Ver donde otros no ven, o no quieren ver, no es cosa del otro mundo. Es cuestión de ver únicamente; así de simple. Ah, pero para ello es recomendable emplear la mirada y dejar de lado las anteojeras y también la ojeriza. Apasionarse en la vehemencia, no en el odio ni en el fanatismo. Ser tolerantes, pero no tontos. Ser perspicaces, no adivinos. Ser claros y objetivos. Ser decentes y sinceros. Justos. No esperar el aplauso fácil. Buscar la verdad. Respetar.
miércoles, 27 de diciembre de 2017
INDULTOS (en Chile y en Perú)
martes, 5 de diciembre de 2017
¿HAY DEMOCRACIA EN EL CASTELLANO? (Un diálogo a partir de unas frases de don Ricardo Palma)
sábado, 2 de diciembre de 2017
LA PAISANA JACINTA, PELÍCULA, LIBERTAD, INDIGNACIÓN.
Lo que significa que este personaje cómico no representa a esas mujeres. Como decía el gordo Pepe Vásquez (iba a decir “el negro”, pero me contuve por tenemos a que me digan “racista”😊: “está claríiito”. Es un personaje ficticio, pues, inventado. ¿Puede prohibírsele que se vista como lo hace? ¿Quién tiene legitimidad o autoridad para hacerlo? Nadie. Así de simple. ¿Un gobierno o algún otro poder debe “direccionar” la creatividad de los cómicos? Si fuera así, eso tendría que ocurrir también respecto de poetas, novelistas, pintores y demás.”
En México hay un personaje cómico llamado "La Chupitos", una mujer desgreñada, sucia y desmuelada. ¿Agrede moralmente a alguien? A nadie. Solo genera carcajadas.
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CODA:
Un amigo, respecto de un diálogo hilarante que transcribí en mi muro de Facebok, extraído de la película, me dijo que allí no había humor, que era “de una vulgaridad extrema”, y me recomendó leer un texto escrito por Carlo M. Cipolla. Mi respuesta:
miércoles, 1 de noviembre de 2017
DE PALLASCA: MANUEL TORRES PEREDA, NOVELISTA*
Dije que no sabía en lo que metía. Es la verdad. Les sigo contando. Lo que vino después de la conversación, vía telefónica, con don Manuel, fue la pregunta, íntima, que me pareció definitivamente impostergable: ¿Qué debo hacer: ser complaciente, ser crítico o ser indiferente? ¡Uf! Dura tarea encontrar la respuesta acertada y conveniente. Tener que hablar en público acerca del libro primigenio de un amigo que es, además, pariente y paisano, es sentirse obligado a elegir lo primero: alabarlo. Porque ser indulgente es el mejor recurso para mantener –bajo el manto infame de la hipocresía- las buenas relaciones, en una palabra: para quedar bien. Evitamos, así, que se lastime la sensibilidad del amigo y pariente, y todo queda en paz. Es lo único que se gana. Ser crítico (quiero decir, desempeñar el papel de censor), supone poner atención a las calidades de la obra, pero con ojo avizor y zahorí, lo que generalmente significa convertir a la mirada en una guadaña. Es otra cosa, sin duda. Podría –si el autor de la obra colocada sobre el tapete tiene suficiente entereza y seguridad en sí mismo- ayudarlo a corregir desaciertos que son explicables al principio o a refinar los logros felices de su trabajo: pero –he aquí el riesgo- también podría ocurrir el colapso de una vocación y la frustración de un talento y de una esperanza. Esto suele ser lamentable. Pero lo que –bajo todo punto de vista- sí tiene connotaciones de perversidad, es adoptar la postura del indiferente, no ser chicha ni limonada. Con esto nadie gana, en absoluto: dejar hacer, dejar pasar...
Bien, frente a estas dudas “que tormentosas crecen” (como en el vals), compulsándolas con calma y serenidad decidí por lo que me pareció y me parece lo correcto: echar mano a una cuarta opción: no ser, por separado, ni complaciente, ni crítico, ni indiferente. Ser justo. Y fue así -pidiendo las disculpas por las limitaciones de mi capacidad para estas tareas- como abordé el tema tan difícil que se me había asignado.
