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De izquierda a derecha: Alfredo Torero, Tristan Platt, Sabina Dedenbach y Rodolfo Cerrón Palomino |
No creo que haya sido propósito de su autor, pero lo cierto es que, apenas se supo de su publicación (e incluso sin siquiera haber sido leído), en las redes sociales -el Facebook, concretamente- generó un alboroto de los mil demonios: sorpresa, cuestionamientos, desacuerdos, cólera. Es que, en realidad, desde su título, el libro se presenta como extremadamente inquietante, provocador, polémico, controversial. Estoy refiriéndome a Memorias de una amistad quebrada: El Alfredo Torero que conocí (Ediciones del Panóptico, diciembre del 2024) y cuyo subtítulo es La lingüística andina en debate. Su autor: el prestigioso lingüista peruano Rodolfo Cerrón Palomino.
Se trata, como es obvio (pues su título lo dice), básicamente, de un libro de memorias. Pero, claro, no se comporta como una suerte de «autobiografía»: no es un relato, en orden cronológico, de la vida de su autor (niñez, adolescencia, juventud, etc.). Se ocupa, más bien, de una etapa significativa en su historia personal: de las experiencias que vivió y de las personas que pudo conocer y llegaron a ser sus amigos desde su ingreso en el terreno de la lingüística: como estudiante universitario, primero, y luego ya como investigador. Y, bueno, debido a eso (por ser recuerdos) tampoco estamos, exactamente, ante un trabajo de investigación histórica.
Narra, con algo de nostalgia, hechos que -para Cerrón Palomino- fueron importantes y decisivos en su formación profesional y le sirvieron para afianzar y fortalecer su interés en el estudio de las lenguas andinas y, especialmente, madurar la opinión científica que iba formándose respecto de ellas, especialmente el quechua, del que -sin ninguna duda- es uno de los más importantes estudiosos.
¿Alguna característica saltante
en el libro? Sí, creo que la crudeza y diría, incluso, la rudeza y, claro,
también la sinceridad con que aborda y relata los hechos, aun a sabiendas de lo
que esto podría acarrear, como -en efecto- ha acarreado (ya lo dije al
principio). Y algo más pone de manifiesto este libro: la entereza (o sea, el
valor, la fortaleza de ánimo) para decir lo que no siempre es fácil decir
(pues, no creo que todos puedan atreverse a hacer lo que Rodolfo ha hecho al
escribir y, más aún, al publicar este libro). Al escribirlo, no se dejó
llevar por aquel dicho popular que, en otros, a veces se comporta como un
estímulo para la hipocresía o, por lo menos, para decir las cosas a media voz:
me refiero a aquel consejo según el cual «no es bueno hablar mal de los
muertos», o aquello de que «no hay muerto malo». Lo cierto es que, como
sabemos, no existe (y no tiene por qué existir) una ley que obligue a escribir
únicamente resaltando los valores o méritos de otra persona (viva o muerta),
alabándola. Es que la escritura es, sobre todo, una de las expresiones de la
libertad.
Y, definitivamente, Rodolfo ha escrito y publicado, en libertad (como debe ser), este libro que, especialmente, está referido (su título lo anuncia y en su contenido se precisa) a «las relaciones tensas» que mantuvieron él y Alfredo Torero, otro de nuestros más connotados estudiosos de las lenguas andinas. Pero -¡cómo no!- es, también, un documento valioso que nos ofrece información y, sobre todo, reflexiones puntuales y merecidamente rescatables acerca, precisamente, de las principales lenguas del Ande peruano: el quechua y el aimara y también el uro (que en nuestro país dejó de hablarse desde la segunda mitad del siglo XX) y el puquina (la «lengua particular» de los incas, según Garcilaso).
Respecto del quechua, textualmente, nos dice, entre otras cosas, que «no se había originado en el Cuzco»; que el que se habla allí solo «es un dialecto igual que sus pares dialectales» y que su origen estaría en la costa y sierra centrales de nuestro país. Y -probablemente, también provocadora de polémica- es esta otra tesis, en torno a la lengua que muchos hablan en Puno y en Bolivia: afirma que el aimara o, más concretamente, el proto-aimara, «no se había originado en el altiplano sino en la costa y sierra centro-sureña del Perú» y que «por lo menos antes de Pachacutiy, la lengua oficial de los incas era la aimara». Una de las importantes referencias que avalan esta afirmación nos lleva al cantar del Inca Yupanqui, llamado Pachacutiy, que fue compuesto no en quechua sino «en una variedad de aimara distinta al del altiplano».
