viernes, 20 de junio de 2025

EL RICO CASTELLANO PALLASQUINO (Un breve acercamiento)

 

El rico y bello castellano pallasquino que hoy hablamos es, en algún modo, el resultado de la fusión de tres lenguas: el español, traído desde Europa en la tercera década del siglo XVI; el quechua que, un poco antes, los incas habían tratado de imponer en la zona, y el culle, que ya se hablaba allí (desde, posiblemente, unos dos mil años atrás).  Bien.  

 

En su afán de expansión, los incas llegaron a lo que hoy es Pallasca donde encontraron una lengua extraña, el culle. Trataron -como solía ocurrir con las conquistas- de imponer su idioma, el quechua, en desmedro del que allí (y en gran parte de la región norte) se hablaba. Poco tiempo después aparecieron los conquistadores españoles, que en Cajamarca mataron a Atahualpa, el soberano imperial que, antes, había decretado la muerte de su hermano Huáscar cuyo cadáver, según teoría razonablemente expuesta por algunos historiadores (especialmente Félix Álvarez Brun) fue arrojado a las aguas del río Tablachaca (antes Andamarca) que corre entre Pallasca y Santiago de Chuco hacia el Pacífico. La imposición más rotunda y contundente, como es obvio, fue la del idioma castellano, lo que, prácticamente, dio lugar a la casi total desaparición del quechua -que hacía poco había comenzado a establecerse allí- y empezó, también, poco a poco, a disminuir el uso del culle (que habría sido prohibido según un documento de la época-).  

 

La larga pero frágil sobrevivencia de esta lengua habría llegado hasta, aproximadamente, la década de 1930, en algún caserío de la provincia de Pallasca; y, según contaba el profesor Alipio Villavicencio Chávez, la última cullehablante habría sido una señora que era conocida como “la viejita Ishpe”. Actualmente solo quedan desperdigadas, en número aún impreciso, voces que se confunden con el léxico español y los vocablos quechuas que aún están en uso. Los primeros que recogieron palabras de aquella lengua fueron el obispo de Trujillo Baltazar Jaime Martínez Compañón (a fines del siglo XVIII) y el sacerdote pallasquino Teodoro Meléndez Gonzales (en 1915); posteriormente lo hizo don Fernando Silva Santisteban (La lengua culle de Cajamarca y Huamachuco, 1982) y, ahora, perseverante e impenitente, lo hace mi amigo Manuel Flores Reyna. Y, claro, estudios importantes acerca del culle han sido hechos por Alfredo Torero (Áreas toponímicas e idiomas en la sierra norperuana, 1989) Gustavo Solís Fonseca (La lengua culli revisitada, 1986), Willem Adelaar (En pos de la lengua culle, 1989), Rodolfo Cerrón Palomino (La supervivencia de un sufijo culle en el castellano regional peruano, 1995), Luis Andrade Ciudad (Topónimos de una lengua andina extinta en un listado de 1943, 1995) y María del Carmen Cuba Manrique (Lenguas de contacto en la toponimia de la sierra norte del Perú, 2018).

 

(Este sonido). Expresiones culle (que aún se emplean en Pallasca) son, por ejemplo, "chúrgape" (grillo), "cungul" (renacuajo). Pero lo particular que podemos encontrar es una pronunciación que no es propia del castellano ni del quechua y que sí aparece en voces inglesas como "jam" (mermelada). Así tenemos, en el culle, Paranshyam, Mushyuquino, Conshyam (que son topónimos; o sea, nombres de lugares), munshyo (el ombligo), cashyul (el choclo tostado, muganshya (tizón incandescente, pero sin flama y, por extensión, luz tenue). Hasta donde he podido constatar, prácticamente ningún lingüista dedicado al estudio de las lenguas andinas ha puesto atención en esta particularidad del culle.  

 

El sonido al que me refiero yo lo represento uniendo el dígrafo “sh” con la “y” (que es la “Vigesimosexta letra del abecedario español). ¿Por qué lo hago? En castellano no existe palabra en que, después de una consonante, vaya la “y” y se la pronuncie como “i latina”; eso ocurre solo “cuando aparece aislada o en final de palabra precedida de una vocal” (aislada, como conjunción: Juan y Pedro; al final de palabra precedida de una vocal: muy, voy, ley). Entonces, por estar frente a palabras que no son de origen español, sino culle, me parece lo más conveniente hacer esta unión: “shy”, en que la “y” no suena ni tiene que sonar como “i” (“i latina”, quiero decir), pues lo que sigue es una vocal, lo que hace que su sonido se convierta en “consonántico palatal sonoro” (por ejemplo, “Consh/yam”, y no “Conshi/am”). No es, naturalmente, la representación exacta del mencionado sonido culle, pero si es la más aproximada, usando las grafías del alfabeto común. 

 

Otros sonidos que, sin duda, son o provienen de la lengua ya extinta son los segmentos o componentes “–bal” [-ball, -vall. valle], probablemente “llanura, pampa, campos”, según Alfredo Torero (Cocabal, Huandoval, Survalle); “-sácape”, que podría significar “chacra” (Colgasácape); “-vara” (Taurivara, Marcovara); y, difinitivamente, el “–coñ” [-goñ, -goñe], “agua” (que están en Acogoñe, Pichungoñe, Gorgoñe, Chapucungoñe y, por supuesto, en Conshyam que significaría tierra pantanosa). 

