sábado, 28 de julio de 2012

LA TÍA MATILDE Y LAS FIESTAS PATRIAS EN PALLASCA


Creo que la mejor mantequilla en mi provincia era la de Huandoval, la que fabricaba “don Vásquez”. Con cierta frecuencia, él iba a Pallasca y se anunciaba mediante unos discretos golpecitos en la puerta de nuestra casa, para ofrecer su producto a mi padre, el maestro Rafa. Llevaba también quesos y manjarblanco.

Sin embargo (y que me perdone él, “don Vásquez”, si es que aún vive) tengo que dar fe de que la más deliciosa que probé en mi vida fue aquella que, en un desayuno en Cabana, fue untada en los panes por doña Matilde, la tía Matilde quiero decir. Ella –lo supe porque en realidad lo sentí- era una dama nutrida de bondad. La recuerdo muy bien por ese desayuno. Estuvimos en su casa (que era la casa de su hija Rosita y de su yerno Juan) mi padre, mi hermano Jorge y yo, porque alumnos y profesores de la 293 -mi escuela- habíamos ido en “excursión” a la capital de la provincia y allí, fastuosos, en una velada literario musical hicimos una representación teatral en la que yo aparecía como “Willac Umu”, usando como parte de la indumentaria una capa probablemente del San Juan Bautista de mi tierra.

Pero también la llevo en mi memoria, por esto: porque no olvido las fiestas patrias de Pallasca. Les cuento, pues. Desde los días más cercanos al 28 de julio, los niños lucíamos sobre el bolsillo de la camisa una escarapela comprada en la tienda de don Víctor Alvarado, pues había que mostrar el cariño por la patria y el orgullo de sabernos libres, tal como nos lo habían enseñado nuestros padres y nuestros maestros. “Seámoslo siempre”, cantábamos, y sin darnos cuenta de los gazapos agregábamos “y antes niegues sus luces del sol”. Un atropello al idioma y una cachetada al Himno Nacional. Pero (¡pse!, qué miércoles) se trataba, simplemente, de una insolencia involuntaria.

Mi hermano Jorge, cuando estábamos en el Jardín de la Infancia, él de cuatro (tuvo que repetir, porque “no estaba en edad”) y yo de cinco años, pronunciaba, en lugar de “la humillada cerviz…”, esto que a mí me hacía reír cínicamente: “la meada, la meada, la meada cerviz levantó…”. Allí, en ese que fue mi primer centro educativo, desempeñé por primera y única vez –y creo que torpemente- el papel de “jefe”, que es como acostumbrábamos llamar al brigadier, aunque en realidad no fue eso lo que fui, pues solo solo se trataba de una formalidad para la ocasión. La señorita Teresa Casana me designó para llevar el espadín o puntero durante el desfile del 28. Pero -lo confieso y digo que, aunque han pasado tantos años, siento todavía el dolor de la frustración- lo que yo quería era ser el tamborilero, pero nunca a nadie se le ocurrió que yo pudiera aprender a ejecutar los redobles, y yo -zonzo de siete suelas- jamás me atreví siquiera a insinuarlo. 

Conservaba una foto de entonces (pero no sé a dónde fue a parar, finalmente): nuestra infancia esplendorosa y ahíta de candor. Allí, en la foto, entre otros, el siempre travieso “Jocke” (envidiable, con escarpines blancos y… ¡con el tambor!), mi hermano “Shorton” y las siempre bellas Maruja y Ladoiska; también Juanito Fernández, Roberto Robles, Valducho (que nos dejó tempranamente)...; y yo, con cara de ganso, con la varilla pegada al hombro derecho. La foto debió haberla tomado, estoy casi seguro, don “Moshe” Huerta.

El desfile, con entusiasmo apoteósico en medio de la humildad, los niños lo realizábamos en la Plaza de Armas. Nuestros padres nos miraban orgullosos y aplaudían. Nosotros, con inocencia y fervor, rendíamos culto a la patria, a los símbolos gloriosos y a los héroes con patillas; y, con pasos desordenados, pero vigorosamente, marchábamos mirando siempre hacia adelante. Nos marcaban el compás los tambores con piel de cordero curtida, si no me equivoco, por el maestro Porfirio Solano.

En medio de tanto frenesí y júbilo, una inocente irritación nos afectaba: la bella bandera que flameaba en uno de los balcones al costado de la Municipalidad la percibíamos como una afrenta. Era la bandera de la estrella solitaria. Creíamos ver en su airosa agitación el desafío y el escarnio. Nos acordábamos (¡ah, infantil patriotismo!) de Bolognesi y de Ugarte, en Arica, de Pradito en Huamachuco y de Gavancho, nuestro héroe pueblerino, fusilado en “el cabildo”… Nos resultaba difícil tolerar aquello que (después llegamos a comprenderlo) no era sino el más respetuoso y sentido saludo que una noble, bella y decente dama hacía al pueblo peruano y, claro, a Pallasca, el lugar donde nacieron sus hijos y el que fuera su marido -muerto muchos años antes-. Esta inolvidable mujer que nació en el vecino país del sur, con el flamear de su pendón patrio nos estaba diciendo "viva el Perú, viva Chile, viva la Independencia". Y es que, en verdad (por fin llegamos a tomar conciencia), la Independencia que proclamó San Martín fue gestada por estos países: Chile, Perú, Bolivia, Argentina, Venezuela, Ecuador… que, a pesar de algunos paréntesis infames que nos muestra la historia, son y serán hermanos, siempre, y ni las fronteras ni los resentimientos podrán impedirlo.

Eso nos quiso decir a los pallasquinos, ella, doña Matilde -la tía Matilde quiero, decir (la abuela de “Fashito”)-. Por eso, desde el momento que pude conocerla y tenerla cerca en más de una oportunidad, comencé a quererla o, mejor dicho, a devolverle lo que de ella recibí: cariño. Ese noble sentimiento que transmitía copiosamente doña Matilde -otrora cantante de ópera- quedó en mi corazón untado como la irrepetible mantequilla de aquel nutricio desayuno en Cabana. ¡Inolvidable!