Sabemos también que su niñez, en la escuela, no fue precisamente provechosa. Su tío Manuel Morán González contaba -y esta versión también la recogió Carrillo- que era un “muchacho vivaz e inteligente, pero poco afecto al estudio” y, más bien, daba muestras de ser “un perfecto holgazán” y, “debido a que nunca pudo dar una buena lección”, llegó a ganarse entre sus condiscípulos, la fama de “bruto”; distinguiéndose, además, “por su carácter impulsivo y pendenciero”. “Cuando llegaba a encolerizarse –refiere el vanguardista autor de Poemas cavernarios- tornábase indomable y era capaz de cometer cualquier desatino, razón por la cual los chicos de su misma edad y sus mismos hermanos lo miraban con respeto”.
Su biógrafo afirma que “en la vivacidad
de sus negros ojos, su locuacidad y su modo de ser vivaracho e inquieto”, podía
vislumbrarse un alentador pronóstico; lo cual, sin embargo, no habría de llegar
a materializarse (y, en efecto, no se materializó), pues “por ausencia de todo
control en casa de sus abuelos” (que es donde fue criado) terminó
convirtiéndose en “un muchacho voluntarioso y pródigo, disipado y callejero” y
–seguimos con la versión de Morán González, su tío- “dado al despilfarro”, pero
“también generoso con todos y nada codicioso ni egoísta.”
Quedó huérfano de padre a los once años de
edad. Y esta circunstancia, sin duda, debió ser la que agravó su situación: “viose,
de la noche a la mañana, como barco sin timón que, abandonado en alta mar, se
encuentra a merced de las olas” (Carrillo). No es, sin embargo, que la muerte
de su progenitor lo hubiera dejado sin cariño y protección. Recordemos que en
alguna oportunidad cuando su maestro de primaria iba a infligirle un castigo
físico y procedió a bajarle los pantalones, se dio con la terrible sorpresa de
que “el muchacho tenía el cuerpo salpicado de cardenales a causa de las
latigueras propinadas por su padre”. Diríamos, pues, que, con la muerte de
este, no perdió precisamente afecto, sino, más bien, se libró de sus maltratos.
Como vemos, vivió en condiciones vitales
ostensiblemente deplorables. Una realidad que, obviamente, “contribuía
(Carrillo dixit) a su deformación moral”. En su hogar pudo haber, y de hecho lo
hubo, de todo, “menos el tacto y la capacidad necesarios para educar a un hijo
que se abismaba, cada vez en la sima de la perdición”: se ejercían, por un
lado, castigos severos, y por otro, se prodigaba exceso de tolerancia. Y en la
escuela la situación no era menos deplorable: “el maestro –sigo leyendo a
Carrillo- encarnaba la arbitrariedad y brutalidad”.
EL MITO DEL POETA
¿Podríamos -considerando la reseña biográfica
de su primera edad, que hemos seguido en el libro de Alberto Carrillo Ramírez-
asegurar que en Luis Pardo, el “gran bandido”, se encontraba escondido el
espíritu de un poeta que, abrupta y furtivamente, habría llegado a desbordarse
en algún momento de su azarosa vida?
Definitivamente, no podemos dar una respuesta
afirmativa. Pero, claro, tampoco negarlo terminantemente. No están definidas
con certeza, y ni siquiera aproximadamente, las condiciones que hacen que un
hombre o mujer se convierta en poeta. El poeta nace o se hace, gracias o a
pesar de sus circunstancias.
Ahora, concretamente, respecto de Pardo ¿qué
podríamos decir? Creo que, simplemente, repetir aquello que escribió Alberto
Carrillo Ramírez (a quien, estoy seguro, hay que creerle porque sus datos
provienen de fuentes de primera mano): que el chiquiano más famoso “no tuvo
inclinaciones literarias”.
Luis Pardo, el ser de carne y hueso, dejó de
existir de un modo violento, atroz y, digamos, vil, pero quedó su nombre y el
“halo de héroe romántico y popular”[2] que
lo envuelve. No fue “un caballero andante, deshacedor de agravios y enderezador
de entuertos, defensor de débiles y oprimidos; pero tampoco fue el bandido
sanguinario y avezado, cruel y abusivo”.[3]
Sin embargo, la imaginación colectiva que es rica, que no se detiene y, a
veces, puede ser inconsiderada, hizo de él un ángel y también un demonio.