 

(¿Diminutivos?). Un sonido típico del castellano pallasquino y, en general, de todo el norte peruano (incluido el quechua de Ancash), corresponde al fonema sibilante palatal /š/ que, algunos estudiosos afirman, sería herencia o rezago de la lengua culle (lo cual, por cierto, no está probado aún), y lo usamos en el morfema “ash” (de “asho”, “asha”), especialmente, para la construcción de diminutivos muy particulares, como contraposición a los aumentativos “azo”, “aza” (gringasho, cholasho, niñasha, Panchasho) y también hipocorísticos (expresiones afectivas, de cariño) como Shesha, Shanti, Rosha, Cunshe, Shalo. Pero -definitivamente- son diminutivos e hipocorísticos propios del castellano pallasquino, y no de la lengua culle

(de ella podría ser, únicamente el fonema, el sonido). No se conoce, pues, diminutivos en lengua culle. Por ejemplo: palo, en culle, es guro. ¿Podríamos asumir que “gurosh” o “gurosho”, son sus diminutivos en lengua culli? La respuesta es rotunda: no (porque nada hay que lo demuestre); en cambio en el castellano pallasquino sí es posible expresarlo en diminutivo: de “palo”, “palasho” (o sea, “palo chiquito”). 

 

(¿Se conocen frases en lengua culle?). El lingüista Manuel Flores Reyna (a quien ya mencioné) en un momento afirmó que la primera frase conocida en lengua culle sería esta: “qui amberto gauallpe”, con el significado en castellano de "quiero comer gallina". Efectivamente, en la lista de voces culle elaborada, en 1915, por el presbítero pallasquino Teodoro Meléndez Gonzales (que la envió al sabio Santiago Antúnez de Mayolo, quien, a su vez, la hizo llegar años después a Paul Rivet) aparece dicha frase. Sin embargo (esto lo digo yo, ahora) no se trata, precisamente, de una frase en lengua culle. Veamos: “gual’pe” o "gauallpe" solo es la palabra quechua "guallpa" (mínimamente alterada), que significa "gallina” (Atahualpa, ¿recuerdan?). ¿Y qué sería “qui amberto”? En principio, “amberto”, fonéticamente, no tiene nada que pueda, razonablemente, hacernos pensar que proviene de una lengua andina (suena a Alberto, Humberto, etc.). ¿Y, respecto de “qui”, qué podríamos decir? Todo indica -creo yo- que sería el adjetivo exclamativo “qué” alterado en su pronunciación. En tal sentido, mi hipótesis es que lo que escuchó el padre Meléndez fue esta expresión: “Qué hambre de comer gallina” pero, claro, dicha de manera juguetona (“Qui amberto gaguallpe”). Por tanto, no es frase culle. En realidad, hasta ahora, no ha llegado a conocerse, por ser imposible, ninguna frase en esta lengua. 

 

(Contrabandos garrafales). Ahora, en cuanto a las recopilaciones que se han hecho "de voces" de la lengua culle y también de otras lenguas (el jaqaru, por ejemplo, en la sierra de Lima) hay que tener mucho cuidado: se producen lo que yo llamo garrafales contrabandos. En alguna parte, por ejemplo, he visto que incluyen como si fuera culli el sustantivo “zarzaganeta” e incluso "tishne"; y, según tengo entendido, en alguna recopilación, también se llegó a considerar como de origen culli el adjetivo "cutulo". Explico: “zarzaganeta” (de "zarzagán) es el cierzo o viento frío de la madrugada; "Tishne" es el tizne (la mancha de hollín); y "cutulo", de origen nahua, es simplemente “cuto” (rabón: con cola corta), voz que, como en el caso de "zarzaganeta", no es más que la alteración, en la parte final, de la palabra de origen. No pertenecen al culle ni al quechua. Una de las recopilaciones aludidas corresponde a una investigación hecha por el Departamento de Humanidades de una muy conocida Universidad nacional (Revista Tipshe, UNFV), en que (es risible y no me lo van a creer) incluyen carasha, borrao, chamaco, entumido, emparamao, yesca y hasta machaza. Esto demuestra, pues, que la ligereza o falta de seriedad, también se da en nuestros centros académicos de nivel superior, lo cual, por cierto, es muy lamentable.


(¿“Cho” es culle?). El sacerdote Meléndez Gonzales, a quien ya me referí), en 1915 -tras escuchar a un anciano en algún caserío pallasquino- hizo una lista de voces que, como lo he dicho antes, la envió a Santiago Antúnez de Mayolo, quien, años después, la hizo llegar al francés Paul Rivet. Rivet, con el checo Cestmir Loukotka, la publicó en 1949 (“Las lenguas de la antigua diócesis de Trujillo”), en la revista Journal de la Société des Américanistes de Paris, en que señaló: "… el vocabulario de 19 palabras, que tuvo la gentileza de comunicarme, fue recogido por un sacerdote de Pallasca, el Dr. Gonzales (se refiere, en realidad, al presbítero Teodoro Meléndez Gonzales), hacia 1915, de boca de un anciano, y, en esa época, el idioma ya estaba en vías de desaparición". Ulteriormente, los estudiosos establecieron que dos de las voces allí incluidas -nina y guallpa- no correspondían a ese origen, pues forman parte del léxico quechua (en castellano: fuego y gallina, respectivamente).  

