Tras
haberla oído cantar el “pasito tun tun", en un muy concurrido local
nocturno del Bulevar de Los Olivos, me acerqué, atropelladamente y con algo de
temor e inseguridad, a saludarla: quería estar, aunque fuera solo un instante,
cerca de ella. Siempre la había visto en televisión, pero esta vez todo era
diferente: estábamos los dos en el mismo lugar, claro, en medio de tanta gente
enfervorizada, y yo no podía contener la alegría. Quería decirle algo, frente a
frente, algo que siempre había deseado. Es que no solo la admiraba a rabiar, no
solo era su fan número uno; la verdad es que me sentía enamorado de ella,
locamente enamorado. Su voz, para mí, dulce y tierna; sus movimientos
sensuales, medio insinuantes; su sonrisa, como el lucero de la mañana o la luna
en medianoche, y, claro, su notable inteligencia: todo, todo en esta mujer era
bello y divino, y eso excitaba mis emociones y hasta me inspiraba. Cómo no
amarla y querer que mi corazón palpite con el suyo, suavecito, despacito.
Lo que
yo sentía era algo lindo y sano y no estaba dispuesto a ocultar más mis
sentimientos, y tenía que lograr que ella lo supiera; si no lo hacía ahora,
jamás lo habría de hacer, y ¡esta era la oportunidad! Tomé valor y, después de
respirar hondo, decidí que esa misma noche, definitivamente, se haría realidad
mi propósito, costara lo que me costara. Y así fue.
Mandé
al demonio mi crónica timidez, y en medio de tanta gente ocupada en su propia
diversión, unos apretando la mano de sus parejas, besándose entre ellos, otros
bebiendo cerveza y otros bailando, ¡me atreví, caracho!, y, por fin, le dije lo
que había querido decirle siempre; repetí su nombre a todo pulmón y,
desaforadamente, agregué: "¡Te amo!". Algunos, asombrados, perplejos,
creo que se asustaron, y otros –crueles- solo soltaron una estruendosa y
ponzoñosa carcajada, y, sin duda, no faltaba quienes habrían querido propinarme
una andanada de patadas y botellazos. Pero ¡qué diablos me importaba todo eso!
Yo ya había logrado que se cumpliese mi deseo supremo: romper mi timidez y
declarar a los cuatro vientos lo que realmente sentía, y eso ya era bastante,
pues.
Pero,
¡diablos!: algo parecía andar mal, no todo estaba completo. Ella, la hermosa
mujer que alborotaba mi libido, como si nada importante estuviese ocurriendo, solo
atinó a lanzarme una mirada fría, fugaz, y su gesto más parecía de perplejidad
y lástima y tal vez de mal disimulado disgusto; y como un implacable latigazo,
dejó de mirarme y volvió, como siempre, a sonreír y engreír al frenético
público que en coro repetía su nombre, mientras yo quedaba soslayado,
marginado, basureado y, otra vez, ¡acobardado!
Era
obvio que mis palabras no habían llegado a causar el efecto que yo esperaba en
la mujer que allí veía como una diosa. Tuve que asumir, convencido, que lo único
que había logrado era hacer el ridículo y, entonces, comencé a sentirme mal,
muy mal y herido. No valgo nada, me dije, resignado, y sentí deseos de
autoflagelarme. ¿Qué hacer, ahora? Solo irme y nunca más volver a mirarla ni
siquiera de lejos. Su indiferencia era como un bloque gigante de hielo que me
aplastaba inmisericorde. Parpadeé unos segundos, agité desfalleciente la cabeza
de un lado a otro y enseguida me dispuse a salir, completamente derrotado y
desfalleciente; quería huir de aquel lugar, con el corazón destrozado y el alma
magullada, y buscar un rincón oscuro en algún parque cercano, para sentarme y
llorar sin consuelo y sin que nadie pudiera percatarse de mi dolor aunque,
claro, a nadie iba a importarle lo que a mí me estaba pasando en esos momentos,
a nadie tenía por qué preocuparle la frustración de mis locos deseos, ni mis
sueños despedazados.
Y,
bueno, decidí emprender la retirada y di el primer paso con rumbo hacia la
puerta de salida (porque, cierto, “el primer paso no te lleva a donde quieres
ir, pero te saca de donde estás”, como dice una amiguita mía). Ya afuera me
olvidaría de ese rostro, de esa sonrisa, de esa voz y de esos bellos
movimientos femeninos en el escenario. Y, bueno, ya resuelto, di el segundo
paso y ya, casi casi, eché a correr como alma que se lleva el diablo, cuando,
de pronto -¡oh, bendita sorpresa!- el sonido de mi nombre, dicho con inesperada ternura, casi maternalmente, pero con vigor, invadió el recinto
como una inundación de agua clara y bendición:
"¡Beinaidito! ¡Beinaidito!".
Me detuve y, como empujado por un resorte, volví automáticamente la mirada hacia atrás y quedé completamente aturdido, pasmado: ella estaba allí, cerquita, junto a mí. Enseguida, como un ave cuando después de revolotear en el patio, cansada, va en busca de una rama, en ese justo instante sobre mis labios se posó -¡adivinen qué!- lo que menos podía creer que pudiera posarse, pero que lo deseaba con fervor y locamente: un beso, un dulce beso, ¡el beso de la mujer soñada! Me abrazó fuertemente y luego me cogió con delicadeza la mano y me dijo, medio nerviosa pero segura y casi susurrando, que me amaba y que me amaría hasta el final. Y, cierto, así ocurrió: la mujer de mi sueño me amó, exactamente, hasta el final.
Un
sismo de 4.5 grados, que en la madrugada había hecho que todo el mundo saltara
de sus camas, bruscamente me despertó y, como todos, también salí despavorido a
la calle. Los vecinos, como ocurre en estos casos, murmuraban entre ellos: que
"dónde habrá sido el epicentro", que "no ha demorado
mucho", que "solo fue ruido", que "yo estaba en el
baño", etc. Y mí, por supuesto, me quitó las ganas de seguir durmiendo.
Y, cierto: hasta el final. Aquel amor que me había ilusionado
llegó hasta el final: hasta el final de ese sueño, brusca y cruelmente
interrumpido por un movimiento telúrico.
Ya
repuesto del susto, y viendo que los vecinos regresaban a sus casas a acostarse
de nuevo, algunos en calzoncillos, yo también hice lo mismo. A uno de los
vecinos le oí decir, contento, que felizmente, según escuchó en una pequeña
radio, por ninguna parte ocurrieron daños que lamentar. Ah, ¿no?, ¿ningún daño?, ¿nada que lamentar? ¿Y mi sueño de almíbar despiadadamente desleído? ¿Y mi corazón convertido en
astillas? ¡Quedé vilmente damnificado! Pero eso ¿a quién miércoles iba a
importarle? ¡A nadie!
Ya
otra vez en cama, y sin poder volver a cerrar los ojos, solo me quedaba
repetir, en silencio, esta, ahora inútil, pregunta, justo la misma de una canción
de Maricarmen: "¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te fuiste?" Y mi
corazón, perverso a pesar del dolor y sus escombros, aparentemente burlándose
de mí y mi desgracia, respondía, con sarcasmo y mala fe, con sus latidos:
tuntún, tuntún, tuntún… (¡El “pasito tun tun”, pues!]). Convencido: los sueños, sueños son y nada más. (¡Plop!).
© Bernardo Rafael Álvarez
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* Una inocente travesurita que se me ocurrió
perpetrar anoche. 😀😀😀