Supe que, por no más de dos
ciclos, siguió estudios en alguna universidad y que gracias a ello dominaba, al
dedillo, las matemáticas. Por eso lo contrataron como profesor, de tercera, en
uno de los colegios primarios del distrito. Creo que no duró mucho tiempo. Algunos
–medio perversos- comentaban –y, cuándo no, exageraban- que era un tanto irresponsable;
decían que se acostaba tarde y no se levantaba temprano, que los amigos y el
trago lo habían malogrado, y, también, que era maternalmente engreído: que al
levantarse a eso de las diez de la mañana era solícita y
amorosamente atendido como a un niño, con un desayuno como “de hacendado” que, entre
otras cosas y como primera entrega, contenía un vaso con, por lo menos, tres
huevos pasados, y, enseguida, un enjundioso caldo de gallina de corral. Tenía unos treinta y tantos años y le decían “Gato”, no sé por qué: era de piel blanca pero sus ojos no
eran claros que digamos (total, en los apodos lo que prima es la
arbitrariedad). Era El Gato Guille, mi tío, hermano materno de mi madre.
Creo que no era de leer,
propiamente. Sin embargo, en una feliz oportunidad, estando en Lima le dio por
comprar libros y, de un porrazo, adquirió toda una colección, fresquita aún, de
Losada y con ella, además, la edición con facsímiles de la obra poética completa
hasta entonces de César Vallejo, que había corrido a cargo de su viuda, la
francesa Georgette, y del editor Francisco Moncloa, con prólogo de Américo
Ferrari. Todo el mundo se enteró, por supuesto, y algunos comentaban y
aplaudían la nobleza de ese repentino y ejemplar interés en la cultura y, como
no es de extrañar, otros creían adivinar, con algo de acierto, lo inútil de la
onerosa adquisición, y no faltaba quien no pudiera disimular una descabellada
envidia y también una maquiavélica codicia. Eran los meses finales del año 1968.
Sabía de mis inclinaciones
literarias y por eso, en un arranque de desprendimiento, motivado básicamente
por su condición de tío bueno, me regaló algunos libros entre los que recuerdo
“La serpiente de oro” de Ciro Alegría y “20 poemas de amor y una canción
desesperada”, de Neruda, y –oh, alegría- me prestó lo de Vallejo.
Tener en mis manos ese libro
me producía una sensación sumamente especial, agradabilísima, como la de quien
(porque lo era en realidad) tiene una joya invalorable y, más aún, como si
hubiese tenido la oportunidad de ingresar en un templo normalmente inaccesible,
prohibido y soñado, al que todos quisieran llegar como una bendición. Era como
estar en el Olimpo. Sentía, en realidad, placer. Pasar mi mirada por aquellas
páginas en las que aparecían los manuscritos en facsímil, mecanografiados y con
borrones y agregados a mano, acompañados en alguna parte de la página por un
sello que decía “Propiedad de César Vallejo”, y ver las fotos (en que me
parecía encontrar los rasgos de mi padre) de este poeta nacido allá, casi cerca
de mi pueblo, a pocos kilómetros del cerro Parihuanca, hacía brotar en mí un
sentimiento de desmedido orgullo; y creía que yo era el único en el mundo que
vivía esa experiencia
El libro estuvo conmigo
durante varios meses. El gato Guille creo que se había olvidado de él. No le
importaba en realidad. Mi abuela fue quien sí llegó a poner atención en ello, y
un buen día o, perdón, quiero decir un mal día por la noche, apareció en la
casa, abrigada por su pañolón azul oscuro, llevando en la mano su inseparable linterna
a pilas o foco, o reflector, que es como se le llamaba en mi tierra y era usado
porque la luz eléctrica era débil o, como se acostumbraba decir con una palabra
de origen culli, parecía muganshya.[1]
Después de conversar cosas familiares con mi madre, me lo pidió y –sintiendo
que algo vital se desprendía de mi ser- tuve que entregarle el voluminoso
libro. Pero, gracias a Dios y a esos tres o cuatro meses que en mi casa habitó
aquel huésped, gordo pero no pesado, de papel bond, tinta negra y pasta gruesa
y dura, Vallejo, mi casi paisano, se quedó conmigo para siempre.[2]
Vallejo no solo permaneció en
mí como generador de una inefable sensación de placer y de orgullo. También
como enseñanza, como influjo. Creo que comencé a escribir como él. Cuando
estuve en tercero de secundaria -es decir, el año 1969- en mi colegio se
organizó un concurso de poesía que lo gané con un poema en verso, “Color de
barro”, en el que era de advertirse la presencia del poema en prosa “Hallazgo de
la vida”, del vate santiaguino. Algunos desaciertos de aquel poema laureado
pude corregirlos después con el uso del lapicero “Parker” que, si mal no recuerdo, me dieron como
premio,
Vallejo, a quien había
empezado a conocer unos cuatro o cinco años antes a través de unos irregulares
versos escritos por mi padre, a los que llamaba “monólogos”, y porque se decía
que el abuelo del santiaguino, el cura Rufo, estaba enterrado en la sacristía
del Templo de San Juan Bautista de Pallasca, me dio también algo más que el
estímulo que maduró mi vocación por la poesía: me hizo más sensible, de lo que
ya era, respecto de lo que es y significa el ser humano y su destino sobre la
Tierra.