 

Pero en lo que no pusieron atención fue en la expresión “cho”, a la que el religioso le atribuyó, acertadamente, función apelativa (“¡eh!”). Fue un error considerarla como voz culli, pues su origen -según mis indagaciones- está en Europa. Explico. La interjección "cho" vino de España, y es posible que haya derivado de “so”, usada casi siempre para “hacer parar o detener las caballerías”; pero también ha servido con frecuencia para expresar asombro, y a veces indignación. Es obvio que, andando el tiempo, esta voz pasó a cumplir función apelativa, tal vez como derivación del uso, repito, dado “para hacer parar o detener las caballerías”, o quizás porque uno de sus significados correspondía al pronombre antiguo o anticuado “su”. O acaso su origen esté en la arbitraria y vulgar deformación y simplificación que sufrió la palabra señor durante el Siglo de Oro: convertida, sucesivamente en seor y sor, y probablemente después en so, de la que -repito- se habría derivado cho.  

 

Lo dicho sería, digamos, una suerte de explicación teórica. Aquí viene el sustento documental. Se trata del Diccionario histórico del español de Canarias (DHEC), en que aparece, con una nutrida información, la palabra “cho” con el significado de “señor”. Una de las referencias que hace, por ejemplo, es a la novela El Cacique (1898), de Guillón Barrús, en cuya página 25 puede leerse el breve, pero muy ilustrativo y explicito parlamento de uno de sus personajes: "En esto llegó el medianero. ─¡Hola, cho Sixto! ¿qué tal? ¿Cómo andan esos plantíos?”. El “cho” usado, exactamente, tal como se hace en Pallasca: para dirigirse a una persona del sexo masculino. ¿Y cuál es el vocablo para dirigirse a una mujer? En Pallasca se emplea “chi” (producto del ingenio popular), y en España (concretamente, en Canarias), “cha” (DHEC: “Navarro Correa Habla Valle Gran Rey (p.51): cho.Tratamiento que se da a los ancianos (cho Juan, cha María)”.   

 

La particularidad que tiene el uso del “cho” en Pallasca, que lo diferencia del empleado en Canarias, es esta: mientras que en el archipiélago español era “un tratamiento de respeto (…) que se anteponía al nombre propio” (DHEC), es decir, para dirigirse a personas mayores (a las que se trata de “usted”), en Pallasca, más bien, se emplea en el trato de confianza o familiaridad, entre quienes se tutean.

 

Por su uso (no por si origen o etimología) el “cho’ pallasquino se ha convertido apócope de la palabra "cholo"; y, además de ser usado como interjección con función apelativa (para llamar, detener o pedir atención a alguien), es, también, un sustantivo, con el significado de amigo, pero solo para dirigirse o referirse a varones, pues -como ya vimos- para mujeres se usa el “chi” (que, prácticamente, viene a ser apócope de “china”). Y he aquí una particularidad adicional muy importante: a diferencia de lo que ocurre u ocurría en Canarias (donde ya no se usa, según me comunicó el periodista y escritor tinerfeño Ramón Alemán) y en otros pueblos peruanos, en Pallasca obviamente por su equivalencia con "amigo"- se le pluraliza ("chos", para varones; "chis", para mujeres). En dos palabras: con el cho ocurrió lo que con el “che” de argentina; el “cho” vino de Canarias, y el “che”, desde Valencia). Pero, sea como fuere, el “cho” ya es patrimonio nuestro y forma parte de nuestra identidad.  

 

(Identidad y orgullo). ¿Y saben qué otra palabra nos identifica, también? Esta: “Chupabarros”; el apodo que, probablemente, nos pusimos nosotros mismos, debido al ingenio y el espíritu medio juguetón que nos caracteriza e inspirados por la relativa escasez de agua en la zona urbana del distrito y sus alrededores (es que el río más próximo, el Tablachaca, se encuentra a unos siete u ocho kilómetros hacia abajo, en el límite con la provincia de Santiago de Chuco, en La libertad). Pero, como el pallasquino es, sobre todo, alegre y en él no caben resentimientos absurdos, ha hecho que, más que una socarrona ironía, el apodo mencionado se convierta en un estímulo y acicate para procurar la satisfacción de las necesidades y mirar hacia delante con optimismo y dignidad. Ah, y algo que no podemos dejar de lado, porque identifica y corresponde a una cualidad inherente e intransferible, es el alma noble, solidaria y amorosa, que es sello indeleble en los “chupabarros”, mis lindos paisanos (hombres, mujeres, niños y ancianos), nacidos, incluso, en otros lugares.  

