En agosto del 2010 escribí y publiqué,
en mi blog, un texto en el que -entre lootras cosas- decía que unos años antes
leí poemas míos en El Yacana, un bar y punto cultural ubicado en el centro de
Lima, y que cuando, a eso de las ocho o nueve de la noche, me retiré del lugar
y me encaminaba hacia la Plaza San Martín, sentí que me perseguían unos pasos
ligeros que, creí, eran de mujer, y que al voltear la mirada confirmé mi
sospecha: efectivamente, se trataba de una linda jovencita que quería darme el
alcance y me llamó: “¡Señor, señor!”. Estuvo allá arriba mientras yo leía. Al
oír en su voz -cuando por fin estuvo cerca- esta por demás piadosa y también
innecesaria mentira: "Me han gustado sus poemas", ¿saben qué hice? le
regalé, feliz, el ejemplar de mi libro "Los bajos fondos del cielo"
que yo tenía en la mano. Era, repito, una linda e inteligente chiquilla, casi
niña aún, que comenzaba a estudiar literatura en la Universidad de Educación,
que de vez en cuando “escribía algo de poesía” y que vivía en Los Olivos. Tras
un breve diálogo nos despedimos. Unas semanas después -ya
"agregados", por supuesto, como amigos en el Messenger-
volví a encontrarla ahora ya de forma virtual, y así pudimos conversar un
montón y matarnos de la risa con anécdotas e infinidad de ocurrencias. Se
trataba de una cantuteña que solía hablarme, con patética, dramática y
asombrosa facilidad, de la muerte y de la poesía, y me desconcertaba cuando
aludía a “Rospindolfo” (un personaje nacido de su imaginación, que nunca llegué
a entender qué era o qué significaba). Como quiera que los encuentros a través
del Internet resultaron más o menos numerosos pero esporádicos, siempre que
coincidíamos la primera palabra que yo encontraba en la pantalla era, a favor o
en contra pero de todos modos como un saludo, esta: “turista”: ¡Habrase visto!,
me llamaba turista (a mí, que apenas conozco mi tierra).
Cuando después de muchas lunas (llegaron a transcurrir unos tres años)
volví a encontrarla, (creo que personalmente, sí mal no recuerdo), pude darme
cuenta de que esta vez ya no era la chica que mentía ni siquiera por piedad, y
que su palabras, más bien, traían una carga bastante intensa de verdad, pero
una verdad despiadada: la verdad de la poesía (porque la poesía carece de
embustes). Fue la oportunidad en que llegué a conocer su inaugural entrega
poética en forma de libro: "Primera muerte inédita". Una
verdad que allí, en ese poemario, aparecía evidentemente golpeada y zarandeada
por el drama permanentemente deplorable, conmovedor y asqueante, de la infausta
realidad que nos envuelve, y vi -era obvio, por lo demás- que esta realidad la
hería ostensiblemente, al punto de hacerle espetar, desesperada y acaso con
impotencia, frases incontestables y de un patetismo desolador como esta:
“Miento al respirar este aire putrefacto”. Poesía desgarrada y desgarradora,
terriblemente veraz, escrita en este suelo “muerto de ansias, de peste, de
hambre, de putas”.
¿Quién era aquella mujer que, cuando casi niña aún, conocí y me hizo
caminar en las nubes al regalarme una de sus piadosas mentiras (esta: que mis
poemas “le gustaban”), y que después -ya mayor, pero joven todavía- volvió
a dejarme anonadado con la -repito- despiadada verdad de su propia
poesía? Era (¡quién más, pues!), simplemente, Karina Moscoso Ballón. Para más
señas: poeta, maestra, editora, inteligente y culta, y casi mi vecina, en Los
Olivos.
