sábado, 21 de enero de 2012

¡ESE GOL, CARACHO!

Era mediodía con nubes imprudentes. Al ver que los jugadores del equipo contrario, con la pelota en su poder, se aproximaban amenazadoramente a nuestro arco, mis compañeros exigieron en coro: “¡Sal, sal!”. Nunca antes yo había jugado fútbol. En realidad, debo decir que jugué poco durante mi infancia, poco y mal. Pero, a pesar de todo, como ven, hasta le entré al fútbol. En mi pueblo y en aquella ya lejana época los juegos eran bastante sencillos: tejo, trompo, cercena, bolitas, chapitas, “frijush”. Simples. Y de pobres, como lo éramos casi todos. Mi padre era maestro de escuela y, gracias a ello, tenía un ingreso mensual permanente: su sueldo. Pero, díganme, ¿cuándo los maestros no han sido pobres en el Perú? El tejo, el trompo, las bolitas (es decir, las canicas), son juegos que todo el mundo conoce, por ello no voy a detenerme a explicarlos. La cercena era una chapa de botella que, a fuerza de ser chancada con piedra o martillo, quedaba convertida en un filoso disco al que se le perforaba dos orificios centrales, a la manera de un botón, por los cuales se hacía ingresar un pabilo que, atado en sus extremos, era estirado por ambas manos y sacudido dando lugar a que el objeto metálico girase para atrás y para adelante zumbando como moscardón; la gracia del juego estaba en el enfrentamiento de dos chiquillos, cada uno con su cercena, tratando de cortar la pita del contrincante. Los “frijush” eran los frijoles, pero aquellos con manchitas, que se comen fritos o tostados, también llamados ñuña; con ellos se jugaba casi como con las canicas, disparándolos a ras de suelo, con el dedo índice. Algo similar se hacía con las chapitas, cuya concavidad era rellenada con greda húmeda para que tuviese un peso conveniente. Todos mis amigos eran expertos en estos lúdicos menesteres. Yo los admiraba, creo que con algo de envidia: la vigorosa capacidad para romper trompos de un solo tiro o expulsarlos del círculo, por ejemplo, nunca formó parte de mis méritos, y pensar en ganarlos alguna vez me parecía, simple y llanamente, un sueño inalcanzable. Dicen que es de honrados ser conscientes de las propias fortalezas y debilidades; creo que al menos respecto de estas últimas -mis debilidades- yo nunca he sido mezquino al reconocerlas. Por eso creo que era una exageración completamente descabellada eso de que yo era inteligente. Recuerdo que comentaban que los de “cabeza palca” (claro, como la mía: con la nuca plana) eran poseedores de cierta superioridad intelectual. Jamás supe de dónde pudo haber salido tan peregrina teoría (¿de la Alemania Nazi, tal vez?). Pero, bueno, la verdad es que hasta para esos elementales juegos fui tan torpe como un oso en hibernación. Y en fútbol, lo digo con algo de vergüenza, demostré que era lo que se dice una verdadera zapatilla. Había algo que me producía un terror casi paralizante: la posibilidad de recibir un pelotazo en plena cara. Sin embargo, jugué de arquero. Sí, señores, ¡de arquero! Y contra todo cobarde pronóstico, no me patearon ni recibí el temido pelotazo. Salí, pues, ileso. Pero si bien en mi cuerpo no sufrí contusión o rasguño alguno, moralmente quedé resquebrajado (con “una cicatriz rencorosa”, habría dicho Borges). Jugué no más de diez o quince minutos. Entonces, como ahora también, no entendía el significado de algunas expresiones del argot deportivo: “¡Sal, sal!”. Azorado y sintiendo íntimamente, como un virtual cínico, que la culpa no era mía, escuché –esto sí como un feroz puntapié en la espinilla- que los labios de los enfervorizados integrantes del equipo que nos atacaba pronunciaban desaforadamente una dulce palabra para ellos, pero que aquella vez en mis oídos sonó a palabrota. Yo acababa de cumplir al pie de la letra la desesperada orden (¡qué bestia!, dirán algunos): “¡Sal, sal!", repitieron todos, y yo, obediente, salí del arco, pues, y, claro, también del gramado porque –no faltaba más- mis amigos hicieron lo que tenían que hacer: me botaron del equipo. El gol que, claro, había resultado irremediable le agregó fuego a la timidez del meridiano y letras mayúsculas a mi torpeza. Prácticamente, nunca más volví a una cancha.