Pallasca y don Manuel
Por eso, Pallasca no podrá, probablemente, ofrecer de modo desmesurado bienes materiales pero sí está dispuesto a la oblación de hombres y mujeres de bien y los benignos frutos de su espíritu. Ahora estamos frente a una muestra de ello. Frente a la entrega de una novela. Una novela –vaya, qué circunstancias- escrita no por un joven (quiero decir un joven cronológicamente hablando) sino por un hombre que apenas unos días después de publicado el libro cumplió ochenta y cinco años de edad. Como muy bien puso el Dr. Félix Álvarez Brun en la nota de saludo y presentación, a esa edad “muchos escritores ya han dejado de escribir y, sin embargo, él (don Manuel Torres) recién empieza a regalarnos el bello y vigoroso producto de su talento creativo.” Esto es excepcional, gratamente excepcional y meritorio. Por ello, yo lo celebré y lo celebro sin reservas.
Don Manuel Torres pertenece a una valiosa generación de Pallasquinos, que aportó buena voluntad, entusiasmo, imaginación, cariño y enseñanza, con todo lo cual contribuyó a que nuestro pueblo pudiese mostrar, con orgullo y como sello característico, una luminosa prestancia. Un grupo del cual formó parte él y que, según recordaba en una bella misiva (que remitió a un pallasquino de corazón, que nació en Santiago de Chico: don Demóstenes Gavidia), fue calificado por las buenas lenguas como “los notables”, estuvo constituido por quienes voy a nombrar tal como amigablemente se les conocía: don Shanti Zanelli, el “Cashpo” Villa, el “Negro” Rafa, el Maestro Reina y el Sordo Gavidia. Ellos, que formaban un círculo compacto porque solían estar cerca en reuniones sociales y de otra índole, representaron con otros pallasquinos de la misma hornada más o menos (voy a mencionar solo a algunos: Mario Vidal, Angel Acorda, Alfredo Machado...) la mejor expresión de lo que se dio en llamar los “togados” que, en el caso particular de ellos, nunca fue sinónimo de poder económico, caciquismo o, peor aún, de desprecio por los demás sino, simple y llanamente, de decencia y docencia.
Conmovedor hubiera sido, un privilegio hubiera sido, si esos queridísimos paisanos nuestros que, lamentablemente, hace mucho tiempo nos dejaron, estuvieran acompañándonos aún. Gracias a Dios, los pallasquinos, además de poseer buena memoria somos dueños insobornables de ese a veces esquivo sentimiento que dignifica y que se llama gratitud. Y siempre viviremos agradecidos por lo que significaron nuestros mayores. Y los llevaremos, siempre, en el corazón.
Mina maldita, la novela
Lo que sí puedo decir es que, así como suele desbordarse generosamente en su oratoria, en su escritura (los lectores no me desmentirán, estoy convencido) también es de una consistencia nutricia. Las atinadas y agradables referencias a nuestra región son dignas de reconocimiento. La limpieza del discurso; la densidad y riqueza expresiva, casi barroca, de las descripciones; la destreza con que asume el desarrollo narrativo, su fluidez y amenidad y el manejo ágil de los diálogos, me parece, son muestras innegables de talento, de sensibilidad y, además, de una refinada cultura. Leamos, a manera de ilustración lo siguiente: “Por entre las pétreas agujas de las elevadas montañas del wolfrámico Huaura y otras cumbres, cual planas lenguas de fuego helado sobre las áureas siluetas de los pajonales, se extendían inclinadas e impávidas las agónicas luces del sol que, presuroso, corría a los brazos de su negra amada, la noche...” Esta es una acuarela sensual, poética, del paisaje andino, de nuestro paisaje. O este otro fragmento: “...conscientes del silencio nocturno, lanzaron, parecía concertadamente, una ligera risa y se ajustaron mucho más las ya más sudorosas manos, que pregonaban eléctricamente sus febriles deseos de apulparse en el interior de la cueva.” Es erotismo pleno, de fina factura. Y esto, señores, lo ha escrito don Manuel y a él se le debe el crédito de este inesperado aporte a la literatura: el verbo pronominal apulparse.
