sábado, 10 de diciembre de 2011

VER LA BELLEZA NO ENVEJECE: JUAN CRISTÓBAL, POETA



Yo creo que los poetas somos, en realidad, malos lectores de poesía. Nuestra lectura suele ser medio perversa, por lo tendenciosa. Si nos colocamos en la posición del crítico, haremos –según el caso- una lectura excesivamente complaciente, o brutalmente inquisidora. Es que tratamos, casi siempre, de encontrar similitudes, coincidencias, analogías, puntos comunes, entre la poesía de los demás y la poesía nuestra, para, a partir de ello, llegar a afirmar que buena poesía es aquella que en alguna forma se identifica con la nuestra; y que la que camina por senderos diferentes merece una valoración adversa. No es fácil para nosotros, pues, ser imparciales. Y yo, especialmente yo –lo confieso-, soy un pésimo lector y, para remate, injusto. No comprendo, por ello, qué razones pudo haber encontrado Juan Cristóbal para pedirme que, junto a una bella, inteligente y talentosa poeta, y a un consagrado narrador y maestro, yo esté aquí haciendo con ellos las veces de presentador de su poesía. Debe ser por su excesiva generosidad.

Juan Cristóbal, a quien leí por primera vez en la antología que publicó Alberto Escobar en 1973[1], es Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Su producción es nutrida; he aquí algunos títulos: El osario de los inocentes (1971); Desenterrando el amor (1972); Por las desconocidas sombras de los pueblos (1973); Difícil olvidar (1975); Estación de los desamparados (1978); Vivir es duro (1988); Poblando los silencios (1996); Los rostros ebrios de la noche (1998). Se ha hecho merecedor de importantes distinciones como -entre otras- el Premio Nacional de Poesía, en 1971; el Primer Premio en los Juegos Florales de San Marcos, en 1973; el Segundo Premio en el Concurso Poesía y Canto para El Salvador, en 1981, y el Tercer Premio Copé, en 1997.

En la antología a que me referí, Escobar afirma que la escritura de Juan Cristóbal “se alimenta de vivencias refraseadas por el soplo imaginario y por el recuerdo o la fábula ligados a la experiencia directa o de fuente literaria, en franca voluntad testimonial”. Luis Hernán Ramírez, en un bello y enjundioso ensayo que Alma Mater[2], la revista de San Marcos, publicara tras la muerte del intelectual y maestro moyobambino, ocurrida en 1996, expresa, enfáticamente, que es “poesía de la luz y los colores”. Es decir, pues, dos caracterizaciones puntuales: Voluntad testimonial en cuanto, digamos, al fondo, y en lo que se refiere al aspecto exterior, luminosidad y color.

Si nos detuviésemos a efectuar un inventario de las expresiones empleadas por nuestro poeta, corroboraríamos lo afirmado por Ramírez, es decir, que esta es “poesía de la luz y los colores”. Veamos una brevísima muestra: “Las cervezas azules”, “las colinas verdes”, “los peces rojos”, “cumpleaños dorado”, “el tiempo brilla”, “refulgen las viejas ortigas”, “las huellas del alba”, etc. Ahora, si nuestro propósito fuera comprobar la calidad o cualidad testimonial señalada por Escobar, bastaría con citar algunos de los bellos versos dedicados al poeta chileno Jorge Teillier: “En fin / mi querido amigo mi viejo rincón / habría mucho de qué hablar y eso seguramente nos llevaría a una taberna de nombre conocido / para soñar con los Parques Infantiles y con las mañanas y los tres en la lluvia…”

Hablar de luz y colores en poesía debiera tal vez tener un significado que se asocie, ciertamente, a celebración, a alegría. La poesía de Juan Cristóbal, sin embargo, no comunica eso. La luminosidad y el color en su poesía es más bien sinónimo de riqueza expresiva, de nutricia densidad idiomática, de fecunda imaginación poética, que aunque son conceptos exultantes, elevados, positivos, no implican precisamente júbilo, regocijo, no se emparientan con el goce. Luis Hernán Ramírez no lo expresa, pero es probable que algo de eso pudiera haber percibido él en su lectura. En la poesía que Juan Cristóbal escribió después es prácticamente imposible encontrar muestras ello.

