Era mediodía con
nubes imprudentes. Al ver que los jugadores del equipo contrario, con la pelota
en su poder, se aproximaban amenazadoramente a nuestro arco, mis compañeros
exigieron en coro: “¡Sal, sal!”. Nunca antes yo había jugado fútbol. En
realidad, debo decir que jugué poco durante mi infancia, poco y mal. Pero, a
pesar de todo, como ven, hasta le entré al fútbol. En mi pueblo y en aquella ya
lejana época los juegos eran bastante sencillos: tejo, trompo, cercena,
bolitas, chapitas, “frijush”. Simples. Y de pobres, como lo éramos casi todos.
Mi padre era maestro de escuela y, gracias a ello, tenía un ingreso mensual
permanente: su sueldo. Pero, díganme, ¿cuándo los maestros no han sido pobres
en el Perú? El tejo, el trompo, las bolitas (es decir, las canicas), son juegos
que todo el mundo conoce, por ello no voy a detenerme a explicarlos. La cercena
era una chapa de botella que, a fuerza de ser chancada con piedra o martillo,
quedaba convertida en un filoso disco al que se le perforaba dos orificios centrales, a la manera de un botón, por los cuales se hacía ingresar un pabilo
que, atado en sus extremos, era estirado por ambas manos y sacudido dando lugar
a que el objeto metálico girase para atrás y para adelante zumbando como
moscardón; la gracia del juego estaba en el enfrentamiento de dos chiquillos,
cada uno con su cercena, tratando de cortar la pita del contrincante. Los
“frijush” eran los frijoles, pero aquellos con manchitas, que se comen fritos o
tostados, también llamados ñuña; con ellos se jugaba casi como con las canicas,
disparándolos a ras de suelo, con el dedo índice. Algo similar se hacía con las chapitas,
cuya concavidad era rellenada con greda húmeda para que tuviese un peso
conveniente. Todos mis amigos eran expertos en estos lúdicos menesteres. Yo los
admiraba, creo que con algo de envidia: la vigorosa capacidad para romper
trompos de un solo tiro o expulsarlos del círculo, por ejemplo, nunca formó
parte de mis méritos, y pensar en ganarlos alguna vez me parecía, simple y
llanamente, un sueño inalcanzable. Dicen que es de honrados ser conscientes de
las propias fortalezas y debilidades; creo que al menos respecto de estas
últimas -mis debilidades- yo nunca he sido mezquino al reconocerlas. Por eso creo que era una
exageración completamente descabellada eso de que yo era inteligente. Recuerdo
que comentaban que los de “cabeza palca” (claro, como la mía: con la nuca
plana) eran poseedores de cierta superioridad intelectual. Jamás supe de dónde
pudo haber salido tan peregrina teoría (¿de la Alemania Nazi, tal vez?). Pero,
bueno, la verdad es que hasta para esos elementales juegos fui tan torpe como
un oso en hibernación. Y en fútbol, lo digo con algo de vergüenza, demostré que
era lo que se dice una verdadera zapatilla. Había algo que me producía un
terror casi paralizante: la posibilidad de recibir un pelotazo en plena cara.
Sin embargo, jugué de arquero. Sí, señores, ¡de arquero! Y contra todo cobarde
pronóstico, no me patearon ni recibí el temido pelotazo. Salí, pues, ileso.
Pero si bien en mi cuerpo no sufrí contusión o rasguño alguno, moralmente quedé
resquebrajado (con “una cicatriz rencorosa”, habría dicho Borges). Jugué no más
de diez o quince minutos. Entonces, como ahora también, no entendía el
significado de algunas expresiones del argot deportivo: “¡Sal, sal!”. Azorado y
sintiendo íntimamente, como un virtual cínico, que la culpa no era mía, escuché
–esto sí como un feroz puntapié en la espinilla- que los labios de los
enfervorizados integrantes del equipo que nos atacaba pronunciaban
desaforadamente una dulce palabra para ellos, pero que aquella vez en mis oídos sonó a
palabrota. Yo acababa de cumplir al pie de la letra la desesperada orden (¡qué
bestia!, dirán algunos): “¡Sal, sal!", repitieron todos, y yo, obediente, salí
del arco, pues, y, claro, también del gramado porque –no faltaba más-
mis amigos hicieron lo que tenían que hacer: me botaron del equipo.
El gol que, claro, había resultado irremediable le agregó fuego a la timidez del meridiano y
letras mayúsculas a mi torpeza. Prácticamente, nunca más volví a una cancha.