 

Y, bien, vuelvo al tema. Dije, al principio, que es rico y bello el castellano pallasquino. Es cierto. Rico por su riqueza y por su sabor. Es como surrupear una sopa de chochoca o una panizara caliente, o como disfrutar de aquel inolvidable alfajor de Semana Santa llamado hojarrasca (así, con doble «erre»). Sí, el castellano pallasquino es rico y bello. Si, por ejemplo, queremos apurar a alguien, le decimos ¡das das!; si sentimos un leve atoro en la garganta que nos genera una carraspera o tosecita, comentamos que nos hemos chogado; si, después de un malestar, nos ponemos chirgui chuirgui, seguro que comenzaremos a chibrinquear, pero si, a la inversa, sufrimos un intenso decaimiento, nos pondremos shumbol, y si la situación es peor, nos verán calamoqueados. Por otra parte, si fuimos en busca de algo y todo resultó inútil, nos lamentaremos por haber hecho un viaje yanca (o sea, por gusto); si alguien, con palabras altisonantes, viniese a provocarnos enojo, hacernos lío, bronca, seguramente diríamos que, sinque ni porque, se ha puesto a liriar  haciéndonos ruido, y, si queremos que el conflicto acabe definitivamente, despediremos al agresor con un rotundo e inapelable ¡zote!; y, si pasamos con una amiga junto a un jardín nutrido de flores olorosas, seguramente exclamaremos, felices, «¡Añañash, chi!, qué rico trasciende, ¿di?». Y diay (o sea, y después) nos iremos en busca de otra buena amiga para ponernos a huasharimear con ella y sus yanazas, pero si, al no encontrarla, preguntamos dónde está, tal vez su madre nos diga ni’onde (porque no lo sabe, porque no quiere decirnos o solo porque la chica no desea salir).  Ah, y aquí algo muy especial que no puedo olvidar: al número dos lo hemos convertido en dosh, pero no para designar a la segunda cifra de los números cardinales, sino para decir “poquitito”. 

 

Expresiones -las que he mencionado y muchas otras- que a nuestro castellano le dan encanto y esplendor. El castellano pallasquino que -especialmente- gracias al empleo del sonido “sh” y -en algunos casos- por el reemplazo de la “r” por la “y” (o la "i"), en la formación de diminutivos e hipocorísticos (Mariasha y Beinaido, por ejemplo), es una lengua que, por su uso, yo me atrevería a caracterizar como una expresión colectiva de ternura. (Algo similar ocurre con el quechua de Ancash: si, por ejemplo, en el centro y sur peruanos pronuncian “sonco” o “soncu”, para referirse al corazón, en el Callejón de Huaylas se dice, tiernamente, “shoncu”).

 

Yo comencé a disfrutar y a enriquecerme con el castellano de nuestro pueblo no recientemente, sino desde cuando aún era un niño medio caisha y asistía al Jardín de la Infancia; y -les cuento- entonces, también, empecé a interesarme en él, cuando -a pesar de mi timidez- me atreví a preguntarle a mi inolvidable maestra, la señorita Teresa Casana, cómo se escribía la letra «she», pues ya intuía que se trataba de un sonido propio y hasta, diría, emblemático del habla de nuestra Pallasquita linda -como la llamaba don Moshe Huerta-. Y de esto han pasado añismos. ¡Lindos recuerdos, caracho! (¡Perdónenme la nostalgia!) 

 

© Bernardo Rafael Álvarez

20 de junio del 2025  


miércoles, 16 de abril de 2025

ESTOS DOS PERUANISMOS (MI HIPÓTESIS)

 

I 

En el habla cotidiana hay diversas expresiones coloquiales (especialmente aquellas de la jerga popular o la replana) que, por ser usadas con mucha frecuencia, nos resultan sumamente familiares; sin embargo, no siempre conocemos su origen (su etimología) y tampoco nos es fácil encontrar una explicación a su significado. ¿Esto debería preocuparnos y hasta alarmarnos, tal vez? No, no hay motivo para tal cosa, puesto que los hablantes no estamos obligados a poseer un conocimiento -llamémosle “científico”- de las voces o expresiones que empleamos en nuestra comunicación cotidiana, ni tenemos que estar, a cada paso, dando explicaciones al respecto: con que podamos comunicarnos y esto nos sirva para estar cerca y en armonía los unos y los otros ya es bastante, pues en eso radica, básicamente, la importancia y el valor de las lenguas. Así que ¡tranquilidad, amigos queridos, tranquilidad! 

Ah, pero, a despecho de lo que acabo de afirmar, les cuento: ocurre que desde hace unos días algo me está inquietando; es el deseo de hacer eso a lo que aquí me he referido: tratar de explicar el significado de una expresión popular bien peruana y, además y especialmente, rastrear su origen. Y, bueno, eso es lo que voy a comenzar a hacer ahora, pero refiriéndome, primero, a un verbo coloquial que dio origen a un sustantivo convertido, en los últimos lustros, en el nombre de una lotería. Me tinca que ya adivinaron a qué verbo me refiero. Efectivamente, han acertado, es el verbo «tincar». Bien, después de algunas necesarias lucubraciones sobre este verbo, pasaré a ocuparme de la expresión que, durante las últimas noches, casi no me ha dejado conciliar el sueño😊. Así que, ¡manos a la obra se ha dicho!  