La riqueza expresiva persiste en sus últimos libros. No podemos negar, ello no obstante (al menos es lo que yo he visto) que hay una notoria opacidad en cuanto se refiere a la percepción que tiene del mundo que lo rodea, de la realidad: “Mis temores invadieron la penumbra de mis ojos”. No es arbitrario que haya elegido como títulos para sus dos hasta ahora últimos poemarios, “Hórridas mañanas” y “Kafka”[3]. Y, cosa curiosa, incluso las ingenuas ilustraciones que se muestran en la tapa de ambos volúmenes, que han sido hechas por una tierna niñita (Almendra, la nieta del poeta) son, no obstante lo abigarrado de su colorido, muestras del impacto terrible que ejerce el entorno cruel en que vive el poeta y que vivimos todos; es como si la autora de los dibujos, no obstante su corta edad, hubiese tenido plena conciencia de qué es lo que iba a ilustrar.

“Hórridas mañanas” es un título terrible. La mañana que es o debiera ser sinónimo de apertura hacia la luz, es presentada por Juan Cristóbal como algo que merecería en cierto modo rechazo (hórrido es horrendo, espantoso, monstruoso); en lugar de claridad, aquí nos anuncia sombras, en vez de dicha nos ofrece desazón. Nada más deplorable que comenzar el día sabiendo que lo que ha de encontrarse son horas que forzosa o forzadamente nos invitan a asistir a un espectáculo cotidianamente nefasto, donde no hallaremos “sino el aire apestando a sal en el estiércol de los parques”, donde al despertarnos nos toparemos con “los colmillos desfigurados del recuerdo”. “Kafka”, aparentemente no tiene nada de espantoso como título, pero –igual- es demasiado expresivo, como para no darnos cuenta de lo que trae consigo: una alusión a la perpetua y descabellada condena a que estamos sometidos en un juicio tortuoso y laberíntico y a las circunstancias deshumanizantes que nos envuelven y que tratan de convertirnos en insectos.

Conozco a Juan Cristóbal o, mejor dicho, creo conocerlo, y por ello estoy seguro o –vuelvo a caer en la duda- creo estar seguro, de que, a pesar de que él afirma que “poesía, existencia (o realidad) y vida son un hecho único e inseparable”, a mí me parece que entre él como persona (Juan Cristóbal o José Pardo del Arco –su nombre “de pila”-, como queramos llamarlo) y su poesía (me refiero a la última que ha escrito y publicado) existe una suerte de divorcio, de distanciamiento. El Juan Cristóbal que yo conozco –a pesar del aún persistente espíritu rebelde y contestatario, a que aludía Roland Forgues[4]- es un hombre altamente sensible y fino; conversar con él es como asistir a una ceremonia en que se rinde culto a la paz y, diría sin exagerar, a la ternura. Su poesía, en cambio, es ruda, inconsiderada, crispada y me atrevería incluso a decir que es cruel. Es, en verdad, su otra voz, el canal alternativo a través del cual fluye, de modo distinto a lo cotidiano, su sinceridad. Esto que yo llamo tal vez imprudentemente “divorcio” no significa que la relación entre Juan y su poesía sea confrontacional; la relación confrontacional que -según confiesa- mantiene, es con el mundo que lo rodea, no con la poesía. Los libros que ahora se presentan son testimonio innegable de ello.

En la nota introductoria que aparece en el primer volumen (Hórridas mañanas), se afirma que estos poemarios corresponden a una “saga”. Creo que no es precisamente así, puesto que, según tengo entendido, la saga corresponde más precisamente a la prosa narrativa. Son sin embargo, y en esto sí estamos de acuerdo, obras efectivamente entrelazadas por el tema que “da origen a un universo poético”. Y este universo poético al que se refiere el poeta, está signado manifiestamente, como ya lo insinué, por el absurdo, pero también por el desencanto, y la desesperanza. Juan Cristóbal lo explica: dice que la escritura de esta poesía se llevó a cabo a partir de una interrogante que al mismo tiempo es -digo yo- una duda: “¿se puede amar al Perú a pesar de sus oscuridades y locuras?”; o, dicho de otro modo, ¿es admisible caer en el absurdo de sentir afecto por algo que nos hace daño? Y, aunque está seguro -y lo asume como respuesta- que en nuestro país “el desorden moral y la crueldad de sus instituciones es un absurdo banal, grosero y espeluznante”, creo firmemente que Juan Cristóbal es consciente de una cosa: que sí se puede amar al Perú. Amarlo a pesar del asco, la conmoción y el estremecimiento que este poeta sensible experimenta.