Debo reconocer, con sinceridad, que gracias a esta novela he podido recuperar expresiones que escuché y pronuncié cuando niño y que, por obvias razones, quedaron como traspapeladas. Don Manuel nos habla –poeta, pues- de las nubes shalpirejas, es decir, enrarecidas o rotosas; hace referencia a las manos pispadas o, como diríamos aquí en la urbe, cuarteadas por el frío serrano; menciona a la gallina shansha porque tiene las plumas encrespadas; a los gallinazos los llama shingos y al placer de saborear una humilde pero exquisita comida le dice chumbaquearse (recuerdo aquí el cushal, aquella restauradora sopa de nuestros hombres de campo). Y, naturalmente, no podía estar ausente aquello que es auténticamente pallasquino, el ñau, cho!, es decir, “qué rico, amigo” (“chumbaquearse”, pues). ¡Es el habla de mi tierra en la literatura peruana!
Pero esta novela no solo es refocilación. Sus historias giran alrededor de relaciones digamos prohibidas, surgidas a partir de la infidelidad femenina y la irresponsable y perversa osadía del varón que, envuelto en la bufanda de la apariencia, jura y rejura que sus sentimientos son sanos y hasta sublimes. Es una novela de amor, sin duda, pero del que yo me atrevería a llamar amor tanático. Normalmente asumimos que el amor es la celebración de la vida: el amor une, libera, da placer, es una entrega. La vida es, en rigor, producto del amor. Pero la realidad (oh, la realidad, enemiga de los sueños!) nos dice, con incontestable elocuencia, que el amor también puede hacer daño, incluso matar: ocasionar una inmolación (la literatura universal nos da m{as de un ejemplo) que es el extremo excesivo de la entrega; o, bien, ser el causante de un crimen. Eros y tánatos, sin líneas divisorias. “Mina Maldita”, la novela que nos ocupa, corresponde a esto. Podríamos decir –sin equivocarnos y precisando las cosas- que es la historia de amor de Mario y Emelda, que son sus innegables protagonistas: él, joven administrador en un asiento minero con una novia que le espera en su pueblo de origen y ella, Emelda, bella mujer, esposa de un humilde y esforzado obrero de la mina. Se entretejen otras historias, además. Sin embargo, yo diría que, fundamentalmente, el libro se centra en otra cosa: en el terrible drama de un hombre (Leónidas, el cónyuge de Emelda, la mujer empujada a la infidelidad) que experimenta el progresivo deterioro de su espíritu y de su cuerpo, víctima del alcoholismo y del derrumbamiento infame de su hogar y que, resulta irremediable, llega al más sórdido y miserable final: morir solo y expuesto a las aves carroñeras.
Y es, pues, allí, donde concluye estrictamente la novela, en el Capítulo XXXVI, que es uno de los más hermosos y mejor procesados. Leamos: “Así terminó la vida de un modesto minero, de aquel optimista Leónidas que cometió el error de llevar a esa “Mina Maldita” a tan linda mujer. Mujer que no calculó ni el presente ni el porvenir de ella, su marido y sus hijos. Por ella, Leónidas se convirtió en un consuetudinario (bebedor, se entiende) y sus hijos perdieron a su padre.” Pero, seamos justos, no solo por culpa de ella: también por la de los hombres –Mario el primero- que se atrevieron a incursionar, impelidos por el amor carnal, en ese territorio que, por humilde, no merecía ser hollado: el hogar de Leónidas y Emelda. (Debo reconocer, sin embargo, que este comentario sería, en realidad, motivo de una discusión de nunca acabar: recuérdese que en situaciones como la descrita también se suele culpar al descuido del marido, a las circunstancias que conspiran, a la luna, a la soledad, al frío...)