Todos conocen e incluso alguna vez han usado el verbo referido, ¿verdad? Se emplea, frecuentemente, en frases como esta: «Me tinca que mañana vamos a tener visita». Y, claro, sabemos que lo que allí estoy diciendo es que intuyo, adivino o pronostico lo que va a ocurrir al día siguiente (que habrá visita); es que el verbo pronominal con que empieza la frase es, precisamente, sinónimo de los otros tres verbos que acabo de escribir en cursiva y, también, de estos: presagiar, vaticinar, presentir y... ¡tener una corazonada! Cierto. Pero ¿de dónde apareció el verbo «tincar»?  

En el Diccionario de la Lengua Española (DLE) encontramos lo siguiente: «Arg. y Bol. Golpear con la uña del dedo medio haciendo resbalar con violencia sobre la yema del pulgar. // Arg. y Bol. En el juego de las canicas, impulsarlas con la uña del dedo pulgar. // Arg. y Bol. Golpear una bola con otra». Ninguna de estas acepciones tiene relación alguna con los verbos intuir, adivinar, pronosticar, presagiar, presentir. ¿Cómo es, entonces, que, de golpear o impulsar violentamente con la uña del dedo pulgar o golpear una bola con otra, su significado pasó a ser equivalente al de los otros verbos que he mencionado? Trataré de encontrar la explicación, pues. 

La primera vez que en un diccionario fue registrado con un significado similar al de estos verbos ocurrió en 1950; el Diccionario académico de aquel año lo definió así: «Intr. Chile. Darle a uno el corazón alguna cosa; tener un presentimiento». Algo que merece ser resaltado es que, como se ha visto, no hay ninguna referencia a España sino, solamente, a países latinoamericanos. Esto, también, tácitamente, lo encontramos en un diccionario cronológicamente más distante, el de Alemany y Bolufer, que es de 1917 y en el que se afirma, de modo textual, lo siguiente acerca de «tincar»: «del arau. t'incay. dar papirote»; o sea, del araucano, lengua hablada en el sur de nuestro Continente; es decir, nos remite a un posible origen del vocablo, a su etimología, lo cual, creo, es muy interesante. 

No quiero decir, sin embargo, que me parezca acertado aquello de que el origen del verbo «tincar» (que como bien señala Jesús Manya, es voz onomatopéyica), está en el araucano (lengua también conocida como mapudungún y que aún es hablada por el pueblo mapuche, ubicado en territorios de Chile y de Argentina). Estoy convencido de que ese no es su origen. Al menos en un diccionario de 1916 (me refiero al Diccionario Araucano - Español y Español Araucano, de Fray Félix José de Augusta), no aparece ni aludido. Estimo que lo más razonable es reconocer que procede del quechua, y esto sí está documentado. La prueba más remota que conozco es el Vocabulario de la lengua general de todo el Perú llamada lengua Qquichua de Diego González Holguín, que es de 1608; dice allí: «Ttincani: Dar papirote // Tincay. El papirote».  

«Papirote», «dar papirote» o «papirotazo» son expresiones que, como dije antes, se refieren a golpear o impulsar violentamente con la uña del dedo pulgar, o golpear una bola con otra, es decir, lo que hacen los niños en el juego de las canicas. Nada tienen que ver, literalmente, con el sentido que le damos a «Tincar»: presentir, adivinar, presagiar, etc. Es que, en relación a estos verbos, en el quechua -según me he informado- existen otras expresiones: watupakuy (presagiar, presentir), watunq (presagio); watuy (adivinar), watuq (adivino). Por eso, repito, ¿cómo es que los significados aquellos pasaron a ser lo mismo que intuir, pronosticar, presagiar, adivinar? Lo definido en el Diccionario académico de 1950 creo que ayuda a encontrar una explicación: «Darle a uno el corazón alguna cosa; tener un presentimiento»; o sea, en otras palabras, tener una corazonada. Todos, creo que más de una vez, la hemos experimentado; y aquí la voy a definir con palabras del Diccionario de Autoridades de 1729 (el primer repertorio lexicográfico en que aparece el vocablo): «Aquel impulso, movimiento o inquietud que se siente en el corazón, como pronóstico de alguna desgracia, o advertencia de algún engaño, fortuna u otra cosa…». Como sabemos, este impulso, movimiento o inquietud se produce, siempre, como un llamado súbito, inesperadamente, como una suerte de golpe que nos da el corazón o que sentimos en el corazón: por analogía, el papirote a que se refiere el vocablo quechua Tincay (que, una vez más lo digo, no significa, literalmente, presentir o presentimiento), por referirse, puntualmente, a golpe, resulta válido y razonable asociarlo, simbólicamente, con el significado de corazonada. Un agregado: la doctora Martha Hildebrandt, en Peruanismos (Espasa, 2013), dice esto: «el postverbal tinca -también se documenta tincada- equivale a corazonada, "pálpito"», y lo considera, acertadamente, como un seguro quechuismo.  

