Al enterarme de su
publicación y saber de su título me pregunté si tal vez, al leerlo, iba a estar
ante una suerte de "balance y liquidación" pero, claro, no
como aquello que hizo Luis Alberto Sánchez respecto del Novecientos.
Ahora lo tengo en mis manos y ya lo leí; me refiero al hasta ahora -pues ya nos
demostró que es impredecible- último libro de Juan Cristóbal: Testamento
del silencio (Arteidea, febrero del 2021). En las siguientes líneas de
esto que va a ser “un acápite largo como los editoriales del Dr. Clemente
Palma" (Mariátegui dixit) diré de qué se trata o, mejor dicho, qué es lo
que encuentro yo en él, y lo haré siguiendo sus propias palabras, que
aparecerán entrecomilladas. Para comenzar, diré que –como ya lo insinué- a
partir de su propio título, que me sonaba a acabamiento, comencé a sentir
inquietud. Bien. Es un libro de poesía, pero poesía escrita en prosa y no del
modo digamos convencional ya que -de principio a fin- los textos están hechos
con minúsculas, con sólo las siguientes excepciones: Extraño, Van Gogh, Señor
(dos veces), Descarnadas, Cicatrices, Calvario; y también sin más signos de puntuación
que la coma. Bien. El título no alude, como pudiera sospecharse, a lo que podría
ser la última voluntad del autor respecto de su legado (material o espiritual);
no nos indica, por ejemplo, qué es lo que deja como herencia. Es, más bien,
creo yo (y aquí voy entrado en el asunto de fondo), lo que me atrevería a
llamar un inventario del desencanto, del desencanto existencial de un individuo
en el mundo. En un texto insertado a manera de introducción, el poeta afirma
que su poemario "trata de recrear el mundo en el momento más grave de su
historia", sin embargo, yo no encuentro exactamente eso; lo que veo es la
confesión desgarrada de "una crisis personal, la de la desdicha",
motivada por el hecho de vivir "en un mundo repleto de mentiras y
dolorosas contradicciones", como afirma en el poema uno; y también por el sentimiento de soledad (que "es tan escabrosa
y maligna que ni con los últimos desconocidos nos encontramos"), por la
indiferencia ("la arrogante e invisible" con "sus mensajes tan
lacerantes y llenos de crueldad (...) cuando camino y veo que nadie me mira ni
saluda"), la indolencia y el odio (que acaso sean "el rostro ignorado
y calcinado de la especie"), el asumir la vejez ("llegando como un
atardecer lento y lleno de telarañas") y también las "sombras que
entran y salen (...) de los traumas infernales de la infancia", y -cómo
no- el temor a la muerte y también la conmovedora y bella interrogante sobre el
destino: “dime, Señor, con tu excesiva delicadeza, con tu voluntad desconocida,
con la humilde vastedad de tus conjuros, con las traiciones a cuestas que
traías, ¿qué determinación nos esclaviza y nos llena de misterios?”. Es -casi
al final del camino- un lamento. Estamos, me parece, ante el balance en rojo de
una vida acaso tormentosa y hasta de desengaños (y engaños), "como una
cruz en el Calvario" que hace que la vejez sea sentida "en aquella
blasfemia desesperada que tala y tala la memoria y que resiste, sin poder
resistir, totalmente, la insensibilidad de las neblinas, la eternidad de los
rocíos, el poder destructivo de los miedos". Es un grito de impotencia y
desesperanza de un ser humano aplastado por el mundo. En el poema veintitrés (tal vez el más bello del
conjunto) nos dice que ha "recorrido sueños, pesadillas, historias
desgarradas, llantos y emociones transformándose en nada", y a esta
declaración le agrega una pregunta desconsolada que -es obviamente previsible- no recibe
respuesta: "¿qué nos queda en el tiempo inútil del destino -dice-, en la
costumbre de producir todo sin ver nada, sin ningún tiempo que nos haga posible
hablar de las pezuñas o reírnos de nosotros en las calamitosa esquinas de la
casa?". Sin respuesta, pues. Por eso, precisamente, es un "testamento
del silencio", la manifestación de una desilusionada certeza: que todo se
torna adverso (desfavorable), incluso el amor, al que nombra como "vetusto
sentimiento, tan inconsistente y confundido"; y ni siquiera la palabra
-que, como el amor, tiene también digamos un encargo positivo que cumplir- se
salva de ser amargamente cuestionada, porque ha perdido su valor:
"hablo del ser y del no ser de la palabra, la perenne y angustiosa, la
pervertida, la incapaz, la incumplida". Y lo más angustioso tal vez sea lo
que está dicho en el poema que corresponde al número considerado desde tiempos
remotos como mágico, misterioso y perfecto, el siete; se sincera el poeta y nos dice, medio desfalleciente:
"no tengo que llorar ni gritar, sino ser paciente, indiferente y azaroso
como un fantasma en el transcurso de las horas, aceptar tranquilamente mi
derrota, aunque me lleve, sencilla y banalmente, a la miseria". Hace algún
tiempo afirmé, si mal no recuerdo, que entre la poesía de Juan Cristóbal y él
como persona había lo que llamé un divorcio; lo dije porque yo no
encontraba correspondencia entre lo apacible del ser humano que es él y lo
violenta que es su palabra escrita. Aludía, naturalmente, a sus libros anteriores. Hoy,
en cambio, a pesar de la rudeza de muchas de las expresiones contenidas en este
nuevo libro, lo que encuentro es casi el reclamo suplicante de un ser indefenso
que pide una voz de aliento, que alguien le exija que levante el ánimo
porque no todo está perdido; palabra ruda en su poesía, pero ya sin violencia.
Y sé, y creo estar convencido, que este, más que un testamento (porque no lo
es, en realidad) es tan solo el borrador inseguro de un "anticipo de
legítima" y que mañana -más temprano que tarde- en el momento menos
esperado nos sorprenderá -probablemente después de ejecutar los respectivos
ajustes de cuenta que crea convenientes- con un borrón y cuenta nueva,
entregándonos, ahora sí, su nuevo y definitivo legado espiritual de esperanza y
de fe, y no de pesimismo. Digo esto porque, como expresé antes, estoy seguro de
que este no será el último libro que nos entregue el poeta Juan Cristóbal, y
hoy, más que nunca, nos hace falta su palabra, que venga –como proponía Gabriel Celaya- cargada
de futuro, y contra la derrota. ¿Lo hará? Confío que sí. Ah, otra cosa, para
terminar: ¿Habrá alguien que discrepe de la lectura que he hecho de Testamento del silencio?
Creo que sí, y muchos (incluso tal vez su autor). La poesía tiene la virtud de
poder ser leída y asumida de mil maneras, en libertad. No soy propiamente un
buen lector, sin embargo, mi defecto –tras una lectura- es decir lo que pienso,
aunque pueda enfrentarme a desacuerdos, pero lo hago sin mala fe; así
que, caballero nomás: si hay opiniones contrarias, que sean dichas, pues; serán
bienvenidas. ¡Un abrazo!
© Bernardo Rafael Álvarez
10 de abril del 2021