Tengo la sospecha de que esto
ocurrió con todos los que lo leyeron o, digamos para evitar un optimismo exagerado,
con muchos de ellos. Sin embargo, cuando ya en 1972 me encontraba en Lima y
después me hice amigo de Juan Ramírez Ruiz y de Hora Zero y esperaba lograr la
amistad de otros poetas, pude darme cuenta de que más de uno decía que “no lo
había leído”. Aparentemente todos leían solo a Pound, a Elliot… Se referían al
poeta de Santiago de Chuco casi despectivamente: “¿Vallejo? Humm, ni
hablar...”. Se trataba de una forma de matarlo pero, claro, sin lograr darle
muerte; es decir, una suerte de juvenil arrebato parricida, aquella actitud que
sin darnos cuenta puede llevarnos a renegar de nuestro padre y terminar
aceptando la paternidad espuria del respetable vecino solo por su condición de
gringo.
La madurez que otorgan los
años, creo que logró el justo cambio de sentimientos e ideas y de perspectiva
en los jóvenes poetas de entonces. Pero, sea como fuere, Vallejo –el
ninguneado, escamoteado y tantas veces negado- siguió, a pesar de todo,
creciendo ineluctablemente. Es –duela a quien le duela- uno de los más importantes
creadores en lengua española, uno de los picos más elevados. Y hoy y siempre lo
leemos, lo celebramos y nos sentimos orgullosos de él. Y sabemos que las cosas
e ideas que ayer pudieron ser desatinadas, infaustas -el “fray pasado”- solo
merecen aquella vallejiana expresión -que es de Santiago de Chuco y de
Pallasca, mi tierra-: “Cangrejos, ¡zote!”.
Pero, aunque parezca mentira,
hay desatinos que finalmente resultan satisfactorios y dan felicidad. Me
explico. El libro con la poesía de Vallejo no sé a dónde diablos fue a parar
después, pero de lo que estoy seguro es de que alguien más vivo que yo debió
haber sacado ventaja material del olvido de mi tío. La compra que él hizo
probablemente fue desatinada en cuanto a lo indudablemente costosa que debió
haber sido y al poco o nulo provecho que le significó. Sin embargo, al menos a
este medio silvestre cristiano –o sea yo- espiritualmente le dio mucho,
muchísimo. Y, con la gratitud que aprendí de mis padres, tengo que reconocer,
humildemente, que la pobre escritura poética mía le debe mucho al autor de Los
Heraldos Negros. Al leerlo aprendí que la poesía nos permite abrir las puertas
de la utopía y la libertad y entregarnos sin miramientos a la creación plena y cabal. Espero
algún día poder, siquiera, intentarlo.
17 de marzo del
2008
[1] Tizón, pedazo de madera encendida pero sin flama. Luz tenue.
[2] Mucho tiempo después, es decir, ya demasiado tarde
para el caso, supe de esta irrefutable verdad: “zonzo es el que presta libros,
pero más zonzo es el que los devuelve”
* Publicado por primera vez, el 18 de marzo del 2008, en el blog Bitácora extraviada..