Cojo el libro, lo
abro al azar y encuentro esto, en la página 45: "Un mestizo alegre y
chabacano, Manuel Ascencio Segura (1818), que había sido militar y autoridad
política provincial y conocía seguramente la juerga criolla y los contoneos de
la resbalosa y de la mozamala, desde los arenales de Piura, hasta la
estrepitosa pampa de Amancaes, recoge en el mismo género teatral creado por
Pardo, pero sin reproches de moralista y mayor desparpajo en los cuadros y en
la lengua, las costumbres y los diálogos propios de la clase media
limeña..."
Lo transcrito, más
unas cuantas frases con las que se completa el párrafo que tengo a la vista,
bastan para que su autor nos presente, a cabalidad, una suerte de "perfil
literario", de caracterización, del autor de Ña Catita y El
sargento Canuto. Precisión y belleza en lo escrito (que aquí cito solo como
una brevísima muestra); prosa magnífica, como trabajo de orfebre: filigrana
fina. ¿Quién lo hizo? Un historiador, uno de los más lúcidos, meticulosos y
diligentes que hemos tenido en el Perú. Este historiador no solo fue riguroso
al buscar y analizar e interpretar las fuentes de que se valió para desentrañar
informaciones valiosas de nuestro pasado, sino que, especialmente, fue
brillante al exponer sus descubrimientos y reflexiones pues, a diferencia de
otros, fue verdaderamente un escritor -en el sentido más exacto y noble de la
palabra-, es decir, alguien que no únicamente sabe redactar, sino que es, digamos, un creador en el arte
de la escritura y puede, por ello, incluso poner de manifiesto un estilo particular y hacer que leerlo sea también una experiencia de placer estético.
En este mismo
libro, retrocedo veintinueve páginas, y leo: “La conquista española salvó la
cultura incaica de perecer, por obra del tiempo y falta de escritura, como
pereció la cultura de los pueblos preincaicos, que los Incas ahogaron y
sumergieron en su propia cultura…”. ¡Horror!, habría dicho –estoy
convencido- algún “utopista andino” indignado. Y, efectivamente, afirmaciones
como la transcrita (no precisamente ella, pues el libro del que hablo recién
fue publicado en 1969, nueve años después de la muerte de su autor) hicieron
que más de uno le endilgara –con “mala leche”- al fino historiador el mote de
“hispanista”, dando a entender, descabelladamente, que no solo soslayaba, en
sus investigaciones, el pasado prehispánico, sino que de algún modo lo ofendía.
Y no fue así. Apasionado en su trabajo, pero sin apasionamiento en sus
simpatías, lo que hizo fue investigar integralmente la historia peruana, desde
el pasado Inca, pasando luego por la Conquista y el Virreinato, hasta la
República; y, puntualmente, donde había que señalar hechos o situaciones
encomiables los señalaba, y donde merecía ser puntilloso en los reparos,
también lo hacía. Su visión del Perú era eso: integral, como lo reconoció Félix
Álvarez Brun.
Este historiador
fue don Raúl Porras Barrenechea, también diplomático, también maestro.
Eficiente, lúcido y ponderado en todo su quehacer intelectual, y también brillante y valiente en sus intervenciones políticas y diplomaticas.
En España, como
diplomático (1949), manifestó una actitud pocas veces repetida -por otras personas-
de dignidad y patriotismo: renunció a la misión diplomática ante el agravio a
los símbolos patrios y la pusilánime, cobarde e indecorosa respuesta del
gobernante de turno que poco antes había alterado el orden democrático
derrocando a Bustamante y Rivero que fue uno de los más decentes gobernantes
que ha tenido el Perú. Como historiador -todos sus trabajos lo demuestran
ostensiblemente- supo -habiendo incursionado prácticamente en todos los
aspectos y etapas de nuestro pasado- defender, con uñas y dientes, la
integridad de nuestra historia e integridad además de la ineludible condición
simbiótica de nuestro pasado y presente. Como maestro, dejó una herencia de
profesionales e intelectuales de nota que nos enorgullecen y lo recuerdan
entrañablemente: Vargas Llosa, uno de ellos, que durante los últimos años
trabajó codo a codo con él, reconoció en alguna ocasión que la historia del
Perú la aprendió "en su biblioteca de la calle Colina". Ya casi al
final de sus días, expresó valiente e insobornablemente su vocación por la
libertad, la justicia y la unidad latinoamericana cuando en la Reunión de
Cancilleres de Costa Rica se vio el delicado caso de Cuba (y Porras pronunció aquel brillante y memorable discurso que concluye con esta esperanzadora invocación: "Confiemos, como en el Evangelio de San Lucas, en que podamos andar juntos sin reprensión y que en ese alto plano de la amistad podamos convertir los corazones de los rebeldes a la prudencia de los justos, para bien de América y de la humanidad").
