lunes, 5 de diciembre de 2011

ME LO REGALÓ VÍCTOR HUMAREDA (historia de un apunte)

Con su sonrisa irremediable e inconfundible y probablemente imaginando a las mujeres que pasaban ante su mirada como a las sabinas, calatitas todas, y a los varones como a vulgares arlequines, se encontraba allí parado junto a la puerta del Bon Buffet, Y ese día, 14 de noviembre de 1979, en su cuarto del Hotel Lima, a las ocho y media de la noche (después de haberme invitado una "sopa de casa" en la pensión a la que él solía acudir, en el primer piso, al fondo a la derecha, de un edificio cercano al Hotel Crillón -concretamente, en el jirón Rufino Torrico 624, en el que por algún tiempo vivió el poeta Juan Ramírez Ruiz, y también Manuel Morales), aquel pintor nacido en Lampa hizo el apunte -que acompaña a este texto- de mi entonces juvenil rostro, empleando un carboncillo, virgen aún, que hacía poco le habían traído desde París. Mientras disfrutábamos del cálido alimento, me comentó, mostrándome una tarjeta de invitación, que un artista plástico nacido en Trujillo le había pedido con mucha insistencia que fuera a la inauguración de una muestra suya que al día siguiente iba a realizarse en Miraflores. ¿Por qué habrá sido tan insistente?, me preguntó. Es fácil entenderlo, le contesté: será, sin duda, un honor para él que tú estés presente en esa reunión. “¡Ah, carajo, entonces no voy!”, exclamó y, medio fastidiado, metió la esquela en el bolsillo de su saco. Terminamos la sopa y salimos. “¿Quieres conocer mi cuarto?”, me preguntó pudiendo, evidentemente, adivinar la respuesta (porque, claro, ¿quién no habría querido conocer el cuarto de Humareda?). Llamó un taxi y nos enrumbamos hacia la Victoria. Esta no fue la primera y tampoco la última vez que lo vi; a veces nos cruzábamos y en otras ocasiones íbamos juntos por La Colmena directo al Wony: desgarbado él, con el saco un tanto lustroso por el uso prolongado, y yo, naturalmente –como escribió Verástegui en un bello poema, respecto de Arteaga-, feliz de andar con Humareda. Un día, a eso de las siete de la noche, me topé con él en la avenida Venezuela, muy cerca de la esquina que forma con el jirón Aguarico; verlo en el distrito en que yo vivía me pareció, como dicen los jóvenes, alucinante; maravilloso, en realidad. Lo saludé y me contó que esperaba un carro para irse al Callao. Aquella tarde había visitado a su médico y este le dijo que ya no se preocupara, que su mal había sido superado; Humareda entendió, por ello, que ya estaba en condiciones para “volver a las andadas”. El carro que esperaba en Breña lo llevaría, pues, hacia algún lugar del primer Puerto en que pensaba encontrarse con una mujer, de aquellas de “la vida alegre” a las que con cierta frecuencia acostumbraba buscar. La infección venérea que había sufrido hacía poco, estaba completamente curada. Pero, muy a su pesar y por culpa del encuentro conmigo, esa noche no vería a la fémina deseada. Ingresamos en un restaurante y alrededor de unas tazas de café nos pusimos a conversar largo y tendido. Me habló de Toulouse Lautrec y del Moulin Rouge y yo le platiqué de Franz Kafka, de Eugene Ionesco y de Samuel Becket; cuando escuchó este nombre y la pobre descripción que hice del escritor irlandés y de su obra, me pidió que lo repitiera y que le dictase letra por letra. Como en un acto de magia hizo saltar insólitamente, desde el bolsillo de su saco, una libretita de apuntes en la que procedió a hacer la anotación correspondiente. Hablamos también sobre algo de música; descubrí que no le gustaba mucho el folclor peruano y, me confesó, de Puno menos; sin embargo, me dijo que le atraían de modo especial las melodías del Conjunto Ancashino Atusparia, revelación esta que, cómo no, me dio muchísima alegría porque a mí también me gustaba -y sigue gustándome- el Conjunto Ancashino Atusparia. Pero el día que me invitó a conocer su casi desordenado cuarto, creo que de apenas un poco más de dos metros de ancho por unos cuatro de largo, hablamos solo de pintura. Allí, donde era su dormitorio y taller (atelier le dicen los especialistas), me mostró emocionado, entre otros, un cuadro en que aparecían dos caballos peleando; me di cuenta que esperaba que lo alabara, que dijera, tal vez, qué buen cuadro, excelente. Pero, enfático (porque lo que me gusta, me gusta y lo digo sin ambages, y si no me gusta igualmente lo manifiesto sin dubitación) y también emocionado, le dije que el cuadro que me parecía más hermoso era aquel en que se veía a un solo caballo, pataleando, tratando de no hundirse en las aguas del mar, procurando salvarse de morir ahogado; es un cuadro dramático, le comenté: transmite notablemente la desesperación del animal. El pintor se regocijó. Fue tras esto -claro que después de haberme contado sus gozos y sufrimientos experimentados con una amante prostituta- que sacó una silla, creo que la única que tenía, la colocó junto a la puerta y me ordenó, "siéntate, voy a dibujarte”. La noche anterior prácticamente no había dormido. La mujer que durante esos días lo visitaba a cambio de dinero, mirándose frente a un pequeño espejo se acicalaba mientras esperaba la llegada de un automóvil. Aproximadamente a las once sonó una bocina. Era él. La mujer corrió, dejando en la habitación un aroma de perfume barato. Víctor, silencioso, se quedó con el alma destrozada pero resignado; en el pecho sentía una opresión incontrolable, pero trataba de dominarse; miraba hacia la calle, elevaba los ojos al techo, ojeaba sus cuadros y pinceles. Era un dolor sin nombre. Luego se sentó a esperar. El silencio de las cuatro de la madrugada se interrumpió con el sonido de un motor que se detuvo en el mismo sitio en que antes había vibrado el claxon. “¡Qué alegría infinita, Bernardo, qué alegría!”, gritó regocijado. Enseguida cogió una hoja de papel y un lápiz que, -no es mentira- me dijo, había sido traído por un amigo desde París y en ese momento iba a usarlo por primera vez. Con ligereza y seguridad hizo los trazos correspondientes. Cuando me mostró el apunte terminado, lo abracé con emoción y le dije: "Gracias, Víctor; antier fue mi cumpleaños y hoy he recibido un tesoro como regalo". Maltratado por la pátina del tiempo, pero aún bello e incomparable, con ese color sepia de la nostalgia, este retrato, dibujo, apunte o como queramos llamarlo, en que aparezco con casi innecesarios anteojos, con nariz creo que más corta y peinado con raya al costado, sobrevive y persiste ante mis ojos. Y, créanme, a despecho de muchas circunstancias desventuradas, me inspira sentimientos nobles. Víctor Humareda me lo regaló, y yo, simplemente, me siento orgulloso y feliz.


                                                                               © Bernardo Rafael Álvarez