por su corazón y por mi irrefrenable
asedio, a no disfrutar ni siquiera de un solo pedazo de la fruta en conserva y
a tener que dármela toda, gozoso. De lo que no me cabe duda es de que allí
comenzó mi historia de sanos, intransferibles y no negociables placeres
mundanos, entre los que, por cierto, tiene lugar preferente mi inclinación por
el durazno, melocotón, damasco, blanquillo, abridor, albaricoque o como
queramos llamarlo.
Y
supongo que Lastenia, o "Tena", que es como era conocida mi abuela
materna, debió haberlo sabido o, al menos, sospechado. Digo esto, porque todos
los días doce de noviembre -allá en Pallasca- personalmente, o a través de
alguna jovencita que la ayudaba en los quehaceres domésticos, me regalaba una
lata de Aconcagua. La chica, si es que era ella la encargada,
después de tocar la puerta que daba a la calle del chorro, y entrar por el
zaguán, a eso de las once de la mañana, se me acercaba cariñosa y tras darme un
tímido abrazo me decía: “Ténga’ste don Beinaidito; es el regalo que le envía su
Tena". Yo, más tímido que ella, me ponía rojo pero sonriente, invadido por
la dicha.
En la cocina, mis padres preparaban el almuerzo. No había fiesta y no hacía
falta que lo hubiera: bastaba con estar, papá, mamá e hijos, juntos alrededor
de la entrañable mesa familiar, pero allí mismo, en la humilde cocina,
acompañados por el calor del fogón y la sinfonía inconclusa -porque no acababa
nunca- de los cuyes. Aquel día, al menos dos de esos dóciles y bullangueros
animalitos habían sido sacrificados para el deleite de todos en casa (cuy
frito, con papas, ¡añañau!). Mamá freía y papá atizaba el fuego. La sopa era
de chochoca, o de papa seca (con cushuro, naturalmente).
Había ocasiones -sobre todo si era domingo- que, llevando ollas y todos los
ingredientes necesarios para la comida, además de ropa para lavar, nos íbamos
todos a Tambamba, un lindo paraje ubicado a poca distancia del pueblo, donde
teníamos unas chacras; y allí, junto a la acequia de aguas claras, el
almuerzo campestre era como el festín de los dioses. Lo que no faltaba -voy a
decirlo a la manera de Vallejo- era el ofertorio de las chauchas con
ensalada de berros.
Yo, por cierto, bañadito y bien peinado, ese día estrenaba saco nuevo,
confeccionado por don Carlitos Miranda, el sastre del pueblo; pero no con una
tela de aquellas que -para evitar que terminasen encogiéndose una vez
convertidas en ropa- había que remojarlas previamente y luego dejarlas secar al
sol, para después poder llevarlas a la sastrería, sin preocupaciones. Esta vez
se trataba de una tela de otro tipo, una de mayor calidad, de aquellas que eran
"sanforizadas", según decía el maestro Rafa, mi padre.
Nunca fui futbolista, pero (seguro que no me lo van a creer) los calzados para
una de aquellas ocasiones fueron un par de chimpunes hechos por don Lonsho
Pinedo, o quizás comprados a alguno de los shilicos que
esporádicamente llegaban con su mercancía (anilinas, sombreros, peinetas,
zapatos, etc.) y se ubicaban en la vereda que daba a la casa de don Víctor
Alvarado, que era paisano de ellos.
¡Tantos
años han pasado, caracho, y parece que hubiera sucedido ayer! Pero hoy, hoy
sábado, no pasó lo que solía ocurrir durante aquellos ya remotos días doce de
noviembre que ahora vienen a mi memoria, con una inmensa nostalgia. En el
almuerzo de hoy día no ha sido cuy frito lo que he comido; me he sentido feliz,
sin embargo, cómo no. Pero, aunque, sin duda, los calendarios -a veces con
prisa, a veces lerdamente- me van acercando hacia su presencia, debo decir que,
además del postre de melocotones en almíbar con que me engreía la abuela
Lastenia, lo que más he echado de menos, en este mi cumpleaños, ha sido el
abrazo sin límites, con sonrisa y corazón incluidos, y mucho amor, de los dos
bellos seres humanos que me dieron la vida: Abigail y Rafael (quiero decir, mi
linda Biguita y el maestro Rafa). Ellos palpitan, siguen palpitando, en mi
pecho, y me iluminan Que Dios los bendiga, por siempre.
(12 de noviembre, 2011)