Caminaba por la Avenida de la Peruanidad, a
eso de las once y media de la noche, más o menos; regresaba de una reunión en
Jesús María. Tenía entonces dieciocho años de edad. Desde un camión que por
allí pasaba lentamente, alguien disparaba unos piropos insolentes y
"subidos de tono" a una chica que presurosa y medio asustada avanzaba
en sentido contrario a la ruta que yo seguía. Ante aquella insolencia masculina
me atreví a pasarle la voz a la chica para, así, hacer creer que era conocida
mía. Ella lo comprendió y, de este modo, comenzó un diálogo entre nosotros,
acabándose –también- aquel grotesco e intolerable asedio del que era víctima.
Me dio su nombre y, señalando a un edificio no muy distante, me dijo que allí
vivía, cerca nomás; caballero decente y solidario, dejé de avanzar hacia donde
iba y le hice compañía. Me di cuenta de que se ponía feliz con mis palabras.
Nos sentamos en una banca y seguimos conversando. Yo llevaba entre manos un
poemario ingenuo que quería publicar pero que nunca salió a la luz. Se lo
mostré y ella se puso más feliz aún; obviamente pensó: "qué bueno, estoy
con un poeta". Sonrió y yo me alegré. Enseguida, entre tímido y audaz, la
abracé y le di un beso prolongado en la boca. Luego nos pusimos de pie, coloqué
mi brazo sobre su hombro y anduvimos un poco más. Ella iba diciéndome algunas
cosas y me preguntaba acerca de mi poesía y de mis gustos. Yo no podía
contestarle con amplitud, apenas con unos absurdos y torpes monosílabos; es que
comencé a sentirme mal. "Y ahora qué hago -me ponía a pensar, casi
desesperado-. Todo el encanto, la dicha que ella está sintiendo, puede irse al
diablo y yo podría quedar simplemente como un imbécil". Pero, en verdad,
yo ya no podía aguantar; habíamos caminado casi media cuadra y me parecía
demasiado. Pero, ¡uf!, gracias a Dios la bella chica, atraída por cualquier
cosa sin mayor importancia, volteó la mirada hacia un costado y fue cuando hice
lo que tenía que hacer para recuperar la calma, aprovechando esos brevísimos segundos
de libertad además de la cómplice y complaciente sombra que un árbol proyectaba
sobre nosotros. En un momento -lo confieso- pensé, como recurso extremo, en
tragármela; pero “no, Bernardo, esa no es la solución”, me dije. Entonces qué
hiciste, se preguntarán. Pues, caballero nomás, de un solo y violento golpe la
expulsé definitivamente. La unión estrecha, estrechísima y apasionada, de
labios y lenguas, había activado imprudentemente mis glándulas salivales
poniéndome en un casi irremediable aprieto, pues la cada vez más insoportable
acumulación de saliva inflaba vergonzosamente mi cavidad bucal. Pero, ¡ahora
sí!: gracias a la grotesca solución, la locuacidad, por fin, retornó a mis
dominios. Ajena a todo esto, Beatriz –que así se llamaba la inolvidable
tarmeña, a quien en un candoroso poema retraté como “mi pelo de choclo”- volvió
su mirada a mis ojos y, claro, yo sentí que me amaba.
Ver donde otros no ven, o no quieren ver, no es cosa del otro mundo. Es cuestión de ver únicamente; así de simple. Ah, pero para ello es recomendable emplear la mirada y dejar de lado las anteojeras y también la ojeriza. Apasionarse en la vehemencia, no en el odio ni en el fanatismo. Ser tolerantes, pero no tontos. Ser perspicaces, no adivinos. Ser claros y objetivos. Ser decentes y sinceros. Justos. No esperar el aplauso fácil. Buscar la verdad. Respetar.