No quedó el demonio y tampoco el ángel. Lo
que ha permanecido es la imagen del héroe querido que enorgullece a todo un
pueblo y al que, incluso, le han levantado un monumento como una suerte de
sombra protectora al ingreso de la ciudad[4],
lo cual es ciertamente loable y legítimo; pues, frente a los pulcros personajes
con patillas, charreteras y laureles que nos impone el patriotismo de
calendario cívico, no resulta inadmisible la creación de héroes alternativos y
dioses a la justa medida de los intereses secularmente desdeñados del pueblo, y
“más aún si estos (héroes o dioses) encarnan las ansiedades y los deseos de
justicia y libertad”, como expresa Javier Garvich.[5]
Por ello, más que el individuo históricamente caracterizado, es en realidad el
personaje mítico el que pervive. Y Luis Pardo es, ya y definitivamente, un
personaje mítico.
Y, como casi siempre ocurre, los mitos traen
como cola más mitos.[6]
Durante mucho tiempo hubo quienes convenían en que Luis Pardo fue, también,
poeta. Como escribió Carrillo Ramírez, “para unos la personalidad de Pardo fue
la de un político ‘fanático’, de un revolucionario de tendencias
socialistas y de un poeta, por añadidura”. Alguien, incluso, ha
escrito algo que va más allá de la simple imprecisión referida a la
“personalidad” o a las “inclinaciones literarias” de este personaje y ha
señalado que “se sabía de la producción poética” del gran bandido[7],
es decir que escribía poemas. No se ha llegado, sin embargo, a tener evidencias
reales de esto. ¿Por dónde, de ser cierta esa afirmación, habrían ido a
extraviarse los jamás encontrados manuscritos? Nos atrevemos a creer, por ello,
que esto no es más que un noble e ingenuo mito, creado por la fantasía popular,
que se agrega a todo lo bueno y malo que sobre el bandolero chiquiano se llegó
a decir.
Aparentemente, el surgimiento y activación de
este mito habría tenido su origen en la aparición, en setiembre de 1909 (unos
meses después de los luctuosos sucesos en que perdió la vida Luis Pardo), de un
largo poema publicado en el semanario Integridad que dirigía
el escritor liberteño, Abelardo Gamarra, “El Tunante”.
Se trata de un poema que lo componen ciento
veinte versos, en que se habla de “las aventuras y desventuras de un personaje
que en vida fue perseguido, abusado y difamado”[8] y
que comienza lamentándose de su situación de hombre solitario que “por jalcas y
oconales, sin hallar fin a sus males, va arrastrando su calvario” y nos dice,
además, que a su padre lo mataron y que su madre murió de pena. Y habla,
también, acerca de la desdicha de haber perdido a la mujer que amó (“pues nací
para infelice”).
El poema empieza, diríamos, casi a la manera
de los grandes poemas épicos de la antigua Grecia (La Iliada, La Odisea), en
los cuales se invoca, de entrada, a la musa como punto de apoyo para luego
desarrollar el relato de las hazañas y contingencias del héroe.[9]
En el llamado “Canto de Luis Pardo”, en lugar
de buscar el amparo y estímulo de la musa, se invoca, como consuelo, a la
“dulce andarita”: “Ven acá mi compañera;/ ven tú, mi dulce andarita,/ tú sola,
sola, solita,/ que me traes la quimera/ de aquella mi edad primera…”. Y a ella,
la andarita, el poeta comienza a contarle sus cuitas.
El poema, en parte narrativo, está escrito en
primera persona. Fue sacado a luz, en el periódico dirigido por “El Tunante”,
sin darse a conocer el nombre de su autor, lo cual generó más de una sospecha
entre los lectores. Unos atribuían su autoría al director del mencionado
semanario y otros a Leonidas Yerovi, que entonces escribía para la revista
semanal “Actualidades”. La presunción -ligera, por cierto- que también se
generó fue que quien lo escribió no pudo ser sino Luis Pardo, dada la obviedad
del texto en que aparece el nombre del “gran bandido”.
Alberto Carrillo Ramírez se encargó, como ya
hemos visto, de desmentir aquella peregrina conjetura. No solo afirmó que Pardo
carecía de inclinaciones literarias, sino que, además, por el hecho de que en
el poema aparecían ciertas expresiones ajenas al hablar chiquiano, resultaba
prácticamente inaceptable atribuirle su autoría.[10]
Aunque -a pesar de esta pertinente e irrebatible aclaración hecha en el libro
que trata de la “vida y hechos del famoso bandolero chiquiano”- algunos siguen
pensando lo contrario, debemos afirmar enfáticamente que hablar de “Luis Pardo
poeta”, como poeta, no es más que aludir a un mito romántico pero innecesario,
sugestivo pero exagerado.
