lunes, 21 de julio de 2014

"LA ROSA DE LA ESPINELA”, SEGÚN EIELSON. (Texto inédito)*


En “La Campana Catalina”, largo romance octosílabo, el auge de belleza casi impide la visión de la propia faz del poeta. Escrita en celebración de Alberto Guillén, es una blanca y punsante elegía, con aire de pena fresca que dispersa cera y ceniza y canta por el amigo muerto. Su muerte es dulce y pequeña, y en la patria apenas pesa su cadáver, pero Dios que velas en el fondo del valle se une a él y lo redime. La égloga arequipeña canta dulcemente en el ámbito mortuorio, el paisaje limpio y soleado despierta sin esfuerzo:

“Ave y nube singular
que labran de gusto el valle,
hasta la colmena en cierne
de tu Yanahuara cande”.

O cede ante visiones de quebradiza y vívida delicia:

“La corona de aguijones
de las sienes se te cae
y en aureola de irir
de élitros la truecan ángeles”.

Otra cosa sucede con las décimas de “La Rosa de la Espinela”, verdadero arribo de lo inefable a nuestra poesía, realizada por virtud rigurosa de Martín Adán. No es Eguren, sordo y grávido de ambiente, tocado de una niebla nórdica que es su mayor y más lauto esplendor poético, el que corona esta radiosa tarea. No es en el límite tonal de su instrumento, reconocible por esta nota única que él sabe tocar a maravilla en su reino cauto, de naipe y trompeta; no es en ese recinto, obtenido por la escritura y concepción de un ambiente gótico, castellano o lunar –inaprensible solo en su misteriosa y tenue alianza con las palabras- donde suele instalarse lo inefable. A ello llámasele más bien magia. Inefabilidad indica ausencia de cualidades perceptibles y, por tanto descriptibles; fuga de los signos terrenos, por donde el universo todo, se muestra, se deja saber, vivir y decir. Para ello existe el verbo, el habla escrita y oral; por ello es el verbo, cause por donde tales signos se expresan y fijan, con suerte mejor o peor. Para ello fue dada al hombre la palabra, la prosa, la lógica, la inteligencia. Pero cuando estos bellos signos terrestres, universales, son descubiertos y adorados en sí mismos por el poeta, y cuando su estremecido corazón, en lugar de su sola cabeza, se inclina sobre ellos e intuye en sus formas puras y musicales (la gran poesía se acusa siempre por su tono, por su música interna) una hermosura plácida y viviente, un contenido propio que es al mismo tiempo una bella forma del mundo concreto, cuando ya no percibe en este, sino sus calidades; no refiera ya sus datos verbales a ninguna realidad posible o imaginada, a ningún ambiente terrenal, onírico o afectivo, sino que obtiene de ellos, mediante un verdadero soplo divino, exclusivamente poético, creador, una realidad estética con vida propia y tan válida, más aún que la primitiva e incipiente realidad natural. Del mismo modo puede acusar el pintor la más honda realidad estética y humana,. Sin recurrir a la representación terrena, en forma o color, por las sola y adecuada expresión de una materia tal, pero espontánea. Bien podría decirse que el hombre es artista en la medida en que logra humanizar los elementos estéticos primarios con que trabaja, sean línea, forma, color, sonido, palabra, sin necesidad de prostituirlos al objeto. El mismo carácter superior de la realidad creada la redime, pues, de toda referencia terrena, u, en el caso de la palabra, de todo sabor material o ambiental. Su inefabilidad no es sino su carta de legitimidad poética, el signo más cabal de su aparición sobre la tierra y de su intacta y aislada esencia. Así son las décimas de “La Rosa de la Espinela”, de Martín Adán. Su inefabilidad consiste en la absoluta carencia de otro sentido que no sea el de la propia poesía fluyente en ellos; poesía que nace de la sola asignación, prestancia profunda, plástica y sonora, de la letra empleada. (El sentido, digamos extrapoético, personal, hallado en algunas de estas décimas es una deducción lograda de la comprensión de la obra en su totalidad, no de la superior materia reinante en estos versos).

Aquí la poesía anima al verso como el espíritu a la carne, sin olvidar sus fronteras, dejando que la música interna, el tono del poema moldee libremente la forma, y `plasme en ella su arquitectura original. No existe en estas estrofas –de riguroso metro octosílabo, acentuadas con nitidez admirable- la con cesión ambiental que vibra, plena de acentos dramáticos, en “Alysius Acker”, los sonetos de “Travesía de Extramares” o el “Escrito a Ciegas”, ni la pretensión conceptual patente en los dialécticos y austeros “Sonetos a la Rosa”; menos se percibe en ellas el acre sabor terrestre de “La Campana Catalina” o el “Romance del Verano Inculto”. Es solo  en las décimas que Martín Adán apresa, por primera y única vez, la intangibilidad de su universo poético, inodoro, incoloro, insípido, invisible, huérfano de tristeza o de alegría, de lugar y de tiempo, y por tal, casi celeste, inefable, tal como él lo percibía en lo alto de su ser estético.


Pero es necesario avanzar hasta sus últimos sonetos de “Travesía de Extramares”, escritos sobre temas de Chopin, o, sobre todo, hasta las estrofas del “Escrito a Ciegas”, para penetrar, y, retomando el hilo anterior, reconocer las más hundidas vetas de su ser poético (…)

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* Los dos acápites que aquí se presentan, transcritos en letra "normal" (es decir, no en cursiva), corresponden a un ensayo escrito por Jorge Eduardo Eielson en 1945 con el título de "MARTÍN ADÁN". En el libro Arte Poética editado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, el año 2004, no aparecen estos bellos fragmentos. Tengo en mi poder los originales mecanografiados, en los que aparecen las correcciones hechas por su autor y que (por razones que desconozco) no fueron tomadas en cuenta cundo se publicó el texto. Ver: Eielson de puño y letra (Bernardo Rafael Álvarez)