Ahora, en cuanto al uro, Rodolfo nos da cuenta del intenso e importante trabajo que tuvo que emprender para lograr desentrañar la gramática y el vocabulario de esta lengua (también conocida como chipaya), obviamente no en el Perú sino en Bolivia, específicamente en el cantón de Chipaya, ubicado en Oruro, donde aún subsiste su uso. Por espacio de siete años consecutivos, desde el 2001, viajó a ese lugar con el propósito de continuar con el trabajo que otrora desarrollaron Max Uhle (el arqueólogo alemán, primero en adentrarse en los estudios de esa lengua), Arthur Posnansky (austriaco que estudió acerca del Tiahuanacu y, además, en 1944, publicó La Nueva Crónica y Buen Gobierno de Felipe Guaman Poma de Ayala) y Alfred Métraux (el francés que hizo estudios, también, de la cultura Chipaya hace más de ochenta años). Rodolfo logró dar a conocer, en 2006, la primera gramática de esta lengua y, al año siguiente, «un primer intento de reconstrucción de la fonología del proto-uro». Unos años después, en 2011, con la coautoría de Enrique Ballón Aguirre, publicó, finalmente, el primer vocabulario de esta lengua. Aporte invalorable, realmente.
En referencia a los estudios acerca del puquina (repito, la lengua particular o secreta de los incas), Rodolfo, hidalgamente, reconoce que, en cuanto a los avances que se hicieron, su participación es «de reciente data». Y, más bien, hace referencia, a los trabajos desarrollados por Raoul de la Grasserie (1894) y Alfredo Torero (1965) quienes, en distintos momentos, trataron de entresacar el vocabulario y la gramática de la lengua puquina, empleando como único material disponible el Manvale sev Rituale Pervanvn de Gerónimo de Oré, que fue publicado en 1607. Reconoce, Rodolfo, que, comparando los trabajos realizados por los citados estudiosos, «el saldo a favor es naturalmente para el de Torero» por lo que significa en el avance de la ciencia lingüística y por la solidez de su esfuerzo interpretativo.
Y ahora, el asunto de la amistad
entre nuestros dos lingüistas. Me permito, al llegar a este punto, citar lo que
Rodolfo afirma acerca de la versión inicial del trabajo de Torero sobre el
puquina: que «le había valido como Tesis del Tercer Ciclo de la Sorbona»; «no
tesis doctoral», recalca entre paréntesis. Esto, el aseverar que aquella tesis
no le habría valido al lingüista huachano para obtener el grado de doctor, en
la Sorbona de Paris, es decir, en buena cuenta, sugerir que no llegó a
doctorarse, es una de las razones por las que se generó todo el alboroto al que
me referí al principio de esta nota.
Concretamente, en cuanto a la tesis de Torero, en el libro se habla de una «pesquisa fallida», por no haber podido comprobar, fehacientemente, si ese trabajo académico era real o no: es que no llegó a producirse el encuentro esperado de Cerrón con André Martinet, el asesor de tesis que bien podría haberle confirmado o desmentido la sospecha. Esa búsqueda se hizo en 1987, en París. Sin embargo, a mediados del 90, Bruce Mannheim (el antropólogo norteamericano a quien -¿recuerdan?- hace algún tiempo le atribuyeron la frase aquella de que «el quechua es el único idioma centrado en el otro») le dio a Rodolfo una copia de la tesis redactada por Torero y cuyo título es Le puquina, la troisième langue générale du Pérou («El puquina, la tercera lengua general del Perú»). Respecto de ella, Rodolfo expresa que no tiene la estructura y el formato propios de una tesis; y agrega que, años después (a mediados del 90) llegó a obtener la versión completa del trabajo (que, dicho sea de paso, yo también poseo) en cuya portada aparece, en anotación manuscrita, «3er. ciclo» (3ème cycle), por lo que, aparentemente, se trataría no de una tesis de doctorado sino de maestría. Finalmente, como oportuna precisión, puntualiza que, «en toda esta discusión no se pone en cuestión la calidad del contenido de la tesis que, sin duda alguna, es un aporte filológico-lingüístico valioso»; «... lo que se discute -señala- es la ausencia de claridad, tan propia de nuestro medio, para llamar las cosas por su verdadero nombre, libre de toda ambigüedad». Cierto, falta de claridad.
