sábado, 5 de enero de 2013

LA CONSHENSHA, LA CONSHENSHA...

Nunca a nadie se le ocurrió averiguar la razón del insólito remoquete. Pero estaban seguros que, por donde se le viera a nuestro personaje, no era posible encontrarle carencias físicas: del meñique al pulgar, los dedos estaban completos, y las orejas, sin mácula alguna, mostraban con orgullo sus gruesos pabellones. Por ello (cosas del ingenio popular),  el apelativo, chapa, mote o apodo, que, sabe Dios quién le puso, resultaba por demás increíble. A manera de broma, sus amigos más cercanos y, por supuesto, de más confianza, le decían que cuando ocurría un fallecimiento en el pueblo y el cortejo pasaba frente a su casa él comentaba -no sabemos si con tono de pena o de sarcástico orgullo-: “A ese muertito lo curé yo”.  Y, créanlo, no se enfadaba, "tenía correa",  y como estaba seguro de que en la chanza no había un ápice de mala fe, lo que hacía era echarse a reír. No era, como nadie lo es, un dechado de perfección; era simplemente un ser humano, con debilidades y fortalezas (¡hasta los curas lo son!). Cuentan que alguna vez, por haberse “enredado” medio clandestinamente con una señora que vivía sola,  el hermano de esta, probablemente empeñado en tutelar la moral familiar o la reputación del apellido (cosa que, hay que decirlo, en cuestiones de amor es una inadmisible exquisitez o, mejor dicho,  una reverenda exageración), le propinó una “carajeada” de padre y señor mío. Nuestro personaje, dicen,  simplemente no respondió y con estoicismo mesiánico, casi acurrucado como una indefensa criatura,  tuvo que soportar sin un gemido la inmisericorde “cuadrada”. Más tarde, cómo no, sus amigos le increparon por aquella inesperada muestra de debilidad. “¿Por qué te acobardaste?”, le dijeron. Su explicación, extremadamente lacónica, no podía estar más ajustada a la realidad ni dejar de ser, a pesar de todo,  hilarante: “La conshensha, pue, la conshensha...” (Eso es: no hay justicia más cabal e inapelable que la administrada por la conciencia). Durante un buen número de años trabajó en Conchucos; era sanitario, es decir, una suerte de “médico rural” sin diploma universitario: el que aplica las vacunas y trata la tifoidea,  el que receta lavativas y vinagre “Bullí” y cura de las picaduras de “huaylulo”.  Y allí, en la tierra de don Mesho, se resolvió el enigma. “¿Por qué?”, se atrevió a preguntarle un inquisitivo conchucano. Lejos de incomodarse (pues, ya lo dije, tenía correa), se sintió feliz por la curiosidad del “tiralazo”. Es que durante casi toda su vida esperó esa pregunta; siempre quiso dar a alguien la respuesta  que íntimamente le regocijaba y que pugnaba por salir a la luz: directa, rotunda y satisfactoria, pero, sobre todo, ingeniosa. Él era así: agudo y mordaz.   Tras ser absuelta la interrogante, el epílogo –es fácil de adivinar- fue una estentórea carcajada, jadeante, interminable, como aquellas volcánicas que expulsaba en nuestra tierra don Pancho Nina. “Me dicen ‘mocho’ –respondió, cachaciento- por una sencilla razón: es que en mi pueblo yo soy el único varón que no tiene cuernos”.