EL MITO DE LA AMADA MUERTA
Como está dicho, Carrillo hace referencia a
palabras no usadas en Chiquián y que aparecen en el poema de marras. Una de
ellas –que en su libro se resalta en “negritas”- es oconales, expresión
referida a los humedales andinos.[11]
Pero en la que pone mayor atención es en una palabra que, al igual que la
mencionada, no aparece en el diccionario de la Real Academia y que,
efectivamente, no era empleada en Chiquián; se trata de la ya mencionada “andarita”.[12]
Bien, la verdad es que nos encontramos aquí
con la aparición de otro mito; digamos, de otra fabulación. Es cierto lo que
dice Carrillo: considerando el uso de esta palabra, andarita, ya
tenemos una razón para descartar a Pardo como autor del poema que, dicho sea de
paso, demuestra que quien lo escribió era un experto en versificación; al
menos, los versos que lo componen son unos octosílabos de muy buena factura.
Sin embargo, otro es el tema ahora.
Dije antes que el “Canto de Luis Pardo”
empieza invocando la compañía de la “dulce andarita” como consuelo del hombre
solitario que quiere que sea ella quien le escuche contar sus “aventuras y
desventuras”. Cierto. Y una de aquellas desventuras, además de la muerte de sus
padres (él asesinado y ella aniquilada por la pena) se debe al alejamiento de
la mujer amada. Eso es lo aquel “hombre solitario” le cuenta a la “dulce
andarita”: le dice que él amó a una mujer a la cual hubo “también de perder…/
pues nací para infelice”.[13] El
mito o, mejor dicho, los dos mitos generados en torno a esto, están en que
suele afirmarse, primero, que es la “andarita” la mujer amada que perdió el
protagonista del poema (el yo poético), o sea Luis Pardo; segundo, que esa
pérdida se produjo por muerte de la fémina.
Una cuidadosa lectura nos permite advertir que no es así. El poema habla, efectivamente, de la pérdida de la mujer amada que, obviamente, llena de desconsuelo al hombre que la sufre. Pero en ninguna parte se precisa que ella hubiera muerto. Simplemente se alejó del hombre que la había amado, y al despedirse le regaló, a manera de recuerdo, un pañuelo. Leamos la penúltima de las décimas: “Cae la noche, en el cielo/ surge la argentada luna / triste como mi fortuna / sola cual mi desconsuelo. / A su luz beso el pañuelo / que me dio a la despedida, / que en su llanto humedecida / besó ella con pasión loca / y que guarda de su boca / la huella siempre querida.” Más claro, imposible. El desconsuelo de Luis Pardo –ateniéndonos a la lectura del poema- no se debió, pues, a la muerte de la mujer amada, sino a que, en su llanto humedecida, ella simplemente decidió irse, lo abandonó.
EL MITO DE LA “ANDARITA”
Y aquella mujer pudo haber tenido
cualquier nombre o cualquier apodo, pero, definitivamente, no fue Andarita.
Primero, como he dicho, porque el poema no dice nada de esto. Segundo, porque
esta palabra –salvo en estos últimos años- no era usada ni conocida en Chiquián,
durante los días del bandolero.
Hay quienes han dicho y escrito que “Andarita”
fue el apodo cariñoso con que Luis Pardo trataba a la andina mujer que amó[14],
comparándola, de esta manera, con una bella flor de monte que –se asegura–
habita el noroeste del Perú y “cuyo tallo es de color gris y capullo de pétalos
guinda con aroma a cedro y jazmín”. Bella definición esta que, como se ve,
tiene mucho de poesía. Pero nada más.
Es cierto, andarita es un
vocablo que corresponde a la zona norte de nuestro país, pero no precisamente
al noroeste, sino a la sierra que va desde Pallasca hacia Cajamarca. Es una
expresión bella y sugerente que cuando niños la escuchábamos y pronunciábamos
con especial regocijo, y recordarla ahora a mí me produce una inefable emoción.
Pero –hay que decirlo de una vez por todas-
este nombre no se asigna a ninguna flor “de pétalos guinda con aroma a cedro y
jazmín”. He tratado por todos los medios a mi alcance de ubicarla en algún
punto de este Perú de metal y melancolía, que cantó García
Lorca, pero no he logrado el resultado que pudiera corroborar lo dicho acerca
de aquella misteriosa “flor de monte”.