Podrá, sin duda, desconcertar lo hasta aquí expuesto. Pero la verdad es que no hay nada que pueda generar extrañeza. No siempre la palabra o expresión remota de la que se originó una nueva expresión tiene que ser, semánticamente hablando, similar o al menos cercana por analogía. Una clara demostración de esto lo encontramos, por ejemplo, en «trabajar» cuyo origen está en el latín vulgar «tripaliāre» que significa «torturar» o en «amarillo», que no se origina en algo relacionado con el espectro cromático, sino en «amarus» expresión latina que es «amargo» (y nada tiene que ver, tampoco, con serpientes ni rebeldes andinos). Repito, finalmente, «Tincar», como sinónimo de presentimiento o corazonada, proviene del golpe o papirote referido por González Holguín como significado del quechua «Tincay», y de allí, finalmente, pasó a ser, en el uso, golpe del corazón o «corazonada» (presentimiento, presagio, intuición, vaticinio, pronóstico...), también conocido como pálpito.

Es mi hipótesis, con alta probabilidad de tesis. Pero ustedes tienen la palabra final, amigos y, con todo derecho, pueden contradecirme o, mejor dicho, corregirme y, claro, si quisieran ayudarme, mejor😊. Seré todo oídos. (Bueno, después de esto pasaré al tema que me ha estado inquietando y, como dije, casi no me ha dejado dormir durante estos últimos días: es otra linda expresión bien peruana muy actual y que enseguida revelaré cuál es).               

             

II 

Dije al principio que no siempre es fácil conocer el origen de muchas palabras y que también nos resulta difícil encontrar una explicación a su significado. Cierto. Pero debo decir algo más: hay palabras o expresiones que, creo, son imposibles de explicar. Veamos. Estamos en el terreno de la jerga popular, o replana, y quiero mencionar solo dos palabras completamente desconcertantes: «papaya» (o «papayita»), como sinónimo de «fácil», y «palta», con el significado de «vergüenza», «incomodidad» o «turbación ante una situación embarazosa». ¿Por qué, en este caso, «palta» y en el anterior, «papaya»? ¿Por qué el uso de estos vocablos que son nombres de frutas? ¿Alguien conoce la respuesta? Yo he tratado, por todos los medios, de hallarla y me ha resultado, simplemente, imposible. Creo que, aquí, la arbitrariedad (que es ley en asuntos del lenguaje) ha intervenido con todas sus válidas, legítimas e ilimitadas prerrogativas. ¿Habrá ocurrido lo mismo, al asignársele un significado muy especial -digamos distinto a su propia naturaleza- al nombre de la fruta de que voy a referirme en las siguientes líneas? Veremos. 

Cuando, por ejemplo, nos sucede algo adverso, que nos hace sentir mal, un proyecto frustrado, un encuentro que no pudo concretarse, la desaprobación en un examen, etc., ¿cuál es la expresión -claro, en tono familiar o coloquial, es decir, no en lo que conocemos como «lengua estándar»-, que casi siempre pronunciamos? Esta, la expresión bien peruana que anuncié: «¡Qué piña!»; o sea, «¡Qué mala suerte!». Efectivamente. ¿Y por qué, precisamente, empleamos el nombre de la fruta, originaria del América del sur, que es también conocida, en otras latitudes, como «ananás» (nombre de origen guaraní)? Hasta donde sé, no hay, en ella, ninguna característica, cualidad o rasgo que pudiera darnos luces para entender la asociación establecida con la «mala suerte», ni siquiera hay una cercanía fonética en el vocablo (como sí ocurre, por ejemplo, con «lenteja» usado como sinónimo coloquial de «lento»: «Qué lenteja eres»). ¿Cómo explicar esto? La cosa (lo voy a decir con una muy común locución adjetival propia de la jerga o replana peruana), en verdad, está bien tranca 

Definitivamente (creo que tengo que ser enfático), la razón por la que es imposible encontrar una explicación al uso del nombre de la fruta referida para darle el significado de «mala suerte» es que, simple y llanamente, la explicación no existe. ¿Por qué? Por lo que a continuación voy a comentar. Comienzo: el vocablo «piña» en cuestión, nada tiene que ver, en realidad, con la fruta a la que me referido. Se trata, más bien, de un vocablo, obviamente, muy similar, con origen y significado diferentes. El nombre de la fruta proviene del que originalmente se le dio al fruto del pino (no en el Perú, por cierto) y que ya se encontraba registrado en los diccionarios más antiguos de la lengua española. Nebrija (1495) la define así: «Piña. Piña de piñones», y más explícitamente, Covarrubias (1611), dice: «Piña. La nuez del pino donde nacen los piñones». ¿A este fruto lo conocemos con ese nombre en el Perú? Me parece que no. ¿Y por qué a la fruta sí la denominamos así? Según explicaciones encontradas (incluso he visto imágenes), esto se debe a que sus formas, aunque no necesariamente sus dimensiones, son muy parecidas: «de forma aovada, más o menos aguda, de tamaño variable, según las especies…» (DLE).  

