lunes, 5 de diciembre de 2011

PLAGIOS

Lamento mucho la situación que describes, estimado Enrique. No he tenido acceso al número de la revista que citas, en que, según afirmas, aparece un trabajo tuyo con firma ajena, y tampoco al Cuaderno Nº 4 que publicaste en 1997. 

El plagio no es una costumbre nueva; tiene una edad que se pierde en el tiempo. El término habría sido originalmente asignado al secuestro de esclavos o siervos, y posteriormente asimilado para designar al acto de copiar y apropiarse de textos ajenos. Un filósofo –Heráclito- insinuaba que Pitágoras habría incurrido en esto al decir de él que era un “acaparador de conocimientos”; de Virgilio, el gran poeta latino, se decía que tomaba “prestado” de Homero. Hace unos años, en 1995, fue acusado de plagio Camilo José Cela, el novelista español que también fue congresista y que, según se recuerda, protagonizó una pintoresca anécdota en su desempeño como político: al recibir un llamado de atención por dormir en su curul, dijo que “estar dormido no es lo mismo que estar durmiendo; como tampoco es igual estar jodiendo que estar jodido”. En nuestro país, Raúl Porras hablaba que más de un escritor audaz copiaba largos párrafos suyos sin tener siquiera la delicadeza de mencionarlo; el plagio, decía, es un deporte nacional. Un prestigioso novelista nuestro, autor de una importante novela que retrata de un modo incisivo el mundo nada simpático de la clase alta limeña, tuvo que vivir hasta hace muy poco la experiencia desagradable de ver su nombre en primeras planas, no por algún merecido premio internacional, sino por una también merecida imputación: un plagio. Tengo entendido que, finalmente, la justicia penal lo salvó tal vez por cuestiones formales, pero de todos modos Alfredo Bryce adquirió nueva fama.

El plagio -al que Basadre llamaba “ratería literaria” y “vicio nacional”-, como muchas otras actividades reprobables parece haberse institucionalizado en nuestro país. Revisemos no más las tesis académicas de nuestras universidades: además de no ser elaboradas por los mismos graduandos, la mayor parte de ellas es hecha con el recurso de “seleccionar, copiar y pegar” que permite la Internet.

La escritora chilena Isabel Allende escribió socarronamente en su novela Afrodita que “copiar de un autor es plagio” y “copiar de muchos es investigación”.

Y aunque no sabían ni jota de autores y de investigaciones, en el colegio muchos hacían “acordeones” con tiras de papel en las que habían transcrito casi todo el cuaderno; claro que a la hora del examen no les servía de nada porque con el nerviosismo y el apuro resultaba imposible descifrar las microscópicas caligrafías.

¿Qué es lo que mueve a las personas a incurrir en el plagio? Tengo la sospecha -supongo que improbable- de que no es precisamente un ánimo perverso. Creo que tiene, más bien, una motivación que se confunde con estas tres situaciones: pereza, permanente o eventual pobreza intelectual y una discreta admiración. Pereza, porque -obvio- es más fácil, menos complicado, copiar, que darse el trabajo de crear; pobreza intelectual, porque cuando el cerebro “no da para más”, caballero nomás, el recurso es pedir prestado de alguien (sin que, naturalmente, este lo sepa, ni reciba a cambio al menos las gracias); admiración, porque, sin duda, se copia a quien se le reconoce algo o mucho de calidad.

Sea como fuere, es inadmisible. Pero, coger sin autorización un texto completo, un folleto en su absoluta o aproximada totalidad, y simplemente borrar el nombre de su autor y reemplazarlo con el de quien prácticamente está cometiendo la apropiación, y encima sacar provecho publicitario y hasta económico, ya es algo extremadamente perverso, reprobable y vergonzoso: estamos, simple y llanamente, ante un delito. ¡Pluaf!