miércoles, 30 de octubre de 2013

JUNTO A LOS TRES TOMOS EMPASTADOS DE EL QUIJOTE

1.

Para que nadie en casa advirtiese mi desacostumbrada tardanza, no intenté ingresar por la puerta; lo hice saltando la cerca que separa al patio de la huerta de calabazas. El perro guardián había muerto una semana antes, de viejo; su ausencia, por tanto, me otorgó el silencio cómplice que necesitaba.

Previamente, en una acequia cercana cumplí con lavar la prenda y, ahora, exprimida y sacudida la extendí sobre la alfalfa seca que en el cuarto contiguo a mi dormitorio se guardaba para los asnos.

Y me fui a dormir.

 

2.

(Disculpa, voy a devolvértelo limpio. No te preocupes. Espérame a las siete en el mismo lugar. Ojalá no vuelva a llover. Hasta mañana.)

 

3.

(Guareciéndonos, el techo parecía crecer en la medida en que, agujereada como colador por los luceros, la noche extendíase sobre las casas grises del pueblo. Era nuestra compañía el inagotable murmullo de ranas y grillos acompasando el curso melodioso del arroyo.)

 

4.

(Quise destruir la distancia que, lo supe, era ínfima entre nosotros pero nos hacía habitantes de hemisferios distintos. Y me acerqué a besarte. Éramos niños aún: nuestros quince años recién comenzaban a caminar. Torpe, te cogí bruscamente de los brazos y te disgustó mi comportamiento: nunca antes varón alguno había hecho lo mismo contigo. Forcejeamos, vacilamos, perdimos el equilibrio y ambos, absurdamente, caímos sobre el suelo mojado. Y acabó la lluvia.)

 

5.

-¿De quién es esto?

Un golpe en la puerta me despertó y tras incorporarme para buscar un fósforo y encender la vela, apareció mi tía alumbrando la habitación con un lamparín de kerosene. Antes de preparar el desayuno para don Matías, encargado de ir al monte a traer leña, entró a sacar un poco de pasto para los animales y se dio con la sorpresa.

-No lo sé –respondí estúpidamente, quitándome la legaña que me impedía la visión-, lo he encontrado sucio en la calle.

Luego de introducir en mis ojos una mirada amenazante, se retiró.

Eran las cuatro y media de la madrugada.

 

6.

(Sus dueños se alejaron del pueblo hacía muchos años y no volvieron más. Salvo un pariente cercano que cuando estuvo en Lima recibió el encargo de cuidar que en épocas de lluvia no se produjeran goteras, nadie ingresó en ella por más de quince años. Fue construida en una esquina formada por la calle principal que en subida conduce a la zona en que ahora se encuentra el reservorio de agua potable y por la que más bien es un camino que desaparece entre el follaje que oculta las ruinas de una casa inconclusa que era usada como letrina. La familia era numerosa y por eso don Gilberto, el padre, le dijo al maestro constructor: “Necesito una casa con cuatro dormitorios amplios, una sala de recibo, una cocina con comedor paran los días de semana, otro comedor para los invitados en días de fiesta, una biblioteca y un depósito para víveres”. Y así fue construida. Las autoridades del pueblo decían: “Es la más apropiada”. Y, en efecto, lo fue. Y allí comenzó a funcionar el Colegio.)

 

7.

-¿De quién es esto?

¡Otra vez esa pregunta! Llegué a creer que lo ocurrido en la madrugada no había sido más que un sueño y por ello, despreocupado me fui a estudiar. Esa voz, la de ahora, ronca y rotunda, y el rostro ruborizado de Margarita, me demostraron lo contrario. Mis manos comenzaron a sudar y un insoportable hormigueo recorría mi espalda. Cuando vi lo que el Director mostraba a los alumnos mientras repetía la pregunta, sentí que la realidad me aprisionaba como a fiera acosada.

Nadie respondió, solo se miraban entre sí.

Cuando en la puerta, después del Director, se presentó mi tía, todos los ojos parecieron dispararse como fuego graneado sobre mí. El desorden emocional iba a empujarme al llanto, y para evitarlo, rascándome la cabeza me puse a mirar fijamente a la pizarra.

El Director y también el profesor de turno y mi tía, por insinuación de aquél, hicieron como que no advertían la situación y se fueron a la Dirección. Evidentemente una complaciente bondad y conmiseración hizo su conveniente aparición.

La  clase, sin embargo, quedó convertida en una suerte de manicomio: carcajadas, comentarios diversos, alusiones indirectas, insolencias. “Qué tal jodienda, diles algo”, me sugería Zenón. Y yo no sabía qué decir, qué hacer. Margarita, pálida, parecía alimentar una poco común indignación.

La prenda, lo constaté después, quedó en el estante de la Dirección, junto a los tres tomos empastados de El Quijote.

 

8.

(Se decía que por falta de rentas. Hasta la fatal resolución, se mantuvo con dinero aportado por los padres de familia a través del Municipio. Sin embargo, las gestiones para su oficialización seguían adelante o, mejor dicho, continuaban. No se logró nada. El resultado: puertas cerradas, ventanas polvorientas, telarañas pegadas a las pizarras escondiendo alguna fórmula matemática o frase en inglés que no fueron borradas a tiempo. Todos, o casi todos, tuvimos que emigrar para culminar la secundaria.)

 

9.