Es, pues, poesía inspirada en la experiencia medio infeliz de vivir en el Perú. No podemos negar, sin embargo, que es –como ocurre con toda buena poesía- un testimonio existencial que involucra a todos, que atañe a la realidad del mundo contemporáneo en su integridad y expresa el impacto que esa realidad genera en el alma humana.

Dije que era poesía terrible y me reafirmo en lo dicho. Aquí una muestra descarnada, asombrosa, patética: “Veo escombros (…) palabras que desean decir algo…”. Destrucción más cruel que esto no puede haber: en que las palabras han perdido su esencia y se convierten en algo así como objetos vanos, anodinos, inútiles. Repito, dije que era terrible esta poesía. Es que es terrible la seguridad con que nuestro poeta asume sus verdades. Contra toda sospecha y contra todo pudor se atreve a decirnos dramáticamente y, diría, con una cruda y acaso justificada insolencia “que Dios es el asesino más grave de la historia”, yendo con esta inesperada imprecación mucho más allá de la certeza desconsolada que Vallejo expresara en “Los dados eternos”.

Me referí al principio a la definición –“poesía de la luz y los colores”- que Luis Hernán Ramírez había hecho de la poesía de Juan Cristóbal. Y agregué que lo que yo veía era prácticamente todo lo contrario; que había, más bien, opacidad. Pues eso que es lo que se advierte en la última producción de nuestro poeta. Veamos en el poema titulado “Kafka” estos primeros versos que son sumamente explícitos: “Opacos / angustiosos / viejos / Así son los años luz”.

El desencanto, la desesperanza, el absurdo, pudieran ser síntomas de hundimiento, de destrucción. Y, en alguna forma, parecería que esto es lo que quisiera decirnos el poeta: “recurrimos otra vez / a esta voz / estrangulada/ en las acequias/ como un tacho de basura/ surgiendo desde el fuego.” Tal vez la alusión manifiesta a Kafka, estaría diciéndonos que –como en alguna forma también lo sentimos nosotros- somos las víctimas de una suerte de condena sin sentido, los imputados inocentes en un proceso engorroso que se desplaza, repito, en los laberintos de una justicia demencial. Y que somos una humanidad que a duras penas sobrevive “como ala quebrada de cadáver”.

Pero, a despecho de lo que pudiera haber querido insinuar o expresar el poeta -lo digo rotundamente- la poesía de Juan Cristóbal no es destructiva ni menos autodestructiva. Porque la poesía, por sobre todas las cosas, es sinónimo de vida, de esperanza. Y porque la poesía de Juan Cristóbal también lo es. Pero ha asumido el impostergable papel, la noble responsabilidad, de sacudirnos, de sensibilizarnos. El desencanto, la desesperanza, el absurdo que la inspiran, no logran, no han logrado, no lograrán lastimarla: al contrario, la alimentan. Y alimentan, paradójicamente, también al poeta. Por ello, a pesar de los años y las flaquezas en la salud, la vitalidad poética del autor de “Horridas mañanas” y de “Kafka” se mantiene firme y felizmente fecunda. ¿Saben por qué? Porque, como muy bien lo dice él mismo en su “Arte poética” –echando mano a una frase del escritor checo de La metamorfosis y El proceso-: “Ver la belleza no envejece”. Y eso, belleza, extraña belleza, es lo que encontramos en su poesía. Y eso nos hace bien, mucho bien. Y es suficiente.

Lima, 14 de julio del 2011.


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[1] Alberto Escobar. Antología de la Poesía Peruana, Tomo II. Biblioteca Peruana PEISA, Lima, 1973.

[2] Alma Mater, Nº 15. UNMSM, Fondo Editorial. Lima, 1998.

[3] Hórridas mañanas y Kafka. Arteidea, Grupo editorial. Lima, octubre del 2010.

[4] Roland Forgues. Entrevista a Juan Cristóbal, para la revista Palabra Viva. Disponible en: http://socialismoperuanoamauta.blogspot.com/2011/05/cuestionaria-al-poeta-juan-cristobal.html