Pero, como he dado
a entender al principio, el maestro Porras no solo se dedicó, como intelectual,
al estudio del pasado histórico; también –hombre culto, naturalmente- se
interesó en la literatura, y la estudió; y fue, también (¡qué duda cabe!), un
literato.
Veamos. “El alma del
pueblo primitivo del Perú –quechuas de la sierra o yungas costeños- se expresó
(nos dice don Raúl) en sus mitos y leyendas, conservados por la tradición oral
y reflejadas en las figuras estilizadas y grotescas de los monstruos totémicos
de sus telas y cerámica”; y al referirse a los vasos polícromos de Nazca y los
huacos escultóricos del Chimú, expresa que “hablan de una cosmogonía
terrorífica y de una mueca humana sarcástica”, y, en cambio, los mitos y
leyendas de la época Inca “reflejan más bien un sonriente optimismo”. Pero
precisa, como corresponde, que es con la conquista española que comienza “la
literatura propiamente dicha”, es decir la escrita, y que una copla –aquella
que presenta a Almagro como “el recogedor” y a Pizarro como “el carnicero”- es
la primera muestra de literatura peruana, la más antigua, y la crónica, el
género literario más peculiar durante la conquista, “el primer género
mestizo”.
Se ocupa, también,
de ese género travieso que –ya durante la República- cultivó don Ricardo Palma,
la tradición, cuya originalidad característica, dice, está “en su
estilo desenvuelto, a la vez español y criollo, en el que alternan, en jugosa
mezcolanza, latinazgos de colegial, jaculatorias de beatas, dicharachos de
abuelas picarescas…”; y a la que define magistralmente como “un pequeño relato
que recoge un episodio histórico significativo, anécdota jovial, lance de amor
o de honra, conflicto amoroso o político en que se vislumbra repentinamente el
alma o las preocupaciones de una época y (que) recoge intuitivamente, por el
arte sintético del narrador, una imborrable impresión histórica”. (Cabe
recordar que Porras dedicó un abultado número de páginas al autor de la
Tradiciones Peruanas, que Jesús Cabel ha recogido, meticulosamente, en Palma, la tradición y el tiempo).
Al referirse a Melgar, Porras habla de su “aureola de sacrificio y la
enternecedora historia sentimental”, y lo llama “intrépido cantor del mar”.
Escribe sobre Chocano, el poeta del “esplendor tropical de las metáforas más
audaces y de las comparaciones intuitivas más nuevas; también sobre González
Prada, Valdelomar y el grupo Colónida, de Ciro Alegría (novelista “con
magistral dominio del género y hondura descriptiva del paisaje y del hombre”) y
–por supuesto, sin obviar a los demás escritores de la época- aborda también la
poesía del universal César Vallejo, y acerca de “Poemas Humanos” señala que
“exhibe el mismo desgarramiento interior, la misma nota trágica de humorismo y
bondad y la intensificación de ese ‘óxido profundo de tristeza’ que iba
pintándose sobre sus pómulos de indio y de ese dolor salvaje que iba
apoderándose poco a poco de su ser, tomándolo por la solapa y por el
cuello…”.
El libro del
maestro Porras –que he reseñado de modo somero y muy superficialmente- es El
sentido tradicional en la Literatura peruana, publicado en 1969 por el
Instituto Raúl Porras Barrenechea. Quien con más detenimiento se ha ocupado de
esta y, claro, de otras publicaciones del historiador, para mostrarnos al Porras
estudioso de la literatura peruana, es Camilo Fernández Cozman, de la Universidad de San Marcos. Precisamente,
estas líneas mías se deben a que me enteré que un libro suyo acerca de nuestro
historiador, publicado el año 2000, ha sido reeditado (con la inserción de un
nuevo capítulo y algunas correcciones y anotaciones a pie de página, según
acabo de leer en la edición digital que aparece en la Web); de la edición
primera yo tengo un ejemplar, al que –como le he contado a su autor-, siguiendo
el ejemplo del maestro Porras, le inserté, además de subrayados, unas imprudentes, y tal vez desacertadas, anotaciones de puño y letra al margen de
algunas de sus páginas. Es a partir de esas anotaciones que quiero comentar aquí.