Es que, en realidad, no es una flor. Es
-sépase ya- un instrumento musical. “Andarita” es el nombre que
se le da a una especie de flauta de pan -parecida al siku altiplánico-, más
comúnmente conocida, en gran parte de nuestro país y en alguna otra región de
Sudamérica, con el nombre de “antara”.[15]
Es probable que para darle una sonoridad más suave y lograr una acentuada
eufonía (uso que es común en nuestro país), se haya recurrido al reemplazo de
la “t” por la “d”, convirtiéndose “antara” en “andara” y -habituados como
solemos ser a los hipocorísticos- terminara usándose “andarita”. En otros países,
esta andina flauta de pan recibe diversos nombres: rondador, hipacate,
julajula, flauta de pan Calchaquí, etc.[16]
Es un instrumento humilde cuyos sonidos son como trinos de ave silvestre y que,
al igual que la quena, solía ser la consoladora compañía del hombre del ande en
sus solitarios desplazamientos por jalcas y oconales.[17]
Por ello es que el poeta autor del “Canto de Luis Pardo”, que evidentemente
conocía este instrumento, lo eligió como un elemento importante en su
composición, requiriéndolo como interlocutor del yo poético e invocándolo como consuelo, para hablarle de
pesadumbres y aventuras.
EL TUNANTE
Pero es evidente que, no obstante saber de
qué se trataba, el poeta incurrió en lo que podríamos llamar tal vez una
“incoherencia referencial”, pero preferiría hablar de licencia literaria: el
contexto o las circunstancias que motivaron el poema (que habla de las cuitas y
aventuras de Luis Pardo) se ubican geográficamente en Chiquián y en sus
inmediaciones donde, como ya hemos dicho, “andarita” era una expresión
desconocida. El poeta pudo no estar enterado de esto y por eso empleó el
término o, sabiéndolo, no lo descartó debido a su ya mencionada eufonía. Podría
haber usado un término más cercano a Pardo o al castellano de Chiquián o, más
precisamente, en lugar de “andarita” haber escrito, por ejemplo, “quena”. Pero,
en fin, esto es harina de otro costal. Lo que queda claro es que ni fue Pardo, ni ninguna otra persona nacida
en Chiquián o en los pueblos vecinos a esa bella y culta ciudad, quien escribió
el poema que nos ocupa.
Tiene que haber sido alguien
proveniente de la zona en que se conoce el instrumento denominado andarita.
Y esta certeza incita a descartar asimismo, de plano, a Leonidas Yerovi que,
como se vio antes, también fue mencionado como probable autor del poema.[18]
El ingenioso fundador de “Monos y monadas” no tenía ni idea acerca de la
“andarita”.
Llegado a este punto, creo que más cercana a
la verdad se encuentra la sospecha de que el autor pudo muy bien haber sido
Abelardo Gamarra, “El Tunante”. Primero, porque él fue, amén de humorista, un
maduro y culto poeta; segundo, porque, sin tener precisamente que haber
simpatizado con el “Gran Bandolero”, fue quien –en medio de una agresiva
campaña periodística de ensañamiento y calumnias- trató de defenderlo “en un
artículo especial de su periódico”[19];
y tercero, porque Gamarra nació en Huamachuco (Provincia de Sánchez Carrión, La
Libertad) y, debido a ello, conocía lo que es una andarita. De él
expresó Mariátegui que se trataba del escritor “que con más pureza traduce y
expresa a las provincias”; en su obra, agregó, “es demasiado evidente la
presencia de un generoso idealismo político y social”. Y esto es lo que se hace
patente en el poema escrito en honor a Luis Pardo, que es -dicho sea finalmente-
considerado una de las primeras composiciones “de protesta”, lo que se condice
en cierto modo con el espíritu contestatario y de “verdadera adhesión a su
patriotismo revolucionario” que, según el autor de los “Siete Ensayos”, puso de
manifiesto Gamarra desde su juventud. Habría que preguntarse por qué no colocó
su nombre al publicar el poema y dejó que circule aquello del “envío anónimo a
la redacción”. Las razones solo él pudo conocerlas y, obviamente, prefirió
guardarlas.[20]
Debo decir, finalmente, que -no obstante
tener el soporte de los razonamientos expuestos que se fundan, además, en lo
que Jorge Basadre[21] estimaba
como cierto- la afirmación que expreso, sugiriendo enfáticamente la autoría de
Gamarra respecto del poema motivo del presente ensayo, es probablemente
solo una imprudente hipótesis, de la que -disculpen la inmodestia- me siento
seguro. Ello no obstante, creo que, más allá de argumentos, se requeriría
de incontestables pruebas documentales. Ojalá alguien pudiera encontrarlas.