Ya lo dije, a mí me resulta no solo difícil, sino completamente imposible, encontrar una explicación razonable a esto. Creo que no la hay, en realidad. Pienso, por ello, que en el tema bajo estudio nada tiene que ver el nombre de la deliciosa fruta sudamericana que es el mismo que antes -desde hace varios siglos- fue asignado al fruto del pino («de donde nacen los piñones»: Covarrubias dixit). Y, por ello, estoy convencido de que otra es la piña cuyo nombre está involucrado en este intríngulis; es decir, no es el fruto de un árbol «de tronco elevado, recto y resinoso y hojas persistentes en forma de aguja» (DLE), y tampoco el de una planta «de la familia de las bromeliáceas, que crece hasta unos 70 cm de altura» (Ibíd.). Y, por último, debo decir que esta piña -su nombre, quiero decir- en que yo encuentro el origen de la expresión peruana sinónima de «¡Qué mala suerte!» no es propia de la lengua española; español es el vocablo que da nombre al fruto del pino, con el cual también se designó (debido a su semejanza) al ananás, que es una fruta sudamericana («piña de las Indias» se la llamó); y también fue el nombre de un pueblo en España, «de 30 vec. sit. en la prov de Gerona, a 6 leguas de la capital...» (Gaspar y Roig, 1855). 

¿De dónde surgió, entonces, el componente principal de la frase peruana «¡Qué piña!»? Mis indagaciones me han llevado concluir que (como en el caso del verbo comentado al principio: tincar) su origen está en la lengua quechua. Conviene precisar, sin embargo, lo siguiente: en esto, que -en mi opinión- es la explicación etimológica, no se encuentra una vinculación precisamente de carácter semántico. Piña, como palabra quechua, aparece documentada, por primera vez, en el ya mencionado Vocabulario de González Holguín (1608), con el siguiente significado, textualmente: «El enojado ayrado»; y también encontramos allí el vocablo «Piñak. El que se enoja y aborrecedor». Cosa similar incluso en el uso actual: el Diccionario Quechua - Español - Quechua, Publicado por el Gobierno Regional del Cusco (Gore Cusco), en 2005, nos dice que enfado y enfadarse se traducen como «phinakuy»; en el muy útil Diccionario de urgencias Castellano-Quechua de mi amigo Ugo F. Carrillo Cavero (que está a punto de salir a la luz: mayo, 2025), enfadar como «pinachiy», «pinachikuy» y «phinay», y como enojado o molesto, «piñasqa» y también «pinaskasqa»; y Mario Warankamaki me indica que «estoy molesto» se dice, en quechua, «piñan kashani». No se advierte ni se insinúa, como es obvio, ninguna cercanía con «mala suerte», ni siquiera solo con «suerte». Pasa lo mismo que -como se advirtió al principio- con el verbo «tincar». Es que, para hacer referencia a «suerte» o «mala suerte», en quechua existen otras expresiones. 

Veamos. El Diccionario Quechua – Español (ya citado) y también el Diccionario de Urgencias Castellano-Quechua de Carrillo, nos indican que suerte en quechua es Sami. Y, más remotamente, en el Vocabulario de González Holguín encontramos esto, que corrobora lo dicho en los dos repertorios mencionados: «Suerte buena, o mala por ventura, o dicha. Vee (Çami)»; el «vee» nos remite a la primera parte del libro, donde, efectivamente, encontramos lo que sigue: «Çami. La dicha o ventura en bienes de fortuna y caso»; o sea, la buena suerte // «Çaminchani, o çamiyocchani. Pedir ventura alcançarsela»; es decir, invocar fortuna o buena suerte // Çaminnac. El desdichado, o mana çamiyoc»; se refiere al que tiene mala suerte, el desafortunado. (Una precisión pertinente: Çami se pronuncia como sami).  

Tras todo esto es comprensible y necesario, realmente, que surja una interrogante motivada por el desconcierto, habida cuenta de que, hasta este punto, no se ha llegado aún a algo concreto que dé luces indubitables en torno al tema. ¿Por qué afirmo que la expresión coloquial -de jerga o replana- «¡Qué piña!», como sinónimo de «¡Qué mala suerte!», tiene su origen en la lengua quechua, si, como se ha visto, no hay nada, ni semántica ni fonéticamente, que dé amparo a tal aserto? Responderé y espero que mis argumentos resulten satisfactorios. 

 

III 

Se impone, creo yo, la necesidad de afirmar que, desde el principio, el vocablo piña -con el significado que conocemos- ha sido el componente principal, la raíz, de la que sería una suerte de locución interjectiva, «¡Qué piña!», que, como es obvio, nunca ha sido expresada con ánimo exultante, de gozo, de alegría, de regocijo; siempre ha llevado consigo, digamos, una nada discreta carga emocional de enojo, motivada por una insatisfacción, por algo que no llegó a concretarse favorablemente, por una frustración, por un incidente infortunado, en fin, ¡por una mala suerte! Y ese ha sido, básicamente, su uso más frecuente: frase o locución interjectiva, siempre caracterizada -en mayor o menor medida- por el enojo que la estimulaba. Es que (corríjanme si estoy equivocado) no es júbilo lo que nos genera el infortunio, la mala suerte, no nos mueve a la gratitud ni mucho menos a tener que exclamar un Aleluya o gritar desaforadamente ¡Albricias! 