He dicho, y repetido siempre, que leer no debe empujarnos al sometimiento; se
puede, con todo derecho, cuestionar lo que una lee, pues la lectura debe
efectuarse en absoluta libertad. Es lo que he hecho, y espero la amable
comprensión de Camilo.
(Un paréntesis,
antes de continuar: Don Raúl Porras, en prácticamente todos los libros que
leía, acostumbraba hacer anotaciones, resaltando aciertos o señalando, implacablemente, errores. Por ejemplo, en un ejemplar del libro Poetas
de la Colonia (que conservo en mi biblioteca), escrito por Luis
Alberto Sánchez y publicado en 1921, puso en la página 168, con su microscópica
caligrafía, lo siguiente: “Esto no es retruécano. Es paranomasia”. Lo hizo como certera aclaración a lo que Sánchez había señalado acerca de El Lunarejo (Juan Espinosa
Medrano): “Escrito en prosa fácil y elegante, el Apologético está,
no obstante, plagado de retruécanos como: pudiera este Fidalgo (Faria) correr
su estadio y proseguir su estudio”. Porras sabía, pues, y por ello dio en
el clavo. ¿Habré dado en el clavo, también yo, con mis imprudentes y chinchosas
anotaciones en el libro de Camilo Fernández Cozman? Veremos).
Ese libro -al que aludido-, en el que Camilo Fernández Cozman presenta a nuestro historiador en su faceta de estudioso y crítico de la literatura, es este: Raúl Porras Barrenechea y la
Literatura Peruana (Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor
de San Marcos, 2000; su segunda edición, ampliada y corregida, es del año 2020,
y ha estado a cargo de la Academia Peruana de la Lengua). Sus capítulos, bien documentados, son los
siguientes: El primero, “La literatura peruana según Raúl Porras Barrenechea”,
en que, de entrada, señala que nuestro historiador “concibe que hay dos tipos
de literatura peruana: la prehispánica y la poshispánica”, y su estudio abarca,
precisamente, todo el largo recorrido desde la época de los mitos y leyendas,
hasta el siglo XX con la poesía de César Vallejo; el segundo capítulo es
“La transculturación y el sentido tradicional en la literatura peruana”, cuyo
último tema tratado es este que me inquietó desde el principio: “¿Mario Vargas
Llosa, discípulo de Porras?”; en el tercer capítulo habla de Ricardo Palma,
González Prada y Chocano, y su título es “Tres autores claves para la
modernidad en el Perú según Raúl Porras Barrenechea”. El cuatro capítulo es un
agregado hecho en la segunda edición del libro, y constituye efectivamente,
como dice su autor, “una primera aproximación al papel de la metáfora en la
prosa de Raúl Porras Barrenechea”, y allí hace referencia a estos conceptos:
metáfora de la raíz, metáfora animal, metáfora biológica y metáfora de la
enfermedad.
Dije antes que estas líneas que escribo han sido
motivadas por la nueva edición del libro de Camilo Fernández Cozman. Es cierto,
pero debo agregar que a ello se suma, hoy día viernes 4 de junio, un nuevo
estimulo o "elemento instigador": las palabras dichas en la “Nota del
autor para la segunda edición”, que he leído hace un rato, y según las cuales
Mario Vargas Llosa “considera que el pensamiento mítico andino es irracional”,
lo que, digamos, colisionaría con la concepción que sobre el particular tenía Porras Barrenechea, puesto que -como afirma Camilo- “para Porras, el mito es relato que posee una estructura
coherente, una racionalidad y una organización”. Bueno, es,
precisamente, en la parte del libro en que Fernández se ocupa del mito
considerado como “eje del pensamiento andino”, y en que aparece la afirmación
citada, sobre el novelista peruano, donde puse mis anotaciones manuscritas, mis personales observaciones o discrepancias.
De eso voy a hablar enseguida.
¿Qué es lo racional, y qué lo irracional? Mario Vargas Llosa, en La utopía arcaica (Capítulo X: “Ensoñación y magia”), afirma lo siguiente: “Quien cree que las piedras tienen ‘encanto’ y ‘cantan de noche’, o que el zumbido de un trompo puede llevar un ‘mensaje’ allende los ríos y las cordilleras (…) cree cosas muy bellas y poéticas pero su visión del mundo es un acto de fe, no un producto del conocimiento racional, el que se funda en la experiencia y subordina sus hipótesis al cotejo con la realidad objetiva…”. Afirmaciones como esta (que fue expresada en 1966, es decir, muchos años antes de la publicación del libro mencionado) fueron, como dice el mismo Vargas Llosa, “objeto de reparos por algunos críticos” como, por ejemplo, William Rowe quien, al respecto, llegó a hacerse este pregunta, calificada por el narrador como “demagógica” y que yo –con ánimo complaciente- prefiero llamar, más bien, irónica: “¿por qué los explotadores tienen una visión de la realidad más racional que los explotados?”.