Dije que allí concluía la novela. Sí, pues. Porque lo que viene enseguida (capítulos XXXVII y XXXVIII) corresponde propiamente a lo que, en mi opinión, debió haberse nombrado como Epílogo, ya que el segmento final, al que se le ha llamado de tal manera, se comporta más bien como el soporte de unas ponderadas reflexiones de última hora. No es un problema de estructuración precisamente, sino de pura titulación o numeración de los capítulos. Tampoco es, entonces, un reparo u observación de importancia pero lo menciono porque, como anuncié al principio, quería ser justo. Y, siguiendo en este camino, tengo que hacer referencia a algo, también pequeñísimo, que no quise mirar de soslayo. Es evidente que la ubicación temporal de la novela concierne a los años de 1940, pero en uno de los diálogos aparece esta expresión: “Yo soy el “men” que, creo, no era usual entonces. En fin, es solo un detalle que muy bien podría pasar como una licencia del autor.
Nunca es tarde
Un aplauso
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* Este texto es, en realidad, el mismo que leí durante la presentación del libro de don Manuel; solamente he hecho unas minúsculas modificaciones, porque quise leerlo en un evento cultural que se realizó hace muy poco en Chimbote a donde, lamentablemente, me resultó imposible viajar.
jueves, 19 de octubre de 2017
LAS HIJAS DEL CANTO RODADO / Bernardo Rafael Álvarez
Como las águilas, vivían en los riscos más elevados y casi inaccesibles de la más alta montaña de la zona. Eran mujeres misteriosas, que -con su sola presencia, con solo mirarlas- infundían una suerte de obligado respeto y al mismo tiempo miedo. Parecían, a veces, fantasmas amenazantes. Casi nunca conversaban con las personas de los alrededores, y cuando, ocasionalmente, algunas de ellas bajaban al pueblo, lo hacían solo para adquirir, mediante trueque, algunos víveres y mucha coca y entregaban, a cambio, vistosos fragmentos de cuarzo que solo Dios sabe de dónde sacaban, y en cuyas superficies de espejo podía verse imágenes distorsionadas de los rostros, con luminosos y tornasolados colores: "Valen mucha plata", comentaban algunos, y soñaban con, algún día, llevar esos minerales a la Capital y venderlos, cosa que, por cierto, nunca llegó a ocurrir porque, finalmente, prefirieron que fuesen usados como juguetes por sus hijos pequeños. Terminado el trueque, silenciosamente, tal como habían venido, las mujeres emprendían el retorno a sus medio tenebrosos dominios.
Sin embargo, cierta vez -que fue la última-, cuando volvieron al pueblo, generaron, como nunca, un inesperado alboroto entre las gentes cuya vida diaria siempre había sido apacible, tranquila, rutinaria, casi monótona y envuelta -a veces- por la melancolía; ahora, en cambio, un insólito gozo se apoderó de todos. Tres fueron las mujeres que esta vez arribaron muy temprano por la mañana, cargando cada una sobre sus espaldas un abultado costal que finalmente colocaron en el piso, delante de ellas. Y, ¡oh, sorpresa!, con inesperada locuacidad, desde una pequeña lomada comenzaron -como en estado de trance- a pronunciar, desenfrenadamente, palabras en una lengua ininteligible, y también entonaron un cántico cuya melodía parecía el murmullo, a veces violento, de las olas del mar.
Todos, hombres, mujeres, niños y ancianos, salieron de sus casas, dejaron de hacer lo que estaban haciendo y, como en estampida de hambrientos en busca de pan, corrieron hacia donde ellas, evidentemente, los esperaban.
«Hemos encontrado -dijo una de las mujeres, ya en el idioma que hablaba el pueblo- como regalo de los dioses, a las niñas que son las hijas de nuestros Apus, y las hemos traído porque queremos que se queden aquí, pues estamos convencidas de que ustedes, que son buenos y nobles, merecen tenerlas, y estamos seguras de que las protegerán como si fueran sus propias hijas...». Las otras mujeres continuaron con el cántico y haciendo palmas. Los pobladores no podían salir de su asombro y se miraban entre sí, intrigados, sin poder evitar cierto sentimiento de pavor.