(Cursabas, como yo, el cuarto de media. Ocupabas un asiento de primera fila: siempre apta a responder con acierto. Yo, en cambio, me sentaba al final, detrás de las anchas espaldas de Zenón que me servían de  burladero para esquivar las preguntas de los profesores, pero aún así el profesor de matemáticas no se perdía la ocasión de hacerme pasar vergüenza en la pizarra.)

 

10.

Lucho y yo, Por insinuación de un amigo suyo, ingresamos en el irremediable y hediondo mundo de la ruda macho y el esperma abombado: el “Tres cabezas”, lenocinio ubicado en las afueras de Chimbote. Allí, mi primer encuentro se produjo con “La chilena”, una morena esbelta que en realidad era tacneña, según me confesó. La visitaba cada quince días, siempre en compañía de Lucho. Pero cierta vez se me ocurrió ir solo y ya no la encontré. Alguien dijo por ahí que “se había jubilado”. Sin comprenderlo pero con una nostalgia que hasta ahora no me la explico, salí del lugar con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Cuando volví la mirada para contemplar por un rato la luz roja de la entrada, violentamente alguien me abofeteó el rostro arranchándome seguidamente mi reloj pulsera en cuya esfera estaba pintada la Virgen de Copacabana.

Lucho, a quien conocí en el San Pedro mientras cursábamos ahí el quinto de media, me dijo: “Ya ves por no pasar la voz”. Y, claro, no volví a pasarle la voz para ir a ese lugar. Y tampoco, nunca más, volví a ir.

 

11.

(Me olvidé de ti, Margarita, y de tu inocencia y del barro y la lluvia. Porque Chimbote me obligó a ello, porque es distinto: olor de pescado, cerveza y burdel. Y crueldad.)

 

 12.

Cuando cumplí los 17, trabajaba como electricista arreglando instalaciones a domicilio. Lucho ayudaba a su hermano en la venta de artefactos eléctricos en su tienda del jirón Balta. Ya teníamos enamorada: él a Rocío, que vivía en Buenos Aires; yo a Enriqueta, de Laderas del Norte. Eran descocadas, según algunos comentarios. Pero como vacilón qué importa, decía Lucho y yo, perverso, le daba la razón. Como era de esperarse, esas relaciones no duraron mucho: Enriqueta se casó un mes después de terminar conmigo y se fue a vivir a Coishco; Rocío viajó a Trujillo a trabajar en un hotel.

El día de mi cumpleaños, Lucho me invitó una cervezas. “Para que veas cómo te estimo, hermano”.

 

13.

-Pucha, cómo la quería, hermano!

Mientras el mozo destapaba las botellas que pidió Lucho, Gerónimo, a quien hacía un rato habíamos conocido en la cantina, continuó con su relato.

-Quería ser enfermera y trabajar en su pueblo, porque tenía la esperanza de que la posta médica dejase algún día de ser lo que aún era: solo cimientos. Pero su colegio desapareció, y por falta de recursos ella no pudo ir a otro pueblo a continuar sus estudios secundarios.

-¿Y qué pasó? ¿La has visto últimamente?

-Hace un mes. Estuve en su pueblo. Salí con ella al campo. Conversamos animadamente sentados sobre la hierba y de pronto un fuerte dolor la estremeció. Sobre su muslo izquierdo una araña negra con pinta roja le había clavado su aguijón. La llevé al pueblo. Nadie pudo hacer nada.

-Entiendo. Ahora está muerta, ¿verdad?

Gerónimo asintió y de su portadocumentos sacó una fotografía. Cuando iba a mostrárnosla un brillo familiar salto a mis ojos desde su muñeca izquierda: era la Virgen de Copacabana, sobre la esfera del reloj que me regaló mi padre.

Con un pretexto cualquiera y con lágrimas en los ojos salí de la cantina después de reconocer el rostro de la mujer, retratado en aquella fotografía.

                                                                                                                   

14.

(Después de varios años volví a mi pueblo. Estuve cuatro días. No encontré a mis amigos de colegio. Ni la llegada esporádica de algún vehículo despertaba de la modorra a los pobladores. La Plaza principal, otrora motivo de admiración de los forasteros, estaba convertida en un desastre. La escuela primaria dejó de ser el segundo hogar de los  niños: se acabó el ambiente cálido de otros años y el desorden destruyó su imagen ejemplar. Los trigales estaban ahogándose por falta de agua. El pueblo era una prolongada tristeza.)

 

15.

-Hábleme del Colegio, por favor.

El señor a quien le preguntaba, sin responderme se levantó del asiento y se alejó por la calle que da al cementerio. Pregunté a otro señor, vestido de negro, y él al reconocerme, se alegró y me conversó por más de una hora recordando sus buenos tiempos. Finalmente, me entregó un llavero. “Anda, hijo. Recordar es recuperar lo perdido”. 

Gracias a ese impulso y al llavero, logré abrir de par en par el portón de lo que fue mi colegio. Ingresé lentamente en la habitación abandonada que fue usada como Dirección. Terriblemente bella sensación la que experimenté. Al fondo, detrás de la luna polvorienta del estante,  los tres tomos empastados de El Quijote descansaban sin que nadie se hubiera atrevido a tocarlos. Junto a ellos dormía, doblado en cuatro, el rebozo que nunca devolví, con el aroma ya muerto de Margarita, mi primer amor serrano.

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Escrito en 1975