El vocablo piña, que en la referida expresión coloquial se comporta como un sustantivo (sinónimo de «mala suerte»), en algún momento llegó a «independizarse», convirtiéndose en adjetivo y, así, comenzó a ser empleado en frases como estas, por ejemplo: «Juan es bien piña», «Soy tan piña que todo me sale mal». De este modo, adquirió una nueva acepción (ya, repito, como adjetivo) que, sin embargo, no está lejos de la original: «salado»; es decir, «Que suele padecer desgracias o tiene mala suerte» (DLE).  

Pero, repito, básica y originalmente, ha sido parte de la frase «¡Qué piña!»; así, escrita con signos de exclamación por tratarse -vuelvo a decirlo- de la exteriorización airada de un estado de enojo, cólera, indignación. Es que esta frase nunca ha sido ni ha pretendido ser, simplemente, referencial: dar cuenta, única y exclusivamente, de algo (la «mala suerte» en este caso), sino -otra vez lo digo- poner de manifiesto un estado de ánimo (lo que corresponde a la llamada «función emotiva» del lenguaje) ocasionado por una circunstancia nefasta: la frustración por una expectativa no satisfecha, una desdicha, un suceso inesperado que nos es adverso, un desengaño... «¡Diablos!», por ejemplo, es una interjección y no quiere decir que, por lo que significa, literalmente, el sustantivo empleado, se esté invocando al demonio; solo es, como en el caso de «¡Qué mala suerte?» (o sea, «¡Qué piña!») la expresión airada de un estado de ánimo (irá, enojo, enfado o, también, sorpresa, extrañeza, admiración, disgusto). Con palabras de González Holguín: estar «enojado ayrado». Esto es lo que quiero decir (y, creo que lo he insinuado desde el principio): no siempre tenemos que dejarnos llevar, en sentido estricto, por el significado literal, inmediato, restringido, de las palabras para entender una expresión o locución (ya sabemos: existe lo denotativo y también lo connotativo). Por ello, la frase «¡Qué piña!», en el uso al que se refiere la presente nota, nada tiene que ver con la fruta sudamericana y, en tal sentido, no podemos entender que se trata, por ejemplo, del asombro que nos causa su dulzor, su tamaño o su forma («¡Qué piña tan extraordinaria!»); y algo similar podemos decir respecto de la misma expresión, pero en su versión dicha en el castellano estándar, «¡Qué mala suerte!»: es válido entender que no solo es alusión al infortunio sino, también y sobre todo, la exteriorización de una emoción: el enojo, la indignación, por una circunstancia nada exultante. Y, dicho en quechua (con la ayuda de Ugo Carrillo, autor del Diccionario de urgencias): «Nisyu pinasqankani», que significa, literalmente, «Estoy muy molesto». 

Y, bueno, ya vimos que, con leves variaciones, vocablos quechuas relacionados con enojo y enojarse son estos: «phinakuy», «pinachiy», «pinachikuy», «phinay», «piñasqa», «pinaskasqa»; y «piñan kashani». De estas expresiones, en mi opinión, se derivó la expresión coloquial peruana «¡Qué piña!», que, desde el principio -que se remonta, creo yo, a no más de cincuenta años-, era, en sentido estricto (perdón por la insistencia), la exteriorización verbal de un estado de ánimo airado, de enojo, de cólera, pero que -en virtud una suerte de metamorfosis semántica- se convirtió, ya específicamente, en el sinónimo coloquial de «¡Qué mala suerte!».

Creo que -como una suerte de paréntesis- conviene citar a la doctora Martha Hildebrandt que -en el espacio El habla culta, que tenía en el diario El Comercio, de fecha 31 de mayo del 2022-, sin afirmar explícitamente ni insinuar que allí estuviese el origen de la expresión coloquial peruana, hizo mención a «piña de sal» (que, aparentemente, sería sinónimo de «trozo de sal gema»), frase que, en alguna etapa de su «complicada evolución semántica», también habría sido empleada para calificar «al potaje muy salado». Lamentablemente, aparte de lo leído en el brevísimo texto de nuestra recordada lingüista, no me ha sido posible encontrar referencias documentales ni testimoniales que corroboren la información que ella proporciona. 

Bueno, para terminar, insisto (y lo digo con absoluta convicción): es quechua, y no otro, el origen del vocablo «piña» empleado, actualmente, como sinónimo de «mala suerte» en el castellano coloquial peruano; y agregó que nadie tiene que ver con aquello de «piña de sal». Si alguien llega a desmentirme, claro, con argumentos bien sustentados y convincentes, aceptaré, con hidalguía y humildemente, mi desacierto y no me quedará más que decir, de manera ya concluyente, esto: ¡qué piña, caracho, estuve equivocado! 😊 

¡Un fuerte abrazo, amigos!

                                                                                                         © Bernardo Rafael Álvarez