jueves, 10 de mayo de 2012

JUAN CRISTÓBAL



Es de los que creen que escribir “es la única tabla de salvación” de su vida. No sé si hay pocos o muchos como él, pero lo cierto es que Juan Cristóbal es un caso especial: un poeta libre, auténticamente libre, pero al mismo tiempo voluntaria y felizmente sometido, no a una dictadura o a otro tipo de voluntades perversas, sino al bendito poder de aquella maldición que, claro, puede causar dolor pero también regocija, aprieta pero nunca estrangula, presiona pero jamás hunde, más bien eleva: la poesía. Pero no se entienda mal, por favor: este sometimiento, el de Juan, no equivale ni es el sinónimo de sujeción humillante. Aquí quien, con plena autonomía, lía los nudos, es él mismo y no –pongámosle, por poner, un nombre- el “agente opresor”. Él es quien asume la autoridad para dictar los mandatos coercitivos o disponer que se aflojen las ataduras. Es pues, dueño del terreno. Por ello es que es capaz, en una actitud de extrema irreverencia- de mostrarle la lengua a su soberana –la poesía- y llamarla, con ironía y lamento, “hija de la guayaba y de la pena” o de reprocharle por ser exigente (“me exiges sacrificios”, le dice), “mientras tú Poesía/ bien gracias/ bebiendo como una idiota”. Este es el Juan Cristóbal que hasta Poblando los silencios (1996) se mostraba digamos mesurado y nos entregaba versos rotundos pero apacibles como este: “Gracias por haberme descubierto la sonrisa de los pobres”, y ahora, desde el punto de quiebre marcado por Los rostros ebrios de la noche (1998) se presenta más coloquial, desenfadado y violento y nos ofrece versos como desgarro y bofetada a la conciencia (“tú que ya no tenías nada que hacer en los mercados/ en el corazón color caca de las ratas”), palabras como la autopsia de una terrible realidad (“Embalsamaron nuestros llantos, nuestras fiestas, nuestras nubes,  nuestros cerros”), Sensible, como es, hasta la remaceta, el alma de Juan  Cristóbal, como la de todos los hombres y mujeres de buena fe, se sintió lastimada por la rudeza malvada del drama que sufrió nuestro pueblo, y su poesía se convirtió no en una lágrima sino en un grito. Pero hace unos trece años estuvo a punto de dejar la poesía para siempre. Gracias a Dios (el Dios bueno, no aquel otro al que él llama “el asesino más grande de la historia”), eso que deseó entonces no llegó a cumplirse, y por ello es que ha seguido dándonos los vívidos y fecundos frutos de su espíritu, de su talento, de su sensibilidad. Es bueno que haya sido así. La poesía, que para Juan Cristóbal no es un arte sino un ejercicio permanente de comunicación y de entendimiento y, además, una tabla de salvación, continuará siendo su signo y su voz y el puente que nos acercará por siempre a su amistad e inteligencia. La poesía es su homenaje a la vida y a la esperanza.
                                                                                                                     9 de mayo del 2012