Y, justamente,
acerca de ello, creo que a estas alturas la pregunta de rigor cae por su propio
peso: ¿Alfredo Torero llegó, realmente, a doctorarse o no? Yo desconozco la
respuesta, porque no he investigado acerca de ello. Lo único que puedo hacer (a
ver si sirve de algo) es transcribir la información que aparece en la Web y
según la cual, en la mayor parte de los países de la Unión Europea, la
profesionalización se da «en tres ciclos de los estudios superiores» y,
específicamente, en Francia, estos «se organizan en Licence -Master - Doctorat».[1] Teniendo en cuenta esto, ¿una tesis de Tercer Ciclo sería, entonces un
trabajo académico para obtener el doctorado? Ustedes tal vez encuentren la
respuesta, pues de lo que se trata es de resolver la ausencia de
claridad a que alude Rodolfo.
Mientras
tanto, antes de concluir, quiero resaltar los recuerdos que Rodolfo hace de
aquellos días de 1965, cuando conoció a Alfredo Torero. Fue cuando el
inolvidable maestro Luis Jaime Cisneros organizó un ciclo de conferencias
vespertinas en el Instituto de Lingüística y Filología de San Marcos y uno de
los expositores programados fue, precisamente, aquel joven investigador «que
acababa de llegar de Francia y que contaba entre sus credenciales haber
estudiado en La Sorbona» y de quien, Rodolfo, quedó (repito sus palabras) deslumbrado y maravillado
por el abrumador conocimiento de dialectología quechua que puso de manifiesto
en su disertación; y, precisamente, en un seminario sobre dialectología
quechua, aquel joven, muy pronto, se convirtió en su profesor y, según recuerda
Rodolfo, su trato se caracterizaba por la confianza y sencillez y con él el
tuteo recíproco se dio casi de inmediato y solían pasear, conversando, por
los corredores de la universidad. Fueron, pues, los primeros días de haber conocido a
Alfredo Torero. Hubo, entre ellos, amistad, sí, pero una amistad quebradiza que, según
infiere Cerrón Palomino, habría llegado a romperse, ya, a partir de 1969, aparentemente,
por culpa de un adjetivo que formó parte de una nota colocada en la tesis de
maestría que sustentó en la Universidad de Cornell, cuestionando el análisis
hecho por Torero, y que a este le habría disgustado: awkward.[2]
Empero, a pesar de lo accidentada que fue y de la ruptura final de aquella amistad y de algunos adjetivos y hechos que se cuentan en el libro, que podrían erizar la piel, creo que es justo asumir que Rodolfo Cerrón Palomino no deja de resaltar la importancia, digamos fundacional, de Alfredo Torero. Lo considera, con lealtad, el «iniciador original y solitario de los estudios de la tercera lengua general del antiguo Perú» (el puquina, naturalmente) y, además, expresa, humanamente, «una vaga nostalgia de la amistad que no supimos mantener libre de todo resquebrajamiento». Hubo diferencias y desavenencias entre ellos, claro (y eso es lo que da a conocer en su libro, con entereza y sin medias tintas); pero (pregunto, recogiendo, con palabras suyas, su propia duda), ¿podemos considerar -extemporáneamente, es cierto -que Rodolfo es un celoso seguidor del trabajo investigativo del ilustre lingüista sanmarquino Alfredo Torero? Sí, estoy convencido que sí, definitivamente. Y, algo más, con plena objetividad asumo que Alfredo Torero y Rodolfo Cerrón Palomino, son dos de los más importantes y valiosos estudiosos de las lenguas andinas en el Perú, y -contra viento y marea- tienen un justo lugar ya ganado en la historia de la cultura peruana, y esto, pase lo que pase, no lo quita, absolutamente, nadie.
©
Bernardo Rafael Álvarez
[1] Diplomas
franceses, sistema LMD y equivalencias | Campus France Pérou
[2] Wanka-Quechua
Morphology: Word and Periphrasis. Ithaca, N.Y.: Universidad de Cornell.
Tesis de maestría