Puedo asegurar, sin embargo, que si la
persona que escribió el “Canto de Luis Pardo” no fue Abelardo
Gamarra (a quien nuestro historiador de la República consideraba como
tal), tuvo que haber sido un poeta natural de Huamachuco (tierra de El Tunante)
o de algún otro pueblo de la sierra norte de Ancash, de La Libertad o de más
allá. Pero, en definitiva, ninguno de Chiquián.
Lima, abril del
20099
[1]
A. Carrillo Ramírez: Luis
Pardo, el gran bandido. 2da. Edición, Lima, 1976
[2] Félix Álvarez Brun: Ancash, una historia regional peruana. Lima, 1970.
[3] José Ruiz Huidobro. En: Revista ancashina Eco Regional, julio 1960.
[4] En el centro de un pequeño parque, a la entrada de Chiquián, se encuentra la estatua ecuestre de Luis Pardo levantando un revólver con la mano izquierda, y unos metros a la derecha, la imagen esculpida de Santa Rosa, patrona de la localidad, sostiene en la diestra una cruz.
[5] Javier Garvich: Un fin de semana con Luis Pardo en: http://lapizymartillo.blogspot.com/
[6]
Se considera aquí al mito en su acepción de fábula, de fantasía o de creencia
aceptada y trasmitida por una comunidad; no como creencia cosmogónica.
[7] es.wikipedia.org/wiki/Luis_Pardo.
[8] El canto de Luis Pardo. En:
http://eruizf.com/musica/luispardo.html
[9] “Diosa, canta del Peleida Akileo la cólera…” (La Iliada).
[10] Carrillo dice: “Estas décimas no puede haberlas escrito Pardo, porque él no tuvo inclinaciones literarias; además, en ellas figuran palabras que no son propias del hablar chiquiano, como “andarita” y otras.”
[11] “Los oconales son lugares húmedos o parcialmente anegados, pantanosos o semipantanosos que se presentan en la región altoandina del Perú sobre los 3.300 m. de altitud.” ( http://rua.ua.es)
[12]
Durante el encuentro de escritores realizado en Chiquián a principios de este
año (2009), pude advertir que en esa ciudad la palabra “andarita” ha sido
asimilada con relativo fervor. Supe también que a una chiquilla declamadora la
habían proclamado como “La Andarita”.
[13]
Nótese, además, que no es el término “infeliz” el empleado, sino otro que
evidencia un ostensible carácter poético: “infelice”.
[14] Veamos lo que aparece escrito en la Internet: “Cerca a los 25 años se enamoró perdidamente de Zoila Tapia, una joven pastora, que él llamaba cariñosamente "Andarita" (nombre de una flor silvestre que crece en noroeste de Perú) y formó vida conyugal con ella. Pero su felicidad no duró mucho: Zoila falleció al dar a luz a su hijo, quien murió poco después.” (es.wikipedia.org/wiki/Luis_Pardo)
[15] Instrumento
consistente en una hilera de cañas de carrizo abiertas en uno de sus
extremos, dispuestas en orden decreciente y afinadas en escala pentatónica (por
lo general en "la" o en "mi").”
[16] www.cidemp.org/oldpage/libro1/generalidades.htm
[17] Es común recurrir, poéticamente, a un instrumento familiar para contarle las penas. Recuérdese, por ejemplo, el vals “Guitarra” de Augusto Polo Campos.
[18] Un dato curioso: el escritor Darío Mejía afirma haber encontrado un catálogo de los antiguos Discos Victor de los años 1924-1925, “donde el vals Luis Pardo figura con Leonidas Yerovi como autor”, y fue grabado por el dúo Gamarra y Marini, hijo, el primero, de “El Tunante”: www.boletindenewyork.com
[19] Ver: Carrillo Ramírez.
[20] Años después de publicado el texto se efectuó una adaptación para convertirlo en vals criollo con música del compositor Justo Arredondo.
[21] Ver: Edmundo Cornejo
U. Nota bio-bibliográfica a “En la ciudad de Pelagatos” de Abelardo Gamarra.
Ediciones PEISA. Lima, 1975.