Pallasca, año 1966. Allí escribí mi primer
poema “con moco en los labios”. Cursaba el quinto de primaria en la escuela
Prevocacional 293 y mi profesor o, mejor dicho, mi maestro era el maestro Rafa,
padre y amigo mío. Se trataba de un poemita-homenaje a quien -para los niños de
entonces- era el héroe del lugar por excelencia, Andrés Gavancho, un hombre
que, según se nos había dicho (verdad o mentira, no sé) aun con la lengua
seccionada por los chilenos, seguía dando vivas al Perú de Cáceres.
El poema desapareció, pero me dejó el regocijo de haber recibido la primera y única felicitación: la de mi progenitor, un poeta inédito autor de acrósticos, monólogos y canciones, y maestro, siempre maestro.
No volví a escribir sino hasta cuando cursaba el tercero de secundaria. Siempre he sido y sin duda sigo siéndolo, tímido y callado, y es por ello que habiéndome enamorado de una compañera de clases sin atreverme a decirle nada al respecto, opté por torturar frenéticamente a una por cierto leal confidente, la hoja de papel, con confesiones delirantes y extraños poemas como uno titulado “Color de barro”. Ahora que han pasado treinta años (¡asu diablo, tanto tiempo!) advierto que ya entonces comenzó a manifestarse ese afán de capturar el contrasentido de lo real a que hace alusión Tulio Mora. Allí, entre la sopa de chochoca, el té de panizara y las cachangas de mamá Abigaíl, nació un poeta, como casi todos: amando.
Aquella chica se trasladó de colegio, porque la muerte anunciada del nuestro estaba a punto de hacerse realidad; yo esperé un año. Del San Bautista de mi pueblo me fui al San Juan de Trujillo. Mezclado con la nostalgia y la esperanza, llevé conmigo el placer de haber visto publicados mis primeros poemas, en Conchucos y en Ambo: una sensación inefable, esa que da el haber querido ser poeta y tener la certeza de que ya, irremediablemente, lo era. Con inusitada intensidad, debido tal vez a esa suerte de melancolía un tanto absurda por el recuerdo de un amor que, digamos, fue y no fue y dejó de serlo, seguí escribiendo en la ciudad que ahora soportaba mis torpes pisadas. Hice algo de periodismo y leí casi sin tregua. A las lecturas de Vallejo, Heraud, Joyce –concretamente Música de Cámara, traducido por Carlos Eduardo Zavaleta-, Cummings, Valcárcel, se sumaron las de Homero, Dante, Adán, Oquendo de Amat, Westphalen, Romualdo… Nuevas ciudades, nuevas experiencias. Yo, sin embargo, un recién bajado.
Terminada la secundaria me vine a Lima: año 72. Quise publicar un librito cuyo título era “Recóndita”. Ya asistía a la Villarreal y Juan Velasco tosía con más frecuencia en sus discursos. Lamentablemente para ese poemario conocí a Hora Zero, primero en el quiosco de don Néstor Jáuregui, padre de Eloy, y luego a través de Ricardo Oré y Juan Ramírez Ruiz. Aparecieron José Cerna, Elías Durand, Alberto Colán, Yulino Dávila, Jorge Nájar, Jorge Pimentel, Enrique Verástegui, también Eloy. El inolvidable 444 del jirón Ancash, donde vivía el autor de Un par de vueltas por la realidad fue –como el Palermo en sus últimos buenos tiempos, el Wony, el Tívoli y el Cordano- una especie de escuela para mí. Época perdurable en la memoria. Época en que se podía conversar alrededor de solo unas tazas de café, porque la cerveza y el ron no llegaron a humedecer significativamente (ni envilecer) nuestros “horizontes cuadrados”.
Descubrí que Hora Zero significaba un nuevo espíritu, pero yo seguía siendo “un recién bajado”. Esto generó en mí una suerte de “shock” que dio lugar a que mis lecturas, influencias e inquietudes anteriores se replegaran en un paréntesis. Desestimé mi proyecto y, creo que con cierta dosis de torpeza, comencé a escribir como los autores de Palabras urgentes. El producto fue Aproximaciones & Conversaciones, que apareció en enero del 74.
Hora Zero como grupo propiamente dicho iba desapareciendo, pero sus efectos como movimiento, como actitud, se extendían en el interior del país y en el extranjero. Los primeros, más allá de las fronteras, en suscribir la nueva propuesta, naturalmente con sus propias particularidades o variantes, fueron los infrarrealistas, de México, uno de los cuales, Mario Santiago Papasquiaro, valioso poeta y amigo epistolar, dejó de existir físicamente hace algo más de un año, bajo las llantas de un carro.
Proseguí mis lecturas y el ejercicio de garabatos sobre montones de papel. Alguna vez, no quiero recordar por qué malhadada motivación, rompí y quemé casi todos mis poemas: me quedé con un dolor sin alivio pero, ello no obstante, reconozco que esa actitud neroniana y virtualmente filicida sirvió para encontrarme. Las lecturas de Beckett, Kafka, Artaud, Burroughs, me ayudaron; el Joyce de Ulises y Retrato de Artista Adolescente, el Pound de Cantares, el Sartre de La Náusea, aportaron también su cuota.
Buscándome quise hallar una poética que de algún modo y con grotesca fidelidad pudiese, al mismo tiempo, retratarme y retratar al mundo. Sentí que el mundo era un laberinto esquizofrénico donde los valores positivos parecieran una pluma frente al plomo de los negativos. Confieso que no ha variado mi impresión y que esta es la misma respecto de mi alma. La reproducción poética de esta desquiciada realidad pasaba por la conjunción fragmentaria y en apariencia incoherente de surrealismo, impresionismo, abstracción y cubismo, pero no un cubismo visual sino semántico. En suma: a lo absurdo aplicarle una resonancia también absurda. Aposté a ello. El resultado primogénito fue “K”, escrito en 1976 y publicado al año siguiente. Así, en rigor, comenzó a generarse Dispersión de cuervos que, en efecto, significa una renuncia de la época, y es también (aquí debo pedir perdón por la osada, desproporcionada e insolente inmodestia) expresión de lo que llamaría poética de la deconstrucción y la fetidez; espejo de impíos parroquianos, demonios, desorden, irreverencia, frustraciones, Tánatos y hedor, a los que, sin lograrlo, trata como alquimista de transmutar en oro.
Un libro que, como objeto de edición propiamente dicho, se debe a la incitación de Juan Ramírez Ruiz, Ricardo Oré, Teófilo Gutiérrez –su cuidadoso editor- y Tulio Mora, quien en algún momento llegó a decirme: “si no publicas te pego”. Ya lo publiqué. Y el haberlo hecho me ha otorgado la certidumbre de que este libro tiene una virtud: la virtud de haberme librado de una reverenda pateadura.
Este mundo, que puede ser mejor pero se empeña en ser peor, tiene en su seno, gracias a Dios, a los demonios que, aunque a menudo no lo logran, quieren y buscan hacerlo feliz. Esos demonios son los poetas. Yo ya gané un chorro de felicidad por haberme enrolado en sus filas.
Tal vez sea vano sueño que la poesía cambie al mundo pero, como en el cuento, logrará, al menos, que el mundo no me cambie a mí.
¡Viva la
poesía!
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*(Palabras dichas
-durante la presentación de mi poemario "Dispersión de cuervos"- en el Instituto Raúl Porras
Barrenechea -Lima-, el 26 de mayo de 1999).