Es de los que creen que escribir
“es la única tabla de salvación” de su vida. No sé si hay pocos o muchos como
él, pero lo cierto es que Juan Cristóbal es un caso especial: un poeta libre,
auténticamente libre, pero al mismo tiempo voluntaria y felizmente sometido, no
a una dictadura o a otro tipo de voluntades perversas, sino al bendito poder de
aquella maldición que, claro, puede causar dolor pero también regocija, aprieta
pero nunca estrangula, presiona pero jamás hunde, más bien eleva: la poesía.
Pero no se entienda mal, por favor: este sometimiento, el de Juan, no equivale
ni es el sinónimo de sujeción humillante. Aquí quien, con plena autonomía, lía
los nudos, es él mismo y no –pongámosle, por poner, un nombre- el “agente opresor”.
Él es quien asume la autoridad para dictar los mandatos coercitivos o disponer
que se aflojen las ataduras. Es pues, dueño del terreno. Por ello es que es
capaz, en una actitud de extrema irreverencia- de mostrarle la lengua a su
soberana –la poesía- y llamarla, con ironía y lamento, “hija
de la guayaba y de la pena” o de
reprocharle por ser exigente (“me exiges sacrificios”, le dice), “mientras tú
Poesía/ bien gracias/ bebiendo como una idiota”. Este es el Juan Cristóbal que
hasta Poblando los silencios (1996)
se mostraba digamos mesurado y nos entregaba versos rotundos pero apacibles
como este: “Gracias por haberme descubierto la sonrisa de los pobres”, y ahora, desde el punto de quiebre marcado
por Los rostros ebrios de la noche (1998)
se presenta más coloquial, desenfadado y violento y nos ofrece versos como
desgarro y bofetada a la conciencia (“tú que ya no tenías nada que hacer en
los mercados/ en el corazón color caca de las ratas”), palabras como la autopsia de una terrible realidad (“Embalsamaron
nuestros llantos, nuestras fiestas, nuestras nubes, nuestros cerros”), Sensible, como es, hasta la remaceta, el alma de Juan Cristóbal, como la de todos los hombres y
mujeres de buena fe, se sintió lastimada por la rudeza malvada del drama que
sufrió nuestro pueblo, y su poesía se convirtió no en una lágrima sino en un
grito. Pero hace unos trece años estuvo a punto de dejar la poesía para siempre.
Gracias a Dios (el Dios bueno, no aquel otro al que él llama “el asesino
más grande de la historia”), eso que
deseó entonces no llegó a cumplirse, y por ello es que ha seguido dándonos los
vívidos y fecundos frutos de su espíritu, de su talento, de su sensibilidad. Es
bueno que haya sido así. La poesía, que para Juan Cristóbal no es un arte sino
un ejercicio permanente de comunicación y de entendimiento y, además, una tabla
de salvación, continuará siendo su signo y su voz y el puente que nos acercará
por siempre a su amistad e inteligencia. La poesía es su homenaje a la vida y a
la esperanza.
9 de mayo del 2012