Una poeta que -tengo que decirlo- no puede con su genio, caracho. Me
desconcertó y conmovió cuando leí su primer libro y hoy vuelve a hacer de las
suyas otra vez, pero con más rudeza y alevosía, con menos conmiseración. Dije
que durante nuestras ya lejanas charlas virtuales me hablaba con cierta
recurrencia de la muerte, y que ese tema también estaba metido en su primer
poemario. Cierto. Bueno, ahora Karina o, mejor dicho Karinita (que es como yo
la llamo desde que la conocí) aparece con un nuevo libro que también (vaya lo
retobada y terca que es; más que yo, creo) es rudo y -a pesar de
tener mucho de la propia dulzura que es inherente a ella, como mujer sensible y
noble- tiene algo de ferocidad que conmociona, que intranquiliza.
Este libro (su título es: Del amor y muerte) bien puede ser visto, estrictamente, como de narración, pero
nada impide que lo caractericemos como un libro de poesía. Después explicaré
esto. ¿Y de qué trata? De un tema que es universal y del cual todo el mundo se
ha ocupado alguna vez, en realidad: el amor. Ah, bueno, entonces las cosas –en
la escritura de la poeta- cambiaron, dirá alguien. Sí, cambiaron. Es que no hay
nada estático (lo dijo Heráclito, ¿no es cierto?). Claro que habla del amor
este libro. Pero hay algo que lo hace particular, diferente. En este libro está
presente, ¡otra vez!, eso que, estoy seguro, ya adivinaron ustedes: ¡la muerte!
Dos elementos, o realidades (amor y muerte), irremediablemente inconciliables
que, aquí, unas veces se aproximan y otras -contra todo pronóstico, contra toda
razón al menos en este libro- se unen formando una suerte de monstruosa
simbiosis. La presencia literaria del amor y la muerte, ya lo sabemos, no es la
primera vez que se da. Ya había ocurrido en la célebre tragedia de Sófocles (Romeo
y Julieta); también ocurre aquí y ahora, en el libro de Karina Moscoso,
pero, naturalmente, de otro modo.
No conozco ni puedo adivinar cuáles fueron las motivaciones o el propósito que tuvo Karinita Moscoso al escribir estos textos. Sin embargo, como lector, es decir, con la libertad de lectura y el libre albedrío que poseo al interpretar (que, por lo demás, no es privativo de nadie en particular), yo me atrevo a encontrar una suerte de asociación -que en verdad me conmociona- con las circunstancias extremadamente terribles y dolorosas que estamos viviendo desde marzo del año pasado. No quiero decir, no estoy diciendo (sería descabellado y torpe si lo hiciera) que lo que ha buscado la autora es escribir textos “coyunturales”, como contar dramas tal vez referidos a temas de corrupción y sus personajes (que solo alimentan el morbo y seguramente generan buenos dividendos). No. La asociación que encuentro se refiere al hecho de que resulta increíble que un sentimiento de elevada nobleza, como es el amor, pueda (se han dado y seguirán dando casos) llevarnos a la muerte. Hace unos meses yo escribí algo que pudiera ser o parecerse a un poema (lo he extraviado pero más o menos lo recuerdo): “De pronto un apretón de manos, / una caricia, / y ¡saz! / muerte al acecho”. Gestos de amor que pueden ser letales y que por eso, lo recomendable es distanciarse. Bueno, a eso me refería (ingenuamente, dirán los sabios). Hoy, en estos días inseguros, el amor puede ir de la mano con la muerte, o confundirse ambos.
Dije que podía verse como narración y como poesía este libro. Sí. Pregunto: ¿Qué es la Odisea? Un poema, ¿verdad? Fue escrita en verso: un poema épico. De eso no hay ninguna duda. ¿Pero puede ser leída, también, como una novela? Sí, yo la veo así. ¿Qué es, por otro lado, “El Spleen de Paris”, de Baudelaire (o sea, los “pequeños poemas en prosa”): su título lo dice. Y, efectivamente, hay allí poemas, como aquel (“La invitación al viaje”) en que nos dice que Jauja “es un país soberbio” (…) “en el que todo es bello, rico, tranquilo, honrado”; pero muchos de los demás textos han sido escritos realmente en forma de relatos, al menos así los he leído yo; el que comienza de este modo, por ejemplo: “Ayer, entre la muchedumbre del bulevar, sentí que me rozaba un ser misterioso que siempre tuve deseo de conocer…” (“El jugador generoso”); es narración.
