Fue el 13 de diciembre del 2011 (fechas como aquella jamás se olvidan), a las once de la mañana. Un día antes nos habíamos puesto de acuerdo para encontrarnos allí y, efectivamente, a esa hora ya estábamos en el lugar (pero yo –“puntualazo”, como siempre-, unos minutos antes). Y fue ese el momento en que, por primera vez, nos vimos personalmente, y dejamos, ya, de ser "amigos virtuales".
Después del saludo y las sonrisas, nos dispusimos a entrar a donde habíamos -con irrefrenable ansiedad- querido ingresar: en la amplísima estrechez de ese vetusto cuarto de hotel, y lo hicimos tras las coordinaciones que ella había efectuado previamente con el encargado para la apertura de la puerta. Un cuarto de algo más de dos metros de ancho y cuatro de largo, más o menos, pero, a pesar de todo, para nosotros el paraíso de los sueños: un recinto poblado de memoria y de emociones. Y Pilar y yo, regocijados y, ¡cómo no!, felices, viviendo la experiencia más increíble, deliciosa e inolvidable; momentánea pero eterna. Conmovidos, pues, hasta la pared de enfrente. Aquella fue la segunda vez, después de treinta y dos años, que yo me encontraba allí, y mi alegría, a flor de piel, se desbordaba inconteniblemente: gozo supremo, generado por el deseo finalmente logrado. Qué de recuerdos me invadieron, caracho. Y qué mágicos esos minutos irrepetibles. Me sentía, en ese cuarto, como abrazado a la sonrisa medio polvorienta de un fantasma luminoso.
Hacía unos meses, quizás medio año o menos (no lo recuerdo exactamente), que Pilar y yo nos habíamos “agregado” (¿así se dice, verdad?) en el Facebook, y algo en común hizo que entre ambos brotara una gran simpatía, una suerte de identificación; y, claro, debido a eso es que aparecieron con cierta frecuencia motivos múltiples para conversar o, mejor dicho, "chatear": es que nos dimos cuenta de que coincidíamos especialmente en algo noble: el amor por el arte. Quizás por eso, pudo adivinar mi deseo y fue ella a quien se le ocurrió proponer aquel encuentro. Y, en efecto, llegó el día que tenía que llegar: un día martes, el del “ni te cases ni te embarques, ni de tu casa te apartes”. ¡Y ocurrió, pues!
¡Entonces, al encuentro se ha dicho! Solo tenía que salir con tiempo de casa e ir al paradero "Pilas", esperar un poco, y subir a un microbús de la empresa llamada, ¡cómo no!, "La Buena Estrella" (Ancón-La Parada). Eso fue lo que hice, y en unos cuarenta minutos ya estaba en la avenida Parinacochas, para de ahí caminar apenas unas cuantas cuadras hasta la esquina de 28 de julio y Huánuco, el destino final. Pilar, según me dijo, trabajaba cerca y, obvio, pensé que no iba a demorar. Y, bueno, pues, llegué. Tantos años habían pasado que, es comprensible, casi no podía reconocer la edificación que ahora veía; además, porque la primera vez fue de noche y el arribo se hizo en un taxi que se detuvo justo frente a la entrada, por la que ahora me disponía a ingresar para encaminarme luego al segundo piso, en donde esperé por no más de cinco minutos. Apareció Pilar: subió sonriente mientras yo me ponía nervioso. Beso en la mejilla. Abrazo. Y sonrisa, siempre. Espera, me dijo; bajó y enseguida volvió a subir ahora acompañada por un joven que traía un llavero en la mano y nos guió, en medio de ruido de máquinas, hasta una habitación en cuya puerta una plaquita azul mostraba el número que yo nunca olvidé, que no quise olvidar: el 283. El joven la abrió y luego se retiró; nosotros ingresamos, y nuestros corazones parecían zapatear de alegría. Mirábamos las paredes vacías una y otra vez, como tratando de descubrir unas huellas que, a pesar de ser invisibles, resplandecían como el sol o, más que el sol, como el esplendor de una sonrisa: aquella, la sonrisa perpetua de quien allí, antes, había dormido, soñado, creado y amado a sus anchas. Pero este 13 de diciembre, el del retorno, éramos cuatro los habitantes fugaces de esa soledad encantada: Pilar, yo, mi sobrino Percy -que me había acompañado- y... ¡Víctor, pues!, el amigo querido que treinta y dos años antes -el 14 de noviembre de 1979, a las ocho y media de la noche-, en ese lugar, junto a esa puerta, puso una silla y me ordenó que me sentara porque quería retratarme con el carboncillo que hacía muy poco le habían traído desde París, y, efectivamente, con ligereza y seguridad hizo el precioso apunte que conservo como el tesoro más preciado.
© Bernardo Rafael Álvarez