Y se la creyó, por templao.[1] José Gálvez Barrenechea, el poeta peruano (el "de la juventud", le decían), lo "troleó", inmisericorde. Ocurrió en 1904. ¿Por qué lo hizo? ¿Por solo burlarse? No. Lo hizo porque quería conseguir los libros del fino escritor español, que en Lima era imposible encontrar. ¿Y cuál fue su ocurrencia?: Inventó una "Amarilis Indiana" (como aquella protagonista del que sería tal vez el primer amorío virtual de la historia -cuando aún ni se soñaba con la tecnología digital ni mucho menos con el Facebook- y que encandiló al "fénix de los ingenios", Lope de Vega). Le envió al aún joven pero reconocido literato peninsular unas cartas medio calentonas y perfumadas, con la firma de -según se sabe- la misma chica encargada de escribir, con bella caligrafía, lo que él le dictaba. ¡Puro amor! ¿Amor puro? ¡Wiflas![2] (Puro amor y amor puro -y conmovedor- fue el del inolvidable Christian Vallejo, de que en otra oportunidad contaré). Ella, la chica, se llamaba Georgina Hübner, "dama muy discreta" y de "carácter muy reservado", según contó alguna vez el poeta Gálvez; era, pues, una mujer real, de carne y hueso, y lo único ficticio fue el amor en sopa de letras que llevaba el correo intercontinental. Y, así, tan templao se sintió Juan Ramón Jiménez, el escritor embromado, que, lleno de bondad y regocijo, envió sus libros hasta Lima y estuvo a punto -¡no era para menos!- de venirse al Perú, para probablemente redondear, "in situ", el apasionado pero distante romance, y así lo anunció. Esto, su posible venida, naturalmente puso de vuelta y media al peruano autor de la chanza. ¡Ahora, pues! ¿Qué hacer en tales circunstancias? Bueno, la inteligencia y la imaginación en un poeta no están por gusto, ¿verdad?, y tampoco las amistades. ¿Qué hizo? Inventó algo nuevo y también medio perverso (no quedaba otra, en tales circunstancias): inventó ¡la "muerte" de Georgina Hübner! A través del cónsul peruano logró que al bueno de Juan Ramón (el autor de aquel lindo burrito de Moguer "pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón") le llegara la infausta noticia. Y, claro, si pudo creer la primera, ¿cómo no iba a creer la segunda mentira? Así fue: también la creyó; y, comprensiblemente adolorido, se encerró en su cuarto y se puso a escribir el bello poema que al pie de esta nota inserto. El poema fue incluido en un libro, Laberinto (publicado en 1910), pero cuando el español llegó a enterarse de que todo había sido solo una farsa, lo quitó de un plumazo y (¡joder!) no permitió que apareciese en las siguientes ediciones: ¡resentido el enamorado chaval, caracho! 😀😀😀
© Bernardo Rafael Álvarez
***
El poema:
Carta a Georgina
Hübner en el cielo de Lima
El cónsul del Perú me lo dice: “Georgina
Hübner ha muerto”…
¡Has muerto! ¿Por
qué? ¿cómo? ¿qué día?
¿Cual oro, al
despedirse de mi vida, un ocaso,
iba a rosar la
maravilla de tus manos
cruzadas dulcemente
sobre el parado pecho,
como dos lirios
malvas de amor y sentimiento?
…Ya tu espalda ha
sentido el ataúd blanco,
tus muslos están ya
para siempre cerrados,
en el tierno verdor
de tu reciente fosa,
el sol poniente
inflamará los chuparrosas…
¡ya está más fría y
más solitaria La Punta
que cuando tú la
viste, huyendo de la tumba,
aquella tarde en
que tu ilusión me dijo:
“¡Cuánto he pensado
en usted, amigo mío!”…
¿Y yo, Georgina, en
ti? Yo no sé cómo eras…
¿Morena? ¿Casta?
¿Triste? ¡Sólo sé que mi pena
parece una mujer,
cual tú, que está sentada,
llorando,
sollozando, al lado de mi alma!
¡Sé que mi pena
tiene aquella letra suave
que venía, en un
vuelo, a través de los mares,
para llamarme
“amigo”… o algo más…no sé…
algo que sentía tu
corazón de veinte años!
—Me escribiste: “Mi
primo me trajo ayer su libro”…
—¿Te acuerdas? —Y
yo, pálido: “Pero… ¿usted tiene un primo?”
Quise entrar en tu
vida y ofrecerte mi mano
noble cual una
llama, Georgina… ¡En cuantos barcos
salían, fue mi loco
corazón en tu busca…
yo creía
encontrarte, pensativa, en La Punta,
con un libro en la
mano, como tú me decías,
soñando, entre las
flores, encantarme la vida!…
Ahora, el barco en
que iré, una tarde, a buscarte,
no saldrá de este
puerto, ni surcará los mares,
irá por lo
infinito, con la proa hacia arriba,
buscando, como un
ángel, una celeste isla…
¡Oh, Georgina,
Georgina! ¡Qué cosas!… mis libros
los tendrás en el
cielo, y ya le habrás leído
a Dios algunos
versos… tú hollarás el poniente
en que mis
pensamientos dramáticos se mueren…
desde ahí, tú
sabrás que esto no vale nada,
que, salvado el
amor, lo demás son palabras…
¡El amor! ¡El amor!
¿Tú sentiste en tus noches
el encanto lejano
de mis ardientes voces,
cuando yo, en las
estrellas, en la sombra, en la brisa,
sollozando hacia el
sur, te llamaba: Georgina?
Una onda, quizás,
del aire que llevaba
el perfume inefable
de mis vagas nostalgias
¿pasó junto a tu
oído? ¿Tú supiste de mí
los sueños de la
estancia, los besos del jardín?
¡Cómo se rompe lo
mejor de nuestra vida!
Vivimos… ¿para qué?
¡Para mirar los días
de fúnebre color,
sin cielo en los remansos…
para tener la
frente caída entre las manos,
para llorar, para
anhelar lo que está lejos,
para no pasar nunca
el umbral del ensueño,
ah, Georgina,
Georgina! ¡Para que tú te mueras
una tarde, una
noche… y sin que yo lo sepa!
El cónsul del Perú
me lo dice: “Georgina
Hübner ha muerto”…
Has muerto. Estás,
sin alma, en Lima,
abriendo rosas
blancas debajo de la tierra…
Y si en ninguna
parte nuestros brazos se encuentran,
¿qué niño idiota,
hijo del odio y del dolor,
hizo el mundo,
jugando con pompas de jabón?