En cuanto a este tema, Fernández Cozman afirma, lo siguiente respecto de Vargas Llosa: “Él piensa –dice- que el mito no es expresión del conocimiento racional. Es irracional”. Efectivamente -ya lo vimos antes-, eso es lo que piensa el novelista y en más de una ocasión lo ha manifestado. ¿Es distinto, o acaso opuesto a lo que pensaba el historiador Raúl Porras Barrenechea? "Para Porras -afirma Camilo- el mito es relato que posee una estructura coherente, una racionalidad y organización". ¿Porras pensaba de modo diferente a como piensa Vargas Llosa, en cuanto al mito? En Mito y épica incaicos, el maestro escribió esto: “Hay una edad mitopéyica o creadora de mitos en los pueblos, según Max Múller, que algunos identifican con la creación poética, que otros consideran como un periodo de temporal insania, y a la que otros otorgan valor histórico”; y esto: “En la ingenua e infantil alegoría del alma primitiva, los cerros o los islotes marinos son dioses petrificados, o seres legendarios castigados por su soberbia o su pasión amorosa”. En otra publicación suya (El cronista indio Felipe Huamán Poma de Ayala. Talleres Gráficos de la Editorial Lumen S. A., 1948), es más específico; al referirse a muchas de las tradiciones orales recogidas por Huamán Poma dice que son "son alusiones milenarias imposibles de comprobar y en las que predomina la esencia poética de los mitos y de los sueños que es fundamentalmente diversa de la lógica histórica". (En las citas aquí puestas, las negritas y cursivas son intervención mía). “En suma, para Porras –precisa Fernández-, el mito es relato que posee una estructura coherente, una racionalidad y una organización, cuyo fundamental principio es la dualidad”, mientras que para Vargas Llosa -agrega- el mito es irracional, “no es expresión del conocimiento racional”.
Entre las concepciones de Vargas Llosa y de Porras no existe, digo yo,
contradicción alguna, ni mucho menos colisión: el primero habla de irracionalidad; el segundo, de esencia poética "que es fundamentalmente diversa de la lógica histórica". Es decir, lo mismo. El aspecto estructural del mito que,
dicho sea de paso, también fue objeto de atención por parte del estructuralista
Claude Lévi-Strauss, no se opone a la esencia imaginaria, poética, irracional (alegoría
ingenua e infantil, la llamó Porras) del pensamiento mítico. El antropólogo y
filósofo francés, autor de El pensamiento
salvaje, lo abordó desde la antropología estructuralista (fundada
prácticamente por él) y lo que sometió a su estudio y a sus reflexiones no fue
el concepto mismo del mito, para identificarlo u oponerlo al “pensamiento
racional”, sino la forma cómo es construido; por eso habla reiterativamente del “bricolaje”
e incluso alude al verbo “enviscar”.
