viernes, 6 de enero de 2012

Y YO SENTÍ QUE ME AMABA


Caminaba por la Avenida de la Peruanidad, a eso de las once y media de la noche, más o menos; regresaba de una reunión en Jesús María. Tenía entonces dieciocho años de edad. Desde un camión que por allí pasaba lentamente alguien disparaba unos piropos insolentes y "subidos de tono" a una chica que presurosa y medio asustada avanzaba en sentido contrario a la ruta que yo seguía. Ante aquella insolencia masculina me atreví a pasarle la voz a la chica para, así, hacer creer que era conocida mía. Ella lo comprendió y, de este modo, comenzó un diálogo entre nosotros, acabándose –también- aquel grotesco e intolerable asedio del que era víctima. Me dio su nombre y, señalando a un edificio no muy distante, me dijo que allí vivía, cerca nomás; caballero decente y solidario, dejé de avanzar hacia donde iba y le hice compañía. Me di cuenta de que se ponía feliz con mis palabras. Nos sentamos en una banca y seguimos conversando. Yo llevaba entre manos un poemario ingenuo que quería publicar pero que nunca salió a la luz. Se lo mostré y ella se puso más feliz aún; obviamente pensó: "qué bueno, estoy con un poeta". Sonrió y yo me alegré. Enseguida, entre tímido y audaz, la abracé y le di un beso prolongado en la boca. Luego nos pusimos de pie, coloqué mi brazo sobre su hombro y anduvimos un poco más. Ella iba diciéndome algunas cosas y me preguntaba acerca de mi poesía y de mis gustos. Yo no podía contestarle con amplitud, apenas con unos absurdos y torpes monosílabos; es que comencé a sentirme mal. "Y ahora qué hago -me ponía a pensar, casi desesperado-. Todo el encanto, la dicha que ella está sintiendo, puede irse al diablo y yo podría quedar simplemente como un imbécil". Pero, en verdad, yo ya no podía aguantar; habíamos caminado casi media cuadra y me parecía demasiado. Pero, ¡uf!, gracias a Dios la bella chica, atraída por cualquier cosa sin mayor importancia, volteó la mirada hacia un costado y fue cuando hice lo que tenía que hacer para recuperar la calma, aprovechando esos brevísimos segundos de libertad además de la cómplice y complaciente sombra que un árbol proyectaba sobre nosotros. En un momento -lo confieso- pensé, como recurso extremo, en tragármela; pero “no, Bernardo, esa no es la solución”, me dije. Entonces qué hiciste, se preguntarán. Pues, caballero nomás, de un solo y violento golpe la expulsé definitivamente. La unión estrecha, estrechísima y apasionada, de labios y lenguas, había activado imprudentemente mis glándulas salivales poniéndome en un casi irremediable aprieto, pues la cada vez más insoportable acumulación de saliva inflaba vergonzosamente mi cavidad bucal. Pero, ¡ahora sí!: gracias a la grotesca solución, la locuacidad, por fin, retornó a mis dominios. Ajena a todo esto, Beatriz –que así se llamaba la inolvidable tarmeña, a quien en un candoroso poema retraté como “mi pelo de choclo”- volvió su mirada a mis ojos y, claro, yo sentí que me amaba.