No sé si es buena o
mala la costumbre que tengo de no frecuentar muy apretadamente los lugares
donde suelen reunirse los poetas y escritores; me refiero, claro, a los bares
del centro de Lima y de otras partes y, concretamente, del jirón Quilca. Pero
lo cierto es que debido a esto pierdo las oportunidades de enterarme
tempranamente de algunas nuevas apariciones bibliográficas de algunos amigos.
Hace ya doce años Teófilo Gutiérrez, a través de su sello editorial Hipocampo,
publicó un poemario mío –Dispersión de
cuervos-; pero hace más de doce años que entre él y yo nació una entrañable
amistad (iniciada gracias al gran Juan Ramírez Ruiz, allí precisamente: en el
jirón Quilca) que, aunque últimamente no nos vemos mucho, sé que ha ido
fortaleciéndose con el tiempo. Para definirlo en dos palabras, diría que
Teófilo es un buen pata. Pero es, además, de eso y de cuidadoso editor (lo digo
con conocimiento de causa) un mesurado y muy talentoso narrador.
En 1995 sacó a la luz “Tiempos de Colambo”, una colección de
relatos con sabor y aroma a evocación aldeana que, no obstante tratarse de “cuentos
iniciales”, como los definió en la dedicatoria que colocó en el ejemplar que
entonces me obsequió, son textos que en verdad ponen de manifiesto una
ostensible madurez a la que se suma la innegable calidad. Al leer el título de
ese libro, lo confieso, me quedé medio estupefacto. Tuve que preguntarle a
Teófilo y él se encargó de “desasnarme”; me explicó que “colambo” es el nombre
dado a una serpiente, una serpiente muy extraña en realidad. Efectivamente, en
uno de los relatos es descrita como un ofidio “parduzco y voraz, que puede
mimetizarse como cualquier culebra de monte”. Así, inusitados, como esto que
leemos en la descripción anotada, son los relatos que nos ofrece el libro
primero de Teófilo Gutiérrez. Y limpiamente, como limpia y clara es el alma de
nuestros pueblos, los relatos aparecen como una fotografía poética de la
gente de nuestra sierra norteña; son, como muy bien apunta Antonio Gálvez
Ronceros en el colofón, “un universo de la vida de provincia”, con “esa actitud
poética que se funda en la identidad del espíritu del autor”.
Teófilo Gutiérrez no
es, digamos, un escritor apurado, desesperado, por publicar; es, más bien, un
autor que hace gala de una excesiva parsimonia que no es precisamente, en su
caso, signo de pereza, sino de responsabilidad por su oficio y de respeto por
los lectores. Él es consciente de que un trabajo debe estar bien hecho, para
ser digno de entrega. Y el cuidado que pone en lo suyo, también se da respecto
de las ediciones que hace, con su sello editorial, de los libros escritos por
poetas y narradores peruanos, especialmente jóvenes. La publicidad y la fama
personal no es algo que le quite el sueño. Y esta suerte de despreocupación por
ubicarse en la tribuna visible, es la razón por la que recién catorce años después,
el 2009, de la aparición de su primer libro, decidió mandar a la imprenta su
segundo volumen de relatos. Y yo, por lo que dije al principio (mi reticencia a
ser asiduo concurrente de los lugares de encuentros bohemios), hace apenas unas
semanas que tomé conocimiento de esto y, naturalmente, llegué a tener entre mis
manos el libro que me ha regocijado con su lectura.
Como ya lo había
adivinado, este libro no hace sino confirmar lo sabido: la calidad en la
escritura de Teófilo Gutiérrez. Es, qué duda cabe, una valiosa contribución a
la narrativa nacional venida de la parte norte de nuestro país. Entre otras
cosas, creo que su importancia está –repito- en su capacidad de mostrar con
palabras el alma limpia y clara de los pueblos nuestros, representados en los
ojos y la sensibilidad de Teófilo, por –como dice Miguel Gutiérrez- la “memoria
colectiva de Guaranguillo, una aldea olvidada de la región de Jaén”; Jaén, la
provincia donde nació el autor de este libro cuyo título es “Colina Cruz” y ha sido escrito gracias
al estímulo de la nostalgia y por eso deja notar –tomo las palabras de Carlos
Rengifo- “un hálito de melancolía” a pesar de la “sutileza irónica”.
Raúl Jurado Párraga
escribió una nota acerca de “Colina Cruz”,
en que, con toda justicia, reconoce la destreza narrativa de nuestro autor y
apunta que “no es un libro de cuentos más, es un libro de cuentos bien escritos”.
Bueno, es natural que sea así, porque no estamos frente a un escritor
improvisado. Hizo labor periodística, como colaborador en los diarios La voz,
La República y Ojo, además en la revista Somos. Obtuvo, en 1989, el Tercer Premio
de Cuento Copé y en el 2004 ocupó el primer lugar en el Concurso de Cuento
500VL. Es un escritor con oficio, pues. Pero es digno de señalar que Jurado
Párraga, acertado escrutador, ha logrado precisar que en los relatos de “Colina Cruz” son “la superstición, la
soledad, la muerte, el juego, lo mágico, lo infernal, lo popular, la venganza,
la envidia, el amor”, los elementos que caracterizan a lo que el otro Gutiérrez
-el autor de “El viejo saurio se retira”-
llama “la memoria colectiva de Guaranguillo”. A esto, sin embargo, no podemos
dejar de agregar el discreto toque de ironía, de buen humor (inherente a
Teófilo), que siempre se hace presente. Solo una frase quiero citar, porque es
representativa: “Por eso he cogido el pasatiempo de olvidarlo todo…”. El olvido
no como un simple vacío, como ausencia de memoria, sino como “un acto”, un
pasatiempo. Pura reflexión. Puro humor.
Hay un cuento en que
aparece esto: “el Diablo se dijo para sí que ya era tiempo de traer al infierno
a unos cuantos jovencitos porque tenía que renovar sus ejércitos envejecidos”.
Yo debo decir que, efectivamente, ya es tiempo, jovencitos y señores, no de
acercarse al infierno precisamente pero sí a esta suerte de fuego fecundo que
es la narrativa de Teófilo Gutiérrez, poco conocida pero merecedora de mayor
difusión y, sobre todo, de lectura. No sean mezquinos, señores de la crítica
literaria. Teófilo Gutiérrez no puede seguir siendo lo que yo llamo “el más
conocido de los anónimos en nuestro medio”.
03
de mayo del 2012.