Karina Moscoso ha elegido, en este libro, no el verso, sino la prosa. Y de veras que es una prosa de alta calidad, no solo por la forma cómo enhebra las palabras, las frases, sino porque tiene la virtud de llevarnos, en la lectura, hasta el final, pero, ¿saben cómo?, de un modo casi “forzado”. No, no es que sea difícil de leer, ni menos que haya coacción. Lo que hay es lo que yo llamaría una suerte de “obligación” espontánea que nace en el lector al sentirse sobresaltado, inquieto, por cada cosa que encuentra a su paso. En resumen: nos tiene en ascuas desde el principio, y eso nos estimula, nos empuja -si o sí- a seguir leyendo, a ver con qué sorpresas, imposibles de adivinar, nos podemos encontrar adelante, a ver si arribamos a praderas de luz y paz, o a precipicios profundos, o a mares tormentosos con olas encrespadas, con cíclopes o lestrigones.
Lo que encontramos (y
aquí me acuerdo de unos bellísimos e impactantes cuentos Horacio Quiroga) es
amor y muerte en una conjunción de locura. Y esto por qué, porque –como ya
sabemos- el amor, a pesar de todo lo elevado, magnífico y sublime, nunca deja
de tener al menos una mínima dosis de locura, y si se alía (tal vez de un modo
contranatural) con la muerte, con mucho mayor razón. Pero no todo es fatal.
Siempre hay una oportunidad para lo exultante o, como dice nuestra poeta en uno
de sus textos, también llega el “tiempo de recibir el beso de liberación”. Es
que no es un libro de desfallecimiento: no siempre hablar de la muerte supone
negatividad. ¿Se acuerdan de aquella celebérrima frase de Francisco de Quevedo,
“Amor constante más allá de la muerte”, y del último verso de su poema, “polvo
serán, mas polvo enamorado”?
A veces (ustedes lo comprobarán, al leerlo) da la impresión de que
Karina Moscoso, en sus textos nos hablara de un mundo paralelo, ajeno a la
realidad que transitamos, sobre esta tierra escabrosa: pareciera que nos
hablara de seres más allá de la vida, lo cual podría ser visto como algo medio
fantasmal: por ejemplo, lean esto: “Al cumplimiento de cada año de mi encuentro
con la muerte, Cruz se encargaba de brindarme el amor de Miel. Ella retornaba
en vida y me acariciaba con amor, el amor esperado”.
Pero no. Lo que yo creo es que lo que hace nuestra poeta es una suerte
de “autopsia” descarnada del alma humana o una incursión en las entrañas de la
humanidad y sus entreveros y pone atención en lo que, como dicen los muchachos
de hoy en día, son sus “paltas”. No está irrumpiendo en “ultratumba”, en “el
más allá”, sino verdaderamente en el más acá, en nosotros mismos, pero de un
modo inédito (no por nada su primer poemario tiene este nombre
“Primera muerte inédita”). Ah, pero eso sí, Karina Moscoso, al
final, cae en la tentación de ponerle a su libro el toque extremo de patetismo,
y termina haciendo eso que es conocido como literatura gore. Es, se lo dije a
ella, la parte que más me ha impactado y que me hizo derramar una
lagrima.
Sin embargo, dejando de lado todo: la muerte, la locura, el amor medio
enrevesado y la sangre, algo hay que se impone por sobre todo: la vida, aunque
sea como un sueño, como el más preciado anhelo (“Por fin, de adultos,
conseguimos un nuevo árbol, más frondoso y peculiar, de vista distinta. La
familia que vive frente a él se ama demasiado y, a veces, sus dos niños nos ven
por la ventana. // ¡Irving! Hermanito, hazme caso. Otra vez papá y mamá están
en el árbol.”).
Prosa inédita la de Karina Moscoso, que me ha dejado completamente turbado, anonadado. Y feliz, a pesar de las lágrimas, a pesar de estos días casi sin futuro a la vista.
© Bernardo
Rafael Álvarez