Tengo una amiga cuya frase cliché más famosa es ¡Dios mío! Ésta, supongo, se habría multiplicado si tuviera la posibilidad de acceder a Los bajos fondos del cielo, última entrega poética de Bernardo Rafael Álvarez, a quien solo llamo por sus nombres, pues me parece que ellos, por sí solos, forman un corpus que puede identificar a un estilo poético, a una manera particular de blandir el alfanje que, en muchos casos, son sus versos desollados y desolladores.

Bernardo Rafael proviene de las canteras de Hora Zero, poesía que irrumpe en el Parnaso peruano, con una carga de varios megatones, como que estaba integrada por bardos provenientes de estratos que no tenían pasaporte ni visa de residencia en una literatura mayormente dominada por las mafias capitalinas (hoy es peor, quién lo duda).
Pero, de todos modos, el agua clara de la provincia, el sabor acerbo de un verbo que tenía mucho del coloquio del barrio no empadronado en el Establishment literario ad usum, traen a la poesía peruana, junto con el habla cotidiana, la militancia en aquello que, es menester reconocerlo, los del 60 habían abierto, al seguir los ecos de la Sierra Maestra , de Playa Girón, de Puerto Maldonado, de Mesa Pelada, de Ñancahuasú.
La poesía se traslada, no solo de la Universidad Católica y aun del mismo San Marquitos (la Universidad de Lima, la UPC y las otras, eran, en ese momento el futuro pluscuamperfecto); se traslada, decimos, a la Villarreal y a la Garcilaso , universidades sin cachet, pero con un ubérrimo contigente humano que provenía, mayormente, de lo que Mariano Azuela había denominado "Los de abajo".
Y éstos, naturalmente, tenían un lenguaje sideralmente distinto, y una carga de acedía que se transparentaba en versos detonantes y kamikazes. No, no se trataba de que estos jóvenes integraran una suerte de komsomol, sino que éste les era natural por la frecuentación de un mundo que acentuaba su inarmonía, su desequilibrio económico (como se habrán dado cuenta estoy usando eufemismos intolerables).
Es decir, por vivir y medrar en una mundo donde la catástrofe y la injusticia eran el pan nuestro de cada día, su poética, en los mejores, casos, no podía prescindir de dar testimonio de ello.

Es justo y cabal, por ello, que esta poesía no sea para gourmets, sino para aquellos que están preparados a comer el pan acerbo de la desdicha cotidiana, a la cual se exorciza, en cierta medida, con una poética donde se ejerce "la apología del escarabajo como un tributo al mundo" y donde el querido poeta, una suerte de clochard del arte de la palabra, tiene la certidumbre de que, en su desorden, se cuecen habas, mientras miles de niños limpian carros con sus manitas "repletas de groserías".
Sin embargo, ésta es poesía, y de las mejores que hemos visitado últimamente, porque hay detritus, escatología y todo lo que nuestro tatarabuelo Friederich Nietzsche denominaría "humano, demasiado humano"; mas estamos, como el mismo BRA, admirablemente, lo señala, frente a "La corrosión pútrida pero fragante de las palabras", que se escriben "en las pizarras cuarteadas de los cabildos", en "el circo rotoso" de la metrópli que, otro pariente nuestro, César Moro (no Sebastián Salazar Bondy, como creen algunos desavisados) denominó "limalahorrible".
Y en esta urbe, cuyos "caminos tortuosos" tiene que atravesar el excelente poeta, no falta una "quimera que seda y edulcora acarameladamente las convulsiones de la necesidad".
Lo importante, lo grande de la poética terebrante de Bernardo Rafael Álvarez, es que no renuncia a vivir en "esta patria de sueño y pesadilla", la cual muchos de sus congéneres han abandonado, en busca de la Quimera del Oro.
Pues, bien, los que nos quedamos saludamos el "olor verde y pútrido" de sus versos, que son una radiografía del lost paradise, adonde nosotros nunca pedimos que nos trajeran (Vallejo dixit), pero donde luchamos y, no nos queda la menor duda, ¡venceremos!
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