Me atrevería a decir que fue, casi casi, la primera expresión literaria de lo que llamaría el "anti anti", en nuestro medio; es decir, el cuestionar a quien cuestiona. Sin embargo, no cayó en nada que fuera altisonante, no soltó diatribas o insultos; no se comportó, pues, como un libelo o cosa por el estilo. Tampoco buscó ni propició la provocación, menos el golpe bajo. No eligió a un determinado o personalizado objeto para atacarlo (no mencionó nombres de personas, ni de grupos), no atacó. Solo cuestionó, de un manera poco común. Lo que dijo, lo dijo de un modo sumamente inteligente y con decencia pero adoptó, definitivamente, una clara e indiscutible toma de posición.
Esto es lo que, sin medias tintas, dijo: "El problema del ser es problema de lenguaje", no sin antes haber soltado esta medio urticante frase (en la que se revela lo que dije: el “anti anti”): "La Gran Palta se llamó antioficialismo", calificando, así, también al uso (que bien podríamos llamar “manoseo”) del vocablo "ruptura". Y creo que acertó: en el lenguaje está, efectivamente, el problema del ser… y de la poesía, específicamente.
Juan Ramírez Ruiz, el poeta teórico de Hora Zero, creyó ver en ese "anti", al que me referí (es decir, el poner en entredicho al "antioficialismo'"), una medio velada alusión al movimiento poético que él había fundado tres años antes con Jorge Pimentel; es lo que se desprendió de sus palabras durante una de las muchísimas conversaciones en las que casi cotidianamente nos enfrascábamos entonces. Por cierto, mi opinión nunca llegó a coincidir con la suya, respecto de este tema. ¿En que se basaba mi desacuerdo? En aquello de la "ruptura" calificada (igual que el "antioficialismo") como "la Gran Palta". Al sustantivo aquel le siguió una suerte de aposición que la señalaba como "esa tradición moderna de la poesía". Estábamos, pues, ante una ironía mordaz respecto no precisamente de alguien o algo en particular, identificable en el momento y lugar en que eso fue dicho, sino referida a una tradición digamos ya "establecida" en el mundo de la poesía, una suerte de corriente "universal", sea cual fuere el país. No estaba, textualmente, referida al “antioficialismo” de Hora Zero. ¿Los poetas de aquel Movimiento, podían haberse sentido aludidos, como lo insinuó el autor de "Un par de vueltas por la realidad"? Es posible, pero nada había que realmente justificara tal cosa de un modo evidente, creo yo, ¿o sí?
Y, a propósito, ¿quién fue el que escribió aquello de la "Gran Palta", el "antioficialismo", y la "ruptura, esa tradición moderna de la poesía"? No lo supe, no lo sé. Juan tuvo una sospecha, pero con esa sospecha yo tampoco coincidí. Él amparaba su presunción en, digamos, el "perfil" de la persona a quien él apuntaba, cuyo nombre me lo mencionó: básicamente, en su formación académica en asuntos de lingüística. Yo, en cambio, puse atención en otros indicios: el modo cómo había sido escrito, propio de un poeta con un buen manejo de la palabra y especialmente por el empleo de ciertos términos, y cómo fue estructurado el texto, no en prosa, sino en verso y con un caprichoso empleo de los espacios en blanco. Para mí: fácil de identificarlo.
Pero, en fin, no es de esto ni de lo otro de lo que yo quería ocuparme aquí. Mi propósito ha sido distinto: celebrar, trayendo a la memoria, a la que -estoy convencido- fue una de las más importantes (y mejores, ¿podría decir?) revistas publicadas durante aquellos locos e inolvidables años setenteros (de sobresaltos, a veces, y de sueños, siempre). Y, fíjense, apenas apareció una sola vez, y en un formato sumamente sencillo y de no muchas páginas, pero fue sustanciosa y resultó muy útil. Su Director: el entrañable Isaac Rupay (muerto apenas unos meses después); y en el equipo de redacción tuvo a Vladimir Herrera, José Cerna, Enrique Verástegui y Santiago López M. Su diagramación corrió a cargo de José Tang, el mismo que ilustró la carátula de "Un par de vueltas por la realidad", el primer libro de Juan Ramírez Ruiz.
Bueno, creo que ya lo adivinaron: El leitmotiv de esto que iba a ser un “acápite largo” (“como los editoriales del Dr. Clemente Palma”, Mariátegui dixit) ha sido la revista Eros, publicada en agosto de 1973, cuya nota editorial o de presentación fue este, aludido aquí desde el principio: “La Gran Palta se llamó antioficialismo, / La Gran Palta se llamó ruptura (esa tradición moderna de la poesía), / El antioficialismo fue un acto mistificatorio: / se habló en la misma jerga y se emplearon los mismos módulos verbales del poder (¿dónde estuvo el vacilón): / EROS se ríe, se divierte, juega, invita a su fiesta, / su onda es exploratoria / su ser es el lenguaje, (El problema del ser es problema de lenguaje. / No hay máscaras, no hay fetiches. / La revista abre sus páginas a toda la gente solitaria.” Lindo, ¿verdad?
¿Qué es lo que se publicó en Eros? Los tres más conocidos y valiosos poemas (Como tú lo estableciste, Soy la muchacha mala de la historia y Tímida y avergonzada) de María Emilia Cornejo, joven y muy talentosa poeta muerta, de un modo violento, un año antes de esa publicación; pero antes de ellos, se insertó una suerte de homenaje en su memoria, en que se dice algo incontestablemente veraz: que el erotismo en su poesía “es de los más perturbadores que una mujer haya escrito en esta generación (la del 70)”.
Aparecen también (voy a citarlos de atrás hacia adelante) un extenso poema escrito en Santiago de Chile, por Vladimir Herrera (A propósito de una vieja danza); un poema experimental, Composición VI, de Enrique Verástegui, visiblemente dedicado a Martín Adán y Víctor Humareda; de Isaac, el director, dos poemas: Bien recibido y por todos rechazado y Todo es cuestión de principio; dos poemas, también, de José Cerna (Secuencia N. 1 y ¿Has visto rodar unos ojos sobre una sandía?) y “Rimbaud en polvos Azules”, uno de los dos mejores poemas de Jorge Pimentel, fundador y “piloto” del Movimiento Hora Zero, poema a través del cual -de su dedicatoria- supe de la existencia de alguien cuyo nombre me inquietó, pero a quien solo pude conocer personalmente casi treinta años después: Charo Arroyo. (La publicación, allí, de este poema apoya, creo, mi afirmación de que la revista no tenía el propósito, en su nota de presentación, de ponerse en actitud "anti", frente a ese colectivo, fundado precisamente, por Pimentel: pues de lo contrario habríamos estado con la presencia de algo así como un "Vidaurre contra Vidaurre"). Finalmente, aparece publicado un simpático y audaz ensayo lingüístico de Enrique Verástegui, con el que pretendía dar una explicación al origen del verbo peruano “deschavar”.
“Eros”, una revista que, aun habiendo transcurrido más de cuarenta y seis años, vale, aún, por diez publicaciones de ese tipo, creo yo. Hecha para edificar, no para demoler. (¿Sería un error, tal vez, atreverme a afirmar que en ella -la revista- había, medio discretamente, algo o mucho del espíritu horazeriano de entonces, pero sin signos de exclamación, ni manifiestos?).