«¡Alégrense!» -intervino, con tono de exigencia y euforia, otra de las mujeres-. «Boten la tristeza al río. ¡Sean felices!». De pronto, tras una estentórea carcajada, toda la gente del pueblo expresó su alborozo, cantando no en su propia lengua sino, increíble e insólitamente, en la lengua de aquellas desconcertantes mujeres. Luego de unos segundos, bruscamente, se callaron.
Una sospecha, asumida como certidumbre, surgió de pronto en el pensamiento de todos: «Las abuelas concubinas de los Apus, sí, ¡eso son!». Las tres eran ancianas; la menor tendría unos ochenta años de edad y la mayor, tal vez, noventa y cinco.
Las niñas de las que hablaban, es decir, las «hijas de los Apus», no eran niñas, realmente, sino unas bellas y enigmáticas muñecas de lona en cuyos rostros podía advertirse una caprichosa y aterradora apariencia en que se juntaban -como en una medio monstruosa surreal simbiosis- ángeles y demonios; sus ojos eran felinos pero también tenían mucho de la mirada insondable e hipnótica de los búhos. Fueron extraídas, una a una, de los costales. Sin deshacerse del temor, los pobladores las recibieron expresando, insistentemente, y casi reverentes, su gratitud por el insólito gesto de bondad de las ancianas.
Concluida la entrega de las muñecas, lo que hicieron las mujeres -como antes, también en silencio, y sin ninguna actitud particular de simpatía o de rechazo hacia los demás- fue alejarse raudas hacia su inexpugnable y recóndita soledad. El pueblo, durante toda la mañana y hasta después del mediodía, continuó reunido en la placita: todos intrigados. "¿Y ahora qué hacemos con estas muñecas?", fue la pregunta que al principio nadie podía contestar.
De pronto, un inesperado pánico, que se había apoderado de todos, los empujó a tomar una definitiva decisión y, al unísono, exclamaron: "¡Echémoslas al río!". Como quien busca desprenderse de un peligro o liberarse de una culpa, llevaron, efectivamente, todas las muñecas a la orilla del río y allí las abandonaron, sin atreverse a lanzarlas al agua. Sobre la playa poblada de cantos rodados colocaron todas las bellas muñecas como si se tratara de una forzada ofrenda, y enseguida comenzaron a sentir cierto alivio y se convencieron de que hacer eso había resultado casi como un ritual de purificación para sus almas, la expiación de algún pecado que pudieran haber cometido en algún momento olvidado de sus vidas. Y en ese lugar de luz y de paz, y de insondable misterio, quedaron las muñecas y allí -es sabido por todos- permanecen hasta ahora.
Desde el ya distante día, cuando las abuelas se alejaron para no regresar más, ya nadie ha vuelto a saber nada de ellas, y parece que a nadie le interesa conocer su paradero (por temor a una maldición, dicen). Según cuentan algunos viajeros, que esporádicamente pasan por las inmediaciones, durante las noches de luna llena se oyen, cerca del río, voces que cantan endechas de desesperación y tristeza, fúnebres. Creen que son las voces de las muñecas; pero esto nadie ha podido comprobarlo. Lo cierto es que el pueblo, que siempre fue mustio, hoy es un pueblo bendecido por la felicidad y la alegría, aun a pesar del asedio de aquella estremecedora melodía, que permanece en el ambiente y que cuando llega la oscuridad quisiera hundir a todos en la tristeza y la desesperanza.
Las muñecas, a despecho de aquello que pareciera ser un himno de muerte y dolor, decidido a triturar la alegría, sonríen con el río, el viento y los alisos, y se han convertido en fuente de inspiración y alimento de la fe; y, con ellas, la gente también sonríe. Ellas son las hijas del canto rodado y su canto es como música corpórea expuesta a la brisa y a las tempestades -es decir, estás muñecas son vida, universo y amor con forma de mujer, de ángel y de demonio-; son como un saludo a la libertad, la paz, la belleza y los sueños. En buena cuenta, son luz y poesía, aun a pesar de todo. ¡Son las hijas del canto rodado!
© Bernardo Rafael Álvarez
19 de octubre, 2017. 02:04 p.m.