Porras habla de
la estructura coherente y de la racionalidad que
hay en el mito. ¿Vargas Llosa no dice lo mismo? Veamos: “Que una cultura
mágico-religiosa sea irracional y primitiva no impide que, gracias a su
trabazón y coherencia internas, tenga gran poder de
convencimiento (es el caso de muchas ideologías, también), sobre todo si, como
en este caso, aparece encarnada en una hermosa ficción”. No niega, pues, que
haya coherencia y, estoy seguro, tampoco negaría que en su estructura hay racionalidad. No olvidemos que el mito es un relato y, como tal, es justo
que tenga, y en verdad lo tiene, (y aquí voy a usar las mismas palabras usadas por Fernández
Cozman), “una estructura coherente, una racionalidad y una
organización” (lo que, ¿quién puede dudarlo?, también sabe, y en
demasía, el novelista), y ello no tiene por qué ser motivo de discusión. El
carácter irracional del mito (al que se refiere Vargas Llosa, lo cual, por
lo demás, es cierto) no está, pues, en su aspecto
estructural, sino en su carácter “poético”, imaginario,
ficcional. Veamos esto que dice Raúl Porras: “En la ingenua e infantil alegoría del alma
primitiva, los cerros o los islotes marinos son dioses petrificados,
o seres legendarios castigados por su soberbia o su pasión amorosa”; y esto (citado por Fernández Cozman): "se asegura que las manchas lunares son la figura de un zorro enamorado de la luna". Esto, a lo
que se refiere Porras, ¿responde a un conocimiento racional? No. Corresponde a
lo que el mismo historiador (en obvio reemplazo del adjetivo “irracional”)
llama, como lo dije antes, “la ingenua e infantil alegoría del alma
primitiva” (la aludida "representación" de las manchas lunares" es lo que se conoce como pareidolia, fenómeno que no es racional); y es lo mismo, en otras palabras, que lo dicho por el novelista, en
su lectura a Los ríos profundos, de José María Arguedas, al
referirse a “las piedras (que) tienen ‘encanto’ y ‘cantan de noche’, o que el
zumbido de un trompo puede llevar un ‘mensaje’ allende los ríos y las
cordilleras”. Eso es pensamiento irracional que no “se funda en la experiencia
y subordina sus hipótesis al cotejo con la realidad objetiva” (Vargas Llosa
dixit). Fernández Cozman dice esto: “Como hombre arraigado a la cultura
andina, Arguedas no distingue entre un
árbol y un ser humano”. ¿Eso es, realmente, racional, o corresponde a un
pensamiento mágico o, acaso, poético? Habrá racionalidad, incluso una
estructura perfecta, en el relato que, a partir de esa visión -que no se
condice con la realidad- pueda construir la persona, pero la visión aquella, de
confundir a un vegetal con un ser humano, no, no es racional. También nos dice,
enfáticamente, que “Porras afirma, que el mito andino sí tiene una estructura”,
pero esto solo corrobora lo que acabo de expresar. Es que el mito, repito, es
el relato propiamente dicho, pero la visión, el pensamiento, la concepción -que
son su origen- carecen de estructura y de racionalidad. Por otro lado, las referencias de Lévi-Strauss, que el autor cita,
acerca del “conocimiento zoológico y botánico de los indios
del noreste de los Estados Unidos y del Canadá”, o aquello de que “los pueblos
siberianos han estudiado el valor terapéutico de la carne de los
diversos animales”, nada tiene que ver con el tema de los mitos.
Los reparos que a Vargas Llosa le hacían y siguen haciéndole, respecto de su concepción del mito como expresión del conocimiento irracional, no tienen -absolutamente- justificación alguna, y, por cierto, ironías como aquella de William Rowe, que cité más atrás, resultan simplemente descabelladas: la irracionalidad de los mitos nada tiene que ver con "explotados" y "explotadores". No son solo "los de abajo" los que pueden inventar relatos fabulosos o tener visiones ajenas a la realidad (ya vimos lo de la no distinción "entre un árbol y un ser humano", que hacía Arguedas). Aquella visión del mundo a la que Vargas Llosa se refiere como "un acto de fe" y que no es "un producto del conocimiento racional", también podemos encontrarlo en la poesía de grandes autores; la poesía surrealista, el arte abstracto, son eso. ¿O me equivoco?
(Bueno, debo agradecer, finalmente, a Camilo Fernández Cozman el haber escrito y publicado el muy útil libro que aquí he reseñado, y por haberme servido, su publicación, como un estímulo para redactar este tal vez imprudente texto a través del cual solo he querido -como es mi mala costumbre- exponer, libremente, mis pobres reflexiones, a manera de un modesto homenaje a un peruano que no ha sido aún plenamente reconocido, reivindicado y revalorado como, por justicia, corresponde: el historiador, diplomático y maestro Raúl Porras Barrenechea).
© Bernardo Rafael Álvarez
Lima, 4 de junio del 2021
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BIBLIOGRAFÍA
CONSULTADA:
-Álvarez Brun,
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1986.
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-Cabel, Jesús: Palma, la tradición y el tiempo. Universidad
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-Fernández Cozman, Camilo. Raúl Porras
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-Lévi-Strauss, Claude: El pensamiento
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-Porras Barrenechea, Raúl: El sentido
tradicional en la literatura peruana. Instituto Raúl Porras Barrenechea,
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-Porras Barrenechea, Raúl: La marca del
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-Sánchez, Luis Alberto. Los Poetas
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-Vargas Llosa, Mario: El pez en el agua.
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-Vargas Llosa, Mario.: La utopía arcaica,